3. Los halcones y las palomas: intentos de mediación.

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LOS HALCONES Y LAS PALOMAS: INTENTOS DE MEDIACIÓN.

El 6 de noviembre de 1934, cuando en un momento de tumulto en las Cortes su presidente trataba de restablecer la calma, José Antonio Primo de Rivera le gritó: «¡Lo que tiene que hacer el señor presidente es dejar que nos peguemos alguna vez!».

Y los españoles se pegaron y se mataron durante mil días. Encarnizadamente. En el frente y en las retaguardias.

Uno esperaría que el papel de la Iglesia hubiera sido pacificador, pero en honor de la verdad hemos tenido que decir, en el capítulo anterior, que la Iglesia española, o al menos sus personalidades más representativas, no sólo no intentó detener la guerra, sino que se adhirió casi en bloque desde el comienzo a uno de los bandos, el que al fin resultó vencedor. No encendió el fuego, pero sopló a todo pulmón sobre él dándole el título de Cruzada.

No faltaron algunos católicos —seglares y también sacerdotes— que se identificaron totalmente con el bando republicano y se prestaron a colaborar en su propaganda. Pero no pasaron de ser personalidades aisladas, desconectadas de la institución eclesial: Joan Vilar Costa, Leocadio Lobo, José Manuel Gallegos Rocafull, José María de Semprún Gurrea, José Bergamín, Ángel Ossorio y Gallardo… Algo diremos de ellos en el capítulo quinto. Pero lo que sobre todo vamos a ver en éste son los esfuerzos de un pequeño grupo de católicos que, sin apartarse de la comunión y plena obediencia a la Iglesia jerárquica, por más que ésta no se acabara de fiar de ellos, trabajaron para poner fin a la guerra civil mediante una paz negociada. Que fueran pocos y que fracasaran no es a nuestro entender demérito para ellos, sino para otros.

La acción de estos cristianos nos exige investigar la repercusión de la guerra civil española en el campo del catolicismo internacional.

La guerra de España vista desde fuera

La opinión francesa siguió apasionadamente la guerra civil española. Durante los años tensos del Front Populaire, estar a favor o contra Franco era «una línea divisoria entre la derecha y la izquierda». (Maurice Duverger). Después de la guerra mundial, con aquel afán de encontrar culpables que entonces imperaba en Francia, escribía Jean Cassou:

«España es para nosotros capital, porque sobrepasa y abraza la tragedia de nuestro país. Es en España donde empezó nuestra tragedia, y es en España donde terminará. Es en el frente de Madrid donde nuestro enemigo, el enemigo, empezó a apuntar contra Francia y a alcanzarla, y es con motivo de la guerra de España que estallaron nuestras más violentas rupturas civiles».

Y, desde las derechas francesas, Henri Massis evocaba en 1961 la guerra de España como «una guerra religiosa que no tenía que acabar nunca (…), una guerra de religión, reedición de la que los girondinos desencadenaron el 20 de agosto de 1792 y que iba a durar veintitrés años para acabar con los desastres de Waterloo y de Trafalgar. [Y, en esta guerra, España tuvo] el honor del primer peligro y de la primera victoria».

¿Cuál sería la actitud de los católicos franceses? Las noticias que les llegaban sobre sacerdotes asesinados e iglesias quemadas no les podían dejar indiferentes. Uno de los mejores especialistas en historia contemporánea de la Iglesia en Francia, René Rémond, afirma que «de momento, todos los católicos reaccionaron como hombres de derechas». Un mes después de la liberación del Alcázar de Toledo, Henri Massis y Robert Brasillach escribían: «Nosotros, hombres de Occidente, también tenemos nuestros marinos de Kronstadt: son los héroes del Alcázar». Parecía imposible que pudiera haber católicos que anduvieran del brazo de los «rojos». Desconcertaba el caso de los vascos, «abominablemente aliados con la gente del Frente Popular en una paradójica y vergonzosa alianza», como escribía el vasco-francés católico Gaëtan Bernoville, que exclamaba: «¡Espantoso conflicto, en el que mi sangre misma se encuentra dividida!». Paul Claudel dedica versos a los mártires españoles, y él y muchos otros aplaudirán más tarde la carta colectiva de los obispos españoles. Incluso Bernanos se pronunció al principio en el mismo sentido. Algunos formulan reservas, pero, globalmente, los católicos franceses simpatizan con la Cruzada: «Tal vez hubiera sido mejor para España que el alzamiento militar no hubiera estallado; ahora bien, en el punto en que nos encontramos, pensamos que no hay más alternativa que su triunfo o el caos sangriento», opinaba un teólogo escondido bajo el seudónimo de «Criticus».

Pero incluso desde esta simpatía, los más objetivos lamentan las noticias que van llegando de los excesos que también en la zona nacional se cometen: «Ya que sopla un viento de cruzada, que sea una cruzada de caridad», pide «Christianus». «Es entonces —observa Maurice Duverger— cuando vemos a una cierta izquierda cristiana tomar conciencia de sí misma». La guerra de España actúa como un catalizador que hace reaccionar de la misma manera a todos los que, directa o indirectamente, habían quedado marcados por Marc Sangnier y el movimiento del Sillon. En esta polémica se forjó todo un equipo de religiosos dominicos y de laicos, con diversas revistas, entre las que destacaba el semanario Sept. El núcleo básico era el grupo de las Éditions du Cerf, instalado en una casa del bulevar Latour-Maubourg, y cuyas personalidades más destacadas fueron por aquel entonces los padres Bernadot y Boisselot. Contra ellos polemizaron apasionadamente los dominicos españoles. Guillermo Rovirosa, el fundador de las HOAC, muy amigo del grupo de Latour-Maubourg, decía medio en broma medio en serio que los dominicos de París no habían sido fundados por santo Domingo, sino por el padre Lacordaire, y que por esto eran tan diferentes de los españoles, e incluso de los demás dominicos franceses. Y sin embargo, las Éditions du Cerf habían nacido en forma insuperablemente piadosa: el padre Bernadot escribió un librito de espiritualidad, titulado De l’Eucharistie à la Trinité que, editado a expensas de un amigo, tuvo tal éxito que sirvió para lanzar la empresa editorial que él soñaba. Empezaron con La Vie spirituelle, siguió La Vie Intellectuelle, luego Les Cahiers de la Vierge y, por fin, el semanario, Sept.

En Sept precisamente, ya el 21 de agosto, salieron las primeras palabras serenas: «No es evidentemente imposible desear la victoria del materialismo desatado. ¿Pero significa esto que debemos estar de corazón con los que llaman rebeldes?». Y, citando un periódico belga, añadían: «Llevado al extremo, el caso español es exactamente la imagen de lo que espera a los países lo bastante imprudentes para oponer a la amenaza comunista un frente de derechas dispuesto a recurrir a la dictadura (…). El único remedio a la tentación fácil del comunismo es la erección, por una labor colectiva y decidida, de la doctrina social cristiana». En el mismo número se reproducía el artículo que el 18 de agosto había publicado en Le Figaro François Mauriac, denunciando las matanzas de Badajoz:

«Las matanzas y los sacrilegios de Barcelona dictaban a los vencedores de Badajoz su conducta. Invocan “la religión tradicional de España”. Han celebrado en Sevilla el día de la Asunción, la humilde Reina del cielo y de la tierra, la Madre de los hombres. La que lanzó aquel grito que la humanidad jamás olvidará: “Deposuit potentes de sede, et exaltavit humiles…”. No hubieran debido, en este día de su fiesta, derramar una gota de sangre más de la que exigía la ley atroz de la guerra».

En el número del 4 de setiembre se decía: «En España la lucha continúa, horrible… El encarnizamiento de los combatientes aumenta con el tiempo, atizado por falsas noticias y consignas sanguinarias. “Que no haya cuartel”, tal es la consigna general, no sólo de los que combaten a la Iglesia de Cristo, sino también, por desgracia, de quienes pretenden servirla y defenderla». Y se transcribía del Catholic Herald de Londres el llamamiento a la mediación lanzado por un antiguo jefe del partido laborista, Georges Landsburry: «Yo digo y repito que el deber de todas las naciones que pretenden ser cristianas está claro: han de intervenir de común acuerdo y cooperar de manera pacífica a fin de poner término a los terribles acontecimientos de España». El 4 de setiembre, en L’Aube, el sacerdote Luigi Sturzo, fundador de la democracia cristiana italiana y huido del fascismo, criticó asimismo la Cruzada con su articulo Politique d’abord? Non!! Morale d’abord!

De la teología de la guerra a la guerra de teólogos

Alfredo Mendizábal, catedrático de derecho natural y de filosofía del derecho de la Universidad de Oviedo —a quien cupo el honor de haber sido desposeído de su cátedra por los nacionales y por los republicanos— se hallaba exiliado en Francia y entró en contacto con los dominicos de Latour-Maubourg. Suyo es sin duda el artículo La voix d’un espagnol, publicado anónimo en Sept el 21 de agosto, pero que la revista atribuye a «uno de los más eminentes profesores católicos de la Universidad de España», el cual denunciaba «la locura colectiva de esta guerra civil, en la que la estupidez sólo es igualada por la crueldad». Afirmaba que a muchos españoles, incluso simpatizantes con una de las dos tendencias enfrentadas, «les es moralmente imposible alinearse en uno de los dos ejércitos homicidas y tomar parte activa en esta lucha fratricida». Además de las dos Españas que luchan «no olvidemos a esta otra España que ha conservado su tradicional buen sentido y la fidelidad a la ley moral, respetuosa de la vida humana y de los valores inherentes a la persona». Asegura que en España hay millones de hombres de paz, y sólo unos miles de hombres que quieren la guerra. Critica los excesos de unos y otros, tanto la anarquía de la República como el alzamiento de los militares, y termina:

«Los católicos españoles, ¿están, pues, contra todos? Sí. Contra la bolchevización de la República y contra la fascistización del Estado. Contra la tiranía de los puños alzados y contra la de los brazos tendidos. Contra el Estado de clase y contra el Estado de casta. Contra la militarización de la sociedad y contra la opresión de los regímenes totalitarios. A favor del respeto de la persona humana y de los valores del espíritu y a favor de los derechos del hombre en la ciudad. Por la justicia y por el amor, por la reconciliación de los hermanos, así como por la mutua tolerancia en las disputas, que han de resolverse civilmente y no criminalmente».

A finales de 1937, Mendizábal publicó un libro, Aux origines d’une tragédie. La politique espagnole de 1923 à 1936 (traducido en Inglaterra, Estados Unidos y Suecia), muy importante para conocer los antecedentes de la guerra civil. Pero la razón principal de su difusión es el prefacio que le antepuso Jacques Maritain, con el subtítulo de «Considérations françaises sur les choses d’Espagne». Es, en realidad, un opúsculo de unas cincuenta páginas, que Maritain había publicado ya un mes antes como articulo en La Nouvelle Revue Française, y que luego fue objeto de numerosas traducciones y ediciones separadas.

El interés de Maritain por las cosas de España no empieza con la guerra. La más importante tal vez de todas sus obras, El humanismo integral, nació como un curso dado en la Universidad de verano de Santander (Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad, Madrid, 1935). La clave de esta obra es la noción aristotélico-tomista de analogía, que Maritain aplica a la realización temporal del cristianismo: ante la evidente necesidad de salir de esquemas medievales, propugna una nueva cristiandad que no será unívoca —totalmente idéntica— ni equívoca —totalmente distinta— con respecto a la medieval, si no análoga. En el contexto del catolicismo político de entonces, esto equivalía a romper con el integrismo y con la llamada «tesis católica», y conllevaba una poderosa energía de cambio. En este libro se propone repetidamente, como ejemplo de lo que la nueva cristiandad no ha de volver a ser, el modelo de la España tradicional. La carga de ruptura que implicaba la noción escolástica de analogía aplicada a la teología política la captó muy bien fray Ignacio González Menéndez-Reigada (hermano del obispo de Córdoba, fray Albino), cuando escribía en la revista de los dominicos de Salamanca, La Ciencia Tomista:

«¿Cómo? ¿Una cristiandad nueva? Ya apareció aquello. Es lo que han pretendido los herejes de todos los tiempos. Un Cristo que haga pacto con Belial, para no ser conducido al calvario (…). Es decir: la prostitución de esa cristiandad histórica, que se siente ya caduca, al monstruo materialista, para producir el engendro de esa nueva cristiandad. Y tendremos una cristiandad sin Cristo, como el que se ha dicho monárquico sin rey; o, de otro modo, tendremos un Cristo, no en la Cruz, sino adornado con la hoz y el martillo, o con el triángulo y el mandil (…). La cristiandad, señor Maritain, es una misma en todos los tiempos y una será hasta la consumación de los siglos (…). No puedo dudar de la ortodoxia del señor Maritain ni puedo pensar que él se proponga transformar la cristiandad, herejía tantas veces condenada, como lo fue el Modernismo, que eso pretendía (…). Mas conviene tener presente este detalle, al juzgar del mérito de todo el artículo, que parece haber sido escrito en un ataque de sonambulismo».

