2. ¿Pronunciamiento o Cruzada?

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¿PRONUNCIAMIENTO O CRUZADA?

Propósitos iniciales del Alzamiento

Contra lo que a veces se ha dicho, no es cierto que la guerra de España fuera la de un ejército contra el pueblo en armas. Si hubo guerra civil fue porque un ejército y un pueblo lucharon contra un ejército y un pueblo. Cuando todo el ejército de una nación se alza contra el Gobierno y el pueblo, no hay guerra. El tiempo heroico de las barricadas ya pasó. El capitán Alberto Bayo —el de la expedición a Mallorca— escribía con razón que «el pueblo desarmado es siempre vencido», ya que «cuando contra ametralladoras se oponen solamente pechos ciudadanos, aunque éstos vayan a la lucha con un valor heroico, los pechos salen siempre vencidos y ganan en todos los casos las ametralladoras». Como dice Ricardo de la Cierva, «el Alzamiento triunfó o fracasó, sin excepciones, según la resultante final de las fuerzas armadas en cada guarnición. Las colaboraciones civiles fueron del todo secundarias, incluso las milicias, coro para la tragedia, pero no protagonistas en ningún caso, ni en Madrid, ni en Barcelona, ni en Navarra, ni en Valladolid». Y en julio de 1936 el ejército español se dividió: entre los altos mandos prevaleció la fidelidad a la República, y en cambio entre la baja oficialidad, sobre todo los oficiales que acababan de salir de la Academia Militar que había dirigido Franco, la conspiración encontraba muchísimos adictos. De los ocho jefes de División Orgánica (nombre dado por la República a las Capitanías Generales), sólo se sublevó uno, y de los veintiún generales con mando de división sólo se rebelaron cuatro. Además, bastantes jefes que se habían retirado acogiéndose a las ventajosas condiciones que les ofrecía la ley Azaña (podían hacerlo cobrando el sueldo íntegro del grado superior al que entonces tuvieran), parece ser que sentían nostalgia de la vida militar. Otro factor que hay que tener en cuenta es el descontento que entre los militares profesionales producían las desconsideraciones y aun vejaciones de que eran objeto, en la prensa y en la calle, por el imprudente antimilitarismo de las izquierdas, especialmente intensificado después del 16 de febrero. Naturalmente, estas quejas o reivindicaciones de cuerpo no aparecen en los bandos de declaración de estado de guerra que los generales sublevados en las distintas capitales promulgaron.

Si recorremos estos bandos para encontrar en ellos los propósitos iniciales del Alzamiento, comprobaremos, tal vez con sorpresa, que en ninguno de ellos se invoca la motivación religiosa.

El primer punto en que todos los conjurados estaban de acuerdo era la represión de los nacionalismos peninsulares, y ante todo el catalán, que con grandes dificultades había alcanzado un moderado régimen de autonomía. Pero, como dice R. Carr, «fue precisamente este éxito político el que desencadenó un proceso de alienación de voluntades que al fin llegaría a un punto crítico. La desilusión de intelectuales como Ortega y Gasset no era demasiado importante. Lo que realmente era importante eran las reservas que empezaron a expresar ciertos sectores del Ejército, por tradición centralista». Ya la intentona del general Sanjurjo, en agosto de 1932, había invocado la defensa de la unidad de España, y «España una e indivisible» fue también el grito del Ejército en 1936. Es curioso que la Junta de Barcelona fuera, en esto, relativamente moderada. Proyectaba una ley sobre autonomías regionales que establecería «en lo administrativo, la máxima autonomía; en lo político ninguna». La declaración de principios preparada diría: «Será respetuoso el Gobierno provisional con los usos y costumbres, fueros y foros, idiomas o dialectos de las regiones españolas». Una vez estallada la guerra, el ambiente, en la zona nacional, fue desde el comienzo no sólo anticatalanista, sino netamente anticatalán. Son incontables los testimonios personales de catalanes de derechas, incluso sacerdotes, que tras pasar con grandes trabajos los Pirineos o haber podido escapar de Barcelona por mar, llegaban con toda ilusión a la frontera nacional y allí eran pésimamente recibidos. José Fontana, jefe provincial de la Falange de Tarragona, con jerarquías que esperaban su llegada, fue momentáneamente detenido y le reprocharon no haberse pasado antes. La dureza de muchos discursos proferidos y muchos artículos publicados entonces sobre Cataluña, sus hombres, su historia y su lengua han permitido publicar un dossier voluminoso. Bajo el seudónimo de Tresgallo de Souza, el hedillista hoy fallecido, Maximiano García Venero decía en un articulo titulado El dialecto agresivo:

«Como notificación impregnada de rabia y de asco españoles, nos llega la noticia de que en muchas ciudades de la España reconquistada se habla, en calles, plazuelas y centros de reunión diversa —pero siempre cómoda— el dialecto catalán. La sátira popular ha llegado a denominar un barrio de cierta bellísima ciudad española [San Sebastián] La Barceloneta (…). Que los fugitivos de Cataluña —fugitivos cuya salida se esclarecerá debidamente, para conocer a muchos Tartarines y a otros que no lo son— hablen, en la Patria, el idioma español. No queremos oír la germanía tarada del seudopurismo dialectal fabricado a brazo por intelectuales a sueldo de la Lliga y de los fabricantes».

También Siul (Luis de Galinsoga) exigía la unificación del lenguaje en la nueva España, como «un imperativo para acelerar la victoria» y «una cuestión de buen gusto y de elegancia espiritual».

Del catalán no tenían muchos españoles más imagen que la divulgada por los sainetes de Vital Aza, la del viajante de comercio, representante de los tejidos de alguna casa de Sabadell o Tarrasa. Seguramente tenía en cuenta este clisé mental Queipo de Llano, cuando el 11 de octubre de 1936 proclamó un bando, el número 32 de los suyos, en virtud del cual, teniendo en cuenta «la especial característica separatista del movimiento anárquico de la región catalana», prohibía el pago de deudas pendientes a favor de personas o entidades residentes en territorio de Cataluña; el pago, al llegar la fecha del vencimiento, debería hacerse, con efecto plenamente liberatorio, en la Cuenta de Créditos de Cataluña abierta a tal efecto en el Banco de España en Sevilla. O sea que hubo un tiempo en que un deudor sevillano podía legalmente pagar sus deudas a acreedores de Madrid, pero no a los de Barcelona. El bando número 70, del 10 de marzo de 1937, extendió esta medida anticatalana a «aquellos otros territorios que no quisieron someterse a la acción pacificadora del Ejército», y a «toda clase de créditos cuyos titulares tengan su residencia en territorio rojo», a la vez que se cambiaba el nombre de la cuenta abierta, que en adelante se llamó «… de Cataluña y demás territorio no liberado». No mentía Serrano Suñer cuando el primero de enero de 1939, ocupada ya media Cataluña y con el resto al alcance de la mano, declaraba a El Diario Vasco, «Las razones de esta guerra son muchas, pero sobre todas descuella la de la unidad».

