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LA IGLESIA Y LA REPÚBLICA.
Una herencia decimonónica
La cuestión religiosa no la inventó la República caprichosamente, sino que es uno de los graves problemas que España arrastraba y que los países democráticos ya habían encauzado desde hacía más de un siglo. Todos los políticos y pensadores que han enumerado los problemas con que la República tenía que enfrentarse, citan entre los principales el religioso. Para Jiménez de Asúa, las cuatro reformas que la República tenía que emprender eran: una reforma técnica (la militar); una reforma liberal (la religiosa); una reforma tardía (la agraria) y una reforma patriótica (los problemas regionales). Según Alejandro Lerroux, los cuatro grandes problemas de la política española eran el religioso, el agrario, los presupuestos y el Estatuto de Cataluña. Y Manuel de Azaña, poco antes de ser elegido presidente de la República, o sea, en plena «primavera trágica» de 1936, decía en las Cortes, respondiendo a una interpelación de Ventosa y Calvell sobre el orden público:
«Se admiraba el señor Ventosa de algunas cosas que ocurren en nuestro país y que no suceden en naciones extranjeras. Se refería el señor Ventosa a la intranquilidad pública y a las alteraciones del orden público, a esta situación febril por la que atraviesa nuestro país y a la inquietud reinante, con las consecuencias que señalaba en el orden económico y de otro género en España; y el señor Ventosa se preguntaba o nos preguntaba: “¿Cómo estas cosas pasan en nuestro país y no ocurren en otras naciones?”. Señor Ventosa: yo sé poco, pero tengo el atisbo de que en estos países han ocurrido antes muchas otras cosas que en España no han sucedido todavía; que en nuestro país no han ocurrido los trastornos y los choques que han tenido teatro en los principales Estados europeos durante el siglo pasado, y que nuestro pobre pueblo ha ido pasando del auténtico antiguo régimen, o sea, del absolutismo monárquico, al actual, de una manera vacilante, sin guía, sin propósito, sin energía. ¿Por qué? Por múltiples causas. O por falta de una clase media suficientemente liberal y vigorosa para llevar adelante la revolución liberal del siglo pasado; o por la miseria económica de la inmensa mayoría de los españoles, porque para hacer revoluciones hay que estar por encima del hambre, señor Ventosa; porque la cultura de los españoles haya sido, en el orden político, excesivamente vaga o débil, no sé. Por mil razones que cualquier crítico o historiador le pueden dar a Su Señoría, pero lo cierto es que la evolución política de nuestro país no ha pasado por los grados de fiebre que en otras partes. Y ahora nos encontramos en la vida española con problemas de orden social y político de complejidad extraña. Estamos ahora viendo el auge y el alzamiento político de clases proletarias que enarbolan las mismas enseñas que en los países más evolucionados políticamente, junto a manifestaciones de retroceso y de regreso en el orden político y social que han desaparecido ya en los otros países avanzados. Si en España se hubiera hecho como en ellos la revolución liberal del siglo XIX, ahora los trabajadores estarían luchando aquí con una burguesía fuerte, potente, productora, que habría impulsado el progreso español por los caminos por donde lo ha impulsado la burguesía en los países europeos. Aquí, de eso no ha habido apenas nada, y hemos pasado del régimen feudal, señorial de las grandes casas históricas españolas venidas a decadencia sin haber perdido el poder político y económico hasta que ha venido la República; hemos pasado, digo, a las primeras manifestaciones revolucionarias del proletariado que empuja hacia el poder político y económico hasta que ha venido la República; hemos pasado, digo, a las primeras manifestaciones revolucionarias del proletariado que empuja hacia el poder político, cosa extraordinaria que no ha ocurrido en ningún país más que en el nuestro».
El anacronismo del planteamiento del problema religioso queda de manifiesto en la virulencia de las dos posiciones antagónicas que polarizaban las actitudes: clericalismo y anticlericalismo. Alguien ha dicho que los españoles van siempre junto a los curas: o delante con un cirio en las procesiones, o detrás con un garrote en las revoluciones. Lo cierto es que la República, a la hora de enfrentarse con el problema religioso, se encontró con un clericalismo intransigente por una parte y, por otra, con un anticlericalismo feroz y vulgar.
La proclamación de la República significó para la Iglesia española el brusco despertar de un sueño dorado: de serlo oficialmente todo pasaba a no ser casi nada, y aun ser la bestia negra. Leamos el lúcido diagnóstico que dos sacerdotes, Lluís Carreras y Antoni Vilaplana, enviados por el nuncio Tedeschini y el cardenal Vidal i Barraquer a Roma, formulaban en un informe fechado el 1 de noviembre de 1931, medio año después del cambio de régimen:
«El oficialismo católico de España durante la monarquía, a cambio de innegables ventajas para la Iglesia, impedía ver la realidad religiosa del país y daba a los dirigentes de la vida social católica, y a los católicos en general, la sensación de hallarse en plena posesión de la mayoría efectiva, y convertía casi la misión y el deber del apostolado de conquista constante para el Reino de Dios, para muchos, en una sinecura, generalmente en un usufructo de una administración tranquila e indefectible. El esplendor de las grandes festividades y procesiones tradicionales, la participación externa de los representantes del Estado en los actos extraordinarios del culto, la seguridad de la protección legal para la Iglesia en la vida pública, el reconocimiento oficial de la jerarquía, etcétera, producían una sensación espectacular tan deslumbrante que hasta en los extranjeros originaba la ilusión de que España era el país más católico del mundo, y a muchos, nacionales y extranjeros, les hacía creer que continuaba aún vigente la tradición de la incomparable grandeza espiritual, teológica y ascética de los siglos de oro.
