4. Persecución y represión.

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PERSECUCIÓN Y REPRESIÓN.

Al hablar en el presente capítulo de la vida de la Iglesia en la zona republicana es preciso empezar refiriéndose a la persecución. Aunque se haya exagerado su volumen y circunstancias, aunque lo que se ha publicado sobre esta cuestión sea muy copioso y haya gozado de unas circunstancias políticas que le han dado amplísima divulgación —por eso no nos entretendremos en este apartado con el detalle con que hemos narrado hechos inéditos o menos conocidos—, con todo hay que dejar constancia de esta terrible realidad histórica: durante varios meses, bastaba que alguien fuera identificado como sacerdote, religioso o simplemente miembro de una congregación o movimiento apostólico para que fuera ejecutado sin proceso. Si las autoridades de la República o de la Generalitat de Catalunya salvaron a muchos, fue a escondidas de las milicias y de los elementos incontrolados que, en el vacío de poder producido después del 19 de julio, mandaban en la calle.

Serrano Suñer, en su discurso en Bilbao el 19 de junio de 1938, decía hablar «en nombre de los 400 000 hermanos nuestros martirizados por los enemigos de Dios», cifra delirante, a menos que un ardoroso linotipista le haya añadido un cero. Joan Estelrich, que escribía durante la guerra en París al servicio de la propaganda franquista, da la cifra de 16 750 sacerdotes seculares y un 80% de los religiosos. J. Monllaó Panisello asegura que sólo los religiosos ya pasan de 25.000. Más recientemente, y por lo tanto sin la excusa del apasionamiento o la falta de información de la época bélica, los superiores religiosos españoles residentes en Cuba, en una declaración colectiva de 7 de enero de 1960, aseguraban que «de abril de 1931 a abril de 1939 perdieron la vida materialmente, bajo la hoz y el martillo, trece obispos y más de dieciséis mil sacerdotes y religiosos». Es, evidentemente, la misma cifra de Estelrich, estereotipada por el verso de Paul Claudel: «¡Dieciséis mil sacerdotes y ni una sola apostasía!», aunque en realidad no llegaron los muertos a tantos miles ni faltaron entre los vivos algunas apostasías, o humanas flaquezas. Vicente Marrero, fundándose en un cálculo del Colegio Español de Roma, los estima en 13 400, o sea un 40% del clero español. Según la carta colectiva del episcopado, habían sido asesinados, sólo del clero secular, unos 6000 sacerdotes, y más de 300 000 seglares habrían sucumbido «asesinados, sólo por sus ideas políticas y especialmente religiosas». El único recuento serio y sistemático es el de Antonio Montero, que en su Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939 (Madrid, 1961) cita por sus nombres a 13 obispos, 4184 sacerdotes seculares, 2365 religiosos y 283 religiosas. La matanza, aun reducida a estas proporciones reales, resulta la persecución más sangrienta de la historia de la Iglesia. Piénsese que los mártires de las persecuciones romanas que se han podido individuar por los martirologios o por el testimonio del culto, incluidos los de las Iglesias orientales, no pasan del millar. Pero el mayor defecto de la obra de Montero —no el único— es que no hace la necesaria distinción entre períodos. Sin llegar al extremo de los religiosos españoles residentes en Cuba, que cuentan del 31 al 39 como si fueran años parecidos, tampoco los años que van del 36 al 39 se pueden considerar iguales. Es mucho más ponderado Josep Sanabre —lástima que su Martirologio (Barcelona, 1943) se limite a la diócesis de Barcelona— cuando distingue convenientemente las distintas etapas: hasta setiembre de 1936, los sacerdotes son detenidos y liquidados sin ninguna formalidad; a partir de setiembre, la creación de los Tribunales Populares supone un comienzo de garantías jurídicas, y los sacerdotes y religiosos son generalmente condenados a penas de cárcel; a partir de los sucesos de mayo de 1937, cuando los anarquistas y poumistas se enfrentaron en las calles de Barcelona a los comunistas y a la Generalitat, reconoce Sanabre que «es indiscutible que cesó el asesinato de nuestros compañeros de sacerdocio» y que la casi totalidad de los sacerdotes presos fueron puestos en libertad; con todo, la persecución continuaba, ya que las medidas revolucionarias contra la Iglesia no habían sido derogadas; finalmente, el desastre de la campaña de Cataluña y el éxodo desorganizado hacia Francia provocó un último grupo de víctimas, en enero y febrero de 1939. Lo más elocuente del Martirologio de Sanabre es el gráfico de la distribución por meses de las víctimas: la casi totalidad de los 930 sacerdotes barceloneses muertos lo fueron en los tres primeros meses. Este gráfico refuta por sí solo dos versiones opuestas, ambas erróneas, sobre lo sucedido: no se puede negar la realidad trágica de las matanzas del verano ardiente del 36, pero es inexacto pretender que el terror hubiera durado hasta el fin de la guerra.

