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DE LAS CATACUMBAS AL COMISARIADO DE CULTOS.
En general —ya lo hemos visto en el capítulo segundo—, los católicos se pusieron del lado del Alzamiento. Son contadas excepciones las que, sin abdicar de su fe, se mantuvieron leales a la República, con distintos grados de adhesión, que van desde una neutralidad pacífica —como Mendizábal y Roca i Caball en París— a una colaboración entusiasta con los servicios de propaganda republicanos, como algunos sacerdotes de que seguidamente hablaremos.
Hubo altos militares fieles a la República y a la vez católicos sinceros, como los generales Batet y Aranguren —fusilados ambos por los nacionales, uno al principio y otro al final de la guerra—, y el general Vicente Rojo Lluch, jefe del Estado Mayor Central, militar sumamente eficiente, que ha merecido el respeto y la admiración de historiadores y políticos de todas las tendencias; tras un largo exilio en México, vivió en Madrid donde falleció en 1966, los últimos años de su vida.
Entre los sacerdotes que se manifestaron públicamente en favor de la República, el más entusiasta fue tal vez Leocadio Lobo, antiguo profesor del seminario de Madrid y párroco de San Ginés, en la misma capital. Justificaba su opción por razones precisamente religiosas:
«Mi religión católica me ordena que ame al pueblo, porque la religión católica no admite castas ni clases. Yo sé que mi ministerio me conduce hacia los pobres y hacia el pueblo», declaraba en enero de 1937. Emprendió una gira por Europa para proclamar que los verdaderos católicos no eran los rebeldes, sino los que se habían mantenido leales a las autoridades legítimas. En Bruselas dio una conferencia sobre «La tragedia de España». Habló también en Charleroi y Amberes, recogiendo colectas para la causa republicana, hasta que fue expulsado de Bélgica. Pasó por Amsterdam, donde la prensa católica le fue hostil, y por Londres, donde recogió 3000 libras. En París lanzó un manifiesto que provocó la ira de Queipo de Llano, tuvo entrevistas con periodistas y habló en los barrios obreros de Auberville y Saint-Denis. Insistía en que la guerra de España no era una guerra religiosa:
«Yo me he preguntado muchas veces, en presencia de Cristo, y le he preguntado a él mismo, con quién estaría en estos momentos, y he escuchado las palabras de Dios hombre que me decía que estaría con los pobres, con los desvalidos, con los que lloran, con los extraviados, con los pecadores que, al fin y al cabo, como decía el gran cardenal Mauri, son los mejores amigos de Dios».
Daba charlas por radio y celebraba misas en el Madrid rojo.
Don José Manuel Gallegos Rocafull, canónigo rectoral de Córdoba, acompañó al padre Leocadio Lobo en algunas de sus correrías propagandísticas. Publicó una réplica a la carta colectiva de los obispos y un folleto en inglés significativamente titulado ¿Cruzada o guerra de clases?, que termina así:
«¿Una guerra santa? ¿Una cruzada? No, claramente, no. La religión es demasiado sagrada y demasiado divina para mezclarla con este caos de razones que son ciertamente justas, pero también de intereses que son demasiado humanos. ¿Debemos mantenernos en la más estricta neutralidad? Es algo muy difícil para cualquiera, y casi imposible para españoles, al menos si nos referimos a la neutralidad de la indiferencia (…). ¿Vamos a condenar la guerra? Ciertamente, y nunca deploraremos bastante que empezara, y nunca trabajaremos bastante para ponerle fin. ¿Es nuestro deber inclinarnos de un lado o del otro por razones religiosas? No, no hay tal deber, sino plena libertad para todos, mientras el Episcopado español o la Santa Sede no impongan una línea de conducta a seguir. Una aspiración debe ser común a todos los católicos: que la guerra termine pronto, lo más pronto posible, y mientras dure que no se den los abominables excesos que son indignos de todos los hombres civilizados, y especialmente indignos de cristianos».
El canónigo asturiano Maximiliano Arboleya, cuyas opiniones sobre la Dictadura vimos en el capítulo primero, pasó cuatro meses, entre febrero y mayo de 1937, en el País Vasco —zona republicana—, donde gozaba de muchas simpatías entre los sindicalistas católicos de la Solidaridad de Trabajadores Vascos. En unas declaraciones, a las que la prensa local dio gran relieve, dijo:
«No creo en los motivos religiosos de esta guerra; en el fondo no hay sino abandono de las masas. El trabajador que empieza por luchar contra el capital, acaba por luchar también contra la Iglesia. A este respecto, el caso de Asturias es significativo: cuando hace treinta años empecé yo mi apostolado social, el trabajador asturiano era católico. Hoy…, ¿quién le ha impulsado por este nuevo camino? La respuesta brota inmediatamente de los hechos que hemos vivido desde comienzos de siglo: fue acosado, insultado, maltratado».
Expresaba su simpatía por el pueblo vasco y contaba que, cuando llegaron unos batallones vascos a Mieres, los asturianos se asombraron al ver que se quitaban las boinas y juntaban sus voces para rezar a coro. Cuando las tropas nacionales ocuparon el pueblo vasco donde residía, se le ocurrió ir a pasar unos días a Valladolid, donde había dos canónigos amigos suyos que tiempo atrás le habían rogado repetidamente que fuera a pasar con ellos una temporada. Pero les había llegado la noticia de las declaraciones de Arboleya, y le recibieron muy fríamente y hasta le instaron a que se fuera de la ciudad, advirtiéndole que corría peligro. Le hablaron de los eclesiásticos que no podrían actuar, por ser sospechosos de nacionalistas vascos o catalanes. Dijeron que había cinco o seis obispos fichados. ¡Hasta Gomà era sospechoso! Consideraban insincero su entusiasmo por la Cruzada y sus escritos, y lo demostraban contando a Arboleya que cuando Gomà fue a buscar al arzobispo de Burgos, Manuel Castro, para que le acompañara a interceder ante el Generalísimo por los sacerdotes vascos, ¡fue acompañado de dos sacerdotes catalanes! «Y esta terrible circunstancia, de ser catalanes, como él, los acompañantes del cardenal, me la subrayan dos veces…». Le cuentan que el arzobispo Castro, hablando de Gomà al obispo de Madrid, Leopoldo Eijo Garay, había dicho: «¡No te fíes de él, Leopoldo! ¡Es catalán!».
Arboleya se hace la triste reflexión de que, «aquí no quedan más españoles que ellos». Sostenían los canónigos vallisoletanos que…
«con el pueblo en armas no hay más que el palo, el aplastamiento, la fuerza. Todos los demás métodos ideados para la atracción de las masas, están fracasados».
«Uno de ellos, creo que Hughes —recuerda Arboleya— afirma con la mayor naturalidad que el separatismo catalán desaparece por fortuna, porque lo sostenían especialmente los eclesiásticos, y de ellos no queda arriba del seis por ciento». Se muestran «espantados hasta la exageración» por el peligro que dicen que corre Arboleya, «pero no salió de sus labios ni una palabra de condenación ni de aliento, ni de la menor disposición de defenderme (…). ¡Ni un gesto de amistad, de simple compañerismo!».
Arboleya tuvo que someterse a un largo y penoso expediente ante la autoridad militar, que estuvo a punto de terminar muy mal. No cesa de expresar su sorpresa por la injusticia que se comete con él, al perseguirlo los nacionales a pesar de haberse pasado toda la vida combatiendo —de palabra— a los comunistas. ¡Como si sólo se encarcelara y fusilara a los comunistas!
Pero el más interesante de dos «sacerdotes por la República» es tal vez el manresano Joan Vilar i Costa. Había pertenecido a la Compañía de Jesús, de la que salió ya bastante antes de la guerra. Ejerció su ministerio sacerdotal en Barcelona, donde colaboraba en diversas publicaciones. En el periódico católico liberal El Matí aparecían periódicamente sus Lletres bíbliques. Según contó a Albert Manent Jaume Miravitlles, que dirigía el Comisariado de Propaganda de la Generalitat, en octubre o noviembre de 1936 se le presentó el padre Vilar en su despacho del Comisariado y se identificó como sacerdote que, aunque condenaba los asesinatos de sacerdotes y las quemas de iglesias y conventos, no estaba con los rebeldes; se preguntaba la razón de estos estallidos de violencia popular contra la Iglesia, cíclicamente repetidos; como republicano y como catalanista, quería colaborar con el Gobierno. Miravitlles aceptó su ofrecimiento y Vilar se encargó de la publicación de un Boletín de Información Religiosa que apareció semanalmente hasta mediados de 1938, en siete lenguas: catalán, castellano, francés, inglés, alemán, latín y esperanto. Inició también, con la ayuda del Comisariado de Propaganda, unas charlas radiofónicas dominicales en las que comentaba temas de actualidad —la guerra, el colectivismo, etc.— en su relación con el cristianismo; como terminaba siempre diciendo «hasta el próximo domingo, si Dios quiere», los anarquistas le amenazaron de muerte, por lo que Miravitlles tuvo que enviar un piquete de guardias a la emisora. Pero lo más importante que hizo fue el libro Montserrat (Glosas a la carta colectiva de los obispos españoles), publicado con sólo sus iniciales J. V. C. por el Instituto Católico de Estudios Sociales de Barcelona, como primer volumen de una colección de Textos y Estudios Religiosos que no tuvo continuación. Según el prospecto que daba a conocer el proyectado Instituto, bajo el lema bíblico «La Sabiduría se edificó su casa». (Proverbios, 9, 1), hacían necesaria una institución cultural de este género «la mentalidad ciudadana y religiosa que muestran tener aquellos que atizaron y promovieron y aun ahora sostienen la presente guerra civil y de invasión extranjera, que a título de civilización cristiana desangra la Patria, y arruinando sus intereses materiales y económicos hunde con enorme pérdida y menoscabo los valores espirituales de España». Sería una escuela superior de estudios religiosos, que se regiría «por las leyes y normas de la Sagrada Congregación de los Seminarios y de las Universidades de los Estudios, en consonancia con las propias leyes nacionales de instrucción pública». Para noviembre de 1938 se anunciaba el comienzo del «curso preliminar», con lecciones de historia comparada de las religiones, introducción a la Biblia, exégesis del Génesis y de San Mateo, historia universal, lengua y literatura hebrea, griega, latina y de lenguas modernas, filosofía, estética y estilística, metodología y crítica histórica, ciencias auxiliares de la historia, cuestiones escogidas de la Suma de Santo Tomás, prolegómenos de derecho y sociología, formación del periodista y propagandista, etc. Estos cursos no empezaron, por falta de alumnos, de profesores, de medios, o de todo. Pero el rigor científico y metodológico que Joan Vilar revela en su programación del Instituto —había sido bibliotecario adjunto del Instituto Bíblico Pontificio de Roma— aparece también en su libro Montserrat, un grueso volumen de casi cuatrocientas páginas, que reproduce con el rigor de una edición crítica el texto original de la carta colectiva, lo anota frase por frase, lo compara con una serie de citas bíblicas y patrísticas al pie de cada página y lo completa con una serie de interesantes excursos y apéndices, unos índices impecables y un catálogo descriptivo y crítico de libros, opúsculos, discursos, ediciones artísticas, impresos cortos, carteles, ediciones musicales y mapas que corresponde sin duda a la biblioteca y archivo del Comisariado de Propaganda que dirigía Miravitlles y que, al decir de Ricardo de la Cierva, es «la primera bibliografía sobre la guerra española», aunque la tacha de «partidista y parcialmente crítica». En este interesantísimo libro el cuidado impecable en la complicada distribución tipográfica —publica la carta colectiva como si precediera a la edición crítica de un clásico o un Padre de la Iglesia—, contrastan la vasta erudición del autor y la gran cantidad de material informativo aducido, con el lenguaje arcaizante y casi pedante —defecto en que solemos incurrir los catalanes cuando nos toca escribir en castellano, y que asoma a veces en los documentos del cardenal Gomà; no en la carta colectiva, en cuya revisión estilística trabajó bastantes horas el obispo y académico de la Lengua Eijo Garay— y el marco romántico, casi mitológico, que lo envuelve: es un diálogo socrático-crítico entre «Olegario», sacerdote por cuya boca cuenta el autor sus propias vivencias y opiniones, y una pareja de amigos, que llevan los catalanísimos y simbólicos nombres de «Jordi» y «Montserrat», los cuales, habiéndose encontrado casualmente en una visita al monasterio de Montserrat, leen y comentan juntos el documento de los obispos españoles. De paso, aunque no se escuchan por el momento «las atipladas voces infantiles que a guisa de suaves ondas sobrevenían a los tonos graves del salmear monacal», los tres personajes pueden atestiguar que se conservan incólumes la basílica con su venerada imagen de la Moreneta (Vilar no Sabe que se trataba de una excelente copia, y que el original estuvo escondido durante toda la guerra) y el monasterio con la famosa biblioteca, todo bajo la custodia del comisario de la Generalitat en Montserrat.
Joan Vilar i Costa dirige en su Montserrat fuertes y documentadas críticas al papel de la jerarquía eclesiástica y de las derechas católicas durante la República y en la gestación de la guerra civil, niega el carácter de guerra santa que se quiere dar a la contienda y, comparando la situación de la Iglesia bajo la República y bajo Franco, entiende que ha salido perdiendo: «Antes, algo coartada, era libre; ahora, llamándose libre, ha sido hecha prisionera y esclava». Acusa también a los «sacerdotes fascistas» que se oponen al restablecimiento del culto público en Barcelona. Pero esta obra, publicada por los servicios de propaganda de la Generalitat, confiesa y deplora repetidamente la persecución que la Iglesia ha padecido:
«Tengo para Mí que nuestros reveses sufridos en los frentes de guerra y las serias dificultades y penosas molestias, como desórdenes, rivalidades, escasez, bombardeos, codicias, padecidos por la retaguardia, han de atribuirse a positivo y real castigo de Dios por las profanaciones de los templos, imágenes, vasos y demás cosas sagradas, por tantas blasfemias contra Dios, contra la Virgen María y contra sus santos, por los asesinatos de tantos sacerdotes y católicos sin motivo proporcionado y suficiente, y por la suspensión del culto católico durante más tiempo de lo que era justo y razonable».