»No obstante, los que, con juicio más clarividente y observación profunda conocían la realidad, no temían confesar que, bajo aquella grandeza aparente, España se empobrecía religiosamente, y que había que considerarla no tanto como una posesión segura y consciente de la fe sino más bien como tierra de reconquista y de restauración social cristiana. La falta de religiosidad cristiana entre las élites, el alejamiento de las masas, la carencia de una verdadera estructura de instituciones militantes, el escaso influjo de la mentalidad cristiana en la vida pública eran signos que no permitían una confianza firme».
Fácilmente se advierte que este informe secreto parece confirmación y glosa de la frase de Azaña, quince días antes, en las Cortes: «España ha dejado de ser católica». De la memorable sesión en que fueron dichas estas palabras hablaremos en seguida. De momento convendrá retroceder un poco y poner de relieve el deterioro que para la cuestión religiosa supuso la Dictadura. En esto, como en casi todo, la Dictadura no actuó promoviendo vías de solución positiva, sino como un dique sin desagüe y que acaba en desastre.
La Iglesia durante la Dictadura
El golpe de Estado proclamado por el general Primo de Rivera el 13 de setiembre de 1923 desde la Capitanía General de Barcelona, ratificado apresuradamente por Alfonso XIII, gozó al principio de un amplio margen de crédito ante la opinión. Ortega y Gasset reconocía que «si el movimiento militar ha querido identificarse con la opinión pública y ser plenamente popular, es justo decir que lo ha obtenido del todo».
En esta simpatía general, los representantes de la Iglesia se distinguieron por su adhesión entusiasta y perdurable, hasta el final. Primo de Rivera halagó convenientemente tales sentimientos. Su política religiosa era la de un catolicismo «ultra» que hacía de la Iglesia, como Napoleón Bonaparte, «el misterio del orden público», y también se caracterizó por un centralismo que le hizo perder toda popularidad en Cataluña, pero que hacía más tolerable la Dictadura a los españoles en general.
El incipiente catolicismo social español se pasó casi en masa al Directorio, colaborando activamente con el nuevo régimen. El diario católico El Debate se distinguía al principio por su entusiasmo; tal vez, como apunta Tusell, con la esperanza de que Primo de Rivera acabaría con el caciquismo y «serán nuestros hombres y nuestras organizaciones —según escribía El Debate— las que ocupen los nuevos cauces de la ciudadanía». Desde 1927, y más abiertamente en 1928 y 1929, El Debate fue tomando distancias con respecto al dictador, aunque seguía llamándose, «antiguo, desinteresado y genuino amigo suyo». En los actos fundacionales de la Unión Patriótica —el partido títere del general— estuvieron algunos oradores de la ACNP (Asociación Católica Nacional de Propagandistas), como Ángel Herrera Oria y José María Gil Robles. Este último fue el redactor de los textos legales sobre elecciones y sobre Estatuto Municipal, pero luego se eclipsó discretamente. Incluso Manuel Giménez Fernández, que más tarde encabezaría el sector izquierdista (o el menos derechista) de la CEDA, colaboró al principio, con la intención de desbancar el caciquismo. El Grupo de la Democracia Cristiana —que no era ningún partido político, sino un cenáculo de catedráticos e intelectuales muy vinculado a la ACNP y a El Debate— participó de la misma euforia: su presidente, Severino Aznar, fue miembro de la Asamblea Consultiva, y otros miembros destacados del Grupo, como Salvador Minguijón y Sangro Ros de Olano, siguieron por el mismo camino. También el dominico P. Gafo, con ser una de las figuras más interesantes del catolicismo social español, defensor de la no confesionalidad de los sindicatos y hasta, eventualmente, de la acción conjunta con los socialistas, se pasó al dictador. El Partido Social Popular, modesto intento de democracia cristiana fundado en el año 1922 con elementos procedentes del Grupo de la Democracia Cristiana, de la ACNP, del tradicionalismo y del maurismo, recibió un golpe de muerte con el advenimiento de la Dictadura. Los historiadores de esta tendencia (Tusell, Alzaga), hablan de «escisión». Sería más realista decir que, con alguna honrosa excepción, como la de Ángel Ossorio y Gallardo, el PSP aplaudió la Dictadura, colaboró con ella y, en el curso de esta colaboración, languideció hasta morir sin pena ni gloria a fines de 1924.
Párrafo aparte merece el canónigo de Oviedo Maximiliano Arboleya, a quien recientemente Domingo Benavides ha dedicado un minucioso estudio. Con la misma sinceridad con que en plena guerra civil, y en la zona republicana, se declaró públicamente monárquico, reconoció, en una serie de artículos publicados durante los últimos años de la Dictadura y recopilados en 1930, su adhesión inicial:
«… Me sumé a los incontables españoles que saludaron con júbilo y entusiasmo el advenimiento, que consideramos providencial, de la Dictadura, y por esta razón fui uno de los aludidos en la interesante y popular revista de París Le Mouvement, que se mostró sorprendida y admirada de que los “demócratas cristianos” españoles nos hubiéramos puesto al lado del general Primo de Rivera (…). La democracia fue entre nosotros un mito gracias a la inmoralidad de la política reinante, y esto de ahora es un cauterio que nos volverá a la normalidad verdaderamente democrática. Vamos a la democracia por la Dictadura».
