4. Epílogo. Una iglesia hipotecada.

Epílogo

UNA IGLESIA HIPOTECADA.

1 de abril de 1939. Ya no sube el humo de la pólvora —al menos en los campos de batalla—; sólo sube el del incienso. El 16 de abril el nuevo Papa, Pío XII, se dirige «con inmenso gozo» a los españoles para expresarles su «paternal congratulación por la paz y la victoria». Los fieles ven a sus pastores en los estrados, junto a las autoridades civiles y militares, presidiendo desfiles de victoria y aniversarios de liberación de cada localidad. Para muchos sacerdotes vascos se plantea un grave caso de conciencia al ver que la derrota de su pueblo es festejada públicamente por sus obispos. A otros la nube de incienso no les deja ver durante muchos años. Más tarde se horrorizarán de aquella kermesse místicocastrense de la primera postguerra. Oigamos la honrada confesión del padre José M.ª de Llanos, que relata la visita del general Millán Astray, durante el verano de 1939, a la casa de formación de los jesuitas instalada en la antigua cartuja de Granada:

«El entusiasmo ante Millán era común, y el aplauso cerrado. Él decía de la pasada cruzada y sus maravillas. Un escalofrío nos sacudía a la abigarrada clericalidad juvenil. El Imperio, según el general, estaba a la mano y constituía un deber. Más de una hora con no sé cuántos gritos y aclamaciones. Había que terminar lanzando los himnos. Primero el de los legionarios; era el suyo, de él; después, brazo en alto, el Cara al sol. Pero tenía que haber más. “Ahora, el de vuestro San Ignacio, el capitán; pero también brazo en alto, a lo fascista”. Entusiasmo. Por último: “Y ahora, eso que cantáis, que tanto me gusta, eso del amor y no sé qué…, amor y amores… Bueno, pero ¡de rodillas!, brazo en alto”. Asombro, pero satisfacción. Cerca de doscientos clérigos, incluidos algunos teólogos de más de setenta años, se postran, alzan el brazo y, con Millán Astray como primera voz, nos arrancamos fervorosos con el Cantemos al amor de los amores… (…). A su despedida, lo acostumbrado: el teologuillo que se acerca: “Mi general, le vi una vez desde las trincheras, he hecho la guerra durante los tres años, ¡a sus órdenes!”. Y Millán, que tira de la cartera y saca mil pesetas —¡de entonces!—: “Toma, para que te emborraches” (Hechos y Dichos, mayo de 1975)».

Vidal i Barraquer veía confirmarse desgraciadamente sus temores. Al ser recibido por Pío XII, el 25 de noviembre de 1939, le informaba en los siguientes términos:

«Si es verdad que mucho han hecho derogando la legislación laica y perseguidora, tal vez no sea exagerado decir que su religión consiste principalmente en promover actos aparatosos de catolicismo, peregrinaciones al Pilar, grandes procesiones, entronizaciones del Sagrado Corazón, solemnes funerales por los Caídos con oraciones fúnebres. Organizan espectacularmente la asistencia a Confirmaciones y Misas de Comunión, y sobre todo inician casi todos los actos de propaganda con Misas de Campaña, de las que se ha hecho un verdadero abuso. Manifestaciones externas de culto más que actos de afirmación religiosa tal vez constituyan una reacción política contra el laicismo perseguidor de antes, con lo cual será muy efímero el fruto religioso que se consiga, y en cambio se corre el peligro de acabar de hacer odiosa la religión a los indiferentes y partidarios de la situación anterior».