¿Se puede hablar en este caso de «persecución religiosa»? El padre Alfonso Thió, jesuita, residente entonces en Barcelona, se preguntaba aquellos días: «¿Rechazan a los ministros por causa de Jesús, o rechazan a Jesús por causa de sus ministros? La primera hipótesis es muy halagadora, pero la segunda es también posible, y en rechazarla de plano, ¿no habrá nada de fariseísmo?». Para contestar con propiedad a esta pregunta habría que empezar por hacer ver que una cosa es que haya persecución, y otra es que todas las víctimas sean mártires. En sentido amplísimo, Serrano Suñer hablaba de 400 000 martirizados. Después de la guerra se habló indiscriminadamente de los «caídos por Dios y por España», cuyos nombres aparecen aún en los muros de muchas iglesias. El título de mártir, entendido en sentido estrictamente teológico y canónico, sólo lo puede otorgar la Santa Sede, y no le gusta hacerlo de un modo apresurado. En 1939 se recogieron rápidamente datos en todas partes y el Gobierno español —y la Iglesia— hubieran deseado una canonización en masa, o poco menos, de todos los «caídos». La Santa Sede no ha querido canonizar, ni siquiera beatificar, a ni uno solo de los asesinados en la guerra civil, por más que sin duda los hay que son verdaderos mártires, que algún día subirán a los altares. Pero esto no es posible averiguarlo hasta que haya pasado tiempo suficiente para juzgar de un modo desapasionado, caso por caso, las circunstancias, motivaciones y actitudes. Por otra parte, es innegable que la Iglesia, como institución, había aparecido en las contiendas electorales de la República formando un bloque con las derechas, por lo que con razón se ha dicho que los ataques a personas y edificios eclesiásticos se dirigían más al enemigo político que a la fe en sí misma. En la revolución que estalló donde el Alzamiento fue sofocado, se quiso extirpar de raíz a la Iglesia, vista como fuente de oscurantismo y aliada de los ricos y hasta de los militares sublevados. Las noticias que corrían sobre sacerdotes que habían disparado contra el pueblo desde las iglesias o conventos, o que se habían unido a las tropas rebeldes, son con seguridad falsas, y en ocasiones ridículas —como cuando la Solidaridad Obrera de Barcelona asegura que algunos curas han disparado con balas envenenadas, o que los Hermanos de San Juan de Dios del Hospital de San Pablo asesinaban a los enfermos con inyecciones mortales, por lo cual los milicianos tuvieron que ajusticiarlos—, pero no son tanto un invento malicioso de la propaganda como imaginaciones nacidas de una arraigada noción de la Iglesia y de su papel negativo en la sociedad. Era una noción global: no «tal sacerdote es fascista», o «tal convento está con los señoritos ricos», sino «la Iglesia y todo el clero están aliados con nuestros enemigos». No se hizo salvedad en favor de personas o grupos que se hubieran distinguido por su sentido democrático, su apertura social o su caridad con los necesitados. Se ha dicho que los protestantes, que no se habían metido en política, fueron respetados; en realidad, el primer edificio religioso incendiado en Barcelona fue la capilla evangélica de la calle Internacional, en los números 24-26, con las escuelas anexas, según consta en el dietario de servicio del Cuerpo de Bomberos. El dominico padre Gafo, uno de los católicos sociales más avanzados, tanto en lo doctrinal como en lo práctico —propugnó los sindicatos no confesionales—, fue asesinado sin contemplaciones. En Cataluña, donde la Iglesia había sido en su conjunto opuesta a la Dictadura, favorable a la República y relativamente abierta y tolerante, la persecución fue no menos feroz que en cualquier otra parte. Era el fracaso de toda aquella línea del catolicismo catalán liberal —sacerdotes y también laicos— que no sólo no se había comprometido con los sublevados sino que había hecho todo cuanto estuvo en sus manos para que no estallara la guerra civil. Tenían que sentirse doblemente derrotados, mucho más que Goded y los demás militares que aquellos días eran juzgados y fusilados en Montjuich, tanto si estos católicos eran también fusilados —sin proceso— como si lograban escapar. Uno de estos últimos, el canónigo Carles Cardó, lo ha evocado patéticamente:

«El día 2 de agosto de 1936 salíamos de Barcelona en una nave italiana, que nos llevó a Génova, cerca de un centenar de sacerdotes y religiosos catalanes salvados de las garras de la FAI por las autoridades de la Generalitat. Allí acabamos de enterarnos de la destrucción o profanación casi total de los templos de Cataluña y del trágico final de innumerables amigos, sacerdotes y seglares. Aquellos primeros días veíamos el éxodo de muchos egregios patricios cargados de historia catalanista que tuvieron que huir “porque Cataluña había triunfado”».

En efecto, a los ojos de los revolucionarios todo era lo mismo. Se enorgullecían de haber logrado a la vez, y de modo insuperablemente expeditivo, la plena autonomía de Cataluña y el aplastamiento de la Iglesia. «El problema de la Iglesia —decía Andreu Nin, el líder del POUM, a los quince días del Alzamiento– lo hemos resuelto, simplemente, no dejando ni una entera». (La Vanguardia, 2 agosto 1936). Y en su discurso del 6 de setiembre en el Gran Price de Barcelona hacía este balance:

«La clase trabajadora de Cataluña y la clase trabajadora de España no lucha por la República democrática. La revolución democrática en España hasta ahora no se había hecho. Cinco años de República y ninguno de los problemas fundamentales de la revolución española se había resuelto. No se había resuelto el problema de la Iglesia, no se había resuelto el problema de la tierra, no se había resuelto el problema del ejército, ni el problema de la depuración de la magistratura, ni el problema de Cataluña. Y bien, compañeros, todos estos objetivos concretos de la revolución democrática han sido realizados no por la burguesía liberal, que no lo había podido hacer en cinco años, sino por la clase trabajadora, que los ha resuelto en pocos días con las armas en la mano.

»El problema de la Iglesia ya sabéis cómo se ha resuelto: no queda ni una iglesia en toda España (…). La clase que ejercía la hegemonía en el movimiento nacionalista de Cataluña era la pequeña burguesía. Los partidos pequeño burgueses eran los depositarios y la expresión más genuina de este movimiento nacional de Cataluña, y los hechos, también, compañeros, han demostrado la justeza de nuestras afirmaciones. El problema de Cataluña hoy está resuelto, y está resuelto, no por la pequeña burguesía, sino por la clase trabajadora, que se organiza en Cataluña y que, en realidad, obra como un Estado con plena autonomía. (Aplausos).»

No estará de más decir aquí, como entre paréntesis, que otro problema que la república burguesa no había podido resolver era el del anarquismo libertario y los marxismos extremistas, y que la revolución comunista lo resolvió expeditamente después de mayo del 37, con las armas en la mano también. Y Nin fue precisamente la víctima más destacada. Víctor Manuel Arbeloa ha recordado que a Andreu Nin se le aplicó la misma lógica con que él, en 1922, justificaba la represión contra los anarquistas rusos: «Nuestros camaradas rusos —decía entonces— se ven inevitablemente obligados a reprimir de una manera implacable cualquier intento que pudiera quebrantar su poder. No es solamente su derecho, sino su deber. La salvación de la Revolución es la razón suprema». Y Arbeloa comenta: «¿Y quién juzgará esta salvación? ¿Los Tribunales Populares? ¿La banda de Orlov? La “salvación de la revolución” nos recuerda demasiado a la “razón de Estado”. ¿No hay otro criterio? ¿No hay otro límite? ¿Me será lícito pronunciar aquí el vocablo “pequeño burgués” de “persona”? Me temo —prosigue Arbeloa— que si la salvación de la Revolución es la razón suprema, muchos aprovecharán tal razón para repetir la tragedia de aquel hombre apasionante que se llamó Andreu Nin». (El Ciervo, agosto 1975).