A los pocos días de inaugurado el Directorio militar, Arboleya se burlaba del «ridículo y absurdo sufragio universal, basado en la consabida estolidez: un hombre, un voto»; se complacía en la esperanza de que esto habría ya pasado a la historia y en adelante se legislaría sobre la base de una España «organizada» corporativamente, mediante asociaciones profesionales. Pero ya el 1 de noviembre de 1924 escribía que «tanta adhesión de los elementos militantes del “clericalismo” al Directorio no ha de quedar impune». Le dolía que los católicos, en vez de mover a Primo de, Rivera a una reforma social enérgica, lo frenaran: «Parece que las leyes sociales se promulgan en contra de los católicos». En realidad, eran los socialistas invitados a colaborar con la Dictadura quienes, contra los católicos y venciendo la oposición de éstos, imponían los postulados de la escuela social cristiana; por ejemplo, a propósito de los comités paritarios. Las palabras de Arboleya lo mismo se aplican a la España de entonces que a la de después de 1939:
«Lo que se hizo, que yo sepa, fue decir de diversas maneras que éramos unos inaguantables “pesimistas” y aguafiestas los que echábamos tan de menos la acción aquí donde nada en realidad había que hacer, pues el Gobierno dictatorial trataba con toda consideración a la Iglesia, colocaba excelentes y conocidos católicos en los gobiernos civiles, en las alcaldías, en los ayuntamientos, en las diputaciones, y en cambio tenía a los revolucionarios totalmente amordazados y acorralados. ¿Qué más se puede pedir…?, nos preguntaban. (…) “Nosotros” sin duda estamos bien, pues como nos contentamos con poca cosa y además venimos mal acostumbrados, parécenos que esto de ver a la Iglesia en el honor, y a sus pastores justamente reverenciados, y a los católicos más conocidos por diputaciones, ayuntamientos y gobiernos civiles, es cuanto hay que pedir y apetecer… ¿Cómo no nos recuerda todo esto la magnífica escena del Monte Tabor…? “Nosotros” acaso también “estemos bien” aquí, bajo la Dictadura que nos protege y nos distingue y coloca a los nuestros en los más elevados cargos; pero ¿podemos estar satisfechos hasta el punto de no creer necesario ocuparnos de más? ¿Es que con toda esa protección (que doy por supuesta) de la Dictadura no se acrecientan nuestros deberes de atender a los demás? Y en este caso “los demás” no son poca cosa, sino muchos millares, tal vez algunos millones de hermanos nuestros, que no por pertenecer en general a las clases humildes dejan de ser hombres y de tener un alma que salvar».
En febrero de 1937, Arboleya resumía así la confusión entre reacción social y religiosa creada por la Dictadura:
«Hubo una verdadera borrachera de triunfo en ciertos sectores sociales, que no colocaron a los gobernantes en los altares, porque estaban ocupados».
Donde ciertamente no se deseaba elevar a Primo de Rivera hasta los altares era en Cataluña. Comentando precisamente el libro de Arboleya, escribía el 25 de setiembre de 1930 en el diario católico social de Barcelona El Mati, su director, Josep Maria Capdevila:
«Creemos que el señor Arboleya sufre un error, que viene ya de los seis años de Directorio; y es el de creer que la Dictadura haya sido jamás favorable a las derechas, o si se quiere al orden, a la decencia, a ningún aspecto del civismo, a ningún género de sindicalismo que represente algún tipo de organización justa y vigorosa. (…) La Dictadura, no sólo no trató a la Iglesia respetuosamente, sino que podríamos recordar intervenciones, a menudo acanalladas, y violencias que no son precisamente demasiado respetuosas. Más razón tiene el señor Arboleya cuando sospecha que “tal vez sería fácil evidenciar que no es aquélla la manera más adecuada de servir los intereses trascendentales de la Iglesia católica, y quién sabe si tampoco es la manera más deseable”. (…) El señor Arboleya se obstina en repetir en cada página que era un tiempo y unas circunstancias favorables. Y a nosotros nos parece que, al contrario, era preciso que no fuera un tiempo de paz con el poder, sino de lucha. Si desde el primer momento no tuvieron las derechas castellanas bastante lucidez para verlo, había que rectificar y empezar la lucha en seguida».
Primo de Rivera había actuado muy torpemente en su política catalana, lo que le valió la animadversión de un amplio sector del clero catalán, a diferencia de lo que ocurría en el resto de España. La Santa Sede, inexactamente informada por el nuncio Tedeschini y presionada diplomáticamente por el marqués de Magaz, embajador español ante el Vaticano, hizo pública a partir de fines de 1928 una serie de decretos que, al decir de La Cierva, son el único triunfo que la diplomacia española ha obtenido de Roma en todo este siglo. Un decreto de la Penitenciaria Apostólica de 16 de noviembre de 1928, dando por cierto (cuando no lo era) que los sacerdotes catalanes niegan la absolución a los penitentes de habla castellana que se confiesan en su propia lengua, ordena a los obispos que extirpen tal abuso (inexistente). Un decreto de la Congregación de Ritos de 12 de setiembre prohíbe las casullas amplias, que eran una de las manifestaciones del movimiento de renovación litúrgica y de dignificación del arte sacro, iniciado en el Congreso litúrgico de Montserrat de 1915, y ordena que en Cataluña las casullas, en el plazo de un año, «Se adapten a las formas que, según costumbre, se emplean en toda España». El 21 de diciembre, la Congregación de Seminarios ordenó que se negara la ordenación a los clérigos «contagiados de catalanismo, esto es, de espíritu separatista», que se expulsara de los seminarios a los profesores catalanistas y que la enseñanza de la lengua y de las tradiciones catalanas se limitara a lo estrictamente necesario. El decreto de la Congregación del Concilio de 4 de enero de 1929, si bien sale respetuosamente al paso del decreto del Directorio que había prohibido la enseñanza del catecismo en catalán, da unas curiosas normas sobre la predicación sagrada. Supone la mal informada Congregación romana que los sacerdotes catalanes no predican ni catequizan en la lengua del pueblo, sino en un lenguaje artificioso creado por filólogos politizados con intenciones separatistas, incomprensible para la mayoría del pueblo catalán. Consecuentemente, prohíbe emplear «la lengua catalana modernizante o literaria, puesto que los mismos catalanes, con excepción de unos pocos, no la entienden». Algo así como si ahora saliera de Roma un decreto ordenando a todos los sacerdotes españoles predicar y dar las clases de religión en el argot madrileño de Forges, alegando que él es el único español que la gente entiende. El mismo decreto del 4 de enero de 1929 ordenaba que en los seminarios se estudiara el castellano (cosa que nunca se ha dejado de hacer) y disponía que la entidad barcelonesa Foment de Pietat Catalana, acusada de difundir publicaciones piadosas en catalán, suprimiera de su nombre el adjetivo «Catalana», publicara también en castellano y se sometiera a la vigilancia de la autoridad civil.