El segundo lugar en importancia en las motivaciones de los sublevados parece ocuparlo el anticomunismo. La mayoría de los manifiestos iniciales hablan del peligro de sovietización o bolchevización que, según dicen, amenazaba a España. Pero en realidad el Partido Comunista contaba, hasta el momento de estallar la guerra, con unos efectivos muy reducidos. En las Cortes de 1931 no había ni un solo diputado comunista, en las de 1933 hubo uno, y en las de 1936, a pesar del triunfo del Frente Popular, los diputados comunistas eran 17, sobre un total de 473. La propaganda franquista posterior divulgó, como una de las piezas clave del llamado «Dictamen jurídico sobre la legitimidad del Alzamiento», unos documentos según los cuales los comunistas preparaban una revolución para la primavera de 1936, con todos los detalles de los crímenes que proyectaban. H. R. Southworth, con argumentos simplemente de crítica interna, ha demostrado con rigor metodológico irrefutable la falsedad de aquellos documentos. La falsedad resulta tan evidente que incluso Ricardo de la Cierva, nada filocomunista, al publicar en 1967 Los documentos de la primavera trágica, no estimó decoroso incluir los del supuesto complot, y en su Historia ilustrada de la guerra civil española (1970), habla de la «estúpida aceptación de esos documentos por numerosos propagandistas y hasta por historiadores de vitola».

Ninguno de los bandos de declaración del estado de guerra manifiesta intenciones de restauración monárquica. Como dice Stanley G. Payne, «la mayoría de los dirigentes de la conspiración, como Mola, Goded, Cabanellas y Queipo de Llano, sentían una verdadera antipatía hacia la institución monárquica. Franco mismo tuvo que manifestar que las tropas moras sólo actuarían bajo la bandera de la República». Mola había estado a punto de romper las negociaciones con Fal Conde y los tradicionalistas porque éstos exigían que el alzamiento se hiciera con la bandera monárquica. Por fin, acatando la orden expresa que desde Lisboa le dio Sanjurjo, Fal Conde aceptó que el ejército saliera con la bandera tricolor, con tal de que los voluntarios requetés pudieran llevar la bicolor. Mola había aceptado, por escrito, una dictadura republicana y la separación de la Iglesia y el Estado. A los militares comprometidos en Barcelona les había escrito terminantemente: «No debe hablarse de monarquía», y con su propia mano había tachado unos proyectos de decreto restableciendo la bandera y el himno monárquicos. Cuando don Juan de Borbón se le presentó como voluntario, le devolvió de nuevo a la frontera. El 24 de julio hubo de permitir, de mala gana, que los batallones navarros añadieran una corona al escudo de las cadenas de Navarra, y él mismo, ante aquel ambiente, no pudo impedir que colocaran en su propio coche un banderín en el que las religiosas Adoratrices habían bordado sobre el escudo la corona real. El primer número del Boletín Oficial de la Junta de Defensa de Burgos va presidido por el escudo de España de la República, con su corona de torres o castillos en vez de la corona real. Si la bandera monárquica fue restablecida, primero unilateralmente por Queipo, el 15 de agosto, y luego oficialmente por la Junta de Defensa, el 29, es porque los acontecimientos suscitaron muy pronto entre los sublevados una reacción antirrepublicana, más que por convicción monárquica. El decreto de 29 de agosto de 1936 restaura la «bandera bicolor, roja y gualda, como bandera de España», sin aludir a la monarquía; al contrario, el preámbulo previene contra «bastardos cuando no criminales propósitos de destruir el sentimiento patriótico en su raíz», que «pueden convertir en materia de partidismo político lo que, por ser símbolo egregio de la nación, está por encima de parcialidades y accidentes». Hasta el 27 de febrero de 1937 no se adoptó oficialmente el himno nacional español, designado no como Marcha real, sino como «el que lo fue hasta el 14 de abril de 1931, conocido como Marcha granadera».

Dionisio Ridruejo ha hecho este balance de la filiación de los conjurados: «Un republicano confeso y clamoroso como Queipo de Llano, un jefe de tradición izquierdista explícita como el coronel Aranda, o un general de ficha masónica como Cabanellas, se convertirían en piezas decisivas».

Falta, entre las piezas que Ridruejo cita, la que pronto resultaría la más decisiva de todas. Pero el bando inicial de Franco, el que el 17 de julio desencadenó el pronunciamiento y la guerra civil, no invoca ni la religión ni la monarquía. Invoca sólo la «unidad de la patria, amenazada por el desgarramiento territorial más que por el regionalismo» y denuncia —el desorden, el espíritu revolucionario, la violación de la Constitución. Acaba haciendo suya la famosa trilogía de la Revolución francesa, aunque invierta su orden: fraternidad, libertad, igualdad. Franco «no era un anticlerical, pero tampoco una excepción fervorosa en su ambiente y en su herencia castrense», ha escrito un admirador suyo, La Cierva, que subraya el influjo que en este aspecto ejerció sobre él su piadosa esposa. En 1934, ante el peligro de una insurrección de los moros, le contestó a un periodista que le preguntaba qué medidas creía prudente tomar: «En la política general y relaciones con el país conviene fomentar y extremar el laicismo, ya que la religión es el mejor estímulo para un alzamiento». (El Diluvio, 27 enero de 1934). Y en su famosa carta de 23 de junio de 1936 al ministro de la Guerra, Casares Quiroga, le aseguraba que «faltan a la verdad quienes le presentan al Ejército como desafecto a la República».

La declaración-programa de la Junta de Defensa Nacional del 24 de julio de 1936, tampoco menciona la religión. Es un manifiesto contrarrevolucionario, anticomunista y antiseparatista, en defensa del «orden».

Prescindiendo de momento de los voluntarios navarros, de los que en seguida hablaremos, el primer rebelde de quien conste que invocara motivaciones religiosas no es ninguno de los generales conspiradores, sino S. A.I. Muley Hassan ben El Mehdi, jalifa de la zona española del protectorado de Marruecos. Ya en los primeras momentos, al bendecir a los primeros moros que salían para la península, declaraba la guerra santa contra unos españoles que no tenían a Dios en sus banderas. Esta participación sagrada de los musulmanes —que llegaron a ser unos 80 000—, resultaba paradójica a su llegada a Andalucía, la «tierra de María Santísima». Poco después de haber pasado el Estrecho el primer convoy de tropas, José María Pemán contaba a Franco, en Sevilla:

«Con la conviviente mescolanza de planos temporales y religiosos a que nos tiene acostumbrados la Semana Santa, se reparten esas franelas con un corazón bordado que se llaman detentes, por llevar esta breve petición bordada en torno al Corazón de Jesús: “Detente, bala, el Corazón de Jesús está conmigo”. Entre los moros regulares tienen gran éxito. La llaman “corazón parabalas”, y bracean y se disputan desde las ventanillas del tren para alcanzar una, persuadidos de su valor taumatúrgico».

Franco se lo comentaba a Mola, cuando se juntaron en Burgos, según anotaba el secretario de Mola, Iribarren: “Comenta (Franco) lo encantados que vienen los moros a la guerra. Llevan detentes del corazón de Jesús, que en Sevilla les colocaron las muchachas. Dicen: Hacía tiempo que no podíamos matar hebreo .“Del presidente de la Junta de Defensa, masón notorio, escribía Jorge Vigón en su diario, en Pamplona, el 25 de julio:

«Santiago. Misa de campaña en la Plaza del Castillo. Cabanellas, con boina roja, preside la Consagración al Sagrado Corazón de Jesús (no tengo fiebre; estoy seguro de haberlo visto).»

Navarra es un caso aparte. Allí la guerra fue confesional desde el primer momento, y aún se podría decir que antes de empezar, porque desde el siglo pasado había guerra latente por Dios y por el rey. Las partidas de requetés se armaban y se entrenaban, a menudo con la complicidad de sacerdotes que comulgaban ciegamente con sus ideales. Carlos Sáenz de Tejada, el artista oficial de la Cruzada, que con sus personajes alargados y flotantes como caballeros o ángeles del Greco es exponente insuperable de esta ideología, ha dedicado significativamente una de sus acuarelas al contrabando de armas por la frontera navarra. La Diputación de Navarra, anticipándose en dos o tres años al gobierno de Franco, dictó entre julio y octubre de 1936 una serie de disposiciones que derogaban la legislación anticlerical de la República.