El canónigo asturiano Maximiliano Arboleya, cuyas críticas hemos recogido a propósito de la Dictadura de Primo de Rivera y de los tiempos de la guerra, es también testigo excepcional de la Iglesia de la Victoria. Desde su soledad ve a sus antiguos amigos del grupo de la Democracia Cristiana contentos y satisfechos con el nuevo régimen. El que había sido jefe del grupo, Severino Aznar, exulta, porque después de tantos años de luchar por implantar la doctrina social de la Iglesia sin lograr nada, ahora se lo dejan hacer todo y le han dado montones de cargos y encargos. «Aunque le parezca mentira —escribía Aznar a Arboleya en 1943— este Gobierno va realizando el programa de la democracia cristiana con más sinceridad y energía que el de Gil Robles». Arboleya le contesta: «Resultaría muy doloroso verle a usted (a usted y a estas alturas, y cuando nuestros ideales triunfan en todas partes) acomodando la democracia cristiana a lo que hay de más opuesto a ella (…). Preferiría verle a usted combatiéndola y reconociendo su error de tantos años, que yo sigo creyendo acertados y gloriosos, a pesar de nuestros fracasos, que también pueden estar saturados de gloria».

Tan cambiado ve a don Severino, que en carta a un común amigo le llama «el ex Aznar». De Aznar discrepa también en cuanto a la protección que el Estado dispensa a la Iglesia; Arboleya está convencido de que ha de resultar contraproducente. En un libro que no pudo aparecer en Madrid porque, a pesar de su amistad con el obispo Eijo Garay, el censor eclesiástico juzgó que atacaba demasiado duramente a la Acción Católica, y que fue finalmente publicado en Barcelona gracias a su amigo, el sacerdote Antonino Tenas, Arboleya dice que mal andan las cosas cuando en algunos barrios la Guardia Civil tiene que acompañar las procesiones para que no sean apedreadas (Técnica del apostolado popular, Barcelona, 1946).

«Te creo convencido de que nuestro pueblo —los obreros y empleados, así como gran número de campesinos— está hoy más alejado de nosotros que antes de la guerra» (carta de Arboleya al obispo Eijo Garay, 16 mayo 1944). Se horroriza de que en la zona minera de Asturias los sacerdotes y «católicos de acción» le digan: «Estamos admirablemente y no hay peligro alguno de que volvamos a las andadas mientras siga aquí la tropa». Un párroco de suburbio contesta muy feliz a su obispo, que le pregunta cómo van los muchachos de la zona: «Antes no venían a misa, ahora nos los traen formados».

Todo se ha vuelto fácil para la Iglesia, demasiado fácil. Muchos años antes de que se firmara el Concordato de 1953, España vivía ya en pleno sistema concordatorio. Una norma convenida entre ambas potestades, civil y eclesiástica —llámesele Concordato, modus vivendi o como sea—, siempre será necesaria. Pero lo que caracteriza el sistema concordatorio, y que en España se dio con la mayor intensidad precisamente en los años que precedieron al Concordato, es una especie de sociedad de seguros mutuos entre Iglesia y Estado en virtud de la cual aquélla respalda moralmente a éste, y éste pone todo el aparato público al servicio de la institución eclesial y de sus actividades pastorales.

Mucho más que las subvenciones económicas, lo que importa es que a Iglesia tiene vara alta en las modas, espectáculos, enseñanza, prensa y radio y en el aire que se respira. Hay capellanes en todos los establecimientos docentes, sindicatos oficiales, cuarteles y cárceles. En Cuaresma no se baila, y el Jueves y Viernes Santos no se circula; casi no se habla. En cambio, si se celebra una Gran Misión los altavoces instalados en las calles las convierten en forzadas salas de conferencias. Un sacerdote que lleva solemnemente el viático a un enfermo puede increpar, con el Santísimo en las manos, a un transeúnte que no oyó —o no quiso oír— la campanilla del acólito y obligarle a ponerse de rodillas como todo el mundo (el autor, que lo presenció, podría citar el lugar donde ocurrió y el nombre del sacerdote); no importa que aquel ciudadano adore por fuera y blasfeme por dentro; lo que importa es reparar lo sucedido en tiempos de la República laica, cuando el culto tuvo que refugiarse estrictamente dentro de los templos, hasta que éstos ardieron.

A Rafael García Serrano le fue concedido el Premio Nacional de Literatura «José Antonio Primo de Rivera» en 1943 por su novela La fiel infantería, pero la obra fue retirada de las librerías porque la censura del cardenal Pla i Deniel la juzgó inmoral. García Serrano dice que al cardenal Pla i Deniel se le puede perdonar todo por su patriótica actitud durante la Cruzada, pero que esto no quita que aquello fue una sacristanada. Seguramente tiene razón, pero uno apostillaría que fue también una alcaldada darle el premio nacional de literatura a La fiel infantería prefiriéndola nada menos que a La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela. Entre alcaldadas y sacristanadas andaba el juego entonces.