Convenía recordar estos antecedentes del tiempo de la Dictadura para entender mejor lo que sucedió cuando, al caer Primo de Rivera, y tras el período de transición de Berenguer y Aznar, Alfonso XIII se vio obligado a abdicar.
Proclamación de la República: primeras reacciones
Las elecciones del 12 de abril de 1931, ocasión próxima a la caída de la monarquía, fueron, al decir de un observador neutral, «las más pacíficas y las más notables por el número de votantes que los españoles de esta generación hayan conocido jamás». (Alfredo Mendizábal). La historiografía derechista posterior, con la intención de justificar la rebelión militar del 36, ha insistido en su ilegitimidad, alegando que los monárquicos alcanzaron más votos globales y más concejales elegidos que los republicanos, y que, en todo caso, de unas elecciones convocadas como municipales no podía salir un cambio de régimen. No era esto lo que entonces se decía. Un monárquico como Ventosa y Calvell, en un discurso de 1932, confesaba que aquellas elecciones, «en cuanto a sinceras, no tenían precedentes en España, ni han tenido imitación después». La verdad es que por el sistema de los partidos de turno y el influjo del caciquismo, en gran parte de España las elecciones eran habitualmente una comedia. «Farsa el sufragio, farsa el Gobierno, farsa el Parlamento, farsa la libertad, farsa la patria», escribía Joaquín Costa en 1902. El famoso articulo 29 del reglamento electoral daba por elegidos automáticamente a los candidatos que no encontraban adversario, y ¿quién se atrevía, sobre todo en un partido judicial rural, a enfrentarse con el candidato del cacique? Según ha calculado Miguel M. Cuadrado, en las elecciones del 12 de abril el artículo 29 privó de su voto a un 20,3 por 100 de los electores, y del censo electoral restante se abstuvo el 33,1 por 100; la suma de ambos factores afectó al 46,7 por 100 del censo electoral total. Además, la corrupción electoral, en los pueblos especialmente, era corriente. De ahí que moralmente las cifras globales y el voto monárquico de las zonas rurales pesaran poco, y que se atribuyera una importancia política decisiva a los resultados de las circunscripciones urbanas e industrializadas, de mayor sensibilidad política. Y es en ellas donde el triunfo republicano fue sorprendentemente claro. Gil Robles cuenta en No fue posible la paz su reacción al ver que en su sección madrileña, siempre monárquica, habían ganado los otros:
«No acertaba a comprender el resultado (…). Corrí al centro electoral con la certificación del escrutinio en la mano. Confiaba en que el resultado de mi sección fuera casi excepcional en el distrito; me esperaba, sin embargo, una decepción mucho mayor. De todas las secciones, de todos los distritos se recibían impresiones desoladoras (…). De casi todas las capitales de provincias llegaban noticias catastróficas. En la Casa del Pueblo ondeaba, como expresión bien clara del significado de la contienda, una enorme bandera roja. Nos encontrábamos todos oprimidos, desalentados… La monarquía acababa de recibir un golpe de muerte».
El conde de Romanones declaraba a los periodistas: «El resultado de las elecciones no ha podido ser más lamentable para los monárquicos (…). Han sido ocho años que al fin han hecho explosión». Y cuando el 13 por la tarde los periodistas preguntaron al jefe del Gobierno, almirante Aznar, si era cierto que se había planteado la crisis ministerial, les contestó:«¿Crisis? ¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y amanece republicano?».