Pero lo que aquí sostenemos no es que la persecución contra la Iglesia fuera justa o injusta, sino que fue persecución, cualquiera que fuera la intención de los perseguidores. Macaulay, a propósito de las persecuciones religiosas en Gran Bretaña, ha dicho certeramente que aunque el encarcelamiento o la muerte de los miembros de una religión o Iglesia se hagan por razones políticas, no es preciso, para poder afirmar que hay persecución religiosa, que se dé de parte de los perseguidores un odio específico contra Dios o contra aquella religión; si las personas individuales son buscadas y sancionadas no por delitos o actos concretos contra el Estado, que ellas personalmente hayan cometido, sino porque el solo hecho de pertenecer a aquella confesión religiosa o de ser ministros suyos ya se equipara a la traición a la patria y a desafección al régimen imperante, entonces, por más que la autoridad persiga una finalidad eminentemente política —como la perseguían los emperadores romanos, y casi todos los perseguidores—, hay que hablar de persecución religiosa. Y esto es lo que ocurría en nuestro país en el verano de 1936.

Pero ¿cómo llamaría Macaulay a lo que ocurría en la otra zona, donde un maestro podía ser depurado y perder su puesto por no ser católico practicante, y un obrero podía ser fusilado, no por asesinatos o robos probados, sino por tener carnet de la CNT o la UGT, o incluso por suponerse que en febrero del 36 había votado por el Frente Popular?

La otra persecución

Justo es, ya que hemos hablado de los sacerdotes muertos, que hablemos también un poco de los otros, pues la piel de un cura no es más preciosa que la de un seglar. Lo que pasa es que da más que hablar. Hay una especie de fenómeno óptico en virtud del cual los muertos no abultan igual, sino más o menos, según su rango social o el estamento a que pertenecen. Los guillotinados por Robespierre en los tiempos del terror de la Revolución francesa eran muchos menos —varias veces menos— que los ametrallados por Cavaignac en la represión de la Comuna de París, pero mientras que éstos eran gente de poca monta aquéllos eran aristócratas y clérigos, y su triste suerte dio lugar a una inmensa historiografía, desdoblada en literatura y hasta en cinematografía. Así, aunque según todos los indicios la represión blanca fue más sangrienta que la persecución roja, no ha dado tanto que hablar. Piénsese también en el papel de los fugitivos como caja de resonancia de lo sucedido. Los aristócratas que lograban escapar de la Revolución francesa pregonaban por las cortes y los salones de toda Europa el horror de las ejecuciones; los supervivientes de la represión de la Comuna no pudieron salir al extranjero, y de hacerlo no habrían sido recibidos en los palacios del Rhin para contar, entre banquetes y bailes, cómo habían sido barridos sus compañeros. Análogamente, los eclesiásticos y las personas de derechas, generalmente acomodadas, que pudieron salir de la zona republicana —muchas veces con la complicidad de los mismos gobernantes—, hablaban de ella como de un infierno, y la prensa católica de todo el mundo les hizo de altavoz; en cambio, los obreros y campesinos de Andalucía y Extremadura en el 36, o de Cataluña y Madrid el 39, no pudieron en su inmensa mayoría salir en un barco italiano o francés, con pasaporte quizá falsificado por las mismas autoridades, ni la Iglesia, que tan cuidadosamente ha hecho el recuento de los sacerdotes muertos, no lo ha hecho de los otros, que también eran hermanos. Las embajadas, que en 1936 recibieron y salvaron a centenares de refugiados, con una amplísima, por no decir abusiva interpretación del derecho de asilo —extendido a pisos y a los edificios vecinos para que cupiera más gente—, ¿salvaron «un solo obrero» en 1939?

El tema ya no es tabú. Ricardo de la Cierva ha anunciado haber emprendido un riguroso estudio monográfico sobre la represión en la zona nacional, del que ha adelantado algunas conclusiones provisionales. Distingue entre la represión incontrolada de los primeros momentos y el procedimiento jurídico, cuando, convertido Franco en jefe supremo del Movimiento, reservó para su auditoría las penas de muerte. Cree que el número de víctimas «es de un orden de magnitud parecido en una y otra zona». Como él mismo había escrito en su prólogo a La segunda República, de Jesús Lozana, «no es la crueldad patrimonio de un bando en las guerras civiles españolas». Aunque el recuento general probablemente no se podrá hacer nunca del modo en que se han registrado los eclesiásticos, los militares, los financieros y los miembros de la nobleza asesinados en la zona republicana, todo lleva a pensar que fueron más los otros. Algunas monografías locales —publicadas o inéditas— parecen confirmarlo.

No hablaremos aquí de las tres obras que más han contribuido a divulgar los excesos de los nacionales: Un año con Queipo, de Antonio Bahamonde; Doy fe, de Antonio Ruiz Vilaplana; y, sobre todo, Les grands cimetières sous la lune, de Georges Bernanos. Prescindiremos también de todas las noticias, no siempre infundadas, que la propaganda republicana difundía durante la guerra. Nos limitaremos a unos cuantos testimonios de personas adictas al Alzamiento y publicados en territorio nacional y bajo su censura, por lo que, como confesiones de una de las partes, han de resultar una prueba plena.

Entre la documentación preparatoria del Alzamiento que han publicado Castillo y Álvarez en Barcelona, objetivo cubierto (Barcelona 1958), y con el número 8 entre las «órdenes de urgencia a cargo de la Junta de Gobierno», figura la siguiente:

«En el primer momento y antes de que empiecen a hacerse efectivas las sanciones a que dé lugar el Bando del Estado de Guerra, deben consentirse ciertos tumultos a cargo de civiles armados para que se eliminen determinadas personalidades, se destruyan centros y organismos revolucionarios».

La «instrucción reservada número uno» del «Director». (Mola), enviada en abril de 1936, prevé

que «la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas».

Los militares profesionales no estarían tampoco seguros, según la instrucción número 1 del 20 de junio:

«Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes que aquel que no está con nosotros, está contra nosotros, y que como enemigo será tratado. Para los compañeros que no son compañeros, el movimiento triunfante será inexorable».

Estos documentos fueron publicados por el converso Joaquín Pérez Madrigal en el mismo año 1936, en Ávila, en su libro Augurios, estallidos y episodios de la guerra civil. De acuerdo con estas consignas, los militares que no se habían querido sumar a los sublevados fueron fusilados, tanto si se trataba de un teniente como de un general. «La represión en África fue dura y rápida», dice Ramón Salas Larrazábal en la Historia del Ejército Popular de la República.