En su prefacio a Mendizábal, Maritain, después de recordar los principios de una política cristiana tal como ya los había expuesto en El humanismo integral, emprende la delicada tarea de juzgar, como moralista cristiano, la guerra civil española. Sin pretender examinar si, en julio de 1936, «era conforme a las reglas de la legitimidad prescritas por la teología moral (y que exigen en todo caso la seguridad bien fundada de no causar males mayores) el desencadenamiento de una insurrección militar que iba a producir en pocos meses de guerra fratricida más ruinas, abominaciones y pérdidas de vidas humanas que decenas de años de lucha cívica, aunque ésta se prosiguiera en las peores condiciones», y sin verificar si las autoridades gubernamentales se habían mantenido dentro de los limites de la legítima defensa, o si jugaba «el principio pagano de la legítima defensa», considera el hecho de la guerra civil en sí misma y afirma que «la guerra civil no es ninguna solución, si no es a la manera de los males supremos». Trata después el caso de la opción de los católicos vascos por la República y, finalmente, pasa a la cuestión teológicamente más discutida, la de la «guerra santa»:

«Esta noción de guerra santa tiene que ser examinada. Que la guerra civil —guerra social, guerra política, guerra de clases, guerra de intereses internacionales y de intervenciones internacionales— ha tomado, además, en España otro carácter, el de una guerra de religión, es un hecho que se explica por circunstancias históricas pasadas y presentes infinitamente deplorables; es de una naturaleza que tiende a agravar la guerra, pero no basta para transformar la guerra, es decir —pues es muy importante hablar aquí con rigor en los términos—, en una guerra elevada ella misma al orden de lo sagrado, y consagrado por Dios».

«En unas formas de civilización sacrales, como la civilización de los antiguos hebreos o la civilización islámica, o la civilización cristiana de la Edad Media, la noción de guerra santa, a pesar de ser difícilmente explicable, podía con todo tener algún sentido (…). Pero en formas de civilización como las nuestras, en las que (como se desprende de las enseñanzas de León XIII en esta materia) las cosas temporales están más perfectamente diferenciadas de las espirituales y, habiendo llegado a ser autónomas, ya no tienen una función instrumental con respecto a lo sagrado, en estas civilizaciones de tipo profano, la noción de guerra santa pierde toda significación (…).Que invoquen, pues, si la creen justa, la justicia de la guerra que hacen, pero ¡que no invoquen su santidad! Que maten, si creen que han de matar, en nombre del orden social o de la nación; es ya bastante horrible; que no maten en nombre de Cristo Rey, que no es un caudillo guerrero, sino un Rey de gracia y de caridad, muerto por todos los hombres, y cuyo reino no es de este mundo».

Maritain pasa después a algunas cuestiones concretas, pero los párrafos transcritos son los más importantes doctrinalmente. Había podido leer Maritain, cuando escribía estas líneas, el articulo de fray Ignacio González Menéndez-Reigada titulado La guerra española ante la moral y el derecho, aparecido primero en dos cuadernos consecutivos de la revista de los dominicos de Salamanca La Ciencia Tomista (1937) y luego tirado aparte en numerosas ediciones y traducciones. Afirmaba Menéndez-Reigada que «la guerra nacional española es guerra santa, y la más santa que registra la historia», porque en las anteriores guerras santas se trataba de cuestiones de poca monta contra unos adversarios que al menos adoraban a Dios, mientras la presente guerra es contra los «sin Dios», que han declarado la guerra al mismo Dios, y la cuestión que en ella se debate es de una importancia ilimitada. Maritain le contesta que «está permitido dudar de que la providencia no tenga otro medio de salvar las bases primordiales de la vida humana que el triunfo militar de los nacionalistas españoles y de sus aliados».

No era Maritain el único católico que desde fuera de España criticaba la Cruzada, pero era seguramente el más conocido, y él fue quien polarizó tanto las adhesiones como los ataques. El propio Menéndez-Reigada reconocía que la opinión de Maritain producía un fuerte impacto:

«No se trata de un apóstata [como cierto sacerdote que desde la radio de Madrid había impugnado la tesis de Menéndez-Reigada sobre la guerra santa], sino de un católico, al parecer sincero, de indiscutible mérito intelectual, que ha prestado buenos servicios a la ciencia católica y merece, por lo tanto, todo nuestro respeto y consideración (…). El error de Maritain en el caso presente no disminuye en nada sus méritos anteriores, porque procede más bien de un defecto de visualidad o perspectiva. Él ha visto asomar por algún sitio el peligro de un estatismo totalitario en el sentido hegeliano y panteísta, el peligro de una divinización del Estado y, sin más, ha creído que ese peligro se forjaba en España por parte de los nacionales (…). Pues bien, yo afirmo de nuevo que la guerra nacional española es guerra santa, en el sentido propio y propísimo de la palabra, según la filosofía, la teología y la historia».

La carta colectiva de los obispos (1 julio 1937).

El prefacio de Maritain al libro de Mendizábal lleva curiosamente la misma fecha que la carta colectiva de los obispos españoles: 1 de julio de 1937. Maritain aún la pudo leer a tiempo, antes de dar el visto bueno para la imprenta, para añadir una postdata en la que respetuosa, pero firmemente declaraba «no seguir el documento episcopal en la opción sin reservas que expresa a favor del campo nacional». Sin embargo —precisaba— «no tomar partido por Salamanca no es tomar partido por Valencia».

La resonancia que dentro y fuera de España tuvo la carta colectiva del episcopado español justifica que nos detengamos a exponer con algún detalle su gestación.

Varios prelados habían emitido declaraciones y pastorales a favor de los sublevados, pero el cardenal Gomà deseaba publicar un documento solemne, oficial y colectivo de todo el episcopado, refrendado por la Santa Sede, de modo que la minoría católica que se había mantenido fiel a la República se viera obligada a cambiar de bando, o de fe. Algo parecido había hecho en agosto de 1936 con un documento redactado por él y firmado por los obispos de Pamplona y Vitoria, condenando la colaboración de los católicos vascos con la República. Este documento —del que hablaremos más detenidamente en el capítulo quinto— no tuvo la menor eficacia práctica. Aleccionado por este fracaso, Gomà vacilaba ante la propuesta que algunos obispos le hacían de una carta pastoral colectiva. El 23 de febrero de 1937 escribía al cardenal secretario de Estado, Pacelli:

«En distintas fechas, desde que estalló el movimiento militar, y de distintos sectores, incluso por varios prelados, se me ha hecho la indicación de la posible conveniencia de que por parte del Episcopado español se publique un Documento colectivo acomodado a las circunstancias presentes. No se me alcanza la seguridad de que esto sea oportuno, ni la forma que, en caso afirmativo, debiese tener tal Documento. Para proceder con la debida prudencia me permito en estas mismas fechas consultar a los venerables hermanos obispos sobre los dos extremos, y ello sólo a título de información que podría ofrecer a la Santa Sede si lo creyese oportuno (…). Queda, por lo mismo, totalmente libre la respuesta que se digné dar la Santa Sede a la pregunta de si es o no oportuna la publicación del Documento a que aludo más arriba. Sobre ello me permito rogar a Vuestra Eminencia Reverendísima que me dé el criterio de la Santa Sede, que es siempre el definitivo y al que se amoldará con la gratitud y sumisión de siempre este venerable Episcopado».

El 10 de marzo le contestaba el cardenal Pacelli que «el Santo Padre lo deja plenamente a su prudente juicio. Su Eminencia podrá por tanto, si lo cree oportuno, de acuerdo con el Excmo. Episcopado y con su notorio tacto y prudencia, proceder a la publicación de tal documento». Con estas palabras, la Santa Sede no asumía la iniciativa y responsabilidad del documento, aunque tampoco lo prohibía, y en todo caso indicaba a Gomà que debía proceder de acuerdo con el episcopado y con tacto y prudencia.

Casi simultáneamente había escrito Gomà a los demás obispos. En la carta a Vidal i Barraquer, aunque es del 22 de febrero, le dice que ya ha dado cuenta del proyecto a la Santa Sede y le pide al cardenal de Tarragona su estimable opinión. La respuesta (26 de marzo) fue decididamente negativa:

«No considero oportuna en estos instantes la publicación de un Documento Colectivo del Episcopado: las circunstancias en que se encuentran las Diócesis y sus respectivos Prelados no son iguales; no hay que dar el menor pretexto, que se busca con afán, para nuevas represalias y violencias y para colorear las tantas ya cometidas. Con los documentos emanados del Romano Pontífice y de los Prelados españoles, los católicos tienen ya la orientación conveniente en los momentos actuales. En las regiones sometidas a los “rojos” (…) difícilmente llegaría la noticia completa del Documento, corriéndose el riesgo de aumentar peligros y angustias».

Vidal i Barraquer residía entonces en la cartuja de Lucca, en Italia. Seguramente se sentía allí más solitario que los mismos cartujos, incomprendido por unos y otros. La guerra, tras haber hecho todo lo posible por evitarla, no le había sorprendido. El 15 de marzo de 1936 había escrito al presidente Azaña acerca de los incendios de iglesias y conventos y los atropellos cometidos contra católicos de muchos puntos de España, aunque Cataluña era por aquel entonces «el oasis catalán», y excepción de paz en una España que empezaba a arder. «Temo, señor Presidente, y hasta comprenderá la amargura con que se lo manifiesto —le escribía a Azaña— que de seguir las cosas por estos rumbos (…) se va a la anulación del poder público por la dejación de sus atributos en manos de la violencia agresora y de la reacción defensiva de la ciudadanía, que nunca pierde su derecho natural de existir con seguridad y dignidad». El 17 de julio se encontraba en Barcelona, en casa de sus familiares, y allí oyó por radio la noticia del Alzamiento en Canarias y Marruecos. Comprendiendo la gravedad del hecho, se trasladó inmediatamente a Su sede tarraconense, ciudad pacífica, a la que todo solía llegar con algún retraso. El 18 transcurrió tranquilamente. El 19, a pesar del Alzamiento en Barcelona, se celebró el domingo en Tarragona con normalidad. Incluso el 20, por más que las noticias de toda España eran dramáticas, creyó que debía seguir ejerciendo con valor y serenidad su función pastoral: presidió un acto de juventudes católicas y una sesión de las Conferencias de San Vicente de Paúl, y el 20, lunes, el Capítulo General de las Terciarías Carmelitas. Hasta el 21 no se apoderó la revolución de las calles de Tarragona, ante unas autoridades impotentes para contenerla. Aquel día por la tarde el comisario delegado de la Generalitat en Tarragona visitó al cardenal para rogarle que dejara el palacio arzobispal y se escondiera en algún sitio más seguro. Vidal i Barraquer se negó terminantemente, e incluso el martes 22, cuando en Barcelona habían empezado las matanzas, cursó órdenes a los sacerdotes y a los conventos para que los ancianos y enfermos se refugiaran en lugares adecuados, pero exhortó a los demás a que «dando un ejemplo de fortaleza cristiana, permanecieran en su casa hasta que fueran obligados a salir»; sobre todo les insistía en que «no tuvieran gente armada ni opusieran resistencia, y que se limitaran a formular las debidas protestas si por la violencia se les obligaba a abandonar sus edificios». Ante la tensión creciente, y pensando en las clásicas quemas de conventos a la española, algunos grupos católicos de derechas se habían ofrecido para custodiar, con armas, los edificios eclesiásticos. Pero Vidal i Barraquer veía que el alzamiento de unos y la revolución de los otros no eran una algarada como los motines del siglo XIX o la Semana Trágica de Barcelona en el año 1909. Con todo, pese a la gravedad de los sucesos, daba el ejemplo de permanecer junto a sus fieles: la Iglesia no debía incurrir ni en deserción ni en provocación. Cuando a las siete de la tarde de aquel día 22 empezaron a arder los conventos e iglesias de Tarragona, el cardenal llamó por teléfono al comandante-jefe de la Guardia Civil y al comisario de orden público. Nada podían hacer éstos. Ante la insistencia del comisario, que le hacía ver el peligro de saqueo e incendio por las turbas, el cardenal accedió a que en el palacio y el seminario se pusiera el cartel de «incautado para hospital de sangre», pero no quiso huir. Tuvieron que decirle que si para su protección ponían guardias habría seguramente un tiroteo con el populacho; sólo entonces, para que por su culpa no se tuviera que derramar sangre, accedió a retirarse. Aquella noche, a las tres, se trasladó al monasterio de Poblet. Pero la noticia corrió y una patrulla de la FAI de Hospitalet de Llobregat, que en su correría había llegado a Vimbodí, se enteró y el 23 por la tarde le detuvo junto con su secretario, y se le llevó de Poblet. Querían conducirlo a Hospitalet para que allí fuera juzgado por el comité revolucionario local, pero tropezaron con un grupo de guardias de asalto al servicio de la Generalitat, que los desarmó y se hizo cargo de los dos presos. En Montblanc tuvo lugar una larga discusión entre los guardias y el comité local. Fue precisa la intervención directa del diputado Soler Pla, la llamada telefónica del consejero de cultura de la Generalitat, Ventura Gassol, e incluso una llamada personal del presidente Companys, asegurando que se expedía orden escrita al efecto, para que permitieran la salida de los presos, custodiados por los guardias de asalto, hacia Barcelona. Se conserva el acta levantada al efecto por el Comité del Frente Popular de Montblanc, fechada el 25 de julio. Retenidos de momento, para mayor seguridad, en el Palacio de la Generalitat de Barcelona, Companys y Ventura Gassol les facilitaron la salida, en un buque italiano, el 30 de julio. Su obispo auxiliar, el doctor Borràs, que se había refugiado en Poblet con el cardenal cuando éste fue detenido, había sido entretanto asesinado.