Pero en el resto de la España nacional, como hemos visto, no tenían la menor intención de emprender una guerra santa. El Alzamiento no se hizo por el trono ni por el altar. ¿Cómo se pudo entonces llegar a la estrecha alianza entre el trono y el altar que encontramos al final de la guerra, en 1939?

De cómo el «Pronunciamiento» se convirtió en «Cruzada».

Los militares sublevados no tenían la intención de emprender una guerra civil. Querían dar un golpe que, como los pronunciamientos del siglo XIX y del siglo XX, se debería decidir en unas horas, o como máximo en unos días. Pero el golpe, como tal, falló en la mayoría de las capitales de la península, y luego, por diversas razones —en primer lugar la división del ejército de que hablábamos al principio de este capítulo, y muy pronto por la intervención extranjera en ayuda de unos y otros— degeneró en una guerra civil larga y sangrienta.

Lo primero que hay que decir, con toda claridad, es que no fueron los militares sublevados quienes solicitaron la adhesión de la Iglesia, sino que fue la Iglesia la que se les entregó en cuerpo y alma. Y para ello el factor de más peso fue la salvaje persecución religiosa desatada en la zona republicana durante los primeros meses de la guerra civil. Con sus asesinatos e incendios, los elementos incontrolados y los delincuentes comunes que se les sumaron condecoraron gratuitamente al Alzamiento militar con el ventajoso título de Cruzada, asegurando a Franco la utilísima colaboración del brazo eclesiástico durante la guerra y durante una larguísima posguerra. Veamos brevemente cómo se sucedieron las cosas.

La Iglesia no había sido conspiradora del Alzamiento. En el capítulo anterior hemos visto la grave responsabilidad de un sector del episcopado y de las derechas católicas en el enfrentamiento creciente que llevó a la guerra civil. No es temerario suponer que bastantes obispos y también muchos católicos, en el ambiente tenso de la primavera del 36, en la que el golpe se veía venir —como más recientemente se ha visto venir durante meses el golpe de Pinochet en Chile y el de Videla en Argentina—, deseaban que se produjera de una vez, como lo deseaban también los capitalistas, los latifundistas y buena parte de los políticos de derechas, pero ni éstos ni aquélla fueron conspiradores. También los socialistas y los anarquistas, ya de antes de febrero del 36, hablaban sin recato de su revolución. Pero los únicos que podían hacerla con probabilidades de éxito eran los militares. Y los generales que emprendieron la única conspiración viable lo hicieron con gran sigilo, reservándose el control del movimiento, admitiendo sólo la colaboración de grupos políticos de extrema derecha (Requeté, Falange, Renovación Española) de modo que, cuando se les avisara, se sumaran a las tropas sublevadas, pero sin permitir que esta colaboración hipotecara en lo más mínimo la línea política de la sublevación. Las milicias cívicas que se sumaran deberían hacerlo ciegamente, saliera después lo que saliera, contentándose con saber que se iba a derribar el gobierno del Frente Popular. La Iglesia, pues, al igual que los terratenientes y empresarios, y que los políticos derechistas, deseaba el Alzamiento, se alegró de él y se le sumó, pero no lo llevó a cabo.

Si por Iglesia entendemos el episcopado —no el Vaticano, ni tampoco el pueblo— tiene razón Churchill cuando dice que la Iglesia se adhirió inmediatamente a la rebelión. Fue una grata sorpresa para los generales, y la cuerda religiosa se convirtió pronto en la más vibrante en la lira de la propaganda nacional. No es a fines de setiembre del 36, después de la toma de San Sebastián —como dice Tuñón de Lara— que Mola calificó por primera vez a la guerra de Cruzada, sino ya en agosto, en su famoso discurso por radio al pueblo castellano:

«Se nos pregunta del otro lado que a dónde vamos. Es fácil, y ya lo hemos repetido muchas veces. A imponer el orden, a dar pan y trabajo a todos los españoles y a hacer justicia por igual, y luego, sobre las ruinas que el Frente Popular deje —sangre, fango y lágrimas— edificar un Estado grande, fuerte y poderoso que ha de tener por galardón y remate allá en la altura una Cruz de amplios brazos, señal de protección para todos. Cruz sacada de los escombros de la España que fue, pues es la Cruz, símbolo de nuestra religión y nuestra fe, lo único que ha quedado a salvo entre tanta barbarie que intenta teñir para siempre las aguas de nuestros ríos con el carmín glorioso y valiente de la sangre española». Por cierto que fue en esta misma alocución cuando Mola acuñó la expresión de «quinta columna», que ha pasado a ser internacional, para designar a los partidarios propios que se hallan en territorio enemigo. Pero curiosamente, estas palabras, que miles de españoles que aún viven oyeron por radio, no figuran en la Prensa de entonces, tal vez porque una autocensura trató —inútilmente— de evitar las represalias que aquella imprudente frase iba a provocar. El caso es que la cruz quedó asociada a la quinta columna.

A partir de esta época son incontables los discursos o escritos de militares y de eclesiásticos que hablan de Cruzada. Por su solemnidad y amplitud, destacan la pastoral del obispo de Salamanca Pla i Deniel, del 30 de setiembre de 1936, titulada Las dos ciudades, y la del cardenal Gomà El caso de España, de 23 de noviembre del mismo año, más otros documentos de los que más adelante hablaremos. Pemán —el de principios de la guerra— escribía que «el humo del incienso y el humo del cañón, que sube hasta las plantas de Dios, son una misma voluntad vertical de afirmar una fe y sobre ella salvar un mundo y restaurar una civilización». Su Poema de la Bestia y el Ángel (1938), que aplica a la Cruzada todo el simbolismo del Apocalipsis, es tal vez lo más sonado en este género. Los ejemplos y citas que podríamos aducir serían inacabables. Digamos que con razón podía escribir Gomà, al término de la contienda, que «la Iglesia ha aportado todo el peso de su prestigio, puesto al servicio de la verdad y de la justicia, para el triunfo de la causa nacional». Era lógico que el gobierno de Burgos correspondiera a esta adhesión con una serie de disposiciones favorecedoras.

La piadosa legislación del nuevo régimen

Además de las disposiciones antes aludidas de la Diputación de Navarra, pronto empezaron a dictarse, con carácter general para toda la España nacionalista, una serie de decretos constantinianos, esto es, que daban facilidades de toda clase a la jerarquía y a las instituciones eclesiásticas y que trataban de imponer al pueblo una recristianización forzada.