No era Vilar i Costa un panegirista incondicional de la República, como Leocadio Lobo, ni mucho menos un oportunista. Era un idealista, casi un iluso, pero sin duda un gran sacerdote. Sus últimos años lo atestiguan. Exiliado en Francia a partir de 1939, dio testimonio evangélico de pobreza personal y de caridad sacerdotal entre los mineros de la región de Toulouse y los exiliados españoles. Para éstos publicaba, en castellano, Luz y Vida, «boletín mensual para los españoles residentes en Francia», de contenido estrictamente religioso, en tono popular; la única alusión a la política que hemos hallado en él es la nota necrológica dedicada a Marc Sangnler (fallecido el 25 de mayo de 1950), donde recuerda que fue para los españoles «un muy buen amigo»: «Apenas los españoles de 1939 habían entrado en Francia, cuando su corazón se les abrió: en él hallaron cariño y amparo». Publicó también, en catalán, y bajo el seudónimo de «Jordi de Montserrat», unas Lletres catalanes, en tres cuadernos de tamaño reducido, presentación modesta y escasa divulgación (Toulouse, 1946), donde recuerda el pasado y sueña con el futuro político y sobre todo eclesiástico de Cataluña. Tanto los exiliados españoles como los sacerdotes franceses le recuerdan con cariño y atestiguan su apostólica dedicación a los más necesitados, sin distinguir entre catalanes y castellanos, españoles y franceses, católicos y comunistas. Todos asistieron masivamente a su entierro, cuando falleció, en 1962, en la mayor pobreza. Un pariente suyo escribió a Toulouse preguntando por la «mina de oro» que, según rumores, era propiedad del padre Vilar. Y es que él visitaba a los trabajadores más necesitados de la mina de oro de Salsigne, cerca de Carcassonne, y decía de ellos que eran su mina de oro. Domènec de Bellmunt, que es quien recibió aquella carta interesada, contestó al pariente que, en efecto, el padre Vilar tenía una mina de oro más preciosa que las de Salsigne y las de África del Sur: su alma cristiana y su bondad infinita.
Josep M.ª Llorens i Ventura había nacido en 1886 en Tarragona, donde fue compañero de seminario de los futuros obispos Vidal i Barraquer, Gomà y Cartanyà. Ejerció primeramente su sacerdocio en Huesca, donde fundó el Orfeón Oscense. Después fue beneficiado y maestro de capilla de la catedral de Lérida. Había publicado en 1934 una Teoría de la música. Por su prestigio popular y su notoria adhesión a la Generalitat, en 1936 fue respetado, y hasta se le confió la dirección de la Escuela Municipal de Música, de la que era profesor por oposición. En 1939 pasó por los campos de concentración franceses. Ya en el exilio, y con el seudónimo de «Joan Comas», escribió L’Església contra la República espanyola (Toulouse, s. d.), del que el Grupo de Amigos del Padre Llorens, al fallecer en 1967, publicó una edición castellana (Toulouse, 1968).
Entre los seglares notables que se manifestaron públicamente a favor de la República, cabe citar a José Bergamín y José M.ª de Semprún Gurrea, del grupo de la revista Cruz y Raya, que representaba en España la línea avanzadísima de Enmanuel Mounier y su personalismo cristiano. Semprún publicó en la revista de Mounier Esprit, en noviembre de 1936, un artículo, que la propaganda republicana tradujo a diversas lenguas y en el que exponía las razones por las que él, siendo católico, había escogido estar al lado del Gobierno contra los militares y los rebeldes fascistas. También Ángel Ossorio y Gallardo, veterano precursor de la democracia cristiana en España, hizo manifestaciones, desde la Embajada en Bruselas que le había sido confiada, en favor de la República y alegando su condición de cristiano practicante.
Pero los dos grupos de «católicos por la República» más importantes son el vasco y la Unió Democràtica de Catalunya, el primero por su volumen, el segundo por su específica inspiración cristiana. Antes de hablar de estos dos grupos, recordemos que en el partido de Acció Catalana, que en las elecciones de 1936 se había alineado en el bloque de las izquierdas, había bastantes católicos, los cuales, al fundarse la Unió Democràtica en 1931 no juzgaron conveniente incorporarse a un partido que ellos consideraban confesional. Algunos de estos católicos de Acció Catalana prestaron señalados servicios a la Iglesia durante la guerra, desde sus importantes cargos oficiales: Pere Bosch i Gimpera, como consejero de Justicia de la Generalitat, amparó a muchos sacerdotes e hizo procesar a los asesinos e incendiarios; Lluís Nicolau d’Olwer, exministro de la República, tuvo contactos confidenciales con el cardenal Verdier en vistas a una reanudación de las relaciones entre la República y la Santa Sede; Joan de Garganta, director general de Prisiones de la Generalitat, facilitó la asistencia espiritual a los presos; y Jesús M. Bellido i Golferichs, como veremos, desempeñó, ya hacia el final de la guerra, el cargo de comisario de Cultos.
La política religiosa después de mayo del 37
Tras los sucesos de mayo del 37 y la dimisión —o defenestración— de Largo Caballero, el gobierno formado el 17 de mayo bajo la presidencia del doctor Juan Negrín supone un cambio notable, entre otros aspectos, en lo que se refiere a la política religiosa. Convencido el nuevo gobierno del perjuicio que la persecución había causado al prestigio interior y exterior de la República, quiere dar una solución pacífica y legal a las actividades religiosas clandestinas, por entonces ya ampliamente toleradas. Evidentemente, la motivación principal era oportunista. Pero la nueva política religiosa se inscribe en un proyecto más general de normalización de toda la vida ciudadana: orden público, tribunales, ejército regular, industria de guerra, etc. En este contexto, la proliferación de actividades de la Iglesia clandestina, que después del terror de los primeros meses había retoñado con una vitalidad insospechada, planteaba un problema no resuelto. La red clandestina católica actuaba ya profusamente antes de los sucesos de mayo, con un cierto conocimiento y total tolerancia de parte de las autoridades. Tolerancia que se consolidó cuando en las barricadas de mayo los anarquistas, que eran los más furibundos anticlericales, perdieron, no toda, pero sí buena parte de su fuerza. Puede decirse que desde el verano de 1937 el culto doméstico ya no era perseguido ni, con alguna rara excepción —exigida por el contraespionaje— daba lugar a detenciones. No era raro que en estas asambleas en casas particulares, independientemente de la motivación religiosa, prevaleciera un ambiente franquista y a veces incluso quintacolumnista. El gobierno tenía noticias del carácter ambiguo de esas catacumbas, pero procuraba no intervenir por no dar más pábulo a la acusación de persecución religiosa. Por curioso que parezca, en más de un caso el culto católico doméstico no sólo no fue perseguido, sino que prestó cierta protección a grupos dudosos, a los que el SIM vigilaba pero dejaba hacer. Tal es el contexto, entre el tira y afloja de tendencias diversas en el seno del mismo gobierno y con los extremistas aún no del todo controlados, en el que se inscribe la «nueva frontera» religiosa de Negrín, en la línea de los trece puntos que formulará un año más tarde.
El foso que la persecución había cavado entre la Iglesia y la República no podía ser colmado por un simple decreto unilateral. La solución tenía que ser negociada, y para ello lo primero era encontrar los interlocutores válidos de parte y parte. Lo fueron, por la República, Manuel de Irujo y 0llo, único ministro del Gobierno declaradamente católico; de parte de la Iglesia, la Unió Democràtica de Catalunya, único partido de inspiración cristiana que se mantuvo fiel a la República y a la Generalitat.
La Unió Democrática de Catalunya
La UDC había sido fundada el 7 de noviembre de 1931 por un grupo de católicos catalanes entre los que destacaron inicialmente el médico Lluís Vila d’Abadal, el abogado Joan Baptista Roca i Cabail y el pedagogo y escritor Pau Romeva. La cuestión religiosa provocó, con retraso, una crisis en el partido Acció Catalana, del que salió un buen grupo para unirse a UDC; los más notables fueron Manuel Carrasco i Formiguera y Miguel Coll i Alentorn. Su programa era netamente nacionalista, aunque no separatista, y socialmente bastante avanzado. Apelaba a los «principios cristianos», pero expresamente se excluyó del nombre del partido el calificativo de «cristiano», y el de «popular» o «populista» —como les había propuesto el canónigo Cardó— para que no fuera asimilado a los demócrata cristianos franceses o italianos. En las Cortes, su diputado Carrasco i Formiguera se opuso a las leyes anticlericales, pero no fueron nunca una especie de brazo largo de la jerarquía eclesiástica, organizado para defender la institución eclesial. No mantenía ninguna relación con el obispo de Barcelona —el integrista Iruritay menos con Nunciatura o con Secretaria de Estado. Nunca pidió bendiciones apostólicas o recomendaciones electorales de la Iglesia, y ciertamente no las tuvo. Con Vidal i Barraquer tenían amistad personal algunos de los fundadores, pero el cardenal contaba más bien con la Lliga para su juego político; ni socialmente ni nacionalmente era tan avanzado como UDC. Creían que defender la justicia social y la solidaridad humana no era menos importante, cristianamente, que defender los conventos o las escuelas de la Iglesia. En su Historia de la democracia cristiana en España estima Javier Tusell que UDC fue el único partido verdaderamente demócrata cristiano en la Segunda República española; «su nacionalismo radical resultaba quizá difícilmente aceptable para otros demócrata cristianos peninsulares», pero «ningún grupo político católico llevó a cabo una profundización doctrinal semejante a la de los demócratacristianos catalanes (…). Sus posturas nunca fueron derechistas, sino más bien centristas o incluso izquierdistas, dentro del programa político del momento».
El 20 de julio los dirigentes del partido se reunieron y, tras deliberar sobre lo que debían hacer, se presentaron ante el presidente Companys para expresarle su adhesión y, a la vez, la protesta tanto contra la sublevación militar como contra los excesos que comenzaban a producirse. Decidieron seguir la suerte del país. Si alguno de ellos, por razones de seguridad, se veía obligado a salir, colaboraría desde Francia o desde donde fuera en la línea decidida por el partido. Así lo hizo Roca i Caball, después de haber sido detenido, por sus antecedentes tradicionalistas, y salvado por la Generalitat; habiendo obtenido el permiso legal para ir a Francia, trabajó allí, como hemos visto en el capítulo anterior, en los comités por la paz. Ni uno solo de los dirigentes de UDC se pasó a los nacionales. Los que se quedaron en Barcelona colaboraron con la Generalitat en todo aquello en que se podía colaborar. Intentaron formar una columna armada, para respaldar a Companys, falto entonces de fuerzas para dominar la calle, pero los anarcosindicalistas disolvieron por la fuerza la incipiente tropa. La posición política de UDC se hizo pública cuando, relativamente normalizadas las circunstancias, se reunió por primera vez desde el comienzo de la guerra el Parlamento de Cataluña, el 18 de agosto de 1937. Companys quería pedir un voto de confianza que le daría más fuerza moral ante el país, y también ante la República. Además, tenía que someter al Parlamento la prórroga de su mandato presidencial y la ratificación de los decretos por los que la Generalitat había gobernado durante todo el primer año de guerra, contando sólo con la comisión permanente del Parlamento. Se esperaba una votación unánime, pero se levantó Pau Romeva, único diputado de UDC, para decir que su partido apoyaba al presidente y al régimen legal vigente, pero, visto todo lo que había ocurrido en Cataluña, al pedirse la ratificación de la forma como se había gobernado, él quería hacer constar su voto en contra. Companys le dio las gracias, según consta en el Diari de Sessions del Parlament, en estos términos:
«Aun con las reservas formuladas, yo estimo al señor Romeva su presencia, ya que esto demuestra y prueba que, en cuanto a diferencias ideológicas, en el Parlamento de Cataluña hay la libre expresión de todas las opiniones dentro de la zona antifascista, aun las de representantes como el señor Romeva, que es un elemento de profundo sentido conservador dentro del talante de humanidad y tolerancia y comprensión que distingue a la fuerza política de la que forma parte V. S. Como, además, en las filas de V. S. tenemos también amigos queridos que nos han servido, mejor dicho, que han servido a Cataluña con valor y con espíritu de sacrificio y alguno de ellos es hoy prisionero de los facciosos, yo he querido pronunciar estas palabras, no para rubricar una discrepancia, sino para corresponder a las palabras que acaba de pronunciar el señor Romera».
El prisionero a que Companys aludía era Manuel Carrasco i Formiguera. Después del 19 de julio había sido llamado a colaborar en la Consejería de Finanzas de la Generalitat, como técnico jurídico y económico. Preparó una serie de disposiciones que, en medio del caos que siguió al Alzamiento, trataban de restablecer un mínimo de normalidad financiera. Como asesor jurídico del Comisariado de Banca y Bolsa, intervenía en el control de las cuentas corrientes de propietarios huidos, bloqueadas por el gobierno de la Generalitat. Carrasco i Formiguera se había tenido que oponer más de una vez, de acuerdo con las normas vigentes y las instrucciones del consejero de Finanzas, Josep M.ª Tarradellas —el actual presidente en el exilio de la Generalitat—, a la pretensión de los comités de industrias colectivizadas que, habiendo agotado la caja de la empresa, querían retirar las cuentas privadas de los propietarios. Por ello fue objeto de amenazas desde el Diari de Barcelona y la Solidaridad Obrera, primero veladamente, aludiendo a los católicos «emboscados» en la Consejería de Finanzas, después ya por su nombre. Companys y Tarradellas, sintiéndose impotentes para garantizar la seguridad de Carrasco, le enviaron a Bilbao como delegado comercial de la Generalitat. A finales de diciembre de 1936 hizo un primer viaje, se entrevistó con Aguirre, con quien tenía muy buena amistad y, al regreso se entrevistó en Francia con Roca i Caball, que había iniciado los contactos con los católicos franceses de izquierdas, y con Vila d’Abadal, que estaba allí de paso, para las gestiones humanitarias que luego veremos. Salió nuevamente de Barcelona con su esposa y seis de sus hijos, hacia Francia, para instalarse definitivamente en Bilbao, y en el trayecto por mar de Bayona a la capital vasca el vapor Galdames en que viajaban fue apresado por el crucero Canarias. Conducida a Pasajes, la familia fue dispersada. La señora Carrasco, con la hija más pequeña, que tenía entonces ocho meses, y la nodriza, fueron recluidas en la cárcel provincial de San Sebastián. Las dos hijas mayores quedaron detenidas en la cárcel de Ondarreta y los tres hijos menores fueron a pasar al asilo de San José, en San Sebastián. En un primer momento se acusó a la señora de Carrasco y también a la nodriza de rebelión, pero tras seis meses de angustias toda la familia de Carrasco fue canjeada por la familia del general José López-Pinto Berizo, que junto con el general Varela había ganado Cádiz para los sublevados. Pero Manuel Carrasco i Formiguera fue conducido a la cárcel de Burgos, sometido a consejo de guerra y condenado a muerte, el 28 de agosto de 1937.