Si, interrumpiendo el relato de la carta colectivade 1937, hemos relatado las aventuras del cardenal Vidal i Barraquer en julio de 1936, es para mejor poner de relieve el mérito de su actitud serena durante toda la guerra, sin que ni el peligro por el que personalmente había pasado ni la trágica muerte de su auxiliar y de tantos sacerdotes y otros ciudadanos despertaran en él odios o deseos de venganza. No hizo tampoco como el obispo de Gerona, doctor Cartañà, que desde Francia y desde la España nacional atacaba duramente al presidente Companys, que le había salvado la vida y le había facilitado el pase de la frontera. «Soy obispo, y un obispo es un padre de todos, ¡de todos!», había dicho a los mozalbetes de la FAI que le llevaban preso, y cuando los guardias los desarmaron y detuvieron, él intercedió para que no se les hiciera nada. Durante toda la guerra se mantuvo en la misma tónica de serenidad, de digno silencio, de solicitud pastoral por los perseguidos y necesitados, de esfuerzos por la paz. Rechazó, aun agradeciéndola, la hospitalidad que le brindó el arzobispo de París, cardenal Verdier, porque pensó que en aquella capital difícilmente se libraría de políticos y periodistas que intentarían instrumentalizarle. Escogió la cartuja de Lucca para vivir en la soledad, la oración y la pobreza, en contacto discreto, pero permanente con la Santa Sede, así como con la Iglesia de su país. Su posición en el asunto de la carta colectiva no es una discrepancia ocasional con su colega de Toledo, sino que responde a la línea de conducta que mantuvo durante toda la contienda, de acuerdo con su firme convicción de que la Iglesia no debía mostrarse beligerante en una guerra civil. Es por esta convicción personal —y no, como a veces se ha dicho, por dictado del Vaticano, que maquiavélicamente se habría querido reservar una carta con que jugar si ganaban «los otros»— que resistió a la tremenda presión que sobre él trataba de ejercer Gomà, sin que por otra parte permitiera ser utilizado en lo más mínimo por la propaganda republicana.

Si, a pesar de la respuesta ambigua de la Santa Sede y de la negativa rotunda de Vidal i Barraquer, volvió a insistir Gomà en su documento colectivo, fue en razón «del ruego que me había hecho el Generalísimo Franco en orden a la difusión en el extranjero de un Escrito colectivo del Episcopado español con el fin de desvirtuar la información falsa o tendenciosa que tanto daño ha hecho al buen nombre de España y de la Iglesia en ella» (carta de Goma a Pacelli, 12 mayo 1937). La entrevista con Franco había tenido lugar el 10 de mayo. No se trataba ya tanto de que los obispos españoles orientaran —o forzaran— la conciencia de los católicos que seguían al lado de la República, como de una vasta operación de propaganda internacional para contrarrestar el impacto de Maritain y de los demás católicos franceses de izquierdas.

El 8 de junio escribía Gomà a Pacelli que, consultados los obispos sobre la conveniencia del documento, todos se habían mostrado de acuerdo excepto el de Tarragona. En realidad hay dos obispos más que tampoco quisieron firmar. Uno es don Mateo Múgica, obispo de Vitoria, expulsado de su sede por un ministro católico —Maura— durante la República laica, y nuevamente expulsado por la Junta de Defensa presidida por un general masón —Cabanellas— durante la Cruzada, como explicaremos en el capítulo siguiente. El otro —que nadie hasta ahora, que sepamos ha mencionado— fue don Francisco Javier de Irastorza Loinaz, natural de San Sebastián y obispo de Orihuela desde 1922. Había sido primeramente partidario de la monarquía liberal, pero siempre se había distinguido por su interés por las cuestiones sociales y en 1931 aceptó sinceramente la República. Se encontraba en Londres cuando se preparó y publicó la pastoral colectiva y, aunque no conocemos detalles y motivaciones alegadas, el caso es que no se sumó a ella. Pero por su rango cardenalicio, por el papel ejercido en el ralliement con la República y por suliderazgo sobre la Iglesia catalana, la negativa del catalán Vidal tuvo y tiene una resonancia mucho más profunda que la de los dos vascos Múgica e Irastorza.

El mismo día que Franco pedía a Gomà el documento colectivo (10 de mayo), escribía Vidal i Barraquer a Pacelli un informe sobre la situación política y religiosa, basado en informaciones que personas de su confianza le mandaban de ambas zonas. El lector actual tal vez discrepará de algunas de sus apreciaciones, o las estimará fundadas en noticias forzosamente fragmentarias, pero en todo caso ayudan a entender la actitud del cardenal de Tarragona. Tras lamentarse del «odio y la violencia que se han apoderado de los combatientes, aun entre grupos de un mismo campo», dice de los nacionales:

«Los falangistas, que cuentan entre sus huestes a antiguos socialistas y anarquistas y que se inspiran en ideologías nazistas, con vivas ansias de hegemonía en la dirección del nuevo Estado totalitario, coinciden con Renovación Española y otros sectores afines en una apasionada aversión contra elementos políticos de muy recta intención que hicieron lo posible para salvar a España y que tal vez lo consiguieran, de haber contado con el decidido, leal y eficaz apoyo de todas las derechas [alusión probable al partido de Gil Robles]. Muchos de los citados, imbuidos de un espíritu absorbente y cesarista, sin tener en cuenta la realidad histórica de España, confunden con el separatismo el natural afecto a la lengua materna y a las sanas tradiciones de cada región y manifiestan una antipatía e incomprensión tan grandes en orden a sentimientos profundamente arraigados en el corazón de muchos, que, espontáneamente y aun desafiando grandes riesgos, han ido a luchar a su lado por el triunfo de la buena causa, que sin darse cuenta perjudican al éxito de la misma preparando gérmenes de futuras divisiones, de funestas consecuencias, entre elementos que combaten por el mismo ideal. Lo peor del caso es que, según mis informes, propalan que para desarraigar esos sentimientos, que no son ni antirreligiosos ni antiespañoles, sino bien al contrario, cuentan con el decidido apoyo de algunas personalidades eclesiásticas y civiles. Ello impresiona principalmente el alma sencilla y noble de muchos jóvenes católicos que trabajan hoy con tanta generosidad en Cataluña por la causa de Cristo hasta dar su sangre y por el bien de sus prójimos hasta exponer su vida, costando no poco trabajo el convencerles de que la Iglesia nunca se entrometerá en cosas puramente de política partidista, dejadas a la libre elección y discusión de los hombres, y menos se prestará a servir manejos de elementos políticos por valiosos que sean, permitiendo que en sus organismos jerárquicos, docentes y religiosos, y en los nombramientos de personal eclesiástico se refleje la menor finalidad político-partidista, opuesta siempre a la dignidad y libertad de la Iglesia y al bien espiritual de los fieles».

Sobre la situación en Cataluña, escribe:

«Según era ya de prever, ha estallado en Cataluña la lucha violenta entre anarquistas (FAI-CNT) y comunistas-socialistas (UGT) e izquierda catalana. El gobierno de los anarquistas produciría estragos horrorosos y muy sensibles, pero no sería de duración, atendida la finalidad del partido y el modo de ser y la clase de sus componentes; pronto habrían de destrozarse entre ellos mismos, en caso de triunfar momentáneamente. Más temible parece para el porvenir el predominio de los comunistas y socialistas, que intentarían establecer un orden revolucionario e instaurar un régimen soviético como el de Rusia con la dictadura del proletariado. El hecho anárquico que se ha producido en Cataluña podría ser motivo muy fundado de una intervención extranjera en favor de la paz, o al menos para la salvación de los sacerdotes, religiosos y ciudadanos pacíficos que contra su voluntad han de permanecer allí expuestos a vejaciones y peligros de toda clase».

Finalmente, observa que, a pesar de las victorias de Franco en Vizcaya y la conquista de Bilbao, «la guerra de España con sus consiguientes calamidades ha de durar mucho tiempo». Ante los peligros que entraña la prolongación de la guerra, habla de «la conveniencia [sugerida ya en la carta anterior a Pacelli de poner fin a ella por medio de un arreglo o intervención mesurada y prudente]. Queda claro —Vidal i Barraquer lo expresa sin ambages en más de una carta— que, aunque no deseó la guerra y trató de evitarla, una vez ha estallado y tal como están las cosas prevé y desea sinceramente la victoria de Franco, si bien no cree que un obispo, y menos la Iglesia española oficialmente, puedan exteriorizar tales simpatías. De ahí las matizaciones en torno a su idea de la posible paz:

»No podría prescindirse de Franco y Mola [éste pereció en un accidente de aviación unas semanas después, el 3 de junio], que parecen los factores más ponderados y, si debiera recurrirse a otra persona, necesitaría contar con ellos como elementos imprescindibles. Puesto el gobierno en manos fuertes, se podría reorganizar el ejército, la Guardia Civil, la policía, y castigar a los culpables de tantos crímenes y tener a raya a los comunistas y anarquistas con medidas preventivas y represivas y establecer las bases del nuevo Estado».

Dócil a la consigna de Franco, Gomà redactó una carta multicopiada, fechada en Pamplona el 7 de junio, que fue enviada a todos los obispos, y en la que se decía:

«Con fecha del 15 de mayo escribí a los reverendísimos metropolitanos enterándoles de una invitación que había recibido pocos días antes del Jefe del Estado y requiriendo su parecer sobre la conveniencia de secundarla. La contestación ha sido afirmativa. Efecto de ello ha sido la redacción de un proyecto de carta colectiva del episcopado español a los obispos de todo el mundo, de la que tengo el honor de remitirle un ejemplar en galeradas y cuyo objeto es, secundando aquella alta iniciativa, dar autorizadamente nuestro criterio sobre el Movimiento Nacional y especialmente reprimir y contrarrestar las opiniones y propagandas adversas que, hasta en gran sector de la prensa católica, han contribuido a formar en el extranjero una atmósfera totalmente adversa al mismo, que ha repercutido en los círculos políticos y diplomáticos que dirigen el movimiento internacional».