Si los mismos monárquicos reconocieron entonces que habían sido claramente derrotados, y el propio rey confesaba que, habiendo perdido el afecto de sus súbditos, tenía que abdicar, ¿iba a ser la Iglesia más monárquica que los monárquicos y el rey? Muchos católicos acogieron la República con ilusión y esperanza. El Gobierno provisional de la República recién nacida estaba presidido por un católico, Niceto Alcalá Zamora, y otro católico desempeñaba la cartera de Gobernación, Miguel Maura. Según La Cierva, parte de los miembros del bajo clero español se había pasado al republicanismo porque Primo de Rivera, que tanto mimaba a las altas jerarquías, les tenía muy olvidados. En Cataluña, ya lo hemos visto, no era sólo el bajo clero: incluso el cardenal Vidal i Barraquer había sido objeto de vejaciones y calumnias. El episcopado español era lógicamente monárquico, dado el derecho de presentación de la Corona, pero en general era alfonsino. Los carlistas e integristas eran minoría, y sólo durante la Dictadura lograron alcanzar una serie de sedes importantes. Claramente integrista era don Manuel Irurita, obispo primero de Lérida y luego trasladado a Barcelona. El 16 de abril escribió una carta pastoral de tono apocalíptico, como si la caída de la monarquía fuera casi el fin del mundo. Nada de optimismo o aplauso al nuevo régimen; al contrario: todo son consideraciones sobre la gravedad del momento y exhortaciones a no desfallecer en las pruebas, confiando siempre en el Sagrado Corazón. Disponía que los sacerdotes no se mezclaran en disputas políticas y que en la predicación «evitaran alusiones directas o indirectas al estado actual de las cosas» y se guardaran con las autoridades nuevas los debidos respetos, pero decía también, como si Cristo Rey tuviera que ser el refugio de los monárquicos derrotados:
«Sacerdotes: sois ministros de un Rey que no puede abdicar, porque su realeza le es sustancial y si abdicara se destruiría a sí mismo, siendo inmortal; sois ministros de un Rey que no puede ser destronado, porque no subió al trono por votos de los hombres, sino por derecho propio, por título de herencia y de conquista. Ni los hombres le pusieron la corona, ni los hombres se la quitarán».
Con todo, Vidal i Barraquer logró que el obispo Irurita le acompañara el 18 de abril para saludar al presidente Macià. Para ello tuvo que vencer el cardenal de Tarragona no sólo la repugnancia del obispo de Barcelona, sino también la de algunos de los consejeros del presidente de la Generalitat, que temían la reacción de los radicales y de los sindicalistas. Fueron recibidos con todos los honores y la entrevista fue cordialísima. Macià expresó el deseo de evitar toda violencia y llegar a un entendimiento con la Iglesia, y el cardenal, según contaba poco después en carta al secretario de Estado del Vaticano, «procuró inclinar el ánimo del presidente a soluciones de armonía con Madrid», pues el 14 de abril, antes de que se proclamara en Madrid la República, Macià había proclamado en Barcelona «el Estado catalán bajo el régimen de una República catalana que libremente y con toda cordialidad anhela y pide a los demás pueblos de España su colaboración en la creación de una Confederación de pueblos ibéricos». Vidal i Barraquer quería anticiparse con su visita a posibles medidas anticlericales, pues, como escribía a Pacelli, «es preferible prevenir que protestar o enmendar un daño hecho». También el cabildo de Madrid rindió visita, el 17 de abril, al ministro de Justicia.
El 24 de abril el nuncio Tedeschini escribió a todos los obispos comunicándoles de parte del cardenal secretario de Estado «ser deseo de la Santa Sede que V. E. recomiende a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles de su diócesis que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común». Los obispos cumplieron esta orden pontificia con más o menos entusiasmo, según los casos. Ya hemos visto la reacción del obispo de Barcelona. Otro integrista, el doctor Gomà, entonces obispo de Tarazona, escribió una pastoral que reflejaba su hostilidad a la República. En carta al cardenal Vidal i Barraquer calificaba de monstruosidad el cambio de régimen; «soy absolutamente pesimista», decía. Éstos y algún que otro obispo daban muestras públicas e inequívocas de su pesar por la caída de la monarquía. Ordenar aquellos días rogativas extraordinarias con el Santísimo expuesto y escribir documentos de tono jeremíaco equivalía a asimilar el advenimiento de la República a una catástrofe pública, o a los pecaminosos días de carnaval. Acaudillaba esta reacción de los obispos integristas el cardenal primado de Toledo, Pedro Segura. Amigo notorio de Alfonso XIII, a los quince días de proclamada la República publicó una pastoral en la que hacía el elogio de la monarquía y de los bienes que a través de la historia había procurado a la Iglesia, e incluso dedicaba sus alabanzas al soberano destronado. «La Iglesia no puede ligar su suerte a las vicisitudes de las instituciones terrenas (…) pero la Iglesia no reniega de su obra». Dando por supuesto que la República perseguiría a la Iglesia, alegaba el derecho de ésta a defenderse, y exhortaba a todos los católicos a unirse y a actuar disciplinadamente en el campo político, sobre todo de cara a las elecciones para las Cortes Constituyentes, que —subrayaba— decidirían la «forma de gobierno». De este modo, en vez de cumplir la consigna pontificia de acatar el nuevo régimen, planteaba la cuestión de la restauración monárquica. Fue tal la reacción suscitada por este inoportuno documento, que el cardenal Segura tuvo que pedir el pasaporte y salir de España.
A este tropiezo se añadieron, en los primeros meses de la República, tres incidentes que repercutirían negativamente en la solución del problema religioso.
Tres incidentes graves
El primero es la quema de conventos, el 11 de mayo. Miguel Maura, católico practicante, dedica un capítulo de sus memorias a este incidente, tan doloroso para él. La imprudente provocación de unos monárquicos suscitó un alboroto popular que, como en tantas ocasiones anteriores, degeneró en atentados contra locales eclesiásticos. Maura hubiera querido cortar los primeros brotes de violencia sacando la Guardia Civil a la calle, pero sus compañeros de gabinete no se lo permitieron. Maura dimitió entonces, rechazando las presiones de incontables personalidades que le instaban a reconsiderar su decisión. Sólo retiró la dimisión al pedírselo el nuncio, quien en una larga conferencia telefónica le decía que no podía desertar de su puesto como católico. Por otra parte, los demás ministros, al tener noticia de la extensión de los incendios, reconocieron su error y le prometieron que tendría plenos poderes en materia de orden público y que podría emplear la Guardia Civil sin tener que solicitar autorización de nadie, ni siquiera del presidente. Es con estos plenos poderes que Maura actuó —en sentido opuesto— en las expulsiones de Múgica y Segura.