La enseñanza, campo de batalla en los años de la República, era ahora materia propicia para dar satisfacción a la Iglesia. De cara al curso que iba a empezar, se ordenó revisar los textos para que nada hubiera en ellos opuesto a la moral cristiana, a la vez que se restablecía «la necesaria separación de sexos». (Orden del 4 de setiembre de 1936). Poco después (Orden del 22 de setiembre) se disponía que «en tanto se resuelva de modo estable y definitivo la extensión y carácter que han de tener las enseñanzas de Religión y Moral, suprimidas por gobiernos revolucionarios, se dará una conferencia semanal sobre temas fundamentales de cultura religiosa a los alumnos de los cursos primero y segundo». Un mes más tarde se reconocía a los ordenados in sacris, a los efectos del servicio militar, los privilegios que la República les había suprimido (Orden del 19 de octubre). Al establecerse la pintoresca institución del plato único, por cierto copiada de la Alemania nazi, se la justificó «por las múltiples atenciones benéficas a que un Estado moderno y católico ha de hacer frente (Orden del 30 de octubre)», de modo que fue, que sepamos, con motivo del plato único que el nuevo régimen se declaró por primera vez en un texto legal Estado católico. Los capellanes castrenses no se mencionan aún en la Orden del 2 de noviembre sobre emblemas y distintivos militares, pero la del 11 de setiembre ya asignaba Hermanos de San Juan de Dios a las clínicas psiquiátricas militares. La Orden del 6 de diciembre dispone que se incorporen a las divisiones orgánicas los capellanes castrenses que la República había dejado en situación de disponibles forzosos, y de otros «sacerdotes presbíteros» (sic) para el servicio religioso en los hospitales y las columnas de operaciones. Con la misma fecha se declaró feriado el día de la Inmaculada, «interpretando el espíritu tradicional del pueblo español». Por el mismo motivo, al acercarse la primera Semana Santa de la guerra, se declararon festivos el Jueves y Viernes Santos (Decreto del 22 de marzo de 1937). El 9 de abril del año 1937, de cara al mes de mayo, la Comisión de Cultura y Enseñanza (antecesora del Ministerio de Educación, presidida por José María Pemán), dictó las siguientes disposiciones:

  1. Que en todas las escuelas figure una imagen de la Santísima Virgen, preferentemente en la españolísima advocación de la Inmaculada Concepción. Quedando a cargo del Maestro o Maestra proveer a ello, en la medida de su celo [o sea que es el maestro quien la costeará, y así demostrará un celo que le puede salvar de ser depurado] y colocándola en lugar preferente.
  2. Durante el mes de mayo, siguiendo la inmemorial costumbre española, los Maestros harán con sus alumnos el ejercicio del mes de María, ante dicha imagen.
  3. Todos los días del año, a la entrada y salida de la escuela, saludarán los niños, como lo hacían nuestros mayores, con la salutación «Ave María Purísima», contestando el Maestro «Sin pecado concebida».
  4. «Mientras duren las actuales circunstancias, los Maestros, todos los días, harán con los niños una brevísima invocación a la Virgen para impetrar de ella el feliz término de la guerra».

Dice el Decreto del 6 de mayo de 1937 que «la designación por la Santa Sede de un Delegado Pontificio para proveer los servicios religiosos castrenses [se trata del cardenal Gomà] permite, en tanto se llegue a un concordato, organizar interinamente la asistencia espiritual católica a las distintas unidades en guerra», y da disposiciones al efecto, que serán completadas por otras posteriores (4 y 24 de junio siguientes). El Decreto del 22 de mayo de 1937 declara día festivo el de Corpus, teniendo en cuenta que «la festividad del Corpus Christi está vinculada a páginas gloriosas de nuestra historia y con marcada influencia en la literatura española del siglo de oro». En la comisión constituida para proceder con la mayor urgencia a la creación de los campos de concentración, figura un «capellán primero». (Orden de 5 de julio). Al convocar, un año después del Alzamiento, cursillos de formación para maestros, se dispone que el primero de ellos verse sobre religión (Orden circular del 17 de julio). El Decreto del 21 de julio, recordando que «la universal significación que en el orden histórico tiene el apóstol Santiago se destaca más singularmente en España, lugar de sus predicaciones y deudora de los mejores gestos de su glorioso pasado», dispone el reconocimiento de Santiago como patrono de España, declara fiesta nacional española el 25 de julio de cada año —las órdenes sobre las fiestas de la Inmaculada, Jueves y Viernes Santos y Corpus se limitan expresamente al año en curso, en espera del calendario nacional español— y ordena que se restablezca el antiguo tributo de las ofrendas al Apóstol, que se harán según la forma prevenida en la Real Cédula de 1643 y un decreto de 1875; Serrano Suñer expresaba muy bien el espíritu de esta ofrenda y el sentido de su restauración cuando, al presidirla él un año más tarde en representación de Franco, le decía al Apóstol:

«Vos fuisteis en el Colegio de Nuestro Señor Jesucristo un temperamento español (…). Fuisteis vos quien pidió fuego del cielo que consumiera las gentes protervas».

Tras recordar que Santiago fue víctima de la «perfidia judaica», añade:

«De vuestra Galicia surgió el protomártir de nuestro Movimiento, José Calvo Sotelo. Ella engendró y formó con hálitos marinos —broncos e imperiales— y con suaves delicias de cantigas y de rías misteriosas, al Caudillo de España, cuyos ojos reflejan toda la fe jacobea».

Los Estatutos de FET y de las JONS están llenos de referencias constantinianas: el Movimiento ha de devolver a España «la fe resuelta en su misión católica e imperial», al servicio, entre otras cosas, de «la libertad cristiana de la persona (art. 1); entre los servicios habrá un inspector nacional de educación y asistencia religiosa (art. 23)»; «El Jefe responde ante Dios y ante la Historia» (art. 47 del Decreto de 4 de agosto de 1937).

El Decreto del 1 de octubre de 1937 instituyó la Gran Orden Imperial de las Flechas Rojas, «como supremo galardón del nuevo Estado al mérito nacional», para premiar el esfuerzo de los que tomaran parte en aquella «Cruzada contra la barbarie comunista» y a fin de que dicha condecoración fuera «Cruz de Cruzados». Tres decretos de la misma fecha fundacional otorgaban, en su grado máximo, esta «Cruz de Cruzados» a Víctor Manuel III, Benito Mussolini y Adolfo Hitler. Posteriormente, en 1943, esta Orden fue rebautizada con el nombre de «Orden Imperial del Yugo y las Flechas», quitando lo de «rojas» y añadiendo el «yugo», a la vez que se le daba por lema la frase evangélica Caesaris Caesari, Dei Deo.

La clase obligatoria de religión en el Bachillerato se regula por el Decreto del 7 de octubre de 1937, que devuelve al ejercicio activo los profesores que la Orden del 29 de marzo de 1932 había dejado en excedencia forzosa. La Orden del 12 de noviembre de 1937 concede honores militares al Señor y a su Iglesia: al Santísimo Sacramento honores máximos, los cardenales son aproximadamente equiparados a generales en jefe, los arzobispos a generales de división y los obispos a generales de brigada. El 6 de diciembre se declara festivo el día de la Inmaculada, esta vez con carácter no ya ocasional sino perpetuo. La reorganización de las Reales Academias, agrupadas en el Instituto de España, se hace expresamente el 8 de diciembre, «en homenaje a la venerada tradición española de colocar la vida doctoral bajo los auspicios de la Inmaculada Concepción de María». Según Circular del 10 de diciembre, un representante de la autoridad eclesiástica formará parte de la Junta Superior de Censura de Cine. El reglamento de los sanatorios del Patronato Nacional Antituberculoso, del 28 de setiembre, dedica un capítulo entero a las religiosas que trabajen en sus establecimientos, que se encargarán, entre otras cosas, de la capilla y del culto.

Durante el año 1938 continúa la misma tónica. Por Orden del 25 de febrero, el día de Santo Tomás será festivo en todos los centros docentes de España; en las universidades y otros centros donde sea posible se tendrá una sesión conmemorativa en la que se dará al menos una conferencia sobre cualquier aspecto de la filosofía católica, preferentemente española. En el preámbulo de dicha Orden se lee:

«Fundamentado esencialmente nuestro Movimiento Salvador en los principios de Civilización Eterna de la Religión Católica, procede perpetuar en la mente de las generaciones estudiosas el recuerdo de aquel portento de Sabiduría y modelo de Santidad que en la plenitud de la Cristiandad Medieval donde lejanamente arraigan nuestros fundamentos ideales mereció el altísimo apelativo de Ángel de las Escuelas, y la gloria eterna de la creación de un sistema, justamente denominado después Perenne Filosofía».