El ejército de África era el único verdaderamente eficiente. Uno de los responsables de la conspiración militar en Barcelona escribía a un dirigente tradicionalista, que por lo visto le ponía demasiadas condiciones políticas:

«Recurrimos a ustedes porque contamos únicamente en los cuarteles con hombres uniformados, que no pueden llamarse soldados; de haberlos tenido, nos hubiéramos desenvuelto solos».

Los legionarios y los regulares no eran ni mucho menos uniformes vacíos, sino hombres valientes, entrenados y —al menos para el combate— disciplinados. Frente a ellos, los milicianos, aun siendo muy valientes y contando con algunos núcleos muy duchos en la lucha callejera y el atentado con pistola o bomba, no estaban en condiciones de ganar batallas campales, sobre todo porque no toleraron ser dirigidos por los muchos y buenos militares profesionales con que podían contar. De ahí que el ejército de África pudiera llegar en una impresionante galopada, y a pesar de sus efectivos relativamente reducidos, desde el estrecho a las puertas de Madrid. Pero aquellas pocas y eficientes unidades militares no podían desperdigarse dejando guarniciones en cada pueblo que tomaban. Como por otra parte sabían muy bien que los campesinos andaluces y extremeños les eran en su inmensa mayoría adversos, para no dejar enemigos en su retaguardia no les quedaba —fríamente hablando— más remedio que eliminarlos. No es por una especial convicción política ni por ejecución de un plan preconcebido del mando republicano que había tantos guerrilleros, sino porque el que tuvo tiempo huyó al monte. No todo es novela en Por quién doblan las campanas, de Hemingway. Queipo de Llano, en la primera de sus famosas charlas difundidas por toda España, advertía:

«Con harto sentimiento me doy cuenta de la estulticia de algunos obreros del Ayuntamiento y otros sitios que han abandonado el trabajo, merced a coacciones de los directivos; éstos “vivirán poco”, pues ya he dado órdenes de que se les detenga inmediatamente».

Queipo encargó al general Castejón, recién llegado de África con los primeros legionarios, la conquista de Triana, que al otro lado del Guadalquivir se le resistía. Al ocuparla encontraron cadáveres de personas de derechas a las que, tras matarlas, se las había expuesto en la calle con un cartel en el pecho que decía «por fascista». «Yo me limité —dice Castejón— a dejar sobre el cuerpo de cada asesinado el cadáver de un asesino, en forma de cruz». En la represión del barrio de la Macarena, en la misma Sevilla, tuvo Castejón las primeras bajas de la campaña: dos muertos y doce heridos. «Pero el escarmiento fue ejemplar. Cayó todo el comité revolucionario, con su cabecilla al frente». Ortiz de Villajos, que ha eternizado la Ruta liberadora de la columna Castejón, cuenta que en Morón de la Frontera el castigo fue «durísimo», y que al tomar Puente Genil «se castigó de firme».

El primer bando de Queipo, el 18 de julio, amenazó con pasar por las armas a «los directivos de los sindicatos cuyas organizaciones vayan a la huelga». Otro bando del 23 de julio decretó que

«en todo gremio que se produzca una huelga o abandono de servicio, que por su importancia pueda estimarse como tal, serán pasados por las armas inmediatamente todas las personas que compongan la directiva del gremio y, además, un número igual de individuos de éstos, discretamente escogidos».

Disponía asimismo que quienes desobedecieran a la autoridad o no acataran los bandos presentes o futuros «serán también fusilados sin formación de causa». Como réplica a los actos de crueldad que en los pueblos o en el campo se cometieran contra los de derechas, un bando de 24 de julio notifica que

«serán pasados por las armas, sin formación de causa, las directivas de las organizaciones marxistas o comunistas que en el pueblo existan y, caso de no darse con tales directivos, serán ejecutados un número igual de afiliados arbitrariamente elegidos».

El bando de 28 de julio hace saber que si en alguna casa se encuentran armas «serán inmediatamente fusilados el cabeza de familia o persona de mayor representación que ocupe el inmueble donde aquélla se encuentre». Según el bando del 30 de julio, militarizados los transportes, si los conductores cometen cualquier acto contra la buena marcha del servicio, como puede ser no haber inspeccionado el vehículo antes de emprender el viaje, o por la falta de puntualidad, «serán pasados por las armas».

De las matanzas de Badajoz se discuten el volumen y los detalles, pero las admiten sustancialmente La Cierva y Martínez Bande. Yagüe nunca las negó. Martínez Bande, del Servicio Histórico Militar, en su obra La invasión de Aragón y el desembarco en Mallorca (Madrid, 1970), reproduce el siguiente telegrama dirigido el 12 de agosto al comandante militar de Palma de Mallorca:

«A toda costa deberá defenderse Mallorca fusilando al que desfallezca. Salud Patria y existencia Isla lo exigen». En Mis almuerzos con gente importante cuenta Pemán que el general Cabanellas, cuando aún presidía la Junta de Defensa, le pidió que le redactara un decreto prohibiendo vestir de luto:

»Pensé unos instantes y silabeé:

»—Mi general…, creo que se ha matado y se está matando todavía por los nacionales demasiada gente.

»Cabanellas pensó casi un minuto, y me contestó gravemente:» (…) Era un veterano soldado, y un viejo liberal. Su conclusión al despedirme era cerradamente práctica:

»—Algún día nos daremos cuenta de que, como siempre ocurre en estos episodios exaltados, hay fusilamientos en los que el tiro sale por la culata».

De Yagüe cuenta su alférez capellán cuánto lamentaba las sentencias de muerte que se veía obligado a dictar, y cómo procuraba que las víctimas se confesaran. Eso sí: que se confesaran. Si en una zona hubo muchos mártires, en la otra hubo muchos confesores. En su carta colectiva de 1 de julio de 1937, los obispos tenían el gran consuelo de poder decir a todo el orbe católico que

«al morir, sancionados por la ley, nuestros comunistas se han reconciliado en su inmensa mayoría con el Dios de sus padres. En Mallorca han muerto impenitentes sólo un 2%; en las regiones del Sur no más de un 20%, y en las del Norte no llegan tal vez al 10%. Es una prueba del engaño de que ha sido víctima nuestro pueblo».

Pero, si estaban engañados, ¿por qué los fusilaban? Y si fusilaban a hombres engañados, ¿por qué publicaron los obispos un documento solemne en elogio de quienes tal hacían? Esta frase de la pastoral colectiva es, por su misma ingenuidad, escalofriante. Como lo es la que, poco después, en 1942, escribía el capellán de la cárcel Modelo de Barcelona:

«Sólo al condenado a muerte, en lo que humanamente cabe, le es posible saber la hora fijada en que ha de comparecer ante aquel juez cuyo juicio, supremo, decisivo e inapelable es lo único que pueda para toda una eternidad interesarle. “¿Cuándo moriré? ¡Oh, si lo supiera!”, repiten a diario las voces íntimas de millones y millones de conciencias. Pues bien: el único hombre que tiene la incomparable fortuna de poder contestar a esa pregunta es el condenado a muerte. “Moriré a las cinco de esta misma mañana”».