Don Mateo Múgica Urrestarazu, obispo de Vitoria, se disponía a realizar una visita pastoral a Bilbao. Maura supo que carlistas y nacionalistas vascos le esperarían con banderas y emblemas y organizarían una manifestación, y que por otra parte elementos obreros y republicanos, conocedores de tal intento, decían que lo impedirían por la fuerza. Maura pidió entonces a Múgica, a través del gobernador civil, que aplazara la visita, a lo que el obispo se negó. Maura insistió, ya en forma conminatoria, y finalmente le comunicó que tendría que salir inmediatamente para Francia. Aquella misma tarde, el 16 de mayo, acompañado por el gobernador civil de Vitoria, fue llevado con todos los miramientos, pero sin vacilaciones, hasta la frontera de Irún, donde les esperaba el gobernador civil de Guipúzcoa. Al saberlo Alcalá Zamora se enfadó mucho y quería dimitir, pero esta vez todos los ministros se hicieron solidarios de Maura y convencieron al presidente de que la expulsión había sido necesaria. Más adelante se permitió al obispo Múgica regresar a España, pero no a su diócesis. Un año más tarde anotaba Azaña en su diario que le habían visitado el nuncio y Múgica para solicitar el regreso de este último a Vitoria. «Es un hombrecillo de aire rústico, simple y parlanchín. Prontamente familiar. Me hace muchas cortesías porque he consentido en recibirlo (…). Me cuesta trabajo creer que este hombrecillo sea peligroso, a pesar del fanatismo vasco».
Muy distinto era el cardenal Segura. Un autor tan católico y de derechas como Pemán ha escrito de él: «Tenía su figura un volumen colorista que casi le hacía parecer un torero de dificultades doctrinales y pastorales». Además de sus escritos, estaban las frases que soltaba en sermones o en conversaciones privadas y que, tal vez exageradas, corrían de boca en boca con aplauso de católicos intransigentes e indignación de republicanos. A ello se prestaban sus alocuciones en las funciones sabatinas que celebraba en la catedral de Toledo, en una de las cuales parece ser que dijo que «habría de caer la maldición de Dios sobre España si la República se consolidaba». Con la misma audacia dijo en otra función sabatina, esta vez después de la guerra, en Sevilla, con escándalo de los fieles: «Nuestro papa Pío XII, felizmente reinante, y al cual yo no voté…». A raíz de la pastoral del 1 de mayo de 1931, de la que ya hemos hablado, el Gobierno pidió a la Santa Sede su remoción de la sede primada de Toledo. Pero su situación empeoró al sobrevenir un nuevo incidente.
El 11 de mayo la policía de fronteras comunicó a Maura que el cardenal Segura había entrado en España por Roncesvalles, legalmente, pues tenía su pasaporte en regla. La policía le había perdido la pista, y durante tres días, mientras trataban en vano de localizarlo, Maura estuvo en vilo, pendiente de dónde y cómo iba a aparecer. Finalmente supo que se hallaba en la casa coral de Pastrana y que había convocado para el domingo siguiente una reunión de párrocos en Guadalajara. Una de las convocatorias había caído en manos de la policía. Sin consultar a los demás ministros, Maura ordenó su expulsión. A las ocho de la tarde de aquel domingo pasaba la frontera y al día siguiente el Gobierno y el pueblo a la vez se enteraban de que Segura había entrado y de que había sido expulsado. Otra vez se indignó Alcalá Zamora, y otra vez los ministros dieron razón a Maura y calmaron al presidente. Pero la foto del cardenal Segura saliendo del convento de los Paúles de Guadalajara rodeado de policías y guardias civiles no ha dejado de exhibirse desde entonces como uno de los testimonios más clamorosos de la «persecución» contra la Iglesia.
Estando ya Segura y Múgica en Francia, un tercer y más grave suceso acabó de deteriorar las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El 14 de agosto la policía detuvo al vicario general de Vitoria, don Justo Echeguren, cuando se disponía a pasar la frontera con unos documentos sumamente delicados. Las idas y venidas de este eclesiástico habían llamado la atención, por lo que Maura dio orden de que se le registrara la próxima vez que entrara en España. Lo que le encontraron fue una carta multicopiada de Segura a todos los obispos de España, fechada el 20 de agosto, en la que les comunicaba las gestiones que había realizado en Roma y las facultades especiales que la Santa Sede había otorgado a los obispos, dada la situación especial del país y en previsión de dificultades crecientes. Las concesiones de Roma no causaban ningún problema a la República: normas sobre sustento del clero, fundaciones, capellanías, dispensas de rezo de breviario o de ayunos y abstinencias, etc. Lo que podía alarmar al Gobierno era el permiso para «colocar seguros, dentro o fuera de España; los bienes consistentes en títulos de la Deuda Pública» y para que las diócesis y los monasterios vendieran sus bienes muebles o inmuebles. Pero en esto la Santa Sede se limitaba a facilitar los trámites que según el derecho canónico hay que seguir para las enajenaciones de bienes eclesiásticos. Lo realmente grave era el dictamen adjunto, emitido por el abogado católico de la ACNP Rafael Marín Lázaro, sobre la mejor manera de salvar los valores, de dejar fuera de peligro los inmuebles y de invertir con seguridad el capital. Aconsejaba, entre otras cosas, las ventas ficticias de los bienes inmuebles a personas interpuestas y la evasión de bienes muebles, especialmente adquiriendo Deuda Pública francesa o inglesa, preferible a la española.