El personal docente es objeto de una rigurosa depuración, según criterios políticos, filosóficos y religiosos: quedan en la calle (o en peor lugar) todos los sospechosos de profesar «ideologías e instituciones disolventes en abierta oposición con el genio y tradición nacional». (Decreto del 8 de noviembre de 1936, complementado por las Ordenes del 11 de marzo y 14 de mayo de 1938). En cambio, el cardenal Segura es restablecido, con carácter honorario, en el Escalafón del Magisterio con el n.º 1, honor que había recibido en tiempo de la monarquía y que en 1931 se le había retirado (Orden del 16 de marzo de 1938).

Al lado de esta legislación, más o menos anecdótica, lo más importante es la ley de reforma de la segunda enseñanza, del 20 de setiembre de 1938, que establecía óptimas condiciones para los colegios privados. El artífice de esta recristianización cultural, Pedro Sáinz Rodríguez, había sido miembro de la Asamblea de la Dictadura, y también de la revista Acción Española y del partido Acción Popular. En el congreso de este partido, en octubre de 1932, se había unido al sector tradicionalista, que se quejaba de la adhesión que Gil Robles parecía prestar a la República; en su intervención había exclamado: «Asistimos al primer embrión de un ralliement de las derechas españolas a la política de la República, pero es preciso que no sigamos paso a paso la marcha de los católicos franceses». Mientras Ángel Herrera gestionaba en Roma la urgente renuncia del cardenal Segura, allí estaba Sáinz Rodríguez moviéndose en sentido opuesto, y cuando el obispo de Vitoria, Múgica, entró en conflicto con los nacionales, fue de nuevo enviado a Roma para obtener su remoción. «Un tanto oportunista —escribe de él Serrano Suñer—, en su obra legislativa no fue realmente fiel a sus convicciones y escrúpulos. Él, como sus amigos, tan escrupuloso frente a cualquier tacha ajena de vaticanismo, ha sido el más “vaticanista” de los legisladores que ha tenido España». Pero en la segunda edición de Entre Hendaya y Gibraltar, Serrano se retracta parcialmente: «Atribuirle el campeonato del vaticanismo me parece excesivo». Como titular de Instrucción Pública del primer gobierno de Franco (1 de febrero de 1938), quería decretar la integración de la Federación de Estudiantes Católicos en el SEU, pero el cardenal Gomà, en una entrevista que con él tuvo el 29 de junio, logró que se comprometiera a no tocar la cuestión sin previo acuerdo con la jerarquía. En cuanto a su reforma del Bachillerato, que duró hasta muy adelantada la posguerra, fue, según La Cierva, un fracaso: «Clericalización de las humanidades clásicas enfocadas con criterios superficiales y decadentes», que «trató de fijar la loca oscilación del péndulo ideológico español en el extremo de la influencia eclesiástica». Es normal que provocara reacciones, no de las izquierdas o de los liberales, que no tenían voz, sino de un sector del falangismo. «Se intentó luchar —dice Ridruejo— contra el dogmatismo inquisitorial que hacía retroceder nuestra vida cultural a los niveles de la época de Calomarde».

Intérprete autorizado de esta ley fue el padre Enrique Herrera Oria, jesuita hermano de don Ángel, y colaborador de Sáinz Rodríguez. Desde la revista de los jesuitas Razón y Fe la comentaba así:

«Mientras los soldados de la auténtica España luchan denodadamente en las trincheras para salvar la civilización cristiana, amenazada por los ejércitos a las órdenes de Moscú, el ministro de Educación Nacional, don Pedro Sáinz Rodríguez, se ha preocupado de la reconstrucción espiritual de la nueva España».

Recuerda que ya desde el comienzo del Movimiento se habían dictado disposiciones para hacer frente a los problemas más urgentes de la enseñanza, «por ejemplo, la depuración de maestros y profesores, el exterminio en los centros del Estado del virus marxista criminalmente inoculado durante los años de la nefasta República masónico-bolchevique». Ahora todo es distinto: «Si el retorno al Imperio español no ha de ser una fórmula huera, significa la vuelta a los métodos educativos que formaron los hombres de la España imperial. Ahora bien, en lo básico, las normas que en la España imperial rigieron en la llamada Educación media no son muy distintas de las que en esta ley se proponen para la reforma del futuro Bachillerato español». Destaca, citando el preámbulo de la ley, la importancia otorgada a los «fundamentos clásicos grecolatinos, cristianorromanos, de nuestra civilización europea» (siete años de latín y cuatro de griego), y asegura muy seriamente, fundándose en cierta encuesta de después de la guerra del 14, que la grandeza del Imperio británico no le viene tanto de su marina de guerra como de la importancia que en Oxford y Cambridge se da al latín y al griego. Subraya también la importancia de las humanidades españolas, ya que «la lengua castellana, por sí misma, es eminentemente educadora (…). Así, verbigracia, el alumno que al terminar los siete cursos del nuevo Bachillerato español sea capaz de dar cuenta de una parte de Los Nombres de Cristo, ya podemos asegurar que está formado intelectualmente para ingresar en la universidad». Pero lo que el padre Herrera Oria tenía más en el corazón era la cuestión de los exámenes. En vez de tener que ir los alumnos de los colegios privados, cada fin de curso, a un instituto del Estado para examinarse de cada asignatura, ahora tanto los alumnos de los colegios privados como los de los institutos pasarían, después del séptimo año y ante un tribunal universitario, el llamado «examen de Estado de Bachillerato», que sería una reválida global. La enseñanza libre quedaba en pie de igualdad con la oficial. Los exámenes eran a menudo — hay que reconocerlo— una vejación para todos los colegios privados, incluso los no confesionales, pero el padre Herrera Oria llega a decir que «tal sistema era sectario y antiespañol», «un sistema de persecución religiosa»; por lo tanto, concluye: «Bendita mil veces [la actual guerra], aunque de ella no se hubiera sacado más que acabar con la tiranía antiespañola de los exámenes anuales, de la que fueron víctima no pocos de los héroes que hoy llamamos alféreces provisionales».

Es preciso añadir que la posición extremista —y, a pesar de tanto hablar de humanidades, de hecho muy poco humana— del padre Herrera Oria mereció, desde las páginas de la misma revista Razón y Fe, la réplica discreta de un correligionario, el padre Felipe Rodríguez.

Resumiendo, nos hallamos ya en los alrededores del segundo aniversario del Alzamiento o, por decirlo en la terminología de entonces, en pleno III Año Triunfal. Se comprende que una reforma tan pensada y sistemática de la enseñanza hubiera tardado tanto, pero sorprende que, en lo demás, pese a la lluvia de disposiciones piadosas, de las que hemos ofrecido un florilegio, se tardara dos o tres años en derogar las principales leyes anticlericales de la República: matrimonio civil, divorcio, ley de confesiones y congregaciones religiosas, presupuesto eclesiástico, exenciones tributarias, etc. Pese a las concesiones anecdóticas al clericalismo, quedaban pendientes serios problemas de fondo, en los que se ventilaba la confesionalidad del nuevo régimen y las relaciones diplomáticas con el Vaticano. Es preciso retroceder un poco para abordar mejor estas cuestiones.