«¿Puede darse una gracia mayor para un alma que haya andado en su vida apartada de Dios?».

Por desgracia, esta mentalidad estaba muy difundida entre el clero español de entonces, hipersensible a sus propias heridas y sordo y ciego para las ajenas. No exageraba demasiado Irujo cuando, en carta al cardenal Nidal 1 Barraquer (23 mayo 1938), le decía:

«Tenga presente que en las dos zonas se han hecho mártires; que la sangre de los mártires, en religión como en política, es siempre fecunda; que la Iglesia, sea por lo que fuere, figurará como mártir en la zona republicana y formando en el piquete de ejecución en la zona franquista».

Entre las contadas protestas de eclesiásticos contra las ejecuciones sumarias, hay que destacar la de don Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona. Cuando llegaba a un pueblo el cadáver de un voluntario caído en el frente, no era raro que el entierro terminara en ejecución, casi diría linchamiento, de algún vecino fichado como desafecto al Movimiento. Así se entiende el discurso de monseñor Olaechea, el 15 de noviembre de 1936, en la imposición de insignias a unas señoras de Acción Católica:

«No puedo desperdiciar la ocasión que Dios me ofrece sin dirigiros la palabra. Palabra que puede ser histórica. Palabra que dejo como lema, como orden del día, a las cuatro Ramas de la Acción Católica, en los tiempos que atravesamos, y en los que atravesaremos después del triunfo. Es palabra que viene de la Cruz, cruz cuyo distintivo acabáis de recibir. Es palabra divina, dulce y consoladora de la suprema intercesión de Cristo muriente por todos sus verdugos: ¡Perdónalos, Padre, que no saben lo que hacen!

»¡Perdón, perdón! ¡Sacrosanta ley del perdón!

»¡No más sangre! ¡No más sangre! No más sangre que la que quiere el Señor que se vierta, intercesora, en los campos de batalla, para salvar a nuestra Patria gloriosa y desgarrada; sangre de redención que se junta, por la misericordia de Dios, a la sangre de Jesucristo, para sellar con sello de vida, pujante y vigorosa, a la nueva España, que nace de tantos dolores.

»No más sangre que la decretada por los Tribunales de Justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida, clara, sin dudas, que jamás será amarga fuente de remordimientos.

»Y… no otro género.

»¡Católicos y católicas de la gloriosa diócesis de Pamplona!

Vosotros y vosotras, en particular los llamados al apostolado como auxiliares de la jerarquía, socios queridos de la Acción Católica, practicad con todo el amor, predicad con toda la energía las palabras de Jesucristo en la Cruz, palabras que distinguen a los cristianos: «Perdónalos, Padre, que no saben lo que hacen». Nosotros no podemos ser como nuestros hermanos del otro bando; esos hermanos ciegos, envenenados, que odian, que no saben de perdón.

»No podemos ser como ellos: hemos abrazado una ley de perdón, y en ella nos apoyamos para que Dios nos perdone.

»!Católicos! Cuando llegue al pueblo el cadáver de un héroe muerto por defender a Dios y a la Patria en el frente de batalla, y lo lleven en hombros y llorando los mozos, sus compañeros de valentía, y una turba de deudos y amigos acompañe sollozando el féretro, y se sienta hervir la sangre de las venas y rugir la pasión en el pecho y descerraje los labios un grito de venganza…, entonces que haya un hombre, que haya una mujer que pague, sí, a la naturaleza su tributo de lágrimas (si no las puede sorber el corazón), pero que se llegue al ataúd, extienda sobre él los brazos y diga con toda su fuerza: “No, no; atrás, atrás; la sangre de mi hijo es sangre redentora; estoy oyendo su voz, como la de Jesucristo en la Cruz; acercaos y sentiréis que dice: ¡Perdón! ¡Que a nadie se le toque por mi hijo! ¡Que nadie sufra! ¡Que se perdone a todos! Si el alma bendita de mi mártir, que goza de Dios, se os hiciera visible, os desconocería. Si os dierais a la venganza y os pudiera maldecir, os maldeciríamos yo y mi hijo”.

»Yo estoy seguro de que así hablarán las conciencias cristianas de esta gran Navarra.

»Perdón y caridad, hijos míos.

»Yo veo levantarse en cada pueblo una montaña gigantesca de heroísmo, y un alma insondable de angustias y temores.

»De temores. Almas que vienen en tropel y temblorosas a la Iglesia en busca de bautismo y matrimonio, confesión y eucaristía. Vienen con sinceridad; pero no venían antes. Se han roto los eslabones de las cadenas que aprisionaban y corren al cálido consuelo de la fe. Pero traen el miedo, atravesado como una daga, en el alma. Y los hemos de ganar con la sinceridad de nuestra fe, con la sinceridad de nuestro cariño, con la justicia social y la caridad.

»Se allanarán las montañas y la sima, y por la ruta feliz de la paz marcharemos todos como hermanos, cantando la santidad de la Iglesia, en la prosperidad y grandeza de la Patria.

»Que mueran los odios.

»Ni una gota más de sangre de castigo». Mujeres católicas, interponed la delicadeza de vuestra mente, el fuego de vuestro generoso corazón, entre la justicia y los reos. Trabajad para que no haya una mano que haga saltar con injusticia, una gota de sangre.

»Ni una gota de sangre de venganza.

»Una gota de sangre mal vertida pesa como un mundo de plomo en la conciencia honrada: no da reposo en la vida y satura de pena y remordimiento en la muerte.

»Una gota de sangre ahorrada endulza toda la vida; y da la esperanza de toda una gloria. Lema y palabras de orden: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen”».

»Os habéis acercado trescientas a recibir la insignia de Acción Católica. Si cuento con trescientas propagadoras de esta palabra de orden, se terminaron los odios. Ya no habrá izquierdas y derechas; no habrá partidos: todos hermanos. El Evangelio es uno, y será uno hasta el fin de los siglos; y cumpliéndolo con sinceridad de vida, llegaremos a aquella que es vida verdadera, sin fin y sin dolores; y a aquella Patria que es verdadera Patria, sin disensiones ni partidos.