Concretamente alude, como si fuera algo nefasto para España, a los esfuerzos por la paz:

«De información copiosa que tengo del extranjero, puedo asegurarle que, especialmente en Inglaterra, Francia y Bélgica, predomina hasta en los católicos un criterio contrario al Movimiento Nacional y que, incluso en los medios que nos son muy favorables, se cree necesaria una terminación de la guerra por arreglo entre las partes beligerantes».

El ejemplar destinado al cardenal Vidal i Barraquer fue enviado, con una carta adjunta, el 14 de junio. El cardenal Gomá le anunciaba que para mayor seguridad le haría entregar a mano el proyecto del documento, y le rogaba que le diera «con toda sinceridad su parecer sobre el texto, con igual libertad con que manifestó su disconformidad sobre la aparición o publicación». Sin esperar a que le llegara el texto del documento, apenas recibió el cardenal de Tarragona la circular y la carta del de Toledo le contestó, el 23 de junio:

«Es cosa delicadísima aceptar sugerencias de personas extrañas a la jerarquía en materia de su incumbencia, ya que ésta debe ser directora e impulsora, no dirigida o arrastrada. Se sienta un mal precedente para mañana, lo cual debe evitarse en los comienzos de un nuevo régimen. Se dejan de aprovechar las circunstancias propicias, en el inicio de una nueva era, para probar prácticamente que los obispos están completamente apartados y muy por encima de todo partidismo político, dando así ejemplo a los sacerdotes (…), lo cual pudiera aumentar los obstáculos para trabajar con fruto y ganar para Cristo muchas almas, especialmente entre la clase popular (…). No quiere decir esto que no debamos amar a nuestra patria y ayudar con todas nuestras fuerzas al poder civil en su labor por el bien común, pero debemos hacerlo como sacerdotes y como obispos, cumpliendo siempre ordenada y jerárquicamente nuestros deberes y nuestra altísima misión de paz, caridad y concordia».

Pensaba también Vidal i Barraquer en las represalias a que la posición beligerante del episcopado pudiera dar lugar, y en tal sentido le escribía a Gomà: «Pienso en mis pobres ovejas. Me espanta la repercusión que pueda tener en nuestra tierra». Por su parte, Gomà, escribiendo a Pacelli el 25 de julio, le decía que «el eminentísimo cardenal arzobispo de Tarragona, siguiendo su criterio apriorístico de que no conviene documento colectivo ninguno, me escribe, antes de que pudiera recibir el ejemplar que le remití, reiterando su criterio». Vidal i Barraquer, el 29 de junio, mandó copias de las cartas de Gomà y de su respuesta a Pacelli. En la carta adjunta se lamentaba de que el cardenal de Toledo, al enviar el proyecto de documento a los obispos, les hubiera dicho que la Santa Sede ya tenía conocimiento del mismo, cosa que muchos prelados interpretarían como una aprobación expresa de Roma y un deseo de que todos firmaran. «Si ésta es la mente de la Santa Sede —escribía Vidal i Barraquer—, soy el primero en bajar la cabeza, pues se manifiesta clara la voluntad de Dios por medio de los superiores; pero si no fuese así, queda una vez más demostrada la decisiva influencia del poder civil sobre el Episcopado, valiéndose del ascendiente que naturalmente ha de ejercer la dirección personal del que lleva los asuntos si no hay el contrapeso de la Conferencia o Asamblea de todos los metropolitanos, en la cual se puede deliberar ampliamente y tomar acuerdos con mayores garantías de acierto». Durante la República se había quejado repetidas veces Vidal i Barraquer del protagonismo personalista con que el cardenal Segura pretendía manejar al episcopado, y ahora ocurría algo parecido con el cardenal Gomà. En cuanto a la carta colectiva, Vidal i Barraquer se remite a las razones de su negativa expuestas en la carta a Gomà, de la que manda copia, y añade:

«No se comprende cómo los residentes en la zona blanca no se hacen cargo de la situación internacional delicadísima, de la angustiosa de los pobres sacerdotes y católicos residentes en la zona contraria y del efecto contraproducente que ha de causar en las cancillerías y en los medios que ven con poca simpatía la causa de los blancos, un documento que es muy difícil que deje de rozar la política, o ha de interpretarse en este sentido. Parecerá de mayor eficacia y de menos peligro la información reservada, la labor secreta, encaminada a proporcionar datos, argumentos y noticias para publicarlas y hacer la propaganda del modo que estimen más adecuado y oportuno los prelados extranjeros, los apologistas católicos y las personas imparciales, y de buena voluntad conocedores del ambiente que se respira en sus respectivas naciones. Ello no obstante, yo gustosísimo seguiré las indicaciones de Vuestra Eminencia y firmaré a ojos cerrados el documento colectivo si Vuestra Eminencia lo estima conveniente, pues mi único deseo es hacer la voluntad del Señor expresada por mis Superiores, a quienes, después de expuestas sinceramente las razones en pro y en contra del asunto, incumbe la responsabilidad de adoptar las decisiones o normas encaminadas al mayor bien de la Iglesia».

Un par de semanas más tarde le fue entregado al cardenal Vidal i Barraquer el texto proyectado. El 9 de julio escribía al cardenal Gomà:

«He leído atentamente el documento enviado por conducto de don Carmelo Blay [sacerdote operario diocesano, administrador del Colegio Español de San José de Roma, agente de preces de la Embajada española en el Vaticano y vinculado al sector integrista]. Lo encuentro admirable de fondo y de forma, como todos los de usted, y muy propio para la propaganda, pero lo estimo poco adecuado a la condición y carácter de quienes han de suscribirlo. Temo que se le dará una interpretación política, por su contenido y por algunos datos y hechos en él consignados».

Le insistía en que no debían publicarse documentos de este género hasta que todas las diócesis se encontraran en igualdad de condiciones, y no existiera peligro de represalias ni riesgo de complicar la situación internacional, que por el momento hacía posible realizar gestiones en favor de los sacerdotes presos o necesitados de socorro. Anastasio Granados, en su biografía El cardenal Gomà, primado de España (Madrid 1969), alega estas últimas frases para sostener que Goma interpretó esta carta de Vidal i Barraquer «no como oposición al contenido de la Carta Colectiva, sino como precaución más o menos oportunista por miedo a represalias contra familiares y sacerdotes». En realidad, ni el celo por la vida de sacerdotes y fieles merece ser calificado despectivamente de oportunismo, ni se limitaba a razones tácticas la negativa de Vidal i Barraquer, sino que iba más a fondo, a un planteamiento teológico de la misión de la Iglesia en la sociedad, concretamente ante una guerra civil. Claramente le dice a Gomà que su escrito es «muy propio para propaganda», pero «poco adecuado» para suscribirlo unos obispos. Lo confirman las palabras que el 10 de julio escribía al cardenal Pacelli: «Cada vez veo más claros los serios inconvenientes de su publicación [del documento colectivo]. Se enfoca el problema de una manera que será difícil rectificar, si así conviene a los intereses religiosos, únicos de que debemos ocuparnos los prelados».

Gomà insistió nuevamente en carta del 9 de julio, lamentándose de que Vidal i Barraquer no quisiera firmar. Le hacía notar que lo iban a hacer todos, excepto el obispo de Vitoria, Múgica, que se abstendría «por razón de las circunstancias especiales en que se halla», y que el obispo de Urgell, doctor Guitart, si bien no había dado una respuesta definitiva, se había mostrado de acuerdo con el texto proyectado. El doctor Guitart había puesto como condición para firmar él que lo hicieran también todos los obispos ausentes de España, con lo cual sin duda aludía al de Tarragona, pero ante las presiones que sobre él se ejercieron acabó cediendo de no muy buena gana. Se buscaba a toda costa la adhesión de Vidal i Barraquer. En la citada carta del 9 de julio le dice Gomà que si al fin da su consentimiento basta que le mande un cable telegráfico diciendo «conforme». Se valió también del obispo de Gerona, José Cartañà, que entonces residía en Pamplona, y que era amigo de Vidal i Barraquer (éste, Cartañà y Gomà habían sido condiscípulos en el seminario de Tarragona), para intentar hacer cambiar de parecer al arzobispo de Tarragona. En su carta del 5 de julio le decía Cartañà que llevaba ya cinco o seis meses defendiendo la necesidad de la publicación de la carta colectiva; entre otras razones con que pensaba convencer a su amigo, aducía que «más tarde podría ser peligroso o imposible variar el rumbo que marquen los acontecimientos» y, ya que todos los obispos habían firmado, «sería notado quien no lo suscribiera» y «hasta podría acarrear dificultades a la Iglesia, en el día de mañana». El 6 de agosto le contestó Vidal i Barraquer muy dignamente:

«Francamente debo decirle que en su interrogante respecto a dificultades, etc., adivino una velada amenaza que, como toda coacción, resulta para mí de efectos contraproducentes; además que, a través de ello veo desgraciadamente confirmados mis presentimientos de que, por quienes se lanza dicha especie, se empieza ya a dar al citado documento una interpretación de sentido político. Insisto, y no me cansaré de repetirlo, en que usted, como yo, tenemos allí, en situación lamentabilísima, a muchos pobres sacerdotes, religiosos y fieles ejemplarísimos a quienes, por mi parte, considero el deber más sagrado el no dar el menor pretexto para agravar, quién sabe si de manera irreparable, su triste suerte con mis actos y manifestaciones. Creo que es la mínima caridad, si no justicia, que con ellos debemos tener (…).»

El 3 de agosto aun escribió otra vez al cardenal Goma excusándose de que no pudiera, en conciencia, acceder a sus instancias y rogándole que no lo atribuyera a falta de confianza o de confraternidad. Aunque la carta colectiva lleva la fecha del 1 de julio, el cardenal Goma demoró su publicación con la esperanza de lograr que no faltara en ella la firma de Vidal i Barraquer. No apareció en la prensa hasta mediados de agosto.

Personas interesadas en desacreditar al cardenal Vidal i Barraquer hicieron circular falsas informaciones sobre él. De ellas se hacía eco el jesuita Albert I. Whelan cuando escribía en el New York Times del 12 de marzo de 1938: «Es verdad que el envejecido cardenal Vidal i Barraquer fue el único [?] miembro de la jerarquía católica española aún viviente que no pudo firmar la pastoral de los obispos españoles. Él no pudo firmar por haber estado imposibilitado mentalmente desde los últimos años y haber tenido que ser sometido a un tratamiento en un hospital de Roma». Y el padre Francis Talbot, también jesuita, director de la revista de los jesuitas norteamericanos América, en una carta aparecida en el New York Times el 16 de abril de 1938, decía: «El cardenal de Tarragona no pudo firmar la carta por estar en un sanatorio por desórdenes nerviosos. El obispo de Vitoria no pudo firmar por haber sido retirado por el Papa y haber sido puesto en su lugar un administrador, Francisco J. Lauzurica, auxiliar del obispo [sic] de Valencia. En cuanto al obispo de Orihuela, no tengo entera información».

«La carta de los obispos españoles es más importante para Franco en el extranjero que la toma de Bilbao o Santander», escribía un año más tarde el padre Calasanz Bau. Según este escolapio, alcanzó «más de 36 ediciones de folletos en castellano, francés, inglés, alemán, húngaro, italiano, checoslovaco, portugués, rumano, latín, chino y ruso». El libro El mundo católico y la carta colectiva del episcopado español (Burgos 1938) pudo recoger 580 mensajes de contestación, de los que unos eran respuestas colectivas de episcopados nacionales y otros cartas individuales de obispos de todo el mundo. Cuenta el padre Constantino Bayle, sacerdote jesuita, que le decía el que era entonces director nacional de Propaganda, señor Conde: «Diga usted al señor cardenal [Goma] que se lo digo yo, práctico en estos menesteres: que más ha logrado él con la carta colectiva que los demás con todos nuestros afanes». Y comentaba el padre Bayle: «De poco nos serviría la victoria armada en casa si fuera quedaban enhiestas, enemigas, las voluntades. El triunfo, para ser completo, eficaz, había de vencer en los dos campos. Del militar se encargó el general Franco; del moral, la Iglesia española». Esto sí se lo había reconocido Vidal i Barraquer a Goma: que el escrito «era muy propio para propaganda». Por eso no firmó.