Entre bastidores, sin embargo, saltaban chispas. Al cardenal Gomà empezaban a abrírsele los ojos. Ya en diciembre de 1938 había escrito a Vidal i Barraquer: «Siento no poder ser explícito por escrito, pero sí que puedo decir que las cosas se han flexionado bastante desde los comienzos en sentido menos halagüeño».

En octubre del 39 tuvo que oponerse al criterio del ministro de la Gobernación, Serrano Suñer, preocupado por la predicación en vasco y catalán, así como a la disolución de las Federaciones de Estudiantes Católicos. Pero lo que más dolió a Gomà es que el Gobierno le prohibiera —a él!— una carta pastoral, titulada Lecciones de la guerra y deberes de la paz, firmada el 8 de agosto de 1939. Un telegrama circular de la Jefatura de Prensa comunicó a primeros de octubre a toda España: «Queda rigurosa y totalmente prohibida la publicación de la pastoral hecha pública por el cardenal Gomà últimamente». Protestó por carta al ministro de la Gobernación, y también por medio de un artículo apologético, que él redactó personalmente, aparecido en el Boletín del Arzobispado del 15 de octubre. En una memoria que el nuncio Cicognani le había pedido, el sacerdote Luís Carreras escribía, el 5 de diciembre de 1941:

«En la serenidad de la paz, el cardenal Gomà (q. s. g. h.) no se recataba de juzgar su propia obra —la pastoral colectiva— en términos muy distintos del clima ardiente en que se produjo. En los meses anteriores a su muerte, su juicio definitivo acerca de aquélla le llevó incluso a ir más allá de las justas observaciones que en debida sazón le fueron propuestas con la discreta y noble previsión de los rumbos y acontecimientos que amargaron su espíritu, ferviente por la independencia de la Iglesia. Por este camino llegó a una íntima revisión de los hechos pasados, y no dejó de sentirse coincidente con el criterio romano acerca de España, que en el fragor de la lucha nacional no acertara tal vez a justipreciar. Interesante apostilla con que valorizar la serena ecuanimidad y rica experiencia pastoral del cardenal Vidal i Barraquer».

Félix Millet y Joaquim M.ª de Nadal, que le visitaron en Toledo por asuntos de la Acción Católica, han referido, independientemente el uno del otro, que, hablando de la carta colectiva, el cardenal Gomà les dijo que si pudiera jugar dos veces, lo haría de otro modo. Y en una visita a su pueblo natal de La Riba (Tarragona) dijo a dos sacerdotes de esta archidiócesis, refiriéndose a la actitud del episcopado durante la guerra: «El único que en este asunto tuvo visión fue vuestro cardenal».

Claro está que nada de esto trascendía en los años cuarenta. El idilio entre la Iglesia y el régimen parecía tener que durar indefinidamente. Todo —hasta la Iglesia— estaba «atado y muy bien atado». Pero sucedió lo inimaginable. La Iglesia —primero peces pequeños, luego peces gordos— empezó a escurrirse de las mallas del régimen. Se comprende el desconcierto de Franco. Él no había requerido la colaboración de la Iglesia; fue ésta la que se puso a su lado, le ensalzó, le proclamó dedo de Dios e instrumento de la providencia. Cuentan de Metternich que cuando, tras haber dejado bien organizada la Santa Alianza para reprimir las revoluciones en Europa, le llegó la noticia de la elección de Pío IX, exclamó: «Todo lo había previsto en el Congreso de Viena, menos la elección de un Papa liberal». Algo parecido pudo decir Franco cuando la Iglesia española, desagradecida —desde el punto de vista del Gobierno— a tantos favores, empezó a distanciarse, al compás de una evolución que venía de bastante atrás y que tuvo muchos precursores, pero que se suele cifrar en el Concilio Vaticano II y personificar en el papa Juan XXIII.