»Dios nos la dé a todos por su gran misericordia. Amén».

Este emocionante y valiente discurso —piénsese que hacía exactamente un mes que el vecino obispo de Vitoria, Mateo Múgica, había sido expulsado sin contemplaciones, a pesar de sus protestas de adhesión al Movimiento— merece ser analizado, no sólo por su protesta contra las formas más flagrantemente injustas de muerte, sino también por su lúcida visión de la situación pastoral creada en la zona nacional. A Olaechea no le engañaban los templos llenos: «Traen el miedo, atravesado como una daga, en el alma». En cambio, los obispos, en su carta colectiva —Gomà escribe y los demás firman, Olaechea también— se congratulan de que hasta los comunistas condenados a muerte reciben los sacramentos. «Mientras en la España marxista se vive sin Dios —escriben— en las regiones indemnes o reconquistadas se celebra el culto divino y pululan y florecen nuevas manifestaciones de la vida cristiana». Para el obispo de Pamplona, la afluencia a los sacramentos y a los actos de piedad no es una ganga que invite a la comodidad, sino un drama, fuente de exigencias pastorales: amor, justicia social, reconciliación.

Menos significativo, pero también interesante, es el testimonio del padre Getino, dominico de gran categoría intelectual, teólogo e historiador, amigo de Unamuno. De las largas conversaciones con él concibió su teoría —que por cierto el Santo Oficio condenaría— de la «mitigación de las penas del infierno», esto es, que no serían eternas, sino que irían disminuyendo hasta desaparecer. Desde Roma, donde el Movimiento le cogió, y al regresar a España, se puso con todo su prestigio al servicio de la causa nacional. Con todo, decía en una conferencia por radio, publicada luego en La Ciencia Tomista (1937):

«No podemos negar que en la guerra es imposible evitar ciertos excesos, mientras no se organicen los tribunales. Los paseos que se daban en los primeros tiempos de la guerra, seguidos de ejecuciones sin proceso formal, se realizaban por crímenes verdaderos o supuestos, no por cuestión de ideas solamente, ni por represalias, ni como camino para el expolio, como en la acera opuesta. Aun siendo así, eran más bien tolerados que reprochados, y fueron finalmente prohibidos los trágicos paseos (…). Es menester que los extranjeros no nos puedan echar en cara que fusilamos a nadie sin procesos (…). Los tribunales mismos tienen que pensar más en las penas intermedias que en las de muerte, recogiendo en sus fallos esa enorme gama de castigos que median entre absolver a uno y fusilarle».

El jesuita Fernando Huidobro, capellán de la Legión y entusiasta a más no poder de la causa nacional, se creyó en el deber de redactar dos escritos, dirigido el primero a las autoridades militares y el segundo al Cuerpo Jurídico Militar, titulados Normas sobre la aplicación de la pena de muerte en las actuales circunstancias. Normas de conciencia. Se proponía el primero «formar la conciencia de los jefes y oficiales del Ejército, y evitar que en el uso de facultades extraordinarias de justicia, que ahora por fuerza de las circunstancias tienen que desempeñar, haya excesos que manchen el honor de nuestras armas». Por lo que reprueba, se puede saber lo que ocurría:

«Toda condenación en globo, sin discernir si hay inocentes o no en el montón de prisioneros, es hacer asesinatos, no actos de justicia (…). El rematar al que arroja las armas o se rinde, es siempre un acto criminal (…). Los excesos que personas subalternas hayan podido ejecutar, están en contradicción manifiesta con las decisiones del Alto Mando, que ha declarado muchas veces querer el castigo de los dirigentes, y reservar a las masas seducidas para un juicio posterior, en que habrá lugar a gracia».

En el segundo escrito, dirigido al Cuerpo Jurídico Militar, dictaminaba así:

«Se puede afirmar que los asesinos de mujeres, sacerdotes y otras personas inocuas; los autores de esos crímenes repugnantes que marcan un grado infrahumano de perversión de la naturaleza, con casos de un sadismo asqueroso; los que han incurrido en delitos que todo código sanciona con penas gravísimas, pueden merecer la pena de muerte. Y si no son locos o idiotas, se presume que la merecen. Lo mismo se puede decir de los guías y promotores conscientes de un movimiento como el comunista, que lleva en sí tales horrores; los que desde el periódico, el libro o el folleto han excitado a las masas (…). En cambio, hay que proceder con suma lentitud cuando se trata de las masas engañadas (…). No se incurre en la responsabilidad necesaria para merecer la pena de muerte por el mero hecho de estar afiliado a la CNT o a la UGT; ni aun por tomar un fusil por defender ideales, equivocados, pero sinceramente tenidos por lo mejor para la sociedad».

El padre Huidobro logró —tras vencer muchos obstáculos— hacer llegar sus Normas al mismísimo general Franco, con un escrito exponiendo los excesos que se cometían, escrito que el biógrafo del padre Huidobro no ha juzgado prudente reproducir. El teniente coronel Carlos Díaz Varela, ayudante de Franco, le contestó que al saber éste lo que pasaba, «se indignó» y «lamentó que no le avisasen a él en seguida estas cosas». «Son muy lamentables esas extralimitaciones de algunos locos, que sólo sirven para desprestigiar la causa y ofender seriamente a Dios», decía Díaz Varela.