Al trascender el suceso, las reacciones de ambos lados fueron apasionadas: las derechas católicas protestaban por la detención arbitraria del doctor Echeguren (por más que éste, puesto en libertad rápidamente, pudo ir el 16 de agosto a Francia a contarles a los dos obispos desterrados su tropiezo); las izquierdas anticlericales aireaban con indignación el contenido de los documentos. La correspondencia de Vidal i Barraquer, recientemente publicada, permite apreciar hasta qué punto este incidente perjudicó las negociaciones, de las que inmediatamente hablaremos, con las que se trataba de llegar a un acuerdo entre la Iglesia y la República. Vidal i Barraquer se siente en el deber de escribir a Alcalá Zamora protestando por la detención y ocupación de documentos reservados, pero escribe a la vez a Roma desolado por la imprudencia de Segura, que compromete así a la Santa Sede. Alcalá Zamora le contesta denunciando la «desatentada conducta» de «los que juegan a la cuarta guerra civil», añadiendo: «No sé desde qué punto de vista es más condenable tal imprudencia, si desde el nacional o desde el religioso». Se quejaba también de que, al estar fechado el dictamen de Marín Lázaro el 8 de mayo, o sea antes de la quema de conventos, revelaba un plan anterior que ningún pretexto justificaba. Aquel dictamen implicaba un grave ataque al crédito y a la Hacienda de la República, mediante actos delictivos y fraudulentos. Lo grave, para él, era que Segura decía atenerse a instrucciones de la Santa Sede. «El equívoco —escribe a Vidal i Barraquer— no puede continuar: o bien el Papa está de verdad solidarizado con la actitud del cardenal, y entonces toda conciliación háceseme imposible, o el cardenal es el solo responsable, y entonces la desautorización ha de ser precisa y visible, a fin de que desaparezca todo obstáculo a las buenas relaciones entre Roma y la República».
El Gobierno deliberó sobre el asunto el 18 de agosto. Algunos ministros querían que el Gobierno formulara querella ante el Tribunal Supremo contra el cardenal primado por los delitos de contrabando y fraude fiscal, pero Alcalá Zamora logró evitarlo haciéndoles ver que el proceso exigiría el retorno del cardenal y que de acusado se convertiría en mártir, que era precisamente lo que quería él y no convenía a la República. Finalmente se acordó limitarse a suspender las temporalidades o haberes a Segura y Múgica, presentar una nota de protesta formal ante el nuncio y dictar un decreto que prohibía a las entidades eclesiásticas la venta de sus bienes. Pero la Consecuencia más grave fue la creación de una hostilidad creciente en las Cortes y la exigencia irreductible, de parte del Gobierno, de la dimisión del cardenal Segura como condición sine qua non y previa para toda negociación.
Intentos de «ralliement».
El 14 de setiembre de 1931 tuvo lugar en casa de don Niceto Alcalá Zamora una reunión para tratar de llegar a un acuerdo. De parte de la Iglesia asistían el nuncio, Federico Tedeschini, y el cardenal Vidal i Barraquer, presidente de la conferencia de metropolitanos. De parte de la República estaban el presidente, Alcalá Zamora, y el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, socialista pero comprensivo: «El seráfico santo laico antimarxista», como le llamaba Largo Caballero. Los Puntos de conciliación a que se llegó en aquel encuentro pueden resumirse así:
Es de justicia reconocer, en este convenio secreto, el serio esfuerzo que ambas partes hicieron para llegar a una coexistencia pacífica. De parte de los representantes de la Iglesia hay un laudable realismo, que les lleva a aceptar el sacrificio de privilegios económicos y de la confesionalidad del Estado; se insiste sólo en salvaguardar la libertad de la Iglesia para su acción pastoral, que se apoya en el culto, las congregaciones religiosas y la escuela confesional no subvencionada.
Este acuerdo fue sometido, por parte de la Iglesia, a la ratificación de la conferencia de arzobispos, y de parte de la República a la del consejo de ministros, que el 20 de setiembre lo aprobó por once votos contra uno: el de Indalecio Prieto. Opinaba este ministro socialista, como él mismo ha expuesto posteriormente, que con aquellos recortes a los privilegios de la Iglesia no se hacía más que arañarla, «y los arañazos, siempre superficiales, suelen irritar mucho más que las puñaladas». Pero incluso después de esta doble aprobación —la de los metropolitanos y la de los ministros— los Puntos de conciliación convenidos a los cinco meses de proclamada la República no eran ni mucho menos un concordato. Ni siquiera tenían fuerza de obligar inmediatamente, pues eran tan sólo, por parte de la jerarquía eclesiástica, el compromiso de no protestar por lo que Prieto llamaba «arañazos» y de exhortar a los fieles a aceptarlos, y por parte del Gobierno provisional de la República la promesa de presentar a las Cortes Constituyentes, cuando se discutiera el articulado referente a la cuestión religiosa, un texto que se atuviera a lo convenido. Al tratarse de un acuerdo reservado, la eficacia dependía del esfuerzo y del acierto con que cada uno de los ministros comprometidos trabajara, en el ámbito de su propio partido —varios de los ministros eran a la vez jefes de partido—, para arrastrar los votos de suficientes diputados en la deliberación constitucional. Pero para imponer a sus respectivos partidos una solución moderada, los ministros exigían tajantemente un gesto previo de parte de la Santa Sede: la remoción del cardenal Segura.