Digamos finalmente, antes de proseguir nuestra historia, que aunque la carta colectiva critica duramente la política de la República durante el quinquenio que precedió a la guerra, justifica el alzamiento militar a base de la leyenda del complot comunista, describe —con exageraciones e inexactitudes— los desmanes producidos en la zona republicana, calificando la «revolución comunista» de premeditada, crueldísima, inhumana, bárbara, antiespañola y anticristiana, y hace finalmente el encendido elogio —con algunas tímidas reservas— del «movimiento nacional», en todo el documento no aparece ni una sola vez la calificación de Cruzada o guerra santa, que muchos obispos y sacerdotes llevaban casi un año aplicando profusamente a la guerra civil. La omisión es curiosa, y casi que no se explica si no es tal vez por una discreta indicación de la Santa Sede. ¿Será por esa prudencia en la calificación sacralizadora de la guerra que, según decía Gomà a Vidal i Barraquer, muchos obispos consideraban «floja» la carta?

Los comités para la paz civil en España

Dado el encarnizamiento de la guerra, cualquier iniciativa pacifista que procediera de alguien situado en España —en cualquiera de las dos Españas— incurriría en el grave crimen de derrotismo, por no decir de traición. Los españoles residentes en el extranjero gozaban en este aspecto de más libertad. En febrero de 1937 se constituyó en París un Comité pour la Paix Civile en Espagne, presidido por Alfredo Mendizábal, el autor del libro prologado por Maritain de que antes hemos hablado, y teniendo por secretario a Joan Baptista Roca i Caball, uno de los fundadores de la Unió Democràtica de Catalunya. Mendizábal y Roca se habían conocido poco después de las elecciones del año 1936, en una reunión celebrada en casa de Ossorio y Gallardo y, habiendo tenido que huir ambos de la zona republicana, se volvieron a encontrar en París en enero o febrero de 1937. En abril, dicho Comité publicó un Appel espagnol, que firmaban Mendizábal, Roca i Caball, Ricardo Marín y Víctor Montserrat (seudónimo del sacerdote Tarragó, fundador de la Unió de Treballadors Cristians de Catalunya) y en el que se decía que «si realmente existe una comunidad internacional, ha de ayudar a nuestro país a volver a encontrar la paz, en vez de atizar una lucha que amenaza con arrastrar a toda Europa». El 1 de febrero del mismo 1937, la revista de los dominicos de Latour-Maubourg La vie intellectuelle publicaba un articulo, firmado por «Christianus», con el título de La théologie de l’intervention, el cual afirmaba que «erigir en principio la no-intervención equivale a negar la solidaridad de todos en la fraternidad humana. La Iglesia siente en esta actitud un eco de las palabras de Caín: “¿Por ventura soy el guardián de mi hermano?”». El autor repetía la pregunta que, con humor típicamente británico, había dirigido al Foreign Office un diputado laborista: «¿Habrá llegado ya el momento de evacuar de España a todos los españoles, para que las demás naciones puedan luchar allí cómodamente?». Insistía en el deber de los cristianos de crear una conciencia internacional de sensibilidad ante los males de España. Así pues, mientras los dominicos de Salamanca defendían que la guerra de España era santa, los de París sostenían que lo santo y lo cristiano era tratar de poner fin a la guerra.

Un mes después del Appel espagnol, en mayo de 1937, publicó un Appel français el Comité Français por la Paix Civile et Religieuse en Espagne, que acababa de fundarse en París. Integraban el consejo de dirección de este comité francés monseñor Beaupin —obispo auxiliar de París, encargado de la pastoral de los católicos extranjeros—, Georges Duhamel, De Fresquet, Daniel Halévy, Louis Le Fur, Jacques Madaule, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, Louis Massignon, François Mauriac, Emmanuel Mounier, Paul Vignaux y, como secretario, Claude Bourdet. En su manifiesto, el comité se declaraba nacido de iniciativas católicas, pero abierto también «a todos aquellos a quienes sus creencias o al menos su respeto de la libertad de las conciencias les hacen otorgar una importancia particular a la paz religiosa, elemento esencial de la paz civil». Se mantendría al margen de los partidos políticos y reuniría hombres de opiniones diferentes, pero que coincidieran en considerar «que la guerra civil es el peor azote para una nación». En la hipótesis de la victoria de uno de los dos bandos, se proponía apoyar los esfuerzos de los hombres de buena voluntad que intentaran ahorrar a la población vencida las represalias. Se precisaba que la pacificación con la ayuda de los Estados, en nombre de la comunidad internacional, debería evitar toda ingerencia extranjera en la vida política y social de España. En cuanto a los medios o procedimientos, se preveía: a) ayudar a las obras de humanidad; b) actuar sobre la opinión pública internacional y contribuir a facilitar informaciones verificadas; e) actuar, eventualmente, sobre los Gobiernos de los Estados europeos. Finalmente, de cara a la pacificación religiosa y al apaciguamiento de los resentimientos que con seguridad la guerra civil dejaría al terminar, pensaban que la opinión internacional, cuyo influjo sería importante, convendría que se expresara a favor del respeto de la libertad religiosa y de conciencia y que se pusiera de manifiesto la trascendencia del cristianismo con respecto al orden temporal y político. El llamamiento del comité acaba así: «Tenemos asimismo conciencia de trabajar en bien de nuestro país, en el que la guerra española envenena peligrosamente las pasiones y retrasa o impide la tan deseable pacificación de los espíritus».

En diciembre de 1937 se fundó, también en París, un Comité d’Action por la Paix en Espagne que, a diferencia del anterior, prescindía del aspecto religioso. Lo integraban: Lucien Le Foyer, exdiputado y presidente del Conseil National de la Paix; segundo presidente, Camille Planche, diputado, presidente de la liga de excombatientes pacifistas, secretario de la comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de Diputados y delegado de Francia en la Sociedad de Naciones; vicepresidentes: Madame EidenschenkPatin, Georges Félix, general Pouderoux, Jules Prudhommeaux. Marc Sangnier; secretarios generales: H. G. Vergnolle, Guy Jerram; secretarios adjuntos: Henry Dillot, Marcel Pichon; tesorera, madama Hélene Laguerre.

Mendizábal y Roca i Caball lograron la fundación de Comités análogos en Gran Bretaña y Suiza. El British Commitee for Civil and Religious Peace in Spain estaba formado por Henry Wickham Steed, antiguo editor del Times, como presidente, y los vocales M. Gooch, M. R. Bevan, Don Luigi Sturzo —exilado en Londres—, la señora Crawford, el doctor Frank Borkenau —autor de The Spanish Cockpit, «relato de un testigo de los conflictos sociales y politicos de la guerra civil española», traducido en 1971 en París con el título de El reñidero español—, la doctora Laetitia Fairfield, los señores Théobald Mathew, Harold Nicolson, Franz Saxl, Richard Stokes, la señorita Scott Stokes, el doctor Erik B. Strauss, el profesor W. J. Entwistle y la señorita Barclay Carter, encargada del secretariado.

Los objetivos de estos comités fueron aceptados por el XXXII Congreso Internacional de la Paz, celebrado en París del 24 al 29 de agosto de 1937. Después del informe presentado por Albert Mousset, se aprobó la siguiente resolución sobre España:

«El Congreso considera que una política de no intervención, o de abstención, se revela, en principio, insuficiente, y ha resultado, de hecho, peligrosa, porque paraliza a los Estados que la observan y viene a ser una prima a favor de los Estados que la violan. En consecuencia, el Congreso afirma que la verdadera política, legítima y eficaz, es una política activa de mantenimiento de la paz en España».

Estos comités y sus amigos se multiplicaron para tratar de influir en la opinión pública. Se dirigieron sobre todo a los ambientes católicos franceses. Don Sturzo escribió más artículos en La Vie Intellectuelle y L’Aube. Claude Bourdet se preguntaba «qué potencia tendrá el valor de emplear en la paz española la energía que otras consagran a la guerra de España», y afirmaba que «la iniciativa de la paz ha de venir del exterior». Denunció las consecuencias de una guerra total acabada con una victoria total: «¿Qué paz se puede esperar del aplastamiento de una de las partes, suponiendo que esto sea posible? Desearíamos poder creer en la mansedumbre del vencedor eventual, pero no podemos dejar de dudar de ella. ¿Qué vencedor, desde San Luis para acá, ha sabido ser verdaderamente humano?». El 28 de mayo de 1937, Fransois Mauriac había escrito en Sept: «Cualesquiera que sean nuestras preferencias, no parece que los católicos sean libres de no desear una mediación; es por esta razón que he aceptado formar parte del comité fundado por Jacques Maritain».

Pero dentro de esta izquierda católica francesa había personas que, más que pensar en una mediación imparcial, tomaron abiertamente posición contra Franco. Se trata sobre todo de la revista Esprit —aunque su fundador y director, Mounier, estuviera en el Comité Français pour la Paix Civile et Religieuse en Espagne, según ya hemos indicado— y también de Marc Sangnier, que en vez de entrar en el comité católico neutral aceptó una vicepresidencia en el Comité d’Action pour la Paix en Espagne, laico y más próximo a los ambientes internacionales simpatizantes con la República española.

Sin distinguir entre los pacifistas neutrales y los abiertamente partidarios de la República, los dominicos de Salamanca replicaron con una enérgica nota de la redacción de La Ciencia Tomista:

«Increíble parece que una gran parte de la prensa católica francesa continúe haciéndose eco de la propaganda izquierdista contra nuestro gran movimiento católico-nacional (…). Nos referimos principalmente a Les Editions du Cerf, de París, boulevard Latour-Maubourg 29, donde se publican las importantes revistas La Revue des Jeunes, La Me inteliectuelle y Sept. Nos duele en el alma tener que tomar la pluma para combatir una sociedad cultural católica que tanto bien ha hecho en Francia».

Pasa después a refutar el artículo de «Christianus» sobre la teología de la intervención:

«Se dice en el citado artículo que nosotros comprometemos el catolicismo por la manera anticristiana de defenderlo. ¿En qué se funda para decirlo? ¡En la prensa roja! (…). Si “Christianus” quiere conocer cómo se combate en la España católico-nacional, deje de informarse por la prensa masónica, totalmente difamadora y calumniosa, venga aquí, y se convencerá por sus propios ojos de que las únicas armas con que luchamos son: la Oración, el Sacrificio, la Justicia, el Derecho y el Heroísmo de nuestro Ejército y Milicias, empujados todos por el soplo divino».

También Paul Claudel escribía indignado en Le Figaro (27 agosto) que «la carta de los obispos españoles protesta contra los proyectos extravagantes de mediación que han sido lanzados por algunos ideólogos». Desde Roma, el dominico Venancio Carro envía a sus colegas de Salamanca una carta de protesta contra el documento de los católicos franceses, que él ha leído en La Croix: «En él culmina hasta el presente la campaña infame que este periódico, que se dice católico, ha venido realizando en contra de la España nacional (…), propagandas subvencionadas por el oro masónico». Pero el ataque más violento contra Maritain y el comité francés es el discurso que el 19 de junio de 1938 pronunció en Bilbao, con motivo del primer aniversario de la toma de la capital vizcaína, el entonces ministro del Interior, Serrano Suñer:

«Yo quiero apuntar ahora aquí concretamente, como botones de muestra, a Maritain y a cierta prensa que, para dolor nuestro de católicos que tenemos el alma atribulada, nos aterra leer. Maritain, el presidente del Comité para la paz civil y religiosa en España, converso que comete la infamia de lanzar a los vientos del mundo la calumnia de las matanzas de Franco y la necedad inmensa de la legitimidad del Gobierno de Barcelona. Y La Croix, periódico hoy pacifista y, como tal, enemigo nuestro, que durante la gran guerra europea publicaba editoriales que nosotros tenemos registrados y que hemos de exhibir y airear, en los cuales se decían cosas tan piadosas como ésta: “A los alemanes que caigan en nuestro poder hay que tratarlos como apaches”».