En la zona nacional el mando tuvo desde el primer momento firmemente las riendas del poder para hacer o dejar hacer, mandar o prohibir lo que quisiera. Cuando la Santa Sede y el cardenal Gomà protestaron por los fusilamientos de sacerdotes vascos (octubre de 1936), Franco le contestó: «Tenga Su Eminencia la seguridad de que esto queda cortado inmediatamente», y quedó cortado. En la zona republicana, y muy especialmente en Cataluña, el 19 de julio provocó un vacío de poder que duró prácticamente hasta mayo del 37. Entretanto, las autoridades legales hacían lo que podían para arrebatar al poder de la calle sus víctimas. El falangista catalán Fontana confiesa que nunca ha entendido la relativa facilidad con que a principios de 1937 la gente perseguida podía embarcarse para el extranjero; llega a pensar que fue una táctica roja para deshacerse de enemigos interiores o descuido; «todo —dice— menos sentimientos humanitarios». Para interpretar aquellos primeros meses habría que empezar por admitir lo que Fontana quiere negar: sentimientos humanitarios y de horror ante los crímenes cometidos. La Generalitat no había armado a los anarquistas. Incluso el 18 de julio, cuando los africanos ya se habían levantado, fuerzas de orden público de la Generalitat quitaron por la fuerza a los sindicalistas las armas que éstos habían arrebatado a los buques anclados en el puerto de Barcelona. El mismo día 19, a las 3 de la madrugada, horas antes de iniciarse el Alzamiento en la capital catalana, García Oliver y Abad de Santillán acudieron a la Comisaría de Orden Público para pedir los fusiles de los guardias de asalto y demás tropas a las órdenes de la Generalitat, asegurando que ellos, los sindicalistas, sabrían manejarlas mejor y sin riesgo de traición para el Gobierno; el comisario, Federico Escofet, respondió que tenía plena confianza en sus guardias, y les negó los fusiles. Los sindicalistas se armaron con lo que fueron tomando a los militares sublevados que morían o se rendían, y sobre todo apoderándose del armamento de la Maestranza. Cabe discutir si hubo negligencia, de parte de Companys y de sus colaboradores, cuando la ocupación de los cuarteles y depósitos de armamento el mismo 19 de julio, y si no pudo o no quiso desarmar y reducir al pueblo que había luchado a su lado contra los sublevados, con gran heroísmo y numerosas bajas. Cuando el 20 empezaron los asesinatos, Companys ya no podía detener la revolución libertaria. Llamó a los dirigentes sindicalistas a la Generalitat y llegó con ellos a aquella fórmula de compromiso que fue el Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña. En los meses siguientes, trabajosamente, fue recuperando palmo a palmo el poder, hasta la crisis de mayo del 37, en que los anarquistas y el POUM fueron vencidos. Pero quien ganó entonces la batalla no fue la Generalitat de Companys, sino la República de Negrín.

En los primeros meses de la guerra, el Comité de Milicias— o sea en la práctica la CNT y la FAI— mandaban en la calle con sus patrullas de control y guardaban las fronteras. La Generalitat ofrece el ejemplo insólito de un gobierno que falsifica pasaportes y organiza viajes de barcos enteros para que sus enemigos políticos —clero y personalidades burguesas— puedan evadirse de los anarquistas. De la zona nacional, por cierto, no salió ningún barco. Muchos buscaban llegar hasta las cárceles dependientes de la Generalitat, porque en los primeros meses eran lo más seguro de Cataluña; más tarde, pasado mayo del 37, gestionarían su excarcelación y la salida al extranjero.

Diversas autoridades condenaron públicamente los excesos. Ventura Gassol, miembro del Gobierno de la Generalitat, decía por la radio el 29 de julio: «Evitemos estos hechos de pillaje y de instintos de venganza, que manchan el honor de Cataluña y no pueden dar ningún fruto positivo».

De la misma CNT salieron voces de protesta. Digamos, de paso, que aunque destacados líderes anarcosindicalistas se glorificaron entonces y más tarde del exterminio de la Iglesia y de la burguesía, no hay que cargarles a ellos toda la responsabilidad de lo ocurrido; además de los delincuentes comunes, y de los que aprovechaban el río revuelto para liquidar cuentas personales o laborales pendientes, no faltó gente de otros partidos, sin excluir algún grupo nacionalista catalán, que también se manchó las manos de sangre. Entre los cenetistas que reaccionaron contra los sucesos hay que destacar a Joan Peiró, que desde el primer momento, especialmente en su ciudad de Mataró, salvó vidas, edificios religiosos e imágenes, desafiando con su presencia, su palabra y sus escritos, y con no poco riesgo de su vida, a sus propios compañeros armados. Pertenecía al sector «trentista» de la CNT, enemigo de los métodos terroristas de la FAI. Peiró era obrero del vidrio, cuando había que trabajarlo soplando y, a falta de máscaras protectoras, era profesión insana. Con unos compañeros fundó una cooperativa de producción, que pronto prosperó, porque era gente laboriosa y que conocía bien su oficio. Llegó un momento en que había que ampliar la fábrica; alguno de los compañeros lamentaba que entraran nuevos colaboradores que se beneficiarían del negocio próspero sin haber sufrido con ellos los comienzos difíciles, y proponía que se les admitiera sólo a sueldo. Peiró se opuso enérgicamente, diciendo que eso sería convertirse ellos en burgueses explotadores y claudicar de todo aquello por lo que habían luchado. Fue ministro de Industria en el segundo Gobierno de Largo Caballero (noviembre del 36 a mayo del 37). En los sucesos de mayo del 37 hizo todo lo que pudo por detener aquella lucha absurda. Habiendo cesado en su cargo de ministro, sus compañeros de la cooperativa vidriera de Mataró le vieron llegar, el día siguiente mismo por la mañana, calzando alpargatas, para volver al trabajo como si nada hubiera ocurrido. Exilado en Francia en 1939, fue entregado por los nazis a Franco en 1942 y, tras un proceso sumarísimo, fusilado en Valencia, a pesar de las súplicas de muchas personas de derechas que le debían la vida, y también de algunos falangistas, como Luys Santamarina, que ya desde antes de la guerra apreciaban su lucha sindicalista. Pero más dolorosa que su injustificable ejecución es la sentencia histórica que sobre él ha pronunciado Antonio Montero en su Historia de la persecución religiosa en España, donde, como ejemplo de los «gritos de victoria» de los asesinos, cita palabras de Peiró, como si fuera uno de ellos, separadas de su contexto; en realidad son todo lo contrario: condenación de las barbaridades realizadas y severas amenazas contra los que, en vez de ir al frente, donde faltan armas y municiones, deshonran y comprometen cobardemente en la retaguardia la causa de la revolución.

Sobre el anarquista Melchor Rodríguez, todo elogio quedará corto. Sus enérgicas intervenciones desde el primer momento, en Madrid, para evitar desmanes, su humanitaria labor como director general de Prisiones de la República, oponiéndose a las «sacas» mortales, su respeto por las creencias religiosas de los demás y su sentido del deber al permanecer en Madrid hasta el fin, para hacer entrega del Ayuntamiento a los ocupantes, han suscitado abundante literatura, que nos excusa de dedicarle aquí mayor espacio. Basta decir que es una de las muy contadas personalidades ante las que tirios y troyanos se descubren con respeto, lo que no quita que fuera a parar a la cárcel.