Las relaciones diplomáticas con la Santa Sede

A pesar de la persecución religiosa en la zona republicana (de la que hablaremos más en detalle en el capitulo cuarto), a pesar de la adhesión masiva de obispos y sacerdotes al Alzamiento, y a pesar del carácter de Cruzada que se dio muy pronto, aunque a posteriori, a la rebelión, la Santa Sede mostró una notable reticencia ante la causa nacional. Veamos las razones y las etapas de esta actitud.

La guerra de España estalló en unos años de tensión creciente entre la Santa Sede y los regímenes de Hitler y Mussolini, sostenedores descarados del bando franquista. Algunos sectores de los nacionales, especialmente en Navarra, eran sinceramente católicos —a su manera—, pero otros inspiraban a Roma una desconfianza no injustificada. Ya hemos visto que el grupo de los generales que habían preparado el Movimiento no era precisamente un beaterio. En cuanto a la Falange, que al menos teóricamente parecía prestar al régimen su filosofía política, decía combatir el materialismo marxista, pero su espiritualismo pretendía utilizar la religión y su imperialismo evocaba aquella amenaza de Iglesia nacional que más de una vez apuntó en la España de los Austrias. En la redacción inicial de los Puntos de Falange se leía: «La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es, además, históricamente, la española». Se precisaba que el Estado no toleraría «intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional», y se terminaba convocando a una Cruzada —en sentido evidentemente figurado— a todos los españoles que quisieran el resurgimiento de España. En la redacción definitiva de los Puntos (noviembre de 1934), el 25.º decía: «Nuestro Movimiento incorpora el sentido católico —de gloriosa tradición y predominante en España— a la reconstrucción nacional. La Iglesia y el Estado concordarán sus facultades respectivas, sin que se admita intromisión o actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integridad nacional».

El conde de los Andes ha explicado que fue precisamente la redacción de este punto y el creciente influjo de Ramiro Ledesma Ramos —que carecía de las sinceras convicciones religiosas de José Antonio— lo que le llevó a dejar la Falange:

«La redacción del punto 25.º consagraba a mi entender lo siguiente: no se reconocía al catolicismo como la religión verdadera, sino como la más conveniente por su “gloriosa tradición española” y por su carácter “predominante en España”. Lo poco que de catolicismo se admitía era por “español”, no por católico. La coincidencia con el galicanismo francés era, a mi juicio, evidente».

Por otra parte, la Prensa falangista de antes de la guerra atacaba sin cuartel al partido mimado del Vaticano, la Acción Popular, integrado después en la CEDA. Se burlaba especialmente de su movimiento juvenil, la JAP, los «JAPoneses», como los llama irónicamente el semanario FE, que alguna vez los representa como una piara de cerdos. Se les reprocha incluso lo que tienen de fascistas:

«El credo de la JAP no es el credo de los apóstoles, sino el catecismo del padre Astete. Sus músculos no ofrecen la tensión de la juventud, pues pertenecen a licenciados de la CEDA, a veteranos con retiro y muletas. Su política es una escoria del dolfismo, a su vez recuelo del fascismo, caricatura de caricatura».

«El populismo —decía José Antonio— es un sucedáneo del socialismo».

Si la filosofía falangista ofrecía reparos a la Iglesia, los tradicionalistas, tan ortodoxos en teoría, no se habían andado con remilgos a la hora de amenazar al obispo Múgica o de perseguir a los sacerdotes vascos sospechosos de nacionalismo, según escribe Gomà.

Además de estas corrientes internas, preocupaba seriamente a la Santa Sede el influjo nazi, al que parecía difícil que Franco se pudiera resistir. Bastante adelantada la guerra, ya en pleno 38, la Santa Sede se resistía aún a dar por válido el concordato de 1851, que el gobierno de Burgos consideraba vigente, «por lo incierto del éxito, por las lecciones de Italia, por la tendencia general de los concordatos de la posguerra, por los temores de la infiltración alemana en España» (notas del cardenal Gomà).

En marzo de 1937, Pío X publicó simultáneamente dos encíclicas: la Divini Redemptoris, sobre el comunismo ateo, y la Mit brennender Sorge, sobre la situación de la Iglesia católica en Alemania. La primera lleva la fecha del 19 de marzo y apareció en las Acta Apostolicae Sedis del 31 del mismo mes; la segunda, con fecha de 14 de marzo, no se publicó hasta el 10 de abril. Además, en la clasificación oficial de los documentos pontificios, la Divini Redemptoris figura entre las Litterae Encyclicae, mientras la Mit brennender Sorge está en las Epistulae Encyclzcae, encíclicas también, pero de rango ligeramente inferior. En la Barcelona de la República y la Generalitat, el padre Josep Torrent, que regía la diócesis, hizo traducir, multicopiar y difundir ambos documentos. En la España nacional se dio amplísima difusión a la encíclica contra el comunismo y se trató de impedir la circulación de la encíclica contra el nazismo. Ésta sólo la publicaron, que sepamos, los obispos de Mallorca y Calahorra y —por indicación de Roma— la revista de los jesuitas Razón y Fe. El embajador alemán en Salamanca, Faupel, tuvo una entrevista con Franco, de la que el 23 de mayo de 1937 daba cuenta a Von Ribbentrop en estos términos:

«En el curso de la entrevista hemos hablado de la última encíclica del Papa y de la respuesta que Alemania le había dado. He dicho a Franco que ningún gobierno consciente de sus deberes y de su dignidad podía tolerar una tal intromisión en su política interior. Le he recordado que los soberanos de España bajo cuyo reinado el país había conocido su mayor prosperidad, como Carlos V y Felipe II, habían sido precisamente los que se habían opuesto a las intrusiones de los Papas y que hasta les habían impuesto su voluntad, y que en cambio estas intrusiones se habían multiplicado en las épocas en que España era más débil. Franco ha observado que esto se aplicaba también al tiempo presente. El Papa, ciertamente, era reconocido en España como autoridad religiosa suprema, pero toda ingerencia del Vaticano en los asuntos de la política interior sería rechazada. El [Franco] también tenía que luchar contra el Vaticano. En cuanto a la encíclica de la que acabábamos de hablar, había invitado últimamente al arzobispo de Toledo a no hacer en España mención alguna de la encíclica ni de la respuesta alemana. De este modo pensaba impedir de antemano toda crítica a Alemania».

Durante el Congreso Eucarístico de Budapest (mayo de 1938) el cardenal Gomà estuvo haciendo grandes apologías de Franco, pero con todo confesaba en uno de sus discursos: «Yo no diré que sea todo oro puro de religión y de españolismo lo que aparece en el campo nacional». Y en la famosa carta colectiva del episcopado de 1 de julio de 1937, de la que más adelante tendremos que hablar extensamente, fue preciso —quizá por indicación del Vaticano— apuntar el peligro de «la ideología extranjera sobre el Estado, que tiende a descuajarle de la idea y de las influencias cristianas». «En cuanto al futuro —dice el documento—, no podemos predecir lo que ocurrirá al final de la lucha (…). Confiamos en la prudencia de los hombres de gobierno, que no querrán aceptar moldes extranjeros para la configuración del Estado español futuro». Alimentaba esta suspicacia el hecho de que Franco, por la necesidad de aglutinar fuerzas diversas, no ponía las cartas boca arriba y dejaba concebir esperanzas a todo el mundo. Franco, como cuenta el hijo de Cabanellas en La guerra de los mil días, fue elegido «jefe del Gobierno de Estado» porque Mola pensaba que era republicano, Kindelán lo tenía por monárquico, Yagüe pensaba haberlo ganado al falangismo y casi todos los votantes pensaban que era de su facción; de modo parecido se mantuvo largo tiempo en una posición ambigua en el conflicto entre la Iglesia y el nazismo, dando a entender a los alemanes una cosa y a los obispos otra.