La dimisión del cardenal Segura
Uno de los puntos de discrepancia entre los dos cardenales primados, Segura y Vidal i Barraquer, era que el primero pretendía dirigir por sí y ante sí toda la Iglesia española, mientras el segundo insistía en la necesidad de una dirección colegiada, mediante la Conferencia de arzobispos metropolitanos, con lo que daba un paso importante hacia las conferencias episcopales con las atribuciones que posteriormente el Vaticano II les ha conferido. Segura tomaba decisiones y formulaba declaraciones en nombre de todo el episcopado, y pedía la ratificación a posteriori, o con un plazo de tiempo tan corto que no dejaba espacio para expresar reparos. Además, el cardenal de Toledo se presentaba no sólo como prelado de esta sede primada, sino también como delegado pontificio para la Acción Católica y, como tal, portavoz autorizado de la Santa Sede. A ello se añadía la pública y notoria enemistad personal entre el nuncio Tedeschini y el cardenal Segura. Así, mientras el criterio de Secretaria de Estado, de Nunciatura y de la Comisión de metropolitanos, presidida desde la salida de Segura por Vidal i Barraquer, era de buscar el entendimiento con la República, Segura, apoyándose en una minoría de obispos integristas, como Gomà e Irurita, y en contacto con dirigentes políticos de la extrema derecha, propugnaba la intransigencia y trataba de provocar la ruptura.
Una campaña derrotista contra el régimen republicano vaticinaba la inminente caída del Gobierno y la restauración de la monarquía. Como decía José M.ª de Urquijo, director-propietario de La Gaceta del Norte, «¿Para qué pactar con la República, si dentro de un mes todo se habrá derrumbado?». Estos elementos integristas identificaban la causa del cardenal Segura desterrado con la de la Iglesia. Es significativo que, al producirse el escándalo de los documentos comprometedores intervenidos en la frontera, el Gobierno trató de evitar el escándalo y Alcalá Zamora se negó a entregarlos al diputado Leizaola que se los pedía, y en cambio fue el periódico integrista El Siglo Futuro el que los divulgó, y de allí pasaron a toda la prensa española. Según escribía Vidal i Barraquer al cardenal Pacelli, «no es ignorado que aquella publicación de El Siglo Futuro es consecuencia de la visita del jefe integrista señor Senante al señor cardenal [Segura] pocos días antes de la referida publicación». Hace notar asimismo Vidal i Barraquer las campañas emprendidas en torno a la persona y actos del cardenal Segura «por periódicos monárquicos, antes poco interesados en asuntos religiosos, y que ahora se complacerían en la lucha abierta entre el Gobierno y la Iglesia, para hacerla servir como catapulta contra la República». Por ello, el 15 de setiembre escribía Vidai i Barraquer a los metropolitanos exhortándoles a «concordar la acción pastoral con la diplomática», es decir, a adherirse a la línea emprendida por la Nunciatura y la comisión negociadora.
La policía vigilaba a Segura en su exilio, y conocía muy bien los contactos que mantenía con conspiradores y monárquicos. Por ello el Gobierno había advertido al nuncio y a Vidal i Barraquer que si la cuestión religiosa se debatía en las Cortes antes de que se hubiera producido la renuncia del cardenal Segura, seria imposible hacer cumplir los Puntos de conciliación y la Constitución que se aprobara sería mucho peor para la Iglesia. No se podría evitar la ruptura, y esto era precisamente lo que las derechas extremistas querían provocar. Según los cálculos que hacía Vidal i Barraquer, no pasaban de 70 sobre 476, los votos seguros a favor de la fórmula conciliatoria representativos de un criterio personal y firme; el resto, hasta la necesaria mayoría, había que lograrlos del influjo de los ministros a través de la disciplina de los partidos. En cuanto a sostener la llamada «tesis católica», o sea la confesionalidad del Estado y la situación de privilegio para la Iglesia, sólo la sostendrían la minoría vasco-navarra y la agraria.
El Vaticano siempre ha procedido sin prisas cuando se le pide la remoción de obispos, sobre todo si la juzga injusta. En este caso, aunque el nuncio y Vidal i Barraquer la tuvieron por injusta, la consideraban necesaria y urgente. Para ganar tiempo, se logró que el artículo 3 del proyecto de Constitución, que establecía la laicidad del Estado, se discutiera más tarde, junto con el artículo 24 (26 del texto definitivo), que trataría más específicamente de la cuestión religiosa. Pero se preveía un desastre si a finales de setiembre, cuando se iniciara el debate religioso, Segura era aún titular de Toledo.
El nuncio en Paris, monseñor Maglione, fue finalmente a Tarbes, donde se encontraba el cardenal Segura, a pedirle de parte del Papa el sacrificio de la renuncia voluntaria. Segura le contestó que se lo pidiera por escrito. Maglione se resistía, pero ante la insistencia del interesado redactaron un documento en el que Segura renunciaba a la sede primada de Toledo, pero haciendo constar que lo hacía «porque entiende que son para él los deseos de Su Santidad órdenes», y no por voluntad propia. Además, escribió otro documento dirigido al Papa por el que renunciaba al cardenalato. Pío XI le llamó a Roma y logró que, para evitar mayor escándalo, rompiera la renuncia al cardenalato, pero al pedirle luego que modificara el otro documento y presentara su renuncia como voluntaria, Segura le contestó que estaba dispuesto a obedecerle, pero que aquello sería mentir, y él no podía hacerlo. El 30 de setiembre el nuncio comunicó oficialmente al cabildo de Toledo la renuncia de su arzobispo.
Sin embargo, la renuncia de Segura no basté para calmar los ánimos, encrespados por el fanatismo de unos y el sectarismo de otros. La cuestión religiosa