«Y nosotros, desde aquí, seguros de nuestra conciencia católica, seguros de que prestamos otra vez un alto servicio a la Iglesia de Dios en España, nosotros decimos a La Croix que a los apaches franceses, que a los apaches checos y a los apaches rusos que cogemos en los campos de batalla —y éstos si que son verdaderos apaches— los tratamos humanamente (…). ¿Qué pueden importarnos los dictados infames de ésta prensa que, en una actitud fuera de todo rigor disciplinario y canónico, admite en sus columnas la colaboración de un monstruo español que vistió traje de sacerdote, a quien el santo Obispo de Barcelona le negó licencias, y que hoy, el tristemente célebre Abé Montserrat, el sacerdote Tárrago [sic] se trata de mossén Tarragó, fundador de la Unió de Treballadors Cristians de Catalunya antes de la guerra, y que durante ésta había emitido declaraciones favorables a la República bajo el seudónimo de “Víctor Montserrat”, con esa negativa de licencias, sin autorización de su Ordinario ni de la Santa Sede, como es una exigencia mínima inexcusable para residir en París y para escribir de política, esté escribiendo en ese periodicucho manchado por la pasión, contra el honor y contra la fama de España? Maritain es legalista. Maritain está contra nosotros por la legitimidad del Gobierno de Barcelona. Yo, en nombre de 400 000 hermanos nuestros martirizados por los enemigos de Dios, yo le desprecio y no abordo el tema de la legalidad del Comité de Barcelona. ¿Es que no saben Maritain y sus amigos, Mauriac, todos los colaboradores de ésa prensa, nuestra enemiga, es que no saben que, a pesar de las payasadas de un sedicente ministro de ese Gobierno trashumante de Euzkadi, no saben que en España, que en la España roja no hay culto? (…) España, que prestó a la Iglesia de Cristo el gran servicio de luchar contra la herejía protestante, renueva hoy aquel servicio haciendo esta otra salida al mundo. Frente a esto, ¿qué es lo que importa, ni qué nos interesa la sabiduría de Maritain? La sabiduría de Maritain tiene acentos que recuerdan la de los sabios de Israel y tiene la falsas maneras de los demócratas judíos. Nosotros, que sabemos que él está a punto de recibir, o recibe ya, el homenaje de las Logias y de las Sinagogas, tenemos derecho a dudar de la sinceridad de su conversión y a denunciar ante el mundo católico este tremendo peligro de traición».

Según otras ediciones de este mismo discurso, quizá más fieles a lo realmente dicho, Serrano Suñer habría llamado a Maritain «judío converso». En todo este duro párrafo parece advertirse el influjo de un sacerdote catalán que presumía de conocer todo lo relativo a la masonería y al sionismo internacional, y que puso sus informaciones, o sus imaginaciones, al servicio del Ministerio del Interior. Sobre estas cuestiones daba conferencias por la España nacional dicho sacerdote, y en su libro Masones y pacifistas (Burgos, Ediciones Antisectarias, 1939; prólogo de don Ramón Serrano Suñer) atacaba también a Maritain.

Ante tales ataques de eclesiásticos y de gobernantes que se las daban de católicos, es natural que Maritain se sintiera confortado al tener noticia de la oposición de Vidal i Barraquer a la carta colectiva de los obispos españoles. Por medio del cardenal Verdier le hizo llegar un ejemplar de su Humanisme integral acompañado de unas letras. El cardenal se lo agradeció, a la vez que le exhortaba a perdonar las injurias que su juicio sobre la «guerra santa» le había valido (carta de 1 de setiembre 1938). Maritain le contestó (30 setiembre) emocionadamente:

«(…) Yo creo en la importancia universal de España dentro de los destinos universales de la humanidad y en la historia del cristianismo. Por eso, desde el comienzo del terrible conflicto, tengo la convicción de que todo el porvenir religioso de nuestra civilización está implicado en él, según prevalezca en el cristianismo, y en la misma España, una concepción evangélica o una concepción política de la religión. Todo dependerá de que los cristianos comprendan o no “de qué espíritu son”, de manera que pueda cesar, o bien continúe, esta separación entre la Iglesia y las masas populares que Pío XI señaló como el gran escándalo del siglo XIX. Son siglos de historia futura lo que se decide, en estos meses, en la historia espiritual de la península. Por ello me permito expresar a Vuestra Eminencia la gratitud inmensa con que, con todas las fibras de mi corazón de cristiano, he aprobado y apruebo —¡y cuántos otros, en el mundo entero, se encuentran en el mismo caso!— el hecho de ver que su nombre no figure al pie de cierta carta colectiva (…). Cuando la injuria y la calumnia alcanzan un cierto grado, la única respuesta es guardar silencio, y ofrecerlas al Señor».

El sacerdote informante de Serrano Suñer andaba bastante equivocado. Maritain era converso —él mismo ha dejado expuesto el itinerario de su pensamiento, del escepticismo a Bergson y de Bergson a santo Tomás— pero no judío. Lo era, sí, su esposa Raïssa Maritain, que en Les grandes amitiés ha narrado patéticamente la evolución espiritual de los dos. Pero Maritain no iba a defenderse diciendo que él no era del pueblo despreciado de su mujer. De la autenticidad de su conversión, que Serrano Suñer ponía temerariamente en duda, da fe la trayectoria seguida fielmente hasta su muerte, en 1973, entregado a la oración en la soledad y el silencio, compartiendo la vida de los Hermanitos de Jesús. La guerra civil hacía años que había terminado y él seguía siendo la bestia negra de las derechas católicas. Aún en 1956 La Civiltá cattolica le atacó duramente, tal vez como un modo indirecto de impugnar las posiciones de monseñor Montini, a quien Pío XII había nombrado arzobispo de Milán para alejarlo de Roma. Cuando en 1961 le escribí solicitándole una entrevista para que me informara sobre su posición ante nuestra guerra, se excusó desde su retiro y me remitió al prólogo al libro de Mendizábal, de que antes hemos hablado, «prefacio —me escribía— que provocó la indignación y los insultos del señor Serrano Suñer». «Tuve el privilegio —añadía— de encontrarme en Italia con S. E. el cardenal Vidal y Barraquer, cuya aprobación y aliento fueron preciosos para mí». Con ocasión de su fallecimiento recordaba Jacques Nobécourt el influjo que Maritain había ejercido en su amigo Montini, que había hecho traducir y prologado la edición italiana de Trois réformateurs y había traducido personalmente el Humanisme intégral que, al convertirse Montini en Pablo VI, resultaría una de las principales fuentes de inspiración de su encíclica Populorum Progressio. Nobécourt ha calificado a Maritain de «inspirador del montinianismo». (Le Monde, 25 enero 1973).

Pero volvamos a los años de la guerra. Los dominicos de París amigos de Maritain también sufrieron lo suyo. Poco después de publicada la carta colectiva de los obispos, el padre Gillet, maestro general de los dominicos, por telegrama del 25 de agosto de 1937, suprimía la revista Sept, alegando razones económicas. Éstas eran ciertas, pero no habían sido las decisivas. Tres días después, el embajador de Francia en la Santa Sede, F. Charles-Roux, visitó al padre Gillet en Roma para lamentarse de la supresión de Sept. El Gobierno francés se mostraba preocupado por una medida que parecía herir a los católicos de izquierda. El padre Gillet repuso que se trataba de una medida disciplinaria interna de la Orden, amenazada de divisiones por la posición de Sept en las cuestiones de España, y más especialmente en las cuestiones religiosas de este país. Entre otras cosas, Sept había criticado la pastoral colectiva. Además, el padre Gillet recibía cartas de protesta de los dominicos de Londres, que no soportaban que se pudiera atribuir a la Orden entera lo que decía el grupo de Latour-Maubourg. En sus memorias, Charles-Roux se queja de la manía de los católicos franceses de distintas tendencias de acusarse mutuamente ante la Santa Sede.

Sept no había sido objeto de una condena doctrinal formal, aunque muy probablemente hubo intervención de monseñor Pizzardo y del Santo Oficio. Se formó un equipo nuevo, sin ningún religioso, pero básicamente con los mismos colaboradores laicos que ya venían trabajando en la revista, se constituyó una sociedad anónima que aseguraba una base económica estable y autónoma y el 5 de noviembre del mismo 1937 aparecía la nueva revista Temps présent, que era el subtítulo que había llevado Sept, con lo que se subrayaba la expresa voluntad de continuidad. Entre la cuarentena de colaboradores de los últimos tiempos de Sept, los únicos religiosos eran los dominicos Chenu, Chéry, Congar, Maydieu, Renard y Sertillanges, y aun éstos habían publicado muy pocos artículos: habían tenido el acierto de promover o aceptar la colaboración de laicos competentes. Temps présent tenía como director a Stanislas Fumet, y como secretarios de redacción a Joseph Folliet (que por los años sesenta fue ordenado sacerdote) y a E. Chenu.

Los cristianos anglosajones y alemanes

La Iglesia católica de los países anglosajones se distinguió por su especial entusiasmo en favor de Franco. Su carácter minoritario, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, y el origen de muchos de sus miembros —de procedencia irlandesa o italiana—, los hacían muy sensibles a las noticias y la literatura que les llegaba sobre los mártires y la Cruzada. La prensa católica de estos países se hizo ampliamente eco de la propaganda nacionalista y, naturalmente, de la carta colectiva del episcopado español. Siguiendo un reciente estudio de Louis Stein, diremos que la opinión norteamericana en gran parte simpatizaba con la República, pero a la vez prevalecía un aislacionismo, fruto del deseo general de no tener otra guerra europea; se hablaba mucho en favor de la República, pero se apoyaba la no intervención. Las encuestas de opinión citadas por Stein revelan que las diferencias de religión fueron más decisivas que las de clase social, en la simpatía por uno de los dos bandos. En diciembre de 1938, entre los católicos un 39% son franquistas, un 31% neutrales y un 30% son republicanistas, a pesar de que casi el 100% de la jerarquía y de la prensa católica son fuertemente franquistas. En la misma encuesta, entre los protestantes son republicanistas el 48%, franquistas el 9% y el 43% son neutrales. Entre los judíos sólo son franquistas el 2%. La agencia católica de noticias, muy bien organizada, que servía a 450 periódicos y revistas confesionales, comentó la guerra desde el punto de vista de los nacionales. Los pocos católicos que veían las cosas de otro modo tenían que decirlo en publicaciones laicas. Contra la prensa católica polemizó fuertemente, en sentido opuesto, la protestante, sobre todo a raíz de la carta colectiva. Un acreditado comentarista, Herbert L Matthews, afirma que «la guerra civil española dividió a los americanos según líneas religiosas. En este sentido fue uno de los fenómenos más notables y más perturbadores de nuestra historia. No ha habido otro acontecimiento exterior que haya tenido efectos parecidos, lo cual evidencia una vez más la intensidad de las emociones que España suscitó».

Fabián Estapé ha dedicado un interesante artículo a «Los Kennedy en la guerra de España». (Historia y Vida, diciembre 1974). El joven John Fitzgerald Kennedy, escribiendo a su padre sus impresiones en el curso de un viaje por España en el verano de 1936, difiere un tanto de la opinión general de los católicos norteamericanos:

«Mucha gente en los Estados Unidos es partidaria de Franco, y aunque considero que sería quizá mucho mejor para España que Franco triunfase —porque esto devolverla al país unidad y fortaleza—, al principio era el Gobierno quien tenía moralmente razón, y su programa era similar al del New Deal (…). Su actitud hacia la Iglesia era solamente una reacción contra el poder de los jesuitas, realmente excesivo. La Iglesia se inmiscuía demasiado en asuntos del Estado, y viceversa».

Pero al enterarse de las atrocidades cometidas en la zona republicana, escribe: «Me he apartado un tanto del Gobierno».

También Luis Romero, en su más reciente obra, El final de la guerra (Barcelona, 1976), menciona el filofranquismo del padre de los Kennedy, entonces embajador en Londres, y del primogénito, Joseph Patrick; éste, hacia el final de la guerra, tuvo contactos con la quinta columna madrileña y con su jefe, Manuel Valdés, aunque Romero cree que probablemente fue sólo para informarse a fondo y tener enterado a su padre.

En Gran Bretaña, mientras eclesiásticos anglicanos recorrían la zona republicana y formulaban después declaraciones favorables al Gobierno, eran contadas las voces católicas que se pronunciaban en el mismo sentido. Citemos al canónigo F. H. Drinkwater, que fue acusado de rojo por haber disentido desde el púlpito de la tónica predominante en la prensa católica británica, que él tachó de fanática y sensacionalista.