El Interlocutor eclesiástico fue, en una primera época, el cardenal Gomà. Ya en diciembre de 1936 había ido a Roma a abogar en favor del Movimiento. A raíz de este viaje fue nombrado, el 19 de diciembre, «representante confidencial y oficioso» de la Santa Sede cerca de Franco. El 29 fue recibido por Franco y se fijaron por escrito seis puntos sobre las relaciones entre la Iglesia y el nuevo Estado. El quinto decía:

«Reconociendo el Jefe del Estado español que la actual legislación no está, en varios puntos, en conformidad con las doctrinas de la Iglesia ni en consonancia con las exigencias de la conciencia de la mayor parte de los españoles, se complace en ofrecer a la Santa Sede el propósito de modificar o derogar aquellas leyes que por su letra o su tendencia están disconformes con el sentido católico. Para ello aprovechará las coyunturas favorables y procederá en todo de acuerdo con la Santa Sede o sus representantes, esperando su colaboración».

Estos puntos —como los Puntos de conciliación entre la Iglesia y la República que vimos en el capítulo anterior— tenían más de compromiso personal que de protocolo oficial. Parecía que Franco se había ligado por un pacto de caballeros, pero por eso mismo la Iglesia quedaba en adelante interesada en apoyar de presente a quien le prometía un porvenir rosado. Gomà instaba el cumplimiento del punto quinto, especialmente en cuanto a la derogación de la ley de divorcio. Al hablar de ello con Franco, el 3 de marzo de 1937, éste le contestó que deseaba tanto como la Iglesia borrar de la legislación española cuanto atentara contra la conciencia católica del país; pero, primero, no le parecía oportuno derogar leyes tan fundamentales sin la solemnidad análoga a la que las creó; y en segundo lugar, «me veo ahora precisado —dijo— a tratar, en España y fuera de ella, con gentes cuyo concurso necesito y que podrían recelar, desde sus puntos de vista, de una actuación demasiado rápida en el sentido que Su Eminencia me indica. Cuando hayamos logrado la fuerza que esperamos dentro de poco tiempo, procederemos sin trabas».

Así se lo transmitió al Vaticano el cardenal Goma. Pero mientras éste se fiaba plenamente de Franco, la Santa Sede andaba con más tiento. La Nunciatura de Madrid seguía abierta. A fines de 1935 había sido promovido cardenal el nuncio Federico Tedeschini; su sucesor, monseñor Cortesi, no llegó a tomar posesión del cargo. Cuenta Granados, panegirista del cardenal Goma, que el auditor de la Nunciatura, en funciones de encargado de la misma, pudo salir de Madrid y se trasladó a Roma poco después del 18 de julio. Lo que no sabe o calla es que, pese a todo, la Nunciatura siguió oficialmente abierta, a cargo del doctor Alfonso Ariz Elcarte, secretario de la misma desde hacía diez años. Hubo algún incidente con elementos incontrolados, pero los solucionó eficazmente el ministro del Interior, paisano de Ariz Elcarte. Éste tenía también relación frecuente con otro vasco, Manuel de Irujo, ministro de Justicia de la República. Se le renovó el pasaporte diplomático cuando lo solicitó, y la correspondencia de Ariz Elcarte con Zugazagoitia o Irujo es siempre con papel que lleva el membrete de la Nunciatura de Madrid. Por otra parte, el embajador de la República en el Vaticano, Luis de Zulueta, continuó en su puesto después del 18 de julio. La Embajada no fue jamás cerrada oficialmente ni por parte de la República ni por el Vaticano, sino a causa del asalto de unos fascistas italianos. Al no encontrar Zulueta en la Roma fascista la protección gubernativa que Ariz Elcarte recibió en el Madrid rojo, tuvo que retirarse por imposibilidad práctica de ejercer su misión diplomática.

Hay pues un tiempo en que las representaciones diplomáticas oficiales —Embajada y Nunciatura— se dan entre el Vaticano y la República, aunque no funcionen, y en cambio entre el Vaticano y Franco hay unas representaciones oficiosas —el cardenal Goma y el marqués de Magaz—, pero activas y eficaces. Entretanto, ni la Santa Sede reconoce oficialmente a Franco, ni Franco deroga oficialmente las leyes anticlericales.

Derogación de las leyes anticlericales:

España vuelve a ser católica.

Se da así la paradoja de que la llamada Cruzada tarda casi dos años en empezar a derogar la legislación anticlerical de la República. Se empezó por la ley de matrimonio civil de 28 de junio de 1932, derogada por el decreto de 12 de marzo de 1938, que estableció la nulidad de los matrimonios civiles de los ordenados in sacris y profesos solemnes, y devolvió al matrimonio canónico la eficacia civil.

El golpe sonado fue el restablecimiento en España de la Compañía de Jesús. El semanario humorístico barcelonés L’Esquella de la Torratxa, tomándolo a guasa, publicó una carta de Jesús al director dándose de baja de la Compañía. Mucho más seria fue la reacción alemana, porque entonces los nazis vieron claramente que Franco les había estado engañando: con los jesuitas de por medio no era posible la Iglesia nacional al servicio del Nuevo Estado e independiente de Roma en la que se les había hecho soñar. El embajador alemán, Von Stohrer, se enteró por la Prensa de que el gobierno de Burgos iba a decretar el reconocimiento de los jesuitas y la restitución de sus propiedades. Pidió inmediatamente ser recibido por Franco y le notificó que aquella medida «sería considerada reaccionaria y contraria a la política en la que se suponía que Hitler y Franco estaban de acuerdo». Franco le escuchó sin inmutarse y, al terminar Von Stohrer de hablar, tocó el timbre para llamar a su secretario, al que pidió que le trajera el texto del decreto. El secretario fue a buscarlo y al volver con él le dijo, delante de Stohrer, que estaba ya en la imprenta, listo para salir en el Boletín Oficial, a lo que Franco contestó, oyéndole naturalmente Stohrer, que saliera sin falta el día siguiente por la mañana. Así se lo contó poco después el vizconde de Momblas, representante de Franco en San Juan de Luz, al embajador de los Estados Unidos ante la República, Bowers.

En los archivos secretos alemanes no se halla constancia de esta desafortunada gestión de Von Stohrer, pero sí consta que dio mucha importancia al decreto del 3 de mayo que restablecía la Compañía de Jesús y transmitió inmediatamente la noticia a Berlín. Poco después, el 19 de mayo de 1938, enviaba a la Wilhelmstrasse un extenso informe sobre la situación política en la zona nacional, en el que dedica bastante espacio a la política eclesiástica y, en concreto, a lo que él llama el regreso de los jesuitas (regreso meramente legal, pues de hecho estaban ya allí desde el principio, y bien situados por cierto):