Desde que se conoció su captura, sus amigos multiplicaron sus esfuerzos para salvarlo. Siendo diputado en las Cortes Constituyentes, Carrasco se había opuesto al artículo 26 de la Constitución y a toda la legislación anticlerical. Había defendido especialmente a los jesuitas, entre los que tenía muy buenos amigos. Era íntimo amigo, y compañero de colegio desde la infancia, del padre Ignacio Romañà, jesuita muy influyente, que había sido designado por el Vaticano para acompañar a monseñor Antoniutti al ser éste nombrado representante cerca de Franco. Pero la intercesión de los jesuitas, de la Santa Sede, de varios embajadores, y del propio cardenal Gomà no impidieron que tras siete meses y medio de espera fuera fusilado, el sábado de Pasión, 9 de abril de 1938. Tenía en su contra haber sido uno de los firmantes del pacto de San Sebastián, que trajo la República, haber defendido en las Cortes el Estatuto de Cataluña en la forma íntegra que el pueblo catalán había aprobado y pertenecer a un partido que, en la guerra, había optado por la República y la Generalitat. Su último deseo, transmitido a su mujer y a Companys por el padre Romañà, que le asistió en sus últimas horas, fue:
«Deseo ardientemente que no se tomen represalias por mi muerte, pues deseo que, como yo, todos perdonen sinceramente, cristianamente».
Quiso morir erguido, de cara al pelotón y sin dejarse vendar los ojos. Sus últimas palabras fueron: «Visca Catalunya lliure!»; y luego, antes de caer: «Jesús, Jesús, Jesús».
El padre Jesús Quibús, en De rebus Hispaniae, escribió que aunque Carrasco había muerto cristianamente, el grito que dio antes de morir justificaba su ejecución. La noticia de ésta produjo viva emoción en Cataluña y en el extranjero. Aparecieron sentidas notas necrológicas en La Publicitat, La Humanitat, La Noche, L’Aube, Temps Présent, La Depéche (Toulouse), Revista de Catalunya, etc. Joseph Ageorges, presidente de la Federación Internacional de Periodistas Católicos y amigo de Carrasco, escribió en su libro de memorias Voyages sur la terne et dans la lune (París, 1939): «Más aún de lo que la muerte del duque de Enghien mancha la memoria de Napoleón, la de Carrasco mancha la reputación del general Franco».
A pesar de su reducido número, el grupo de UDC desempeñó una eficaz labor humanitaria en Cataluña durante la guerra. Aunque, como se ve por el triste caso de Carrasco i Formiguera, ellos mismos no estaban libres de todo peligro, tenían acceso a la Generalitat y pudieron salvar muchas vidas. Luego, pasados los primeros meses, al disminuir la persecución, se planteó la necesidad de una ayuda material a los sacerdotes y otras personas que vivían escondidas, en situación precaria. Especialmente los sacerdotes, por no poder exhibir su documentación y por el peligro de ser identificados, tenían más dificultad en colocarse en algún trabajo. En cuanto a la documentación, hay que destacar el sentido humanitario de Josep Andreu i Melló, presidente del Tribunal de Casación de Cataluña y presidente accidental de la Audiencia Territorial, que facilitó a muchos sacerdotes carnet de agente judicial para que lo pudieran mostrar si alguien les pedía la documentación. Para la ayuda económica, el doctor Vila d’Abadal organizó una red para hacer llegar lo que pudiera a los más necesitados, especialmente en forma de intenciones de misas para sacerdotes que no tuvieran otro recurso. Como las posibilidades económicas de Vila d’Abadal y sus amigos eran manifiestamente insuficientes, hizo varios viajes a Francia para recoger allí cantidades con este fin. Se entrevistó con el cardenal Vidal i Barraquer, que vivía muy pobremente y pedía limosna a sus conocidos y a obispos católicos de distintos países para poder mandar algo a los sacerdotes de su diócesis tarraconense, casi todos refugiados en Barcelona, donde era más fácil pasar desapercibido. Por cierto que como también el cardenal Gomà pedía al episcopado mundial para los católicos españoles, surgió un conflicto y se quiso que la Santa Sede prohibiera a Vidal i Barraquer pedir limosnas, alegando que pedía sólo para los sacerdotes catalanes, mientras Gomà pedía para todos. Vidal i Barraquer escribió al respecto a la Santa Sede haciendo notar que de aquellas colectas, supuestamente para los sacerdotes y demás católicos necesitados de toda España, no había sido destinado ni un céntimo a los que se encontraban padeciendo persecución en la zona republicana, que eran lógicamente los más necesitados. Además, el 6 de setiembre de 1936, el cardenal irlandés Mac Rory había comunicado a Vidal i Barraquer que había enviado 44 000 libras esterlinas recogidas en colectas para ayudar a los católicos españoles más necesitados. Pero ocurrió que el general irlandés O’Duffy, de acuerdo con el gabinete diplomático del gobierno de Salamanca, expresó el deseo de que se destinara a los heridos y enfermos del frente. Según informó la Santa Sede al cardenal de Tarragona, el cardenal Gomà había escrito al secretario de Estado, Pacelli, dándole conocimiento de que, ante aquel deseo, previa consulta con los arzobispos de Valladolid, Valencia y Burgos, y habiendo avisado telegráficamente al cardenal Mac Rory, «interpretando el pensamiento del episcopado, en vista de las perentorias necesidades del ramo de la intendencia militar, con la esperanza que ello contribuiría al mejor respeto y prestigio de la Iglesia, puso dicha cantidad en manos del jefe del Estado» (carta de Pacelli a Vidal i Barraquer de 23 de noviembre de 1937, citando la de Gomà a Pacelli de 9 del mismo mes). Finalmente, la colecta se gastó en municiones, y el cardenal Mac Rory se excusó de no poder hacer otra colecta, por ser Irlanda un país pobre y haberse recogido en la anterior una cantidad bastante importante. En cambio, Vidal i Barraquer recibió del cardenal Pacelli 67 833 francos franceses que le había enviado el nuncio en París, con el deseo expreso del Papa de que de aquella cantidad se beneficiaran íntegramente los sacerdotes residentes en su provincia eclesiástica.
Cuando se instaló en Barcelona la Delegación de Euzkadi, los de UDC encontraron en Irujo y los vascos una ayuda sumamente eficaz. Entonces adquirió gran relieve la actuación del secretario general de UDC, Josep Mª. Trías i Peitx, que tenía despacho establecido en la Delegación de Euzkadi para sus gestiones humanitarias, las cuales, además, adquirieron el carácter de colaboración política de un grupo de católicos catalanes, en unión con los vascos, con la República.
La red que dirigía Vila d’Abadal socorría a unos 340 sacerdotes. Colaboraban en esta tarea Maurici Serrahima, Pau Romeva, Trías Peitx, Coll i Alentorn —todos éstos de UDC—, y Ferran Ruiz i Hébrard, presidente de la Federació de Joves Cristians de Catalunya, a quien Vila d’Abadal había instalado en su propia casa, en una modesta oficina, para las gestiones necesarias. Las tensiones y los esfuerzos de este año agravaron la enfermedad cardíaca del doctor Vila d’Abadal, que falleció el 10 de setiembre de 1937. Antes había encomendado a Maurici Serrahima la dirección del servicio de auxilio.
El 8 de diciembre de 1936 se firmó un convenio entre Companys, presidente de la Generalitat, y el doctor Horace Barbey, delegado en Barcelona del Comité Internacional de la Cruz Roja, para la evacuación de personal no combatiente. Las mujeres, los hombres de menos de 18 años o más de 60, y los enfermos con sus médicos y enfermeras que lo desearan, se podrían inscribir en la delegación en Barcelona de la Cruz Roja, y desde este momento estarían bajo la protección de dicho organismo y de la Generalitat, que se comprometía a facilitar pasaporte colectivo para las listas de personas que le presentara la Cruz Roja. El convenio entraría en vigor «cuando se tuviera la seguridad por escrito de que los mismos compromisos habían sido tomados y firmados por parte del enemigo». Pero el enemigo no aceptó la reciprocidad. Para tratar de obtenerla, el doctor Vila d’Abadal fue a Francia y se puso en contacto con el cardenal Vidal i Barraquer, para que éste movilizara la influencia del Vaticano. La Cruz Roja Internacional de Barcelona tenía ya una lista con más de 2500 personas cuya salida dependía de que se obtuviera la reciprocidad. El cardenal de Tarragona envió el texto del convenio ya firmado a la Santa Sede, encareciendo la importancia de su puesta en práctica, en carta del 21 de febrero. El 13 de marzo de 1937 le contestaba el cardenal Pacelli diciendo que «la Santa Sede ha dado ya los pasos oportunos, y no dejará de dar otros nuevos cuando se presente la ocasión». A falta de más noticias, hay que suponer que la gestión del Vaticano se estrelló contra una negativa.
De acuerdo con la documentación que acabamos de citar, hay que corregir la afirmación de Hugh Thomas, en su famosa obra La guerra civil española, según la cual el gobierno de Madrid había aceptado un amplio canje, con la sola condición de reciprocidad, y en cambio las autoridades catalanas no querían canjear sus presos por los de los nacionales. Los términos del convenio firmado por Companys son amplísimos, sin límite de número, y se convinieron en diciembre del 36, mientras que el acuerdo aceptado por Giral no es anterior a setiembre del 37 y es un canje entre dos listas de personas muy numerosas pero concretas, y por una sola vez. Pero es evidente que tanto el gobierno de Madrid como el de Barcelona fueron mucho más generosos que el de Burgos. El libro del ministro José Giral Año y medio de canjes da fe de cuán reacios eran los nacionales a los intercambios de presos,
El catolicismo de los vascos
La guerra civil planteó a los vascos el problema de conciencia de una colaboración de hecho con marxistas y anarquistas. Como dice el canónigo Onaindia, no fue un pacto concertado premeditadamente, sino una situación de hecho en la que se encontraron, nada agradable por cierto. El cardenal Gomà redactó una pastoral, que firmaron los dos obispos del País Vasco, Múgica de Vitoria y Olaechea de Pamplona, en la que se decía solemnemente a los católicos vascos que no les era licito combatir contra los nacionales. Esta Instrucción pastoral del 6 de agosto de 1936, con una curiosa exégesis del precepto divino «no matarás», sostiene que los vascos pecan gravemente si se defienden con las armas, mientras sus atacantes no pecan, porque su guerra es justa y lícita. Múgica se quejó después de la falta de libertad al firmar el documento. Gomà lo niega, pero confiesa que a la reunión en que se decidió el documento no asistió Múgica personalmente, sino que mandó a su vicario general, «por cuanto ya las pasiones populares estaban desatadas contra él». El caso es que los vascos continuaron defendiendo su tierra. Gomà se extraña de que siendo católicos no hagan caso de su orden, y el 21 de agosto escribe a Múgica sugiriéndole que ordene a todos sus sacerdotes que se encuentran en zona republicana que lean a sus fieles la instrucción y les adviertan de la obligación de acatarla. Múgica le contesta que, suponiendo que él pudiera hacer llegar el documento a la otra zona, sería suicida, por parte de los párrocos, leerlo en público. Por otra parte, la Junta de Defensa, considerando proseparatista a Múgica, decide su expulsión. En nombre de la Junta, el general Dávila expresa al cardenal Gomà «la conveniencia de que el señor obispo de Vitoria excuse momentáneamente su presencia en la diócesis, retirándose voluntariamente, y mientras dure lo agudo de las circunstancias, a cualquier otro sitio inmediato de la próxima frontera francesa; de lo contrario dicha Junta, se vería en la dura precisión de tomar por su cuenta una decisión que repugna a los sentimientos católicos de quienes la componen y que podría producir trastornos de carácter religioso-social».
Según informó Gomà a Roma, todos los esfuerzos por salvar a su hermano en el episcopado fueron inútiles ante la firme actitud, «dura como la de militares en campaña», de la Junta militar. En Roma, el marqués de Magaz, representante de los nacionales, urgía lo mismo. Múgica rechazó la sugerencia de Gomà, pero ante una indicación de la Santa Sede, para evitar mayores males —se temía incluso por su vida— buscó una excusa discreta —una reunión en Roma de la Unión Misional del Clero; era presidente de la española— y el 14 de octubre de 1936 pasó la frontera. Era su segundo destierro. Pero hasta después de la toma de Bilbao (19 junio 1937) no designó la Santa Sede un administrador apostólico para la sede de Vitoria: el hasta entonces obispo auxiliar de Valencia, Lauzurica. Desde el exilio, Múgica defendió calurosamente la memoria de los sacerdotes vascos fusilados por los nacionales.
Hablamos de los vascos generalizando, aunque en realidad no constituyeron un bloque monocolor. De las cuatro provincias vascas, una y media —Navarra y buena parte de la de Alava— estuvieron desde el principio con el Movimiento, y estas dos provincias fueron tratadas durante y después de la guerra como leales, mientras las otras dos, Vizcaya y Guipúzcoa, fueron sancionadas con la pérdida del régimen tributario especial y otros privilegios forales. La división, además, no era tan sólo geográfica. En Navarra había muchos republicanos —como aquéllos por cuya ejecución protestaba el obispo Olaechea— y en Vizcaya y Guipúzcoa había análogamente partidarios de Franco, tanto entre el tradicionalismo popular como sobre todo entre la alta burguesía financiera. En las Cortes Constituyentes de 1931, la minoría vasconavarra aparece como derechista, sobre todo en lo tocante a la religión —por eso no obtuvo un Estatuto como el de Cataluña, considerada de izquierdas y «baluarte de la República»—, pero después el nacionalismo vasco fue tomando más clara conciencia de su identidad y a la vez distanciándose de las derechas, hasta el desmembramiento de 1936.