El interés apasionado con que los cristianos franceses —y también, aunque no tanto, ingleses— siguieron nuestra guerra civil contrasta con la indiferencia de los alemanes. Contra los Christen Deutschen («cristianos alemanes», pasados al nazismo), Karl Barth, Dietrich Bonhoeffer y Martin Niemiller, todos ellos figuras destacadas del protestantismo alemán, habían organizado la Bekennende Kirche («Iglesia confesante»), dispuesta a resistir hasta el martirio antes que doblegarse ante Hitler, a quien tenían por el Anticristo. Karl Barth había sido desposeído de su cátedra de teología en Bonn y expulsado de Alemania por haberse negado a empezar las clases, como estaba mandado, con el grito de Heil Hitler!, y a jurar fidelidad al dictador. En el momento de la crisis de Munich excitó a los checos a una especie de guerra santa contra los nazis no muy distinta de la del episcopado español contra la República —aunque aquélla era defensiva—. El 19 de setiembre de 1938 escribía Karl Barth al profesor Hromádka, de Praga:

«Me atrevo a esperar que los hijos de los antiguos hussitas mostrarán a la caduca Europa que aún hay hombres. Todo soldado checo que sufra y muera lo hará también por nosotros y —lo digo hoy sin reservas— lo hará también por la Iglesia de Jesucristo, que en la atmósfera de los Hitler y Mussolini no puede sino sucumbir al ridículo o al exterminio. Qué tiempos tan especiales, querido colega, en los que el hombre sensato sólo puede decir una cosa: es la fe la que manda poner absolutamente en segundo plano el temor a la violencia y el amor a la paz, y poner decididamente en primer plano el temor a la injusticia y el amor a la libertad».

Cuando, pocos días después, el 30 de setiembre, las democracias occidentales claudicaban ante el fascismo y, por el tratado de Munich, abandonaban Checoslovaquia y la obligaban a dejar que Hitler le arrebatase la región de los Sudetes, Barth quedó hundido. «Para mi —escribiría en 1942— el peor día de estos últimos años no ha sido el del desastre de Francia el 1940, o el de la conquista de Creta el 1941, o el del ataque de Pearl Harbour, sino el día de Munich, el año 1938, cuando los Estados responsables de la paz de Versalles tuvieron que confesar su incapacidad por preservar el orden establecido el 1918, y cuando las campanas de todas las iglesias de Europa doblaron y los cristianos creyeron que había que dar gracias a Dios por haber evitado la guerra con este vergonzoso tratado de paz». Sería de esperar, ya que Hitler y Mussolini intervienen en España como aliados de los nacionales, que Barth se planteara, al menos a nivel teológico, el problema que resulta de la presencia de los nazis en la «guerra santa» de los católicos. Pero Barth no habla nunca de aquella guerra que a tantos hombres de todo el mundo apasionaba. Él, que decía que el teólogo ha de trabajar con la Biblia en una mano y el periódico en la otra, parece no haber leído nada acerca de una guerra que tanta literatura ha suscitado.

Tampoco habla de ella Dietrich Bonhoeffer, cuyo silencio es todavía más sorprendente; en primer lugar, porque su actitud fue personalmente más comprometida —tomó parte en la resistencia activa contra Hitler, por lo que fue ahorcado en 1945—, y luego porque en los años 1928-1929 había ejercido su ministerio en Barcelona, como vicario de la parroquia evangélica alemana. Por lo visto no sintió la menor curiosidad por nuestro país, y más tarde, en aquel otoño de 1938, mientras los católicos de izquierdas francesas sienten como en su propia carne la tragedia de España y se hallan en el momento culminante de la campaña internacional por la paz civil y religiosa, los teólogos de la Bekennende Kirche muestran no sólo insensibilidad, sino incluso una total ignorancia sobre una guerra sangrienta, en la que el nombre de Cristo está en juego, en la que muchos alemanes luchan y de la que, por otra parte, podían haber sacado interesantes argumentos para su campaña antihitleriana. En curiosa coincidencia con Negrín, parecen desear la gran catástrofe que desde su punto de vista es lo único que los puede salvar: la guerra mundial. Sobre todo esto deberían meditar los autores que en estos últimos años proponen en España una teología política inspirada en la de la Bekennende Kirche.

Últimos esfuerzos de mediación

La mejora en la situación de los republicanos, en la retaguardia y en el frente, a partir de mayo de 1937, hizo concebir nuevas esperanzas de hacer aceptar la paz a los combatientes. Los comités por la paz recibieron en enero de 1938 la preciosa adhesión del expresidente de la República Niceto Alcalá Zamora, quien aprobaba los esfuerzos por la mediación siempre que se excluyera todo riesgo de westfalización o desmembramiento de España y toda tutela extranjera, aun provisional. También el cardenal Verdier escribía al boletín La paix civile, portavoz de los Comités: «Bendigo de buena gana vuestros trabajos (…). Confieso que cada día ruego a Dios que ponga fin a estas luchas sangrientas. Y si a mis oraciones pudiera añadir alguna actuación, lo haría con mucho gusto».

En setiembre de 1937 el comité francés y el español habían dirigido un mensaje a lord Plymouth, presidente del comité de no intervención, para pedirle que se hiciera un nuevo esfuerzo cerca de ambas partes:

«Ha llegado la hora de transformar la no intervención en una intervención mediadora», le decían. Firmaban el mensaje, en nombre del comité francés, monseñor Beaupin, Jacques Maritain y Claude Bourdet y, en nombre del comité español, Alfredo Mendizábal, Joan B. Roca i Caball y «Víctor Montserrat». El comité inglés apoyó inmediatamente dicha petición. La guerra, con armamento más perfeccionado, resultaba cada día más cruel. Georges Bidault clama: «¿Quién protestará contra los bombardeos y las matanzas?», (boletín La paix ciuile, 1 diciembre 1937), y Francois Mauriac repite que «contra la guerra, clamar es un deber». (L’Aube, 25 enero 1938). Desde Londres, el infatigable Don Sturzo formula una de las condiciones de la paz: «No habrá paz verdadera si no vuelve la libertad de cultos, también en la España republicana». En mayo de 1938, Emmanuel Mounier reafirma su posición contra Franco, a pesar de la carta de los obispos:

«En cuanto a ciertos actos del episcopado, sabemos que no fueron unánimes, que el Osservatore romano no ha publicado aún la carta colectiva de los obispos, que el clero vasco no ha sido desautorizado. Y si estos hechos no fueran suficientes, nos bastaría releer el mensaje radiado del Vaticano después de la sumisión del cardenal Innitzer: “(…) no corresponde a la autoridad doctrinal de la Iglesia como tal hacer declaraciones que midan y aprecien resultados puramente económicos, sociales y políticos de un gobierno”».

Organizada por el comité español, en colaboración con los comités británico y francés, tuvo lugar en París una Conférence Internationale Privée des Comités pour la Paix en Espagne, los días 30 de abril y 1 y 2 de mayo de 1938. Don Luigi Sturzo presentó un informe del comité británico sobre «El proyecto de armisticio y los preliminares de la paz». Los resultados de los estudios fueron comunicados al Quai d’Orsay y al Foreign Office, con un anteproyecto de plan de armisticio, y la prensa publicó la resolución final del Congreso.

Los días 17, 18, 19 y 20 de marzo de 1938 Barcelona fue objeto de terribles bombardeos. Al recapitular las enseñanzas de la guerra aérea en España, el técnico francés Rougeron concluye que las incursiones aéreas que al principio se hacían a través del frente terrestre implicaban pérdidas considerables de aviones, exigían acompañamiento de cazas y, en definitiva, el rendimiento de los bombardeos era débil; en cambio, los bombardeos hechos desde Mallorca se realizaron casi siempre sin pérdidas de aviones y con gran eficacia: «Esta lección es probablemente la más rica en enseñanzas de todas las que nos da la guerra de España», esto es, que «el mar es la vía de ataque ideal». Además, después de lanzar sus bombas sobre Barcelona, los aviones procedentes de Mallorca podían ametrallar impunemente pueblos y carreteras o trenes de la costa. Siguiendo esta vía de ataque, en los citados días de marzo del 38 se experimentó una técnica especial. En vez del método tradicional de concentrar todos los aviones y lanzar todas las bombas posibles en un lugar y en un momento determinados (con lo que se buscaba desbordar los equipos de salvamento y de extinción de incendios), se organizaron los ataques en cadena ininterrumpida, de modo que los sistemas de alarma quedaban desarticulados: los barceloneses ya no sabían si el chillido de las sirenas, tantas veces repetido, indicaba el comienzo o el fin del peligro. Según Langdon-Davies, autor de un libro sobre aquellas jornadas (Air Raid, Londres 1948), a las 10.08 horas del día 16 de marzo de 1938 las sirenas dieron la alarma. Entre este momento y las 3.19 de la tarde del día 18 de marzo hubo treinta incursiones aéreas que produjeron destrozos en todos los distritos de Barcelona y en las poblaciones circundantes. El total de bajas fue de unos 3000 muertos y unos 5000 hospitalizados. Un parte oficial del Ministerio de la Defensa republicano reduce las bajas producidas la noche del 16 y los días 17 y 18 a 670 muertos y 1200 heridos, con 48 edificios destruidos y 71 deteriorados. El libro de servicios de los bomberos de Barcelona registra, sólo el día 17 —fue sobre todo por la noche— 38 servicios en lugares distintos. El balance final oficial es de 875 muertos —entre ellos 118 niños—, más de 1500 heridos, 48 edificios totalmente destruidos y 75 con desperfectos graves. Ricardo de la Cierva calcula, sólo para el 17 y 18, unas mil bajas, y considera que estos bombardeos «anticiparon las hecatombes de la Segunda Guerra Mundial». Barcelona carecía de refugios antiaéreos adecuados —los únicos sitios seguros eran las estaciones del Metro, que entonces eran muy pocas— de modo que la gente solía continuar en sus casas durante los bombardeos, hasta entonces poco mortíferos. Por lo demás, las baterías antiaéreas eran totalmente insuficientes para una ciudad tan grande y la aviación republicana se encontraba en inferioridad creciente. Por todo ello, los bombardeos de Barcelona en marzo de 1938 resultaron una matanza a mansalva en una ciudad enorme e indefensa en la que se habían acumulado muchos refugiados del territorio perdido. No han sido inmortalizados por ningún Picasso, como en el caso de Guernica, pero las fotos y relatos son elocuentes. La opinión internacional se conmovió y los comités por la paz se sintieron espoleados en sus esfuerzos.

El 21 de marzo, el secretario de Estado de los Estados Unidos, Cordell Hull, formulaba esta enérgica declaración oficial:

«En esta ocasión, cuando la pérdida de vidas entre la población no combatiente es quizá mayor de lo que jamás lo haya sido en la historia, creo que estoy hablando en nombre de todo el pueblo norteamericano cuando expreso un sentimiento de horror por todo lo que ha sucedido en Barcelona y cuando expreso la profunda esperanza de que en el futuro los centros de población civil no serán ya más objeto de bombardeos militares desde el aire».

Por su parte, el embajador alemán Von Stohrer envió desde Salamanca un informe a Berlín, el 23 de marzo, sobre «Los efectos de los recientes ataques aéreos sobre Barcelona»:

«He sabido que los ataques aéreos efectuados hace unos días sobre Barcelona por bombarderos italianos han sido literalmente terribles. Casi todos los barrios de la ciudad han sufrido. No hay ningún indicio de que se haya querido tocar objetivos militares (…). Entre los periodistas internacionales que han asistido a los efectos de estos bombardeos se manifiesta la más viva indignación en los reportajes que envían a sus periódicos. Están convencidos de que estos bombardeos efectuados indiscriminadamente sobre la ciudad de Barcelona constituyen sobre todo experimentos de nuevas bombas. Temo que los bombardeos aéreos de destrucción, cuando no apuntan clarísimamente a objetivos militares, no producen el efecto moral que se busca, en una guerra civil como la española y, al contrario, conllevan graves peligros para el futuro. Estoy convencido de que después de la guerra, tanto en España como en el extranjero, se predicará de la peor manera el odio contra Italia y contra nosotros, sobre la base del hecho que, evidentemente, no son aviones españoles los que han destruido así sus propias ciudades con los bombardeos, sino aviones de los aliados italianos y alemanes».