«Franco ha logrado hasta ahora preservar su autoridad (…) y ayudado por los consejos de su cuñado, el ministro del Interior, Serrano Suñer, ha evitado enemistarse con cualquiera de los partidos representados en el Partido de la Unidad [FET y de las JONS], que antes eran independientes y se combatían —sobre todo la Falange antigua originaria y el Requeté—, pero al mismo tiempo ha sabido no favorecer particularmente a ninguno de ellos, de suerte que no llegara a ser demasiado poderoso (…). Así se explica que, según el partido a que pertenece quien te habla, oigas en España la opinión de que “Franco se ha vendido completamente a la reacción”, o que “Franco es un puro monárquico”, o que “Franco está completamente bajo el influjo de la Iglesia”. En estas condiciones, no es nada fácil hacerse una opinión objetiva sobre la solidez actual de los vínculos que unen a Franco con estas fuerzas (…). Probablemente, sólo hay una cosa segura en el estado actual de las cosas, y es que bajo el presente régimen la influencia de la Iglesia católica en la España nacionalista ha aumentado en gran manera en estos últimos meses. Una prueba bien notoria de esto es la promulgación del decreto citado en mi informe n.º 2544 del 5 de mayo de 1938, según el cual la Compañía de Jesús es nuevamente permitida en España, se la restablece en sus antiguos derechos y, con el reconocimiento de la personalidad jurídica de la Compañía, se le reconoce una posición que no tenía durante la monarquía. Los diarios dicen que el ministro de Justicia, conde de Rodezno, procedente de las filas de los requetés, ha recibido incontables felicitaciones de todo el país con motivo de este decreto, sobre cuyo significado me reservo enviar un ulterior informe; la prensa controlada por el ministro del Interior, Serrano Suñer, que es bien conocido como hombre ardientemente religioso, se expresa en el mismo sentido. Pero no es menos cierto que la readmisión de los jesuitas en España ha suscitado una gran desaprobación entre las filas de la Falange».

»Las perspectivas de formar una Iglesia de Estado separada han disminuido. Aparte de este brusco golpe de timón en la política eclesiástica de la España nacionalista, al que el Vaticano ha contestado enviando un nuncio, hay una tal masa de indicios y de manifestaciones que uno se ve forzado a llegar a la conclusión de que la victoria de la Iglesia católica y de su influencia es cosa segura, y que por lo tanto se ha reforzado la posición de las fuerzas reaccionarias en España. Esto, sin embargo, no quiere decir que la enérgica demanda de la Falange originaria de establecer una Iglesia de Estado separada en España haya llegado a ser totalmente irrealizable; pero las perspectivas de lograr este objetivo han disminuido mucho sin duda a consecuencia de la evolución más arriba indicada».

»Influencia de la Iglesia en el entourage de Franco. Es seguro que el Vaticano mira de ejercer una fuerte influencia sobre el entourage de Franco, y por tanto sobre el Generalísimo mismo; lo pone fuertemente de relieve el restablecimiento de los derechos de la Orden de los jesuitas, más arriba mencionado. Los dominicos españoles —el padre Menéndez-Reigada, que pertenece a esta Orden, es uno de los consejeros del Generalísimo— y otros eclesiásticos, entre ellos el administrador apostólico de la diócesis vasca, monseñor Luzirika [sic, por Lauzurica] —que es tenido, dicho sea de paso, por enemigo de los judíos y de los francmasones—, tienen la posibilidad de ejercer allí una poderosa influencia. La atmósfera religiosa de la casa de Franco queda claramente caracterizada por la reciente entrada solemne de la joven hija del Generalísimo en una organización católica juvenil de la Falange (…).»

Tal como explicaba Von Stohrer en este informe, al reconocimiento de los jesuitas respondió el Vaticano enviando un nuncio, lo que significaba el reconocimiento oficial del gobierno de Burgos. En julio del año anterior había sido enviado, con el pretexto de una gestión humanitaria (la repatriación de los niños vascos exiliados), monseñor Hildebrando Antoniutti, con el rango de representante oficial de la Santa Sede. Era un paso adelante con respecto a la representación oficiosa confiada al principio de la guerra al cardenal Goma, pero no era aún una nunciatura, como se dijo en la zona nacional lanzando las campanas al vuelo. Pero el 24 de junio de 1938 las representaciones oficiales fueron elevadas a las categorías máximas, nunciatura y embajada, para las que fueron designados monseñor Gaetano Cicognani y Yanguas Messía. En cambio la Nunciatura de Madrid fue perdiendo importancia. Ya veremos cuales fueron los contactos indirectos entre la Santa Sede y la República, que en algún momento pareció que desembocarían en un restablecimiento de las relaciones diplomáticas. La batalla de Teruel, a finales del 38, coincide con el punto álgido de estas negociaciones. Pero muy pronto, al deteriorarse la situación militar de la República, la Santa Sede soltó el cabo de la cuerda que se le había tendido a través de París.

La ley de confesiones y congregaciones religiosas de 2 de junio de 1933 —una de las que más reacción había provocado entre los católicos— no fue derogada hasta el 2 de febrero de 1939. El 30 de marzo, dos días antes de la victoria final, se dictó sobre el crucifijo en los institutos y universidades una orden que alegaba el «sentido cristiano de nuestra victoria» y el «reconocimiento de la ayuda de Dios al Caudillo de España». El día mismo de la victoria, 1 de abril de 1939, otra orden concedía franquicia postal a los arzobispos, obispos y vicarios capitulares. El decreto de 28 de abril ordena rendir a la Virgen de Covadonga los máximos honores militares. El 12 de mayo una orden del Ministerio de Educación Nacional dispone la celebración de las Fiestas de la Victoria, que «debe ser impresa en la mente de las jóvenes generaciones españolas de modo indeleble»; desde las universidades hasta las escuelas primarias, todos los centros docentes «prepararán las inteligencias de sus alumnos y oyentes» con una serie de conferencias que se darán los días 15, 16 y 17 de mayo, y que versarán «sobre la necesidad y significación de la Cruzada española, dándose lectura, con especial comentario, de la magnífica alocución de Su Santidad Pío XII a los españoles, con ocasión de su glorioso triunfo»; los alumnos deberán anotar en sus cuadernos los resúmenes de estas conferencias; habrá premios para las mejores conferencias y para los mejores apuntes que de ellas tomen los alumnos, y se les concederá mención honorífica, que constará en sus expedientes personales.

La guerra hace un mes que ha terminado y sin embargo una parte no despreciable de la legislación de la República está aún por derogar. Al convocar el cardenal Gomà la Conferencia de metropolitanos que se celebrará en Toledo del 2 al 5 de mayo, apunta entre el temario propuesto: «¿Conviene insistir sobre la derogación de las leyes laicas?». Aunque un decreto del 2 de marzo del 38 había suspendido momentáneamente la tramitación de los pleitos de separación y divorcio, la ley del divorcio no fue formalmente derogada hasta el 23 de setiembre de 1939. El 27 de julio se instituyó la «Fiesta de la Exaltación de la Escuela Cristiana», que se celebraría cada año el 14 de setiembre, coincidiendo con la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La exposición de motivos de la orden justifica la celebración diciendo: «La victoria de España ha sido esencialmente la de la Cruz. Nuestra guerra se llamó Cruzada contra el enemigo de la verdad en este siglo, y su digno remate ha sido la nueva invención de la Santa Cruz que España ha realizado para el Occidente». En todas las escuelas de Madrid y su provincia, y de las demás provincias liberadas en marzo y abril, se celebrará solemnemente el acto de reposición del crucifijo en las aulas, en el que «se explicará la significación de nuestra victoria y se exaltarán las virtudes de nuestro invicto Caudillo». Finalmente, el 9 de noviembre de 1939 se restablece el presupuesto del clero, en la misma cuantía que tenía en 1931 (54 600 000 pesetas), como «tributo de justicia» y «expresión de gratitud nacional para ese Clero de la raza, que en tan señalada ocasión supo espiritualizar aún más la gloria de nuestras armas con el ejemplo de sus virtudes heroicas».

España volvía a ser católica.