En la zona republicana, los vascos siempre profesaron de manera indiscutida y valiente su fe católica. Para colaborar en el gabinete formado por Largo Caballero el 4 de setiembre de 1936 pusieron la doble condición de la concesión del estatuto de autonomía y de que se respetara la libertad de conciencia y de culto. En la reunión de las Cortes del 1 de octubre, antes de proceder a la votación del estatuto, José Antonio de Aguirre proclamó con firmeza «nuestro pensamiento católico» y condenó con energía la quema de iglesias, «así como la muerte de personas por el solo hecho de tener cierto carácter». Elegido presidente, Aguirre juró su cargo en términos explícitamente creyentes. En la misma línea de Aguirre se encuentran todas las declaraciones públicas de Irujo, incluso ante los auditorios más peligrosos. Ya antes de ser ministro, dirigiéndose por radio al pueblo catalán, dijo que lo que estaba ocurriendo era indigno de la tradición democrática de Cataluña. Como ministro sin cartera del primero y segundo gobiernos de Largo Caballero (o sea, entre setiembre del 36 y mayo del 37), planteó la cuestión religiosa, en cumplimiento de la condición que su partido había puesto a su colaboración. El 7 de enero de 1937 elevó al Gobierno una memoria donde exponía detalladamente el estado de las cosas y la situación de las personas eclesiásticas, con toda crudeza, y sugería algunas medidas concretas de cara a una normalización: libertad de sacerdotes presos, respeto a los edificios religiosos, efectiva libertad de cultos, etc. El Gobierno, en sesión del día 9, rechazó unánimemente la propuesta. Después de la crisis de mayo del 37, Negrín ofreció a Irujo la cartera de Justicia, en sustitución del sindicalista García Oliver. Irujo exigió una vez más la libertad religiosa. Su posición, al ser conocida, suscitó polémicas. El diario socialista catalán La Rambla apoyaba el 17 de mayo a Irujo y pedía a los católicos que salieran de las catacumbas. Al día siguiente, el nuevo ministro de Justicia, en su discurso de toma de posesión, además de repetir varias veces: «¡Se terminaron los paseos!», proclamó:
«Como hombre, soy cristiano y soy demócrata. Como ministro, vengo a guardar y a hacer guardar las leyes (…). Aspiran [los fascistas] a imponer un sistema o credo religioso; nosotros, a la libertad de conciencia, que permite al hombre, libérrimamente, elevar el corazón a Dios y practicar, libremente también, su culto sin otras limitaciones que las impuestas por la moral (…). Existen en las prisiones cientos de ministros del culto católico que no han cometido delito alguno. Bastó su carácter sacerdotal para ser detenidos. En algunos casos la medida pudo tener carácter de protección contra las peligrosas repercusiones del espasmo popular provocado por la sublevación. Hoy carece de fundamento (…). En adelante, los sacerdotes podrán ejercer su ministerio bajo la protección del Gobierno y con arreglo a las leyes. Si alguno conspira contra ellas, será juzgado. Pero sus actividades de ejercicio ministerial son en todo caso legítimas y están expresamente autorizadas por la ley. Somos muchos los católicos que las requerimos para nuestra asistencia espiritual».
Pero los anarquistas, incluso después de los sucesos de mayo, seguían tercos en su oposición. Véase el comentario de Ezequiel Endériz, en la Solidaridad Obrera del 25 de mayo, al discurso de Irujo:
«Nos ha sorprendido, y es natural que nos sorprenda, un proyecto tan chusco como el que ha anunciado el ministro de Justicia, señor Irujo, pretendiendo restablecer la libertad de cultos (…). ¿Qué quiere decir restablecer la libertad de cultos? ¿Que se puede volver a decir misa? Por lo que respecta a Barcelona y Madrid no sabemos dónde se podrán hacer esa clase de pantomimas. No hay un templo en pie ni un altar donde colocar un cáliz. ¿Acaso esa libertad consiste en que un cura vaya por las casas de sus parroquianos a hacer confesiones y suministrar hostias? Tampoco creemos que haya muchos curas por este lado, fuera de los protegidos por Euzkadi, capaces de esa misión. ¿O será libertad, acaso, el que puedan salir procesiones por las calles? Si es así, no les arrendamos la ganancia, y el invitarles a ello, señor Irujo, no es quererles bien».
En julio de 1937 Irujo llamó al secretario general de UDC, Josep Trias i Peitx, y le expuso su programa de normalización religiosa. Como instrumento de esta política había decidido crear un Comisariado de Cultos de la República, y ofreció la dirección de este Comisariado a Trias, o a alguien de UDC. Trias, que como hemos dicho tenía despacho en la delegación de Euzkadi, conocía ya desde hacía tiempo el pensamiento y la línea de conducta de Irujo; en un informe enviado al cardenal Vidal i Barraquer dice que, en este asunto de la nueva política religiosa, Irujo «obra por imperativo de su conciencia de católico; su trayectoria ha sido intensa y abnegada en este sentido y, muchas veces, francamente heroica».
La novedad era que ahora Irujo desempeñaba la cartera de Justicia, tradicionalmente encargada de los asuntos eclesiásticos. Trias transmitió a sus compañeros, reunidos junto al lecho de Vila d’Abadal, que se encontraba ya en su última enfermedad, la propuesta. Todos coincidieron en que la cuestión no era tan simple como creía Irujo. Los vascos no habían sufrido persecución religiosa en su tierra y, al llegar a Cataluña, aureolados con su probada fidelidad a la República, establecieron con toda naturalidad una capilla semipública. Creían que los católicos catalanes habían sido poco valientes a la hora de defender sus sacerdotes y sus iglesias, y que ahora tenían que reabrir sin más los templos. Coincidían en parte con Prieto, que había propuesto al Consejo que, aprovechando el primer pequeño éxito militar que se obtuviera, se celebrara un tedeum solemne en la catedral, y luego se reanudara el culto; y también con la ya indicada nueva política de Negrín. En cambio los de UDC recordaban muy bien los meses de terror, la impotencia de los católicos para hacer algo —en el País Vasco los sindicatos obreros eran en buena parte católicos; en Cataluña eran anarquistas ferozmente anticlericales— y entendían que lo ocurrido era demasiado serio para borrarlo alegremente con un tedeum. Sobre todo, no querían que la reapertura de iglesias se redujera a unos pocos actos espectaculares, más propicios a la propaganda política que a una pastoral amplia y efectiva. Por ello, en vez de empezar por la catedral, proponían que se empezara por unas cuantas capillas instaladas en almacenes o locales habilitados al efecto, con algún distintivo discreto en el exterior; algo así —decían— como las capillas protestantes. Cuando los fieles se fueran acostumbrando a la asistencia a las misas en tales capillas, y si las autoridades demostraban que había total seguridad para sacerdotes y fieles —las reacciones de los extremistas no se podían olvidar—, se podría abrir alguna iglesia parroquial que no hubiera sufrido graves daños, y luego otras y «finalmente», si todo iba bien, la catedral. Trias se inclinaba a aceptar el cargo que le ofrecía Irujo, aunque veía que si venía otra racha persecutoria encontraría en posición muy difícil, incompatible con las gestiones que en los primeros tiempos de la guerra había realizado con tanta abnegación y eficacia. Maurici Serrahima y Pau Romeva insistieron en que había que evitar que el culto público se redujera a una operación propagandística. Coll i Alentorn subrayó la necesidad de obrar de acuerdo con la autoridad eclesiástica. Tras consultar a varias personalidades católicas, decidieron unánimemente que Trías no podía por el momento aceptar el Comisariado de Cultos pero que la respuesta a Irujo debería mantener puerta abierta a una aceptación futura y ya desde aquel momento, deberían colaborar positivamente el Gobierno para la deseable normalización religiosa. En la respuesta escrita —según Trías cree recordar-el documento no se ha conservado— se formulaban estas condiciones mínimas de colaboración: libertad para todos los sacerdotes y religiosos que lo pi dieran, mientras no estuvieran cumpliendo condena por sentencia pronunciada con garantías jurídicas; facilidades para salir del país los sacerdotes y religiosos que lo solicitaran, mientras no estuvieran comprendidos en edad militar; autorización de la autoridad eclesiástica, que UDC se comprometía a tratar de obtener.
Irujo había dado por supuesta la respuesta afirmativa de Trias y, sin esperarla, presentó al Consejo de Ministros del 31 de julio un proyecto de decreto restableciendo la libertad de cultos y autorizándole para establecer el Comisariado de Cultos, que velaría para que las actividades religiosas no supusieran peligro para la seguridad del Estado o el orden público. El Consejo rechazó el proyecto de decreto. Se llegó sólo a un acuerdo verbal; pero es bien sabido que en España, bajo todos los regímenes, los «acuerdos verbales» del Consejo de Ministros son normas de una eficacia y duración a menudo superiores a las de las mismas leyes, porque a través de circulares reservadas impulsan la actuación de los funcionarios inferiores. El acuerdo del 31 de julio, coincidiendo en parte con el criterio de UDC, consideraba que, al no haber sido oficialmente derogadas la Constitución y las leyes de la República que proclamaban la libertad religiosa, no era preciso un decreto restableciéndola. «Tampoco es el actual momento el indicado,prosigue para el desarrollo de la política que inspira el proyecto, ni para la reapertura de las iglesias públicas»; pero «no existe inconveniente alguno para practicar el culto en capillas privadas, siempre que, tanto las mismas como sus ministros, sean autorizados previamente por el Departamento de Justicia a tales efectos, poniéndolo en conocimiento del de Gobernación a los fines de orden público que le están encomendados por las leyes».
Esta línea moderada gozaba del decidido apoyo de los comunistas. El proyecto de Irujo había sido redactado por el comunista José Antonio Balbontin, que en sus memorias escribe:
«Como estaba completamente de acuerdo con la línea general del Partido Comunista, procuré ayudarla, en la medida de mis fuerzas, en el seno de la Comisión Jurídica Asesora [del Ministerio de Justicia]. Recuerdo que, siendo ministro de Justicia el nacionalista vasco señor Irujo, redacté un proyecto de ley para reanudar el culto público en las iglesias de nuestra zona (…). Aquel proyecto de tolerancia religiosa fracasó por la irreductible hostilidad de los anarquistas».
El cenetista Peirats lo confirma sarcásticamente:
«Entre los campeones de la reapertura de las iglesias figuraban, desde hacía mucho tiempo, los vicarios de la iglesia comunista española, los más celosos discípulos del que dijo que la religión era el opio de los pueblos».
En el frente, los comisarios políticos —casi todos comunistas— inculcaron la tolerancia y, cuando podían, hacían de ella tema de propaganda. Citemos, entre otros posibles ejemplos, el del médico Pere Tarrés, vicepresidente de la Federació de Joves Cristians de Catalunya, ordenado sacerdote después de la guerra y actualmente en curso de beatificación. Aunque profesó abiertamente su fe cristiana, y hasta discutía sobre la existencia de Dios con el comisario y los oficiales, se ganó el respeto general por la abnegación con que desempeñaba su misión sanitaria. Cuenta en su diario que el comisario político le pidió un artículo de fondo sobre el sentido de la guerra para el periódico de la 24 División: «Siendo usted antifascista y católico, apostólico y romano, será muy interesante y llamará incluso la atención, y sobre todo será muy favorable a la causa». Pero él decidió, «pasara lo que pasara», no prestarse a esa propaganda. El 10 de julio de 1938 anota:
«Soy respetado y bien considerado, a pesar de todo. Por la noche, el mismo comisario me ha preguntado qué se necesitaría para instalar una iglesia aquí arriba, según una disposición del Gobierno. Yo le he contestado: “El permiso del señor obispo”.Se ha reído y ha dicho que no lo necesitaban para nada. Yo les he contestado que el Gobierno no era nadie para disponer en cuestiones que atañen a la Iglesia. Hemos hablado de cuatro cosas más y nos hemos separado amistosamente».
Sin desanimarse por el fracaso de su proyecto de decreto en el Consejo, Irujo desempeñó en los siete meses de su ministerio una actividad incansable, traduciendo en disposiciones y en hechos concretos el acuerdo verbal de los ministros. El 7 de agosto de 1937 hizo aprobar un decreto que autorizaba el ejercicio privado del culto (Gaceta del 8). El mismo día, una orden del Ministerio de Justicia declaraba delito, que los tribunales castigarían como denuncia falsa, acusar a un ciudadano por el solo hecho de ser sacerdote de una religión o por administrar un sacramento, y ordenaba al fiscal general de la República que hiciera llegar esta disposición a todos los funcionarios encargados de hacer cumplir las leyes (Gaceta del 12).
La documentación del archivo de Irujo menciona dos capillas inmediatamente aprobadas, en ejecución del decreto de 7 de agosto. Suponemos que ambas son capillas vascas de Barcelona: la de la casa que los vascos tenían en el Paseo de Gracia de Barcelona (edificio Elcano) y la capilla Gure Etxea, de la calle del Pino n.º 5; o quizá una de las dos sea la parroquia madrileña de San Ginés, donde actuaba el padre Leocadio Lobo, que intentó —al parecer con poco éxito, quizá por su posición demasiado unilateral— reclutar sacerdotes para el restablecimiento del Culto público en Madrid y Valencia.
El 15 de agosto, fiesta de la Asunción, se celebró en la Delegación de Euzkadi en Valencia una Misa solemne, al término de la cual Irujo pronunció un discurso.
Un decreto del 6 de agosto de 1936 obligaba a entregar todos los objetos de metales preciosos. Irujo logró que el Ministerio de Hacienda exceptuara los vasos sagrados (Orden del 9 de octubre de 1937). El día 27 de octubre una Orden del Ministerio de Justicia ordena a los presidentes de la Audiencia que establezcan y envíen al Ministerio relación de todos los edificios que el 18 de julio de 1936 estaban destinados a fines religiosos o eclesiásticos, y que se detalle su destino actual y el estado de conservación de edificios, muebles y especialmente objetos artísticos. Por su parte, la Generalitat, cuya Consejería de Cultura se había incautado de templos y monumentos a fin de protegerlos, había publicado el 26 de octubre de 1937 un decreto análogo al de Irujo. El presidente de la Audiencia Territorial de Cataluña envió, en diciembre del mismo 1937, el inventario solicitado.
Entretanto, Trias había sugerido a Irujo que estableciera contacto con las autoridades eclesiásticas de Barcelona y, a poder ser, de Roma. Irujo facilitó a Trias un viaje a Francia, aparentemente para concertar un importante canje, pero con la misión secreta de consultar al cardenal Vidal i Barraquer sobre el Comisionado de Cultos y tantear el restablecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Es el comienzo de lo que Trias llama la «operación triángulo»; en aquellos momentos, el camino más corto entre Barcelona y Roma pasaba por París.
Por otra parte, Irujo trató la cuestión con la autoridad eclesiástica de Barcelona. Ésta era, desde la muerte del obispo Irurita, el vicario general, padre José M.ª Torrent í Lloveras, oratoriano, piadoso sacerdote que realizó una labor admirable en la organización de la Iglesia clandestina de Barcelona. El 28 de noviembre de 1937 un coche oficial del Ministerio de Justicia pasó a recoger al padre Torrent en su residencia —la casa del abogado Vilardaga, donde residía y donde funcionaba discretamente una rudimentaria curia diocesana— y lo acompañó al domicilio particular de Irujo. Al llegar, los guardias le presentaron armas, con sorpresa y cierta satisfacción ingenua del vicario general. Pero, sin dejarse impresionar, respondió con evasivas a las propuestas de Irujo, escudándose en que tendría que consultar con la Santa Sede. La comunicación con Roma se hacía —clandestinamente, claro— por medio de un militante de la Federació de Joves y con la complicidad del consulado suizo. Dos meses después de la entrevista, Irujo escribe al padre Torrent recordándole que sigue esperando respuesta. Pero el padre Torrent calla, y hasta la entrada de los nacionales en Barcelona se limita a una política dilatoria, sin citar la respuesta de Roma que, en realidad, había recibido con relativa rapidez. Dejemos hablar a los protagonistas. El padre Torrent informó así al cardenal Pacelli, en su carta del 4 de diciembre:
«La entrevista fue larga, casi de una hora y media —es muy locuaz el señor ministro—, muy afectuosa, y por fin concretó su deseo de sumar mi autoridad a la suya para restablecer el culto público. Mi contestación fue que no tenía facultades para acceder a sus deseos, que con mucho gusto comunicaría a la Santa Sede (…). En un momento que me pareció oportuno, le pregunté qué garantías ofrecía a la Iglesia para que ella acogiera favorablemente su petición, y me contestó vagamente con esta frase: el que poco a poco se van normalizando las cosas e imponiendo la justicia, la que persigue y condena todos los desmanes (…). Dijo estar dispuesto a abrir algunas iglesias. Ha citado algunas de Barcelona que podrían fácilmente habilitarse, aun quisiera el beneplácito de la Santa Sede, tanto por ser lo debido, como por no arrostrar él sólo la responsabilidad en caso de una reacción violenta de los partidos extremos. En caso de negativa por parte de la Santa Sede, no cedería en su propósito. En Madrid, dijo, tenía preparada la apertura de una iglesia a cargo del padre Lobo, que, según él, arrastra al pueblo. Cuenta con sacerdotes vascos como funcionarios del Estado en su ministerio. Puede que la actividad de este señor obedezca a la vez que a un imperativo de su conciencia a una finalidad política; él es sin duda el elemento de más orden en el Ministerio, siente más que sus compañeros la necesidad de una legalidad tanto para vivir en casa como para mejorar el frente internacional. Finalmente, Eminentísimo señor, permita le indique lo que los sacerdotes y pueblo fiel sienten respecto a este asunto. Ven con espanto la prolongación del estado actual por los destrozos que en el orden moral ha de producir la ausencia total del culto público, pues la influencia del culto privado es muy limitada. Una relajación de costumbres debe darse y, desgraciadamente, se da en progresión dolorosísima. Pero los mismos sacerdotes y el pueblo no creen que el actual Gobierno de la República tenga fuerza moral ni pueda ofrecer garantías para restablecer el culto».
El cardenal Pacelli, tras hablar del asunto con Pío XI, y en nombre de éste, le contestó el 29 de diciembre:
«En el caso de que la actuación propuesta referida contribuyera a obviar, al menos en parte, el inconveniente lamentado, la cosa no podría sino resultar de gran consuelo para el corazón del Santo Padre, que tanta solicitud tiene por el bien espiritual de esos amados hijos. Pero es preciso, evidentemente, que se tengan a este respecto las debidas garantías, como, por ejemplo, que todos los fieles, no sólo los vascos, puedan frecuentar libremente esas iglesias, que se garantice el tranquilo ejercicio del culto y que, además, se tomen las medidas necesarias para impedir que este ejercicio dé ocasión o pretexto para nuevas vejaciones contra el clero y contra esos fieles, ya tan afligidos.
»Quiera por tanto V. S., que hallándose en el lugar dispone de los elementos necesarios para formarse una idea exacta de la situación, ponderar coram Domino la delicadísima cuestión y, haciendo uso de la potestad diocesana ordinaria de que está investido, tomar sobre esto las medidas que crea posibles y oportunas para el mayor bien de las almas que tiene confiadas».
El padre Torrent entendió que dichas garantías no se daban y, con gran firmeza, prohibió el culto público. Lo prohibió él, y no la República o la Generalitat. Podrá discutirse si su decisión fue acertada o equivocada, y por qué razones obró así, pero es indiscutible que la decisión fue suya. Después de la persecución inicial, la prevención se justifica. El mismo cardenal Vidal i Barraquer, en carta a Pacelli del 29 de junio de 1937, cuando la política de Negrín no se había traducido aún en hechos positivos, dice que es dudoso que los anarquistas se dejen desarmar, y que «los comunistas y sus actuales aliados (…) parece que intentaron restablecer el culto como medida política y de repercusión en el exterior, pero no creo que los católicos se dejen engañar, ya que no existe la menor garantía y podría resultar peligroso, sobre todo para los sacerdotes, religiosos y aun católicos que procuran pasar desapercibidos». Posteriormente, la correspondencia con Irujo y las noticias que le llegaban de Barcelona hicieron cambiar de parecer al cardenal. En cambio, el padre Torrent se mantuvo en su negativa hasta el fin, y se quejaba amargamente a sus íntimos de los disgustos que le daban aquellos católicos —sinceros católicos, lo reconoce—, que eran los vascos y los de UDC, que querían restablecer el culto público.
Todos los que tuvieron por director espiritual al padre Torrent —entre los que tuvo la dicha de contarse quien esto escribe— recuerdan su santidad de vida, su caridad sacerdotal, su don de discernimiento de espíritus, su humana comprensión y su sentido del humor. Ni era fanático en religión ni fascista en política, pero procedía de ambientes tradicionalistas y, aunque no le gustaba meterse en política, era francamente de derechas. Deseaba —como la mayoría de los católicos de Barcelona— que Franco llegara cuanto antes, creía que esto no tardaría mucho en suceder, y no veía sentido a comprometer a la Iglesia con un régimen que, aparte de su responsabilidad en la persecución, parecía tener sus días contados. Parece ser que le influyó también lo ocurrido con el clero vasco tras la conquista de Euzkadi. No quería que el clero catalán, tras haber sufrido la persecución roja, tuviera que aguantar la blanca.
En cuanto a la Santa Sede, queda claro que no dictó su actitud al padre Torrent; aunque respetó su potestad ordinaria, le dijo que, si había garantías, tenía que restablecerse el culto público. Ante la actitud cerrada del padre Torrent, Roma trató de abrir otra vía mediante el nombramiento del doctor Salvador Rial i Llovera como administrador apostólico de Lérida, cargo que se añadió al que ya tenía el vicario general de Tarragona, donde representaba al cardenal Vidal 1 Barraquer. Fue éste quien sugirió a la Santa Sede este nombramiento, comunicado por Pacelli al padre Torrent el 19 de marzo de 1938; el candidato sugerido por Torrent era otro, menos abierto. A fines de este año, el 12 de noviembre del 38, aunque la guerra está militarmente decidida y por tanto no juegan las razones de oportunismo, la Santa Sede insiste en sugerir al padre Torrent —sin forzarle abiertamente— el culto público. Le escribe el cardenal secretario de Estado:
«Lo que hasta ahora no ha sido posible por las circunstancias adversas, se puede decir que lo será más adelante; y en tal caso resultaría de no poca utilidad para la Iglesia que esos Ordinarios, de la manera que consideraran más oportuna, se reunieran de vez en cuando o al menos se pusieran en contacto, para establecer líneas comunes de conducta en la dirección de las respectivas diócesis que tienen encomendadas.
»Si en alguna cuestión de mayor importancia o particularmente delicada esos Ordinarios no llegaran a un acuerdo común, no tendrían que hacer sino someter el caso a la Santa Sede, la que no dejaría de hacerles llegar las instrucciones oportunas».
En esa especie de conferencia episcopal catalana que Roma recomienda, el doctor Rial, por su rango de administrador apostólico y por representar además al cardenal primado arzobispo de Tarragona, ocuparía el primer lugar, con precedencia sobre el padre Torrent y los demás vicarios generales, sin que por esto fuera el doctor Rial el vicario apostólico o delegado general para toda Cataluña de que algunos han hablado, y aunque los de UDC parece que lo tenían por tal. Roma, en todo caso, no deseaba que se mantuviera artificialmente una Iglesia de catacumbas y que se reservara para el ejército vencedor el mérito de haber restaurado el culto público.
La «Operación Triángulo».
Como hemos dicho, Irujo envió a Trías i Peitx a París para que desde la capital francesa se pusiera en contacto con Vidal i Barraquer y con Roma. En París, Trías supo confidencialmente que Irujo, tal como los de UDC le habían aconsejado, hacía también gestiones para enlazar con el Vaticano antes de crear el Comisariado de Cultos. Lluis Nicolau d’Olwer, antiguo ministro de la República y jefe de Acció Catalana, había sido enviado de incógnito a París para hablar con el nuncio, monseñor Valen, sobre las posibilidades y las condiciones de una reanudación de relaciones diplomáticas. Ante la ausencia —casual o intencionada— del nuncio, Nicolau le dejó una nota verbal, de la que se conserva copia en el archivo Irujo. Trías se vio en París con Roca i Caball y con Maritain, y los demás católicos franceses de los comités para la paz. Pero el cardenal de Tarragona, que era a quien más le urgía ver, había salido de Paris cuando Trías llegó. Le siguió a Suiza y finalmente pudieron entrevistarse en Montpellier. Aunque el cardenal estaba muy al corriente de la situación religiosa en Cataluña, Trias pudo darle más detalles y noticias frescas, haciéndole ver lo mucho que había mejorado el estado de las cosas. El cardenal le pidió que pusiera por escrito su información y que le precisara los puntos sobre los que UDC pedía su parecer. En cuanto a las relaciones entre la República y el Vaticano, le dijo que fuera a París otra vez, donde el cardenal Verdier sería la persona más indicada para tender el puente. Por aquellos días precisamente sabía Vidal i Barraquer que el Gobierno francés había comisionado al cardenal Verdier para que se dirigiera al ministro católico Irujo intercediendo por los sacerdotes presos. De nuevo en París, Trías preparó, el 7 de setiembre, el informe pedido, del que mandó una traducción castellana a Irujo. Por su extraordinario interés documental lo transcribimos íntegro:
«Informe 7 setiembre 1937
»Situación actual:
»Según las últimas estadísticas», residen en Barcelona unos 2500/2700 sacerdotes y religiosos; en el resto de Catalunya unos 1000/1300. En las cárceles de Catalunya había en 30 de junio unos 600 (Barcelona 400). Aparte de Barcelona, las diócesis de mayor densidad eclesiástica son actualmente las de Gerona y Solsona.
»Residen también en Barcelona unas 4000 religiosas (Hermanas de la Caridad unas 2000). La mayoría proceden del interior de la Península.
»Actualmente se celebran diariamente en Barcelona unas 2000 misas, es decir, celebran un 70 por 100 de sacerdotes. Los domingos y fiestas de precepto un 60 por 100 de ellos celebran misas en pequeñas comunidades familiares; cada día se intensifica más este servicio y es mayor el número de fieles que de él se benefician.
»También va estableciéndose el servicio religioso en las ciudades y villas de Catalunya, generalmente a base de una visita semanal, durante la cual el sacerdote encargado dice la Santa Misa ante un grupo reducido de fieles y confesando y distribuyendo la Sagrada Eucaristía después de casa en casa. En determinados pueblos se ha conseguido la residencia fija de un sacerdote con la tolerancia y amparo de las autoridades locales.
»En Barcelona y Tarragona se han establecido sitios, que conocen la mayoría de sacerdotes y seglares activos, donde existe Reserva y Santos Oleos para los servicios urgentes. Se procura, y en algunos sitios es ya un hecho, que haya en estos lugares un sacerdote en servicio permanente.
»Desde hace tres meses no se conoce en Catalunya ningún nuevo asesinato de sacerdotes. Desde hace dos meses sólo se han registrado dos detenciones. Hace mes y medio que no se ha practicado ninguna detención por practicar el culto católico.
»Todos los sacerdotes detenidos gubernativos el 30 de junio, pasaron por los Tribunales. Todos fueron absueltos o sobreseídas las causas. No obstante, quedaron la mayoría de ellos retenidos de nuevo gubernativamente. Pero la fuerte presión ejercida por el señor ministro de Justicia, secundado por el consejero de Justicia de la Generalitat, el presidente de la Audiencia y nosotros ha hecho que el delegado de O. P. (Orden Público), transigiera. Dos días antes de mi marcha, convine con él que los iría poniendo en libertad paulatinamente a base de las listas que yo le iría sometiendo, confeccionadas por el siguiente orden: enfermos, ancianos desde los 65 años y el resto por fechas de detención. El primer día fueron puestos en libertad 12, el segundo 2 y el tercero 5. Parece, según noticias, que durante la pasada semana fueron puestos en libertad 82.
»Se están revisando las causas falladas. Un grupo de abogados amigos se han encargado de tramitar las revisiones de causa correspondientes a sacerdotes y religiosos condenados. Se ha visto la revisión de varios de ellos con resultado favorable. La más notable es la del hermano de las Escuelas Cristianas, señor Cervera. Fue condenado primeramente a muerte por presunta tenencia de explosivos en el Colegio del cual era director; dicha pena le fue conmutada por la de 30 años de reclusión. El tribunal que ha revisado la causa le ha condenado a 4 meses por falta de vigilancia en el local del cual era responsable. Como había cumplido sobradamente la condena, fue decretada su libertad.
»Se ha publicado una Orden de Justicia ordenando a los fiscales que persigan las denuncias falsas; taxativamente se hace mención, como ejemplo de falsa denuncia, de acusar a alguien de ser sacerdote o de practicar el culto.
»La resistencia de las autoridades gubernativas a poner en libertad a los sacerdotes era debida principalmente a un cierto deseo de que sirvieran de compensación al gran número de detenciones de elementos anarquistas que se practican por delitos comunes. Parece, como digo antes, que tenemos en camino de solución este problema.
»La Federación de Jóvenes Cristianos actúa intensamente en un plano estricta y celosamente espiritual. Pese al gran número de jóvenes que cada día son llamados a filas, actúan en Barcelona 43 círculos de estudios. Los días de retiro espiritual en la montaña se multiplican; hace unos domingos se celebró uno en plena montaña de Montserrat; asistieron unos 40 jóvenes que oyeron misa y pasaron el resto de la jornada entre pláticas y meditación; muchos de los que asistían se incorporaron al día siguiente al ejército. Están organizando la asistencia de los incorporados a filas a base de poner en contacto los que van destinados a la misma unidad y procurando saber si en ella hay algún sacerdote con el fin de que se relacionen con ellos y puedan ser asistidos en lo posible.
»Estamos trabajando para conseguir que los sacerdotes incorporados sean destinados a servicios sanitarios de cada unidad, con la doble finalidad de que no tengan que hacer la guerra activa y puedan asistir a los soldados católicos.
»También estamos en las gestiones preliminares para conseguir que los hospitales de sangre de primera línea sean servidos por Hermanas de la Caridad. Ellas están dispuestas abnegadamente y se les respeta el hábito y su regla. Hay probabilidades de éxito.
»Hay un esfuerzo evidente por parte del Gobierno para entrar en una normalidad religiosa. La Dépéche de Toulouse, que se vende normalmente allí, publicaba hace unas semanas una fotografía en la cual altas personalidades eclesiásticas saludaban con el brazo extendido. La edición fue recogida. La censura ha suprimido la noticia de la carta colectiva, su publicación y, además, su comentario. Sólo un diario ha podido ocuparse de ella y los términos fueron fríos, pero no violentos.
»En este ambiente se ha producido el hecho de que el Gobierno se ocupara del restablecimiento del culto y de reintegrar la libertad religiosa.
»Una de las bases de la constitución del actual Gobierno fue precisamente ésta. La consulta evacuada por Irujo fue la que prevaleció para su constitución y, por el mismo hecho principalmente, le fue confiada la cartera de Justicia. Tenemos motivos para creer honradamente que Irujo actúa en esta cuestión primordialmente por imperativo de su conciencia de católico. Su trayectoria desde que es ministro ha sido intensa y abnegada en este sentido y, en muchos momentos, francamente heroica.
»Más en contacto con él en razón a la colaboración que le tengo prestada en la Delegación [de Euzkadi en Barcelona], principalmente en el salvamento de sacerdotes y seglares en los momentos álgidos de persecución y terror, hace un mes y medio Irujo me habló del propósito del Gobierno y en principio me esbozó el plan que tenía. Asimismo me habló de que pensaba crear un Comisariado de Cultos para el conjunto de las diócesis catalanas, cargo que deseaba confiar a alguien de nuestro grupo. Me pidió que le hiciera un informe a la base de sus sugerencias [sic]. Así se hizo. En síntesis, recomendábamos que se establecieran las bases sobre las cuales el Gobierno estaba dispuesto a restablecer la normalidad religiosa; hacer que dichas bases fueran comunicadas oficiosamente al Vaticano por medio de París para obtener un conocimiento y colaboración más o menos explícitos; ir gradualmente al restablecimiento del culto, primeramente amparando el privado, con el fin de que al desarrollarse éste el incremento natural hiciera necesario el público; evitar hablar ni estatuir [sic] nada que representara una autorización; como máximo el Gobierno podía establecer normas para garantizar el culto y los sacerdotes. Hacíamos presente para el momento de restablecerse el culto público que la Ley de C. y C. [Confesiones y Congregaciones] fue protestada por los obispos y aun por S. S. con el objeto de evitar hacer plataforma de ella al hablar de los templos y objetos del culto. Señalábamos las dificultades económicas que se presentarían; la falta de locales por las destrucciones producidas; la necesidad de no dejar ningún sacerdote desamparado en el caso de no merecer la confianza del Gobierno.
»Por lo que se refiere a la participación de uno de nosotros como Comisario de Cultos en Catalunya, le ofrecimos nuestra colaboración indirecta en todo momento; la efectiva de uno de nosotros en principio, hasta tanto no fuera conocido todo el alcance del proyecto definitivo.
»Nuestro informe llegó a manos de Irujo cuando el Gobierno ya había tomado acuerdos sobre la cuestión. Acompaño el proyecto de Decreto, que no fue aprobado, y el acuerdo tomado en su substitución por el Gobierno. Como puede usted ver, queda la cuestión muy restringida, cosa que tiene ventajas e inconvenientes.
»Fui llamado por Irujo y hablamos extensamente del asunto. Le hice presente el cúmulo de dificultades que presentaba el acuerdo, la primera de las cuales era no estar ni oficial ni oficiosamente de acuerdo con el Vaticano, la supeditación que implicaba a Gobernación y los peligros que esto suponía. Como sea que él ya contaba con designarme a mí para el cargo en Catalunya, le rogué de no hacer nada hasta meditar sobre el asunto y hacer consultas que consideraba imprescindibles.
»El impulso espontáneo de mis amigos en la reunión celebrada alrededor del lecho de nuestro querido doctor Vila— (ellos habían indicado mi nombre para el cargo) fue de negarme su autorización, que consideraba necesaria, entre otras, para aceptar el cargo. Mi impulso era el mismo. Pero la cuestión era grave y podía traer aparejadas tales consecuencias que determinamos someterla a la opinión autorizada del doctor Mañá, persona que nos pareció de la máxima ecuanimidad y buen consejero. Por su parte, el doctor Vila consultó a otras personas con autoridad, según su acertado criterio, pero que quisieron reservar sus nombres. Coincidieron todos en considerar el asunto en extremo delicado y grave; todos consideraron en principio que era una responsabilidad grave aceptar; pero también todos sin excepción aconsejaron no cerrar la posibilidad de aceptarlo. Era necesario dar una respuesta. Teniendo en cuenta el consejo unánime de los consultados, optamos por escribir a Irujo indicándole unas condiciones mínimas que se resumen así: libertad de todos los sacerdotes y religiosos no sujetos a condena; facilidad absoluta de pasaporte para todos los que quisieran salir no incluidos en la edad militar. Para facilitar algunos de los extremos, yo me ofrecía a salir para Francia para gestionar que fuera permitido por las autoridades de la zona blanca la salida para Francia de mujeres y niños, para trasladarlos luego a Catalunya y conseguir a esta base [sic] pasaportes para sacerdotes y religiosos. Ya conoce usted el asunto.
»Éste fue el motivo externo y oficial de mi viaje. El motivo íntimo era someter a la consideración de usted el grave problema que yo tenía que resolver.
»Al llegar a París tuve conocimiento de que nuestra sugerencia de que el Gobierno, de una manera oficiosa, procuraba establecer contacto con el Vaticano se estaba intentando. Puedo informarle —estrictamente confidencial— que Nicolau d’Oliver estaba allí en misión incógnita para entrevistarse con monseñor Valeri y rogarle que consultara si podrían iniciarse gestiones para reanudar relaciones y sobre cuáles condiciones. Ausente monseñor Valeri y precisamente en Roma, Nicolau dejó una nota verbal sobre la cuestión.
»Coincidiendo con esto —pues la proximidad de las fechas no permite suponer que fuera consecuencia— el cardenal Verdier ha recibido el encargo de dirigirse a Irujo bajo los auspicios del Gobierno francés rogándole, como ministro católico que es, que proteja y ampare a los sacerdotes. La finalidad de la comunicación es que Irujo conteste extensamente y haga todas las sugerencias que crea oportunas. Las respuestas serán enviadas al Vaticano. A la vez, el emisario que llevará la carta del cardenal Verdier a Valencia ha sido encargado de una información confidencial y secreta sobre la situación religiosa en la zona gubernamental; información que será también enviada al Vaticano.
»La prensa de Valencia y Madrid ha acogido el acuerdo del Gobierno, en general, bastante bien. No falta oposición, pero está muy lejos del tono violento de otros tiempos. Posiblemente, Irujo no ha atinado con la persona para desarrollar el acuerdo en Madrid [¿Leocadio Lobo?] y sus declaraciones han sido mal acogidas en algunos sectores. He notado esto en las conversaciones sostenidas estos días. Lo cierto es que en el interior de la zona gubernamental no han provocado las reacciones que podían temerse hace sólo tres meses.
»Por lo que toca a la prensa de Barcelona, ha acogido el acuerdo favorablemente. Sólo El Diluvio se creyó en el caso de mantener su historia anticlerical, pero sólo publicó un artículo en contra. La Soli [daridad Obrera] no hizo comentario alguno, pero publicó aquellos días un artículo encomiástico del padre Rodés…
»El orden público parece perfectamente asegurado en manos del Gobierno. Éste tiene la asistencia de importantes masas de opinión y, salvo en el caso de sufrir importantes reveses en los frentes de Madrid, Aragón o Andalucía, no es probable que sea sustituido. La posición de los anarquistas es muy débil; están enormemente desprestigiados. La influencia comunista es aún importante, pero parece tender a declinar sensiblemente. En Catalunya es donde se hace sentir más el descenso de estos elementos; renace de nuevo el sentido democrático y realista de nuestro pueblo. Lástima sólo que desde arriba no se atiende a recogerlo y valorizarlo.
Consulta
»Teniendo en cuenta los antecedentes que quedan expuestos:
»¿Es lícito primero, y conveniente después, aceptar el cargo de comisario de Cultos en Catalunya?
»La aceptación del cargo prejuzga:
»¿Es, pues, conveniente o no la aceptación del cargo?». ¿Cree usted que es imprescindible poner otras condiciones para la aceptación del cargo? ¿Cuáles?
»¿Puede prescindirse de ellas caso de no conseguirse?». ¿Puede dar usted su aprobación explícita a la aceptación?
»¿Puede darla reservada para ser comunicada a las autoridades eclesiásticas?
»¿Es necesario que su aprobación quede absolutamente secreta y no sirva más que para mi tranquilidad de conciencia?
»¿Puede usted hacer indicaciones a las autoridades eclesiásticas y sacerdotes de prestigio residentes en Catalunya con el fin de que faciliten mi labor?
»¿Puede hacerlo, sin referirse para nada a mi cargo, y sólo en términos generales, para facilitar la reconquista de la paz espiritual para Catalunya?
»Indudablemente, se encontrarán entre los sacerdotes y fieles fuertes resistencias para el encauzamiento del problema: ¿puede ejercer usted su influencia para evitarlas o disimularlas?
»La fórmula mejor para evitar conflictos y resistencias sería que fueran nombrados por lo menos vicarios generales en todas las diócesis de Catalunya con los cuales poder estar en relación constante y resolver con ellos los problemas sin publicidad perjudicial. ¿Podrían conseguirse rápidamente dichos nombramientos?
»El ideal sería que fuera nombrado vicario apostólico para Catalunya: ¿sería ello posible?
»Como final, es necesario que le reitere mi personal posición francamente hostil a la aceptación. Ni personal ni políticamente puede interesarme. Creo que de aceptar voy a un sacrificio. Sacrificio que sólo me veo con fuerzas para aceptar si con ello puedo contribuir a la mayor gloria de Dios, bien de la Iglesia y santificación de las almas de mis hermanos de Patria».
Siguiendo la indicación del cardenal de Tarragona, Trias se entrevistó en París con el cardenal Verdier, que le escuchó con atención y luego escribió la carta a Irujo de que se habla en el informe de Trias, carta que llevó personalmente el padre Tarragó. En ella, sin mencionar al Vaticano, aludiendo sólo al Gobierno francés, decía que la liberación de los sacerdotes presos causaría muy buen efecto en la opinión pública y prepararía el camino de la paz.
Terminado su informe, Trías fue a Suiza para entregárselo al cardenal Vidal i Taberner, pero éste no estaba. No pudiendo aguardar más, lo dejó en la dirección convenida y se fue a Marsella, donde se entrevistó con un grupo de ocho o diez superiores religiosos para tratar del canje que era el motivo aparente de su viaje; canje que, a pesar de la conformidad de la República, no pudo efectuarse porque Burgos no aceptó dejar salir a un número de mujeres y niños igual a los sacerdotes y religiosos que saldrían de la zona republicana. Por indicación de Irujo, Trías fue entonces a Valencia a entrevistarse con el padre Tarragó, quien, después de entregar la carta del cardenal Verdier, había iniciado la encuesta sobre la situación religiosa. Verdier había prometido que esta encuesta y el informe de Trías serían enviados al Vaticano.
En octubre del 37, Verdier presentó a Pacelli, en Roma, una traducción francesa del informe de Trías. Todo lleva a pensar que Pío XI se tomó en serio las propuestas que la República formulaba a través del ministro católico y de aquel grupo político de católicos catalanes. Poco después, la Secretaría de Estado pidió a Vidal i Barraquer informes sobre Trías. Debieron de ser favorables, pues durante el invierno del 37-38 el cardenal Verdier llamó varias veces a Trías. Las buenas noticias que Trías daba sobre la liberación de sacerdotes fueron comunicadas a Roma por medio de monseñor René Fontenelle, que iba y venía de París a Roma. Nótese que es por este tiempo que, tras la entrevista de Irujo con el padre Torrent, éste recibió del Vaticano la consigna de que, si había garantías, debía restablecerse el culto público.
Después de un segundo viaje del cardenal Verdier a Roma, en diciembre de 1937, Trias, desde París, podía dar buenas noticias a Irujo y desmentir el rumor de que la Nunciatura de Madrid iba a ser oficialmente cerrada y transferida a Burgos o a Salamanca, con lo que la representación de Franco se convertiría de oficiosa en oficial. Aún en enero del año 1938 volvió Verdier a Roma y, a su regreso, habiendo llamado a Trias otra vez, éste confirmaba a Irujo que la Nunciatura de España continuaba oficialmente en Madrid. Irujo, siempre expeditivo, había pedido al encargado de la Nunciatura, doctor Ariz Elcarte, si estaría dispuesto a integrar, o tal vez presidir, la misión especial que la República deseaba enviar al Vaticano. El 19 de setiembre le había contestado Ariz Elcarte que lo haría con mucho gusto, con tal de que el Papa le autorizara a dejar la Nunciatura a cargo del único secretario que le quedaba y que vivía allí mismo; este secretario poseía carnet de identidad como diplomático, renovado a principios de aquel mismo año por el jefe de protocolo del Ministerio de Estado de la República.
La toma de Teruel por los republicanos, el 7 de enero de 1938, alentaba la ofensiva diplomática. Prieto ha dicho y repetido que el objetivo de la campaña de Teruel había sido eminentemente político: crear la situación militar adecuada para negociar la paz. El informe que el embajador nazi envió a la Wilhelmstrasse el 13 de enero era alarmante: reconocía que Prieto había logrado organizar un buen ejército; que en la retaguardia había orden, los extremistas habían sido dominados y se castigaban los delitos comunes; que Franco no podría, con sus propios recursos, recuperar la iniciativa, por lo que iba a ser preciso intensificar considerablemente la ayuda alemana.
Es el momento álgido de la «operación triángulo». Pero poco después, con la contraofensiva nacional y la reconquista de Teruel, cambió la situación militar, y con ella la diplomática. La batalla de Teruel añadió, además, otro problema a los muchos que la Iglesia y la República tenían pendientes: el encarcelamiento del obispo Polanco.
El caso del obispo Polanco
Al rendirse la guarnición de Teruel fue hecho con ella prisionero el obispo, el agustino fray Anselmo Polanco Fontecha. Era uno de los más ardientes signatarios de la carta colectiva de los obispos españoles. Para alentar a los defensores de Teruel se negó a ser evacuado. Al ser interrogado, una vez preso, reconoció que había firmado la carta colectiva, y que lo único que no le gustaba de ella era que la encontraba poco enérgica, y que se había tardado demasiado en publicarla. Prieto, ministro de la Defensa, consideraba que por haber firmado aquella carta, que era una incitación a la rebelión, y por su participación al lado de los combatientes en la resistencia de Teruel era reo de muerte, pero dijo que no quería fusilar a un obispo. Al saberlo, tres sacerdotes vascos, cada uno de los cuales tenía un hermano sacerdote fusilado por los nacionales, enviaron a Prieto el siguiente telegrama:
«En recuerdo sacerdotes vascos fusilados por rebeldes, interpretando sentir todos sacerdotes encarcelados, prisioneros, desterrados, perseguidos por facciosos, felicitamos Gobierno República noble conducta observada con obispo Teruel, esperando prestigio República seguirá amparando jerarca Iglesia a que pertenecemos. Firmado: Nemesio Ariztimuño, Alberto Onaindia, Félix Markiegi».
Prieto, que aunque no creyente era también vasco, quedó vivamente emocionado por este telegrama y quiso saludar personalmente a los tres sacerdotes. Les comunicó que estaba dispuesto a dejar inmediatamente en libertad al obispo Polanco, sin ninguna condición. «Es lo menos que puedo hacer, después de vuestro magnífico gesto», les dijo. Pero el Consejo de Ministros estimó que precisaban garantías de que aquel obispo tan fogoso no volvería a ser beligerante. Entonces, Irujo encargó a Trías que asegurara al cardenal Verdier —que inmediatamente se había interesado por la suerte de su hermano de episcopado— que la República estaba dispuesta a dejarlo en libertad, con la sola garantía de que permaneciera en Roma hasta el fin de la guerra civil. Pero Irujo, con gran sorpresa suya, no recibió respuesta a su ofrecimiento. En sus cartas a Verdier y a Vidal i Barraquer que lo reitera repetidas veces, y se queja de que el Vaticano no responda a un ministro que quiere poner en libertad a un obispo. Por lo visto, la Santa Sede no juzgó prudente entrar en contacto directo con Irujo —cosa que éste sin duda buscaba— ni siquiera para liberar a un obispo. Pero es que ni siquiera a través de los cardenales de París y Tarragona dio la menor respuesta. ¿Esperaba que la República pusiera unilateralmente en la frontera a monseñor Polanco, sin ninguna garantía, o de lo contrario cargara con la odiosidad de tener preso a un obispo cuando pretendía normalizar la vida religiosa? El caso es que el obispo Polanco fue conducido con un grupo de presos políticos el 21 de enero de 1939 hacia la frontera, en pleno éxodo, y el 7 de febrero, después de quince días de marcha a pie, que el frío, la mala alimentación y la edad debieron hacer muy pesados para el prelado, al llegar a Pont de Molins, junto a la frontera, fue fusilado con 41 prisioneros más, al parecer como represalia por haber atacado la aviación nacional a la columna.
El 15 de enero de 1938, Verdier había dado aún buenas esperanzas a Trias. Le dio una carta para Irujo agradeciendo a éste todo cuanto estaba haciendo; «el señor Trias le dirá —escribe el arzobispo de París— todos mis esfuerzos por establecer una encuesta sobre la situación religiosa». Al margen de esta carta, Verdier había comunicado a Irujo, probablemente a través de Trías, que la Santa Sede aceptaría el intercambio de representantes oficiosos que la República hacía tiempo que proponía; el Vaticano presentaba como representante suyo a monseñor René Fontenelle, eclesiástico muy allegado a la embajada francesa en el Vaticano. Irujo se apresuró a comunicar el placet de la República a la persona de monseñor Fontenelle, y a su vez solicitó la conformidad del Vaticano para el representante de la República, que sería uno de los tres signatarios del telegrama a Prieto, el canónigo Alberto Onaindia. Pero Onaindia no pudo ir a Roma porque el Vaticano no llegó a otorgarle el reconocimiento, y con el pasaporte de la República no hubiera podido entrar en la Italia fascista. Por otra parte, el doctor Ariz Elcarte exhortaba a Irujo a seguir una vía más directa, prescindiendo de los intermediarios que siempre retrasan la solución de cualquier problema (alusión probable a Trias) y decidirse la República a mandar una comisión a Roma que arreglara de una vez todos los asuntos pendientes. Como las gestiones de Trías cerca de los cardenales Verdier y Vidal i Barraquer no daban los rápidos frutos que Irujo impaciente esperaba, el caso es que en marzo de 1938 prescindió de Trías, y prácticamente prescindió también del grupo de UDC de Barcelona, al ver que no le habían podido alcanzar la colaboración del vicario general, padre Torrent. Se decidió a insistir en el contacto directo con Roma y, a la vez, proceder unilateralmente al restablecimiento del culto público, tal como ya había insinuado en su primera entrevista con el padre Torrent. Para ello contaba con la capilla vasca
La capilla vasca de Barcelona
Muchos de los vascos refugiados en la zona republicana vivían en Barcelona y poblaciones vecinas. Para su asistencia espiritual se había erigido, con autorización del padre Torrent, una capilla semipública en el palacio de los barones de Maldá, calle del Pino número 5. Se encargaba de atenderla en lo material la Emakume Abertzale Batza, o unión de mujeres patriotas vascas, que había establecido allí su centro, Gure Etxea. La capilla estaba instalada en el mejor salón del palacio, y aún podía ampliarse mediante puertas corredizas que le incorporaban las habitaciones vecinas, hasta alcanzar una capacidad de unas setecientas personas. El primer capellán fue el padre Hilario de Uranga, a quien sucedió el canónigo Onaindia cuando el primero fue nombrado capellán del Hospital de Euzkadi. Actuaba como una especie de parroquia de ámbito personal, no territorial. Del mismo modo que la Delegación de Euzkadi llevaba el registro civil de la colonia vasca de Barcelona, en la capilla vasca se llevaban los libros de bautismos y matrimonios, que pueden verse aún en el Archivo diocesano de Barcelona. Además, pronto fue frecuentada por fieles barceloneses, sin que nunca hubiera el menor incidente. Asimismo bastantes sacerdotes catalanes celebraban la misa, para atender a los fieles y tal vez, en algún caso, para celebrar con mayor seguridad. Entre el 1 de enero y el 23 de febrero de 1938 se habían encargado 167 misas, distribuido 1792 comuniones y recolectado 1779 pesetas para el sostenimiento del culto. A partir del 17 de enero se celebraban dos misas diarias los días laborables, cuatro los festivos: a las 8,30, 9, 10 y 11. Más tarde, con la colaboración de sacerdotes catalanes, se llegó a un horario fijo de ocho y hasta nueve misas diarias, independientemente de las que algún sacerdote viniera a celebrar para su devoción o mayor seguridad. Durante el mes de abril se celebraron 121 misas, se distribuyeron 1157 comuniones y se celebraron tres matrimonios y tres bautizos. La Semana Santa del año 1938 se celebró con cierta solemnidad. El Jueves Santo hubo Monumento, procesión por el interior del palacio y cantos polifónicos, por un coro vasco, naturalmente. Las fotografías conservadas del culto en la Capilla Vasca más parecen de una parroquia normal que de una liturgia doméstica o de catacumbas.
Los sacerdotes catalanes, como ya hemos dicho, estaban en muy buenas relaciones con los vascos. Uno de ellos, el canónigo de Tarragona doctor Vicenç Nolla, sugirió al canónigo Onaindia que si la República quería dar sensación de normalidad religiosa convendría eximir a los clérigos de los servicios de armas. Onaindia se lo transmitió a sus amigos Irujo y Prieto, y éste, ministro de la Defensa, contestó que comprendía muy bien que después de la inmensa tragedia por la que había pasado la Iglesia no quisieran los sacerdotes servir con las armas en la mano en el Ejército de la República. El 1 de marzo de 1938 dio una orden en virtud de la cual los ordenados in sacris movilizados no serían destinados más que a sanidad. A estos efectos, un certificado del padre Torrent era reconocido por los centros de reclutamiento como acreditativo de la condición clerical. Decía el padre Torrent que gracias a esta orden había podido conectar con algunos sacerdotes que hasta entonces no habían mostrado ningún interés por tener relación con la autoridad eclesiástica y colaborar en las tareas pastorales.
No todos los sacerdotes catalanes, naturalmente, tenían idéntico criterio en la cuestión del culto público. Algunos estaban prontos a colaborar con Irujo en la reapertura de templos, otros participaban —o tal vez fomentaban— la actitud restrictiva del padre Torrent, y bastantes, especialmente entre los de Tarragona que entonces residían en Barcelona, estaban en la misma actitud del cardenal Vidal i Barraquer, el doctor Rial y los de UDC: que había que restablecerlo, pero gradualmente y con precauciones para no prestarse a una pura propaganda. Pero, de cualquier parecer que fueran, ni uno sólo se prestó a colaborar con Irujo si el ordinario del lugar, o sea el padre Torrent, no daba su autorización. Irujo se dirigió repentinamente al canónigo Onaindia, y por medio de éste al obispo Múgica, exilado en Francia, para reclutar sacerdotes vascos entre los exilados en Francia que quisieran hacerse cargo de las iglesias barcelonesas que Irujo se disponía a abrir, pero los sacerdotes vascos tampoco se prestaron a actuar al margen de la autoridad eclesiástica local; tanto más porque suponían —equivocadamente— que el padre Torrent fundaba su negativa en instrucciones concretas de Roma. Onaindia escribía a Irujo, el 24 de julio de 1938, que «la ida ahí de unos sacerdotes vascos es problema de mayor envergadura por la actitud de reserva del Vaticano y la oposición del Vicario. Cuando eso se arregle, y en caso necesario, no faltarán sacerdotes vascos para trabajar ahí». Esto demuestra que no se trataba de apóstatas o de clérigos en situación irregular, como quería hacer creer la propaganda franquista siempre que se hablaba de alguna misa celebrada en Barcelona, sino de sacerdotes en plena comunión con la jerarquía, incluso cuando la creían equivocada. Pocos sacerdotes aceptarían hoy una prohibición como la del padre Torrent.
En octubre de 1938 se difundió por toda Europa la noticia y la foto de un entierro católico circulando por el Paseo de Gracia, con sacerdote revestido y cruz alzada, presidiendo el duelo Álvarez del Vayo, Irujo y otros dignatarios de la República. La Vanguardia del 23 de octubre —portavoz entonces de Negrin— publica las fotos como una muestra de la «tolerancia y respeto para con todas las religiones» y refutación de «las absurdas fantasías propagadas por los facciosos sobre las persecuciones religiosas en la zona leal». Para la propaganda nacionalista, tanto la de consumo interior como la destinada a la exportación, aquello ni fue entierro católico ni el sacerdote era tal, sino todo una carnavalada de alcance realmente propagandístico. Ambas interpretaciones eran injustas. Habiendo muerto en el frente el capitán vasco Vicente de Eguía Sagarduy, Irujo y sus compañeros le quisieron hacer un entierro católico solemne. Consultado el padre Torrent, éste, sin prohibirlo terminantemente, lo desaconsejó, de acuerdo con su reiterado criterio de impedir actos de culto público. Con todo, el entierro se celebró, en la forma que las fotos atestiguan, el 17 de octubre. Pero ni aquel entierro era ficción, ni era cosa normal en Barcelona, no ya en 1936, sino ni siquiera a fines de 1938. Un testigo imparcial que se cruzó con la comitiva fúnebre pudo notar la extrema palidez del sacerdote oficiante, que por lo visto no se sentía muy seguro, aunque le acompañaran ministros, políticos destacados y varios militares de uniforme.
Lo que ya era bastante frecuente fue ver una cruz en las esquelas mortuorias de La Vanguardia. Una de las primeras, o tal vez la primera, fue la de Manuel Carrasco i Formiguera. El 8 de mayo del mismo año se había estrenado una obra de teatro, titulada Nadal en temps de guerra, premiada en un concurso de piezas dramáticas «de cara a la guerra». Su autor, el escritor Lluís Capdevila —en otro tiempo director de las revistas anticlericales La campana de Gràcia y L’Esquella de la Torratxa— sitúa la acción en una trinchera en la línea de fuego, durante la Nochebuena. Varios soldados, un comisario y una enfermera («que no va disfrazada grotescamente de soldado, como tantas otras mujeres que en los primeros tiempos de la guerra convirtieron la vanguardia en una mascarada grotesca») comentan el sentido de aquella noche y reviven sus recuerdos de otros años. Estalla un tiroteo y ven a un hombre que se escapa de las trincheras de los nacionales y, sin que le alcancen las balas, logra llegar hasta ellos. Cuenta las barbaridades que los nacionales cometen en su retaguardia. Cuando el comisario le pregunta quién es, responde: «A mí me llaman Jesús…». Y cae el telón.
Durante todo este tiempo, Irujo sostuvo con el cardenal Vidal i Barraquer una correspondencia que, al no poder ser reproducida íntegramente a causa de su extensión, pide al menos que tratemos de resumirla. El 11 de febrero, por encargo del presidente del Gobierno, Negrín, y del ministro de Estado, José Giral, Irujo invitaba al cardenal «para que haga una visita a su arzobispado, garantizándole el respeto y asistencia debidos a la dignidad de su persona y a los prestigios y jerarquía de su cargo y jurisdicción».
La carta tardó mucho en llegar y el cardenal no pudo contestar hasta abril. Le decía a Irujo que cómo podía permitir que le recibieran con tantos honores, cuando tenía muchos sacerdotes suyos en la cárcel; se ofrecía a venir, no como cardenal, sino como rehén, para responder de que los sacerdotes que pusieran en libertad no se inmiscuirían en actividades políticas. Irujo insiste el 23 de mayo, haciéndole ver «cuánta satisfacción habría de producir su primera misa en la catedral y en Montserrat»; le prometía poner en libertad, como ya se había venido haciendo, a todos los sacerdotes que el cardenal le indicara; la carta, de más de nueve páginas, es un alegato, a veces violento, siempre dolido, de la poca acogida que encuentra de parte de la Iglesia, y especialmente del padre Torrent, en sus esfuerzos por arreglar la situación religiosa. Irujo se había confesado varias veces con el vicario general; decía que era mejor confesor que hombre de gobierno. Mientras Irujo hace todo lo que puede por la Iglesia, «los sacerdotes de su archidiócesis viven, en su mayoría, en régimen de catacumbas. Prefieren no salir a la luz pública. No temen hoy persecuciones de nadie. Esperan que entre Franco. Lo desean. Hacen votos fervientes. Lo piden a Dios. Así educan a los fieles que les rodean en esa devoción».
Vidal i Barraquer tiene que defender el buen espíritu de sus sacerdotes tanto ante el Vaticano como ante Irujo (carta del 30 de junio). En ésta le aconsejaba a Irujo que se atuviera a las orientaciones del Papa. Irujo le contesta (21 de julio) recordando que, un mes antes de las elecciones de febrero del 36, fue, con diez diputados más, a Roma:
«Fuimos llamados los diputados vascos por la Secretaría de Estado del Vaticano; por medio de M. Pizzardo se nos exigió que suscribiéramos un documento obligándonos a luchar en las elecciones bajo la dirección de Gil Robles como condición previa, precisa, para poder ser recibidos por el cardenal Pacelli y por el Santo Padre. Nos volvimos a Euzkadi sin suscribir aquel documento. El tiempo ha venido a demostrar, bien trágicamente, cuán equivocada era la norma política de convertir entonces a los medios vaticanos en lugares de donde se reclutaran adhesiones para Gil Robles y Franco.
»Después he acudido a usted, al arzobispo de Burdeos, al de París, al cardenal Pacelli. He pretendido abrir iglesias, reorganizar a los capellanes del Ejército y de las Prisiones; sacar el problema religioso de entre la lucha. Reanudar, de facto, las relaciones en que nos encontramos. ¿Qué quiere usted decirme, mi querido cardenal, cuando añade que siga las orientaciones del Papa? Mientras yo fracaso en estas gestiones, el enviado apostólico para la zona franquista es convertido en nuncio. El Vaticano, de tal modo, es una potencia unida a los Estados totalitarios fascistas, que ha reconocido como Estado legítimo a Franco. No serán ésas, ciertamente, las orientaciones que yo deba seguir siendo ministro de la República».
En la carta siguiente de Irujo, de 12 de agosto, tiene que hacer referencia a un desagradable incidente. En la red de auxilio a los sacerdotes que dirigía Serrahima se habían introducido, según parece, por medio de algún colaborador secundario, filtraciones hacia el Socorro Blanco. Una redada del SIM dio con todos en la cárcel, incluso Serrahima y el mismo padre Torrent. Éste fue puesto en libertad a los pocos días. Serrahima estuvo más tiempo, hasta que se comprobó su inocencia. Para algunos que al parecer se habían comprometido en el espionaje —ninguno era de la red de los de UDC— no fue posible evitar la pena de muerte.
También el padre Torrent veía con malos ojos este servicio de ayuda a los sacerdotes, porque temía que de él se sirvieran los de UDC para «producir en nuestro amado clero desviación y hasta desobediencia», y por ello pedía que si alguna limosna se enviaba para el clero catalán, se la dieran a él para su distribución (carta a Pacelli del 26 de noviembre). Más directamente alude a UDC y a los vascos en la carta de 1 de diciembre a Pacelli: «El Gobierno vasco y un partido político formado por muy pocos católicos simpatizantes más o menos con lo existente continúan intentando la apertura de iglesias y aproximaciones que unánimemente el clero y el pueblo fiel repugnan, como repugna a mi conciencia».
El Comisariado de Cultos.
Viendo que no era posible hacer cambiar de parecer al padre Torrent se intentó otro camino. Los sacerdotes y seglares de Tarragona residentes en Barcelona se trataban entre sí y formaban una especie de clan, del que el padre Torrent no se fiaba demasiado. Como UDC tenía alguna fuerza entre los de Tarragona, intentó apoyarse en ellos y, especialmente, en el doctor Rial.
Con finalidad parecida a la de los comités para la paz civil y religiosa constituidos en el extranjero, se quiso organizar en Barcelona a mediados de 1938 el Comité Catalá per a la pau civil i religiosa. Pensaban que este comité daría más fuerza moral al doctor Rial y a la política abierta que éste propugnaba. Ante la oposición tajante del padre Torrent desistieron de crear de momento el comité, por no frustrar las esperanzas que aún podía alimentarse de que el padre Torrent al fin autorizara la apertura de alguna iglesia. Pero dándolo ya por imposible, intentaron al fin organizarlo bajo la protección del vicario general de Tarragona.
También se organizó un Comité Catòlic d’Ajut a la Població Civil para distribuir ropa y alimentos, entonces muy escasos, a quienes más los necesitaban. Para ello se contaba con los católicos franceses de izquierda, con los que Roca i Caball y Trias i Peitx habían establecido estrechas relaciones. El Comité National Catholique d’Accueil aux Basques, creado en Burdeos para socorrer a los fugitivos de Euzkadi, ofreció cantidades importantes de víveres, pero ponía la condición de que en Barcelona se constituyera un comité católico que se hiciera cargo de ellos, aunque se distribuirían sin discriminación religiosa. Expuesto el proyecto al padre Torrent, también negó su permiso, aunque no tan tajantemente como para el otro comité. Decía que aunque el comité de ayuda a la población civil no tuviera sentido político sino humanitario, había que evitar a todo trance, atendida la situación militar, que los católicos se comprometieran con un régimen que estaba ya agonizando. Los de UDC esperaban la negativa, pero había que intentarlo para poder acudir al vicario general de Tarragona. Así, el Comité Catòlic d’Ajut a la Població Civil se constituyó, con sede teórica en Tarragona, el 21 de diciembre de 1938; tuvo, pues, poco más de un mes de vida. Lo presidía Ferran Ruiz-Hébrard (que, como hemos dicho, no era de UDC, sino de la Federació de Joves Cristians de Catalunya); secretario general era Josep M.ª Trias i Peitx; vicepresidentes, Jordi Olivar y Antoni Brunet; vicesecretarios, Tous y Conchita Busquets; tesorero, Ramon Sunyer; vocales, Montserrat Martí i Bas y Mercé Romeva (hija de Pau Romeva). Maurici Serrahima era asesor jurídico, Jeroni de Moragas asesor médico y el doctor Vicenç Nolla —que por ser de la diócesis de Tarragona no dependía del padre Torrent sino del doctor Rial, asesor eclesiástico. El día siguiente al de su constitución, casi todo el comité fue a la Generalitat, a presentarse al consejero de Gobernación, Antoni M.ª Sbert, y ofrecerle sus servicios. En el breve tiempo de su actuación, este comité desarrolló bastante actividad. Las expediciones de víveres de los católicos franceses se sumaron a otras de entidades internacionales, entre las que ocuparon un lugar de honor los cuáqueros. Algunas señoritas de UDC trabajaban, en el local del partido, en la calle Rivadeneyra, 4, en la recepción y distribución de los paquetes. Ante la inminente caída de Barcelona, el comité dio orden de retener en la frontera francesa un importante envío de alimentos y ropa de los católicos de París; sirvió para los fugitivos del éxodo de enero de 1939.
El vicepresidente de este comité, Jordi Olivar Daydí, aunque católico y abierto, no era miembro de UDC. Por su amistad personal con Bosch i Gimpera fue nombrado durante la guerra procurador general sustituto de Cataluña. Designado magistrado de la Audiencia de Barcelona y agregado en comisión de servicio a la Inspección de Tribunales, se le encargó una investigación oficial sobre las actividades ilegales del SIM, de los Tribunales de Espionaje y de los Juzgados Especiales de Guardia. A pesar de las coacciones que se le hicieron, denunció abusos y protegió a inocentes. Nunca escondió sus convicciones religiosas: el Miércoles Santo de 1938, al terminar una sesión del Tribunal de Casación, el presidente anunció que continuarían el día siguiente; Olivar se excusó, alegando que por ser Jueves Santo él no podría asistir, y la sesión fue retrasada.
El otro comité, que para evitar confusiones se denominó «Comité català per a la pau religiosa», se constituyó una semana más tarde, en los últimos días del año 1938. Fue más un gesto simbólico que un organismo de actuación práctica. La junta quedó integrada así: presidente, Pau Romeva; secretario, Jordi Olivar; tesorero, Feliu Duran i Canyameres; vicepresidentes, Jáuregui (delegado del Gobierno de Euzkadi) y Trias i Peitx; vocales, Maidagán (vasco), Ramon Sunyer, el arquitecto Jaume Mestres y Maurici Serrahima. El comité tenía que rendir la visita protocolaria al consejero de Justicia, Pere Bosch i Gimpera, el 23 de enero; sólo acudieron Maurici Serrahima y Jaume Mestres, que al salir de la visita ya tuvieron que ir a la Embajada francesa y aquella misma noche estaban en Caldetes, donde embarcaron para el exilio.
Paralelamente a estas gestiones, tuvo lugar la creación del Comisariado de Cultos. Trías había mantenido buenas relaciones con los vascos, y cuando en la crisis de agosto de 1938 Irujo salió del Gobierno, él continuó siendo amigo de los de Acción Nacionalista Vasca, más de izquierdas que el Partido Nacionalista Vasco, al que pertenecía Irujo. A través de Areitio, de Acción Nacionalista Vasca, los de UDC hicieron llegar a Negrín su punto de vista sobre la cuestión religiosa. Negrín, que en el sexto de sus «trece puntos» proclamados el 1 de mayo de 1938 había sostenido la libertad religiosa, deseaba, por razones evidentemente políticas, hacer algo de cara a la normalización. Pidió a UDC que le propusieran un proyecto de decreto sobre la libertad de cultos. El 21 o 22 de octubre, Trias fue al domicilio de Maurici Serrahima, que se encontraba en cama con un fuerte ataque de asma, y le comunicó lo que Negrin solicitaba de ellos. El plan de UDC, como hemos dicho, era de un restablecimiento gradual, empezando con capillas muy discretas y terminando por las iglesias parroquiales antiguas. Entonces se podrían prohibir las misas domésticas, que a menudo eran pretexto para reuniones dudosas; por esto, en el temario de una reunión de los ordinarios de las diócesis catalanas se propone ordenar que en las misas, en lugar de homilía —que podía ser tendenciosa— se lean sólo fragmentos de los Santos Padres. Eran asimismo opuestos a actos insólitos, como el entierro con sacerdote y cruz alzada por el Paseo de Gracia, del que dice Serrahima que les irritó, porque entendían que actos de este género impedían o al menos retrasaban una solución seria del problema.
También insistieron, como ya habían hecho un año antes con Irujo, en la improcedencia de dar en materia religiosa disposiciones unilaterales, sin previo acuerdo con la autoridad eclesiástica. Ya que con el padre Torrent no había nada que hacer, habría que acudir al doctor Riel, mejor dispuesto al entendimiento. Entre Serrahima y Trías redactaron un documento que expresaba todo esto y, después de aprobarlo en una reunión entre el doctor Rial, Trías y Serrahima, lo hicieron llegar a Negrín, siempre a través de Acción Nacionalista Vasca. A Negrín le gustó, y aceptó de buena gana la idea de una entrevista personal con el doctor Salvador Riel. Cuando el encuentro, efectivamente, se celebró, el doctor Rial llevaba en el bolsillo una copia del mismo proyecto que el doctor Negrín iba a proponerle, de modo que se entendieron en seguida.
La Generalitat había perdido mucha importancia política, pero UDC no quería actuar al margen del organismo autónomo catalán. Entre el 5 y el 13 de noviembre, Serrahima se entrevistó con el presidente Companys para exponerle el estado de las negociaciones. Companys se mostró plenamente de acuerdo. Dijo a Serrahima que él no era católico, pero que creía en un Dios, y que deseaba que cada cual pudiera practicar libremente su religión. Salió a relucir, naturalmente, la tragedia de los primeros meses, y Companys intentó justificarse: «Usted ha de reconocer, Serrahima, que la situación en aquellos momentos era muy difícil». Serrahima visitó también a Paulino Gómez, con quien había tenido que tratar cuando después de los sucesos de mayo del 37 fue nombrado delegado de Orden Público para Cataluña, y que entonces era ministro de la Gobernación. También por este lado quedó asegurada la buena marcha del proyecto. Así, al publicarse el decreto de 8 de noviembre de 1938, que creaba el Comisariado de Cultos, aunque evidentemente no se podía hacer público que era fruto de un acuerdo entre Negrín y Rial, había una seguridad por ambas partes sobre el mutuo entendimiento.
Para la dirección del Comisariado fue designado el doctor Jesús Bellido i Golferichs, del partido Acció Catalana, católico practicante y catedrático de la Facultad de Medicina de Barcelona; uno de los veintiún profesores de esta Facultad que en 1932 habían enviado un telegrama al presidente de la República protestando contra la disolución de la Compañía de Jesús. El 23 de diciembre Bellido pidió a Serrahima que aceptara el cargo de secretario general del Comisariado. Aquel mismo día empezaba la ofensiva final contra Cataluña. El cardenal Vidal i Barraquer había advertido a Serrahima que huyera, y él pensó que si lo hacía después de haber aceptado este cargo ya no podría regresar a su patria, y se resistió. Bellido insistía y quedaron en continuar hablando, pero ya no se vieron más porque los acontecimientos se precipitaron.
Entretanto, se adelantaban a toda prisa las gestiones para establecer el culto público en Tarragona. Se encargaba de ello Antoni Brunet i Magrané, maestro, principal dirigente de UDC en Tarragona, que había sido jefe de la minoría de UDC en aquel municipio. Durante los primeros y peores tiempos había actuado eficazmente para salvar vidas y edificios eclesiásticos. Más tarde obtuvo la protección de las autoridades locales para las misas que se celebraban discretamente en algunos domicilios particulares, y que algunos elementos provocadores habían tratado de perturbar. Al crearse el comité, solicitó oficialmente el permiso, al doctor Bellido como comisario de Cultos y al doctor Rial como vicario general de la diócesis, para abrir al culto público una capilla de la catedral. Por tratarse de la catedral, el doctor Rial prefirió consultar expresamente al cardenal Vidal i Barraquer, y la respuesta tardó mucho en llegar. El 12 de enero Brunet ya tenía el permiso civil del Comisariado de Cultos. El doctor Bellido, además, ordenó que se le entregaran ornamentos y vasos sagrados de los que habían sido depositados en museos para salvarlos de la destrucción. Pero el 13 de enero las tropas nacionales ocupaban Tortosa, y el 15 Tarragona. Brunet, que se hallaba en Barcelona pendiente de sus gestiones, ya no pudo regresar. Así, por pocos días, no fue posible que se abriera una iglesia y se celebrara en ella públicamente la Misa, con todos los permisos civiles y eclesiásticos. En cuanto al doctor Salvador Rial, quiso permanecer en su diócesis, aunque el doctor Bellido le proporcionaba un coche para que pudiera retirarse. Al entrar los nacionales estuvo detenido durante dos días y después confinado a Lérida durante un tiempo, hasta que se le permitió regresar a Tarragona. El cargo principal que se le hacía era que había ido por dos veces a Roma y, desoyendo los consejos de algunos eclesiásticos que le instaban a pasarse a la España nacional, había regresado junto a sus fieles. Se le acusaba también de colaboracionismo con la República y de separatismo, por su conocida identificación con su arzobispo, el cardenal Vidal i Barraquer.
La ocupación de las distintas poblaciones catalanas tomaba, pues, el sentido de liberación a la vez política y religiosa, y con este doble y confuso carácter se celebraría en adelante cada año el «día de la liberación». En Tarragona se celebró una gran misa de campaña en la Rambla, con alocución del general Juan Bautista Sánchez González y rematada con un gran desfile. Barcelona fue tomada el 26 de enero, precisamente en el aniversario —el 298.º— de la batalla de Montjuich, la última gran victoria catalana. El domingo siguiente, 29, tuvo lugar en la plaza de Cataluña una magna misa de campaña celebrada por el padre Torrent y presidida por el general Yagüe. Por fin, la Iglesia salía de las catacumbas. «Nada de usar el catalán… —recuerda Ridruejo—. Nada de organizar actos políticos o sindicales, nada de sardanas o de aplecs populares. Barcelona había sido una ciudad pecadora y religiosamente desasistida, y lo que había que hacer, durante semanas enteras, era organizar misas de campaña y actos religiosos expiatorios».