Si según los alemanes estos bombardeos son obra de los italianos sin conocimiento de Franco, Ciano, respondiendo a la protesta que le formuló el embajador norteamericano en Roma, dijo que el Gobierno italiano no tenía el control de las acciones del ejército de Franco; y prometió usar su influencia para que no se repitieran. Los quintacolumnistas hicieron circular el bulo de que era Negrín mismo quien, para enemistar a la población catalana contra Franco, había hecho bombardear la capital por la aviación republicana; algunas memorias de gente de derechas que se encontraban entonces en Barcelona se hacen eco de tan absurdo rumor. Pero según las revelaciones de Franco a su primo Franco Salgado, recientemente publicadas (1976), el Generalísimo asume la responsabilidad de las operaciones aéreas emprendidas desde Mallorca; asegura que los italianos tenían que atenerse a las instrucciones que de parte suya les daba su hermano Ramón Franco (fallecido el 28 de octubre de 1938 en accidente de aviación); pero pretende que sólo se bombardearon objetivos militares.

El efecto psicológico fue contrario al esperado. «Después de los brutales bombardeos de Barcelona —escribe el embajador norteamericano Bowers—, miles de personas hasta entonces aletargadas se volvieron activas». El semanario humorístico barcelonés L’Esquella de la Torratxa, que es un documento muy interesante para seguir de cerca la vida del pueblo en estos años, reaccionó así: «A pesar de los bárbaros bombardeos sobre nuestra Barcelona, L’Esquella no ha dejado de reír, que es un modo como cualquier otro de mostrar los dientes». Y cuando el 18 de junio de 1940, en el momento más crítico de la batalla de Londres, pronunció Churchill en la Cámara de los Comunes el más famoso y dramático de sus discursos, no encontró otro ejemplo histórico más estimulante que el nuestro:

«No quiero subvalorar la severidad del castigo que cae sobre nosotros, pero confío que nuestros conciudadanos se mostrarán capaces de aguantar, tal como lo hizo el valiente pueblo de Barcelona».

Por cierto que en aquellos días en que Gran Bretaña no quería molestar innecesariamente a Franco, el embajador español obtuvo que estas palabras de Churchill no aparecieran en el diario de sesiones oficial y en la casi totalidad de la prensa, pero no se pudo impedir la publicación del discurso íntegro en el Daily Telegraph del 19 de junio.

Ferran Ruiz i Hébrard, presidente de la Federació de Joves Cristians de Catalunya, hizo público desde Barcelona el siguiente mensaje de protesta:

«En nombre de la juventud cristiana más martirizada de todos los tiempos, en nombre de nuestros 18 000 adheridos, los del frente y los de la retaguardia, de sus mujeres y de sus hijos, en nombre de nuestros muertos, de nuestras 300 víctimas caídas al principio de la guerra bajo las balas de los terroristas, de los que caen cada día en el frente de Aragón y de los que se encuentran hoy sepultados bajo las ruinas sangrientas de Barcelona, me dirijo a la comunidad católica universal, a su jerarquía, a sus ministros, a sus fieles; les suplico que olviden las divergencias políticas que les hayan podido dividir y que se unan en una protesta unánime contra las matanzas de poblaciones civiles catalanas.

»Barcelona vive días de alarma ininterrumpida. Los cadáveres destrozados, los restos humanos irreconocibles no paran de llegar al depósito de cadáveres, los hospitales no alcanzan a atender a los heridos que, de todas partes, llegan por millares, a pesar de los gritos de dolor que se levantan de las ruinas humeantes de nuestras casas devastadas.

»¿Llegará el exceso de horror a abrir los ojos obstinadamente cerrados? ¿La bandera de Cristo Rey puede disimular aún el espectro con casco de la guerra total de Ludendorff? Además de la angustia mortal, del dolor infinito de nuestro pueblo, ¿experimentaremos aún por mucho tiempo el tormento espiritual, mil veces peor para nuestras conciencias cristianas, de ver la Cruz, signo de paz y de justicia entre los hombres, convertida en manos sin escrúpulos en instrumento de muerte y de suplicio? Tenemos conciencia de no haber merecido estos crueles sarcasmos del destino.

»Católicos de todo el mundo: esperamos de vosotros un gesto de fraternidad. Necesitamos decir a estas masas sumergidas en la muerte, el horror y la desesperación, que hay aún una conciencia católica que se congregará siempre, unánime, en torno a esta consigna: Paz, Justicia, Caridad».

Los comités de París difundieron este llamamiento. El 19 de marzo le añadieron una nota de protesta. El comité español, además, envió un telegrama al Papa rogándole encarecidamente que interviniera de manera pública. El comité de Londres difundió una nota de protesta del grupo People and Freedom. El Osservatore romano hizo saber que el Papa había intervenido directamente y que, en respuesta a gestiones anteriores, «a las que el Generalísimo se había mostrado muy sensible», el Santo Padre había recibido declaraciones y explicaciones llenas de seguridades y de expresiones filiales, a través del encargado de negocios de la Santa Sede, monseñor Antoniutti; pero ante las nuevas víctimas, «el Augusto Pontífice, el 21 de los corrientes, ha encomendado a monseñor Antoniutti que haga una nueva y urgente gestión cerca del Generalísimo Franco». Los bombardeos proseguían. El Papa hizo presentar una nueva protesta y, el mismo día que ésta llegaba a Salamanca, 9 de junio, el Osservatore romano decía públicamente: «Los puntos bombardeados no ofrecen ningún interés militar y no se hallan en la proximidad ni de centros militares ni de edificios públicos que tengan relación con la guerra». La crónica internacional de La vie intellectuelle (25 junio) se hacía eco de las palabras del Papa y, en el mismo número, la crónica del Congreso Eucarístico de Budapest subrayaba que la intervención pontificia contra los bombardeos contrastaban singularmente con las palabras del cardenal Gomà, quien, en un discurso a los peregrinos de lengua española, había dicho que «ninguna pacificación es posible en España, si no es la pacificación por las armas». Es de suponer que el cardenal Gomà no se refería directamente a los bombardeos cuando aseguraba en Budapest que estaba perfectamente de acuerdo con el gobierno nacionalista, el cual no daba ningún paso sin consultarle. También La Croix había denunciado el «carácter vagamente político» de las asambleas de sección del Congreso Eucarístico en que el cardenal de Toledo había hablado de la España nacionalista. Con él había ido a Budapest una comisión oficial presidida por el director general de Asuntos Eclesiásticos, Mariano Puigdollers, y otras personalidades. «Realmente fueron gloriosas aquellas jornadas», dice el panegirista de Gomà, Granados.

Nos encontramos en el momento culminante de la campaña por la paz. Salvador de Madariaga —uno de los más prestigiosos entre los exiliados españoles—, después de haber aceptado la presidencia de honor del comité español, escribió un artículo titulado La paix tout de suite (La paz en seguida), donde exponía un punto de vista muy parecido al de Eden y de los medios británicos, con los que estaba muy relacionado: había que buscar una solución, aunque fuera provisional, pero que detuviera la guerra. También un editorial de La paix civile glosaba la idea de Eden: si se envían comisiones a las dos Españas para el recuento de los combatientes no españoles hará falta forzosamente una suspensión de las hostilidades, pero si los combatientes llegan a dejar las armas, ya no las volverán a empuñar (boletín de mayo-junio de 1938).

Los informes secretos de los diplomáticos alemanes hablan repetidamente de los políticos españoles residentes en Francia —citan una lista, que por desgracia no ha sido publicada en la edición oficial de los Archivos de la Wilhelmstrasse— que han establecido contacto con los círculos británicos, entre los que destaca —dicen— «el antiguo embajador de España en Washington, Salvador de Madariaga, que se ha hecho famoso sobre todo como delegado de España en la Sociedad de Naciones, y que pasa por ser hombre de tendencia moderada y adversario declarado de los comunistas». El embajador alemán se extraña de que la campaña por la paz no cese, a pesar de la mejora de la situación militar de Franco. En Berlín no se cree en la mediación, «a causa de la incompatibilidad absoluta de las dos Españas».

El 9 de marzo de 1938 inician los nacionales una ofensiva en el Ebro que parece incontenible. El 25 de abril el representante alemán en Londres informa que el Foreign Office le ha comunicado que sería de desear que el bando derrotado en España recibiera un trato moderado, y que sería muy conveniente, para una paz duradera en España, «que Cataluña, de acuerdo con la tradición, fuera dotada de una cierta autonomía en el interior de España». Pero la situación militar se invierte con la sorprendente ofensiva republicana en el Ebro, iniciada el 25 de julio. El 19 de setiembre, habiendo sido contenida una contraofensiva nacionalista, y asimismo un ataque en Almadén, Von Stohrer informa que «la moral está baja en el Cuartel General [de Franco]», lo cual tiene consecuencias políticas: «El hecho de que se haya restablecido el equilibrio de fuerzas en los campos de batalla ha hecho crecer en verosimilitud lo que hasta ahora no había parecido más que una posibilidad: el fin de la guerra y una intervención de las potencias». El 18 de octubre parece todavía más preocupado: «Nos interesa que la guerra civil se resuelva pronto por un compromiso, que, desde luego, tendrá que ser favorable a Franco».

En octubre, en el frente del Ebro, la guerra de movimientos se ha convertido en una guerra de posiciones, en la que ambos ejércitos se desgastan en hombres y en material, si bien los nacionales gozan de una clara superioridad y se saben respaldados por copiosas reservas, que los republicanos ya han puesto en el asador y quemado hace meses. Pero los republicanos, aunque contenidos, no abandonan la bolsa ocupada al otro lado del Ebro. En París, los comités por la paz lanzan la idea, que el cardenal Verdier apoya, de una tregua de Navidad. Desde Londres, Eden y Madariaga repiten que sí las hostilidades se suspenden, existen bastantes esperanzas de que no vuelvan a empezar. Se solicita para esta iniciativa la colaboración del Vaticano, que desde la derogación de las leyes anticlericales ya iniciada por Franco, se pone de su lado de modo cada vez más notorio.

El comité suizo organiza una reunión en Lausana. Roca i Caball asiste a ella y aprovecha la ocasión para visitar al cardenal Vidai i Barraquer, que se encuentra en la cartuja de Farneta; hablan de la campaña de la prensa franquista contra los comités y contra Maritain. El cardenal entrega a Roca i Caball la carta para Maritain que más arriba hemos citado, y que Roca le hará llegar a través del cardenal Liénart.

Se produce entonces una reacción nacionalista. Franco concentra sus reservas en el frente de Cataluña, inicia la más poderosa ofensiva de toda la guerra y, simultáneamente, emprende una campaña de propaganda contra la intervención, la mediación y el compromiso que, al decir de Von Stohrer, «supera en violencia todas las campañas de prensa emprendidas hasta ahora». Obispos y teólogos la corean, esgrimiendo no sólo razones teológicas, sino también políticas y militares, en las que por lo visto son igualmente expertos. Sus declaraciones se compilan, se traducen, se difunden copiosamente en el extranjero. Cuando por fin, ante numerosas e insistentes presiones de distintas partes, el Vaticano inicia unas gestiones de cara a una tregua de Navidad, o al menos para que se aplace el ataque, desde hacía tiempo esperado, Franco contesta que ya bastante lo ha tenido que retrasar, y el 23 de diciembre emprende la ofensiva final contra Cataluña. El Osservatore romano critica las posiciones neutralistas de los comités de París y amonesta a La Croix por haberse hecho eco de ellas con simpatía, publicando las conclusiones de una conferencia de Mendizábal. El padre Merklen, redactor jefe del diario católico francés, tendrá que hacer un público mea culpa (Osservatore romano, 17 enero 1939; La Croix, 7 diciembre 1938, 18 y 20 enero 1939).

Hoy, con cuarenta años de perspectiva, se ve mejor el sentido cristiano y humano de estos católicos que ya entonces trabajaron por la reconciliación. Se les tuvo por unos traidores y se quiso creer que sólo buscaban favorecer a los «rojos» ahorrándoles una derrota estrepitosa, que se veía inminente. En realidad, sin pretender cambiar el curso de la guerra, no convenía a nadie una victoria total, que dejaba las manos peligrosamente libres a los vencedores y, según suele acontecer en tales circunstancias, con tendencia a prevalecer los más radicales o duros de ellos. Sin dividir España en dos, como se hizo con Alemania, Corea o Vietnam, si se hubiera llegado a una paz negociada, o al menos a una rendición negociada bajo condiciones humanitarias, ni la represión contra los vencidos hubiera sido tan pavorosa ni pasados algunos decenios sería tan difícil como lo es ahora el intento de cicatrizar las heridas de la guerra civil.