Ventura Gassol, hombre de profundos sentimientos religiosos y humanitarios, consejero de Cultura de la Generalitat, salvó la vida y ayudó a salir a centenares de sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares de cualquier color político cuya vida peligrara. El mecenas catalán Rafael Patxot, hombre adinerado y notoriamente derechista, cuenta en sus memorias que Gassol le salvó y acompañó personalmente hasta dejarlo embarcado en un buque francés, a pesar de que, no mucho antes, en un acto cultural, había pronunciado Patxot, en presencia de Gassol, duras palabras contra la Generalitat. Por éste y muchos otros casos, las palabras de Gomà a Pacelli según las que la Generalitat había salvado a sacerdotes, pero con fines políticos y escogiendo a los que más o menos simpatizaban con ella (carta de 15 de diciembre de 1936), son injustas y calumniosas. Ya vimos cómo Gassol intervino también personalmente en el rescate y la evacuación del cardenal Vidal i Barraquer. Éste, a su vez, logró la intervención de la Santa Sede a fin de que, al ocupar los alemanes Francia, no fuera entregado al Gobierno español. Lástima que no pudiera hacer lo mismo con Companys, Peiró y Zugazagoitia. La víspera de su fallecimiento, ocurrido el 13 de setiembre de 1943, tuvo Vidal i Barraquer la alegría de recibir, en su residencia ocasional de Friburgo, la visita de Ventura Gassol, a quien no había visto desde los días trágicos de julio del 36. Cuentan los asistentes a los funerales del cardenal que Gassol participó activamente en la celebración litúrgica cantando las melodías gregorianas, que conocía y apreciaba.

Citemos también a Josep Moix, del PSUC, por su labor humanitaria al frente del Ayuntamiento de Sabadell. Cosa insólita: al morir, en 1974, en el exilio, el Ayuntamiento de Sabadell, en sesión oficial, hizo de él memoria agradecida.

Seguramente hubo también en la zona nacional personas que trataban de ahorrar víctimas. Del marqués de Lozoya cuenta Dionisio Ridruejo que respondía generosamente de la adhesión al Movimiento de quienquiera que se lo pidiera, hasta el extremo de que al preguntar alguien si cierto sumario estaba ya listo para pasar a consejo, contestó el juez instructor: «No, falta todavía el aval del marqués de Lozoya». Pero la zona nacional ofrece un aspecto, en este punto, más monolítico que la republicana. ¿Menos sensibilidad? ¿Más miedo? Es un hecho indiscutible que la crítica pública de la política oficial se daba más fácilmente entre los republicanos que entre los nacionales. Sea por lo que fuere, uno se queda con la vaga impresión de que hubo bastante más gente del frente popular empeñados en salvar curas que curas empeñados en salvar gente del frente popular. Las buenas personas de la zona nacional —y entre ellas se supone que ha de estar el clero— parecen considerar correcto, al menos en términos generales, lo que están haciendo las autoridades. Así, la carta colectiva del episcopado, respondiendo a la acusación de una revista católica extranjera probablemente Sept o La vie intellectuelle— sobre el terror blanco, dice:

«El respetable articulista está malísimamente informado. Tiene toda guerra sus excesos; los habrá tenido, sin duda, el movimiento nacional; nadie se defiende con total serenidad de las locas arremetidas de un enemigo sin entrañas. Reprobando en nombre de la justicia y de la caridad cristiana todo exceso que se hubiese cometido, por error o por gente subalterna, y que metódicamente ha abultado la información extranjera; decimos que el juicio que rectificamos no responde a la verdad, y afirmamos que va una distancia enorme, infranqueable, entre los principios de justicia, de su administración y de la forma de aplicarla entre una y otra parte».

El obispo Múgica, escribiendo en junio de 1937 a la Santa Sede sobre por qué no había querido sumarse a la carta colectiva, citaba precisamente este párrafo y lo rechazaba:

«Según el episcopado español, en la España de Franco la justicia es bien administrada, y esto no es verdad. Yo tengo nutridísimas listas de cristianos fervorosos y de sacerdotes ejemplares asesinados impunemente sin juicio y sin formalidad jurídica».

En la España de la Cruzada, la vida de un hombre podía depender del aval de un sacerdote. Que éstos en más de un caso lo concedían generosamente, se desprende de la consigna del arzobispo de Santiago a sus sacerdotes, en los primeros meses de la guerra:

«Se han acercado a esta Curia eclesiástica varias personas escandalizadas de la facilidad con que algunos párrocos extienden certificados de catolicismo y religión a favor de funcionarios que estuvieron afiliados al comunismo u otras entidades marxistas (…). Absténganse, pues, los párrocos de dar certificados de buena conducta religiosa a los afiliados a sociedades marxistas por el tiempo que estuvieron afiliados o en concomitancia con tales sociedades que son anticristianas; y aun de los demás, tampoco expidan certificados si éstos han de surtir efectos ante las autoridades civiles o militares, esperando ellos, los párrocos, que las mismas autoridades se los pidan, de palabra o por escrito; y entonces certificarán en conciencia, sin miramiento alguno, sin atender a consideraciones humanas de ninguna clase».

Josep Massot, a quien debemos el conocimiento del anterior documento episcopal, en su libro Església i societat a la Mallorca del segle XX (que las Ediciones Curial, de Barcelona, tiene actualmente en prensa), dará a conocer muchos datos inéditos sobre la actuación del obispo Miralles y de su clero en Mallorca. El retrato que del doctor Miralles nos ha dejado Bernanos se revela exagerado e injusto. Cierto que hizo suyas las normas del arzobispo de Santiago restringiendo los certificados de buena conducta, pero en muchos otros aspectos se mostró independiente y valiente ante las autoridades civiles y las militares. Prohibió a los sacerdotes denunciar faltas o abusos ante las autoridades; defendió el uso del catalán en la catequesis; ante el rumor de que la Acción Católica sería absorbida por Falange, se anticipó a manifestar públicamente su oposición; publicó en el Boletín Oficial del Obispado la encíclica de Pío XI contra el nazismo, y en una asamblea sacerdotal tenida en el santuario de Lluc, en mayo de 1938, la hizo comentar; también en 1938 defendió al Sacerdote Bartomeu Oliver, de Sencelles, que en un sermón había dicho que no se debía matar a los comunistas por el mero hecho de serlo, porque también eran hermanos nuestros.

No es probable que lleguen a ponerse alguna vez de acuerdo los historiadores, los políticos y los moralistas al barajar cifras, comparar zonas, subrayar circunstancias y enjuiciar responsabilidades de la doble represión, pero a todos hace callar el poeta Miguel Hernández cuando en su poema El herido nos hace sentir a todos, de alguna manera, víctimas y a la vez culpables:

«Decid quién no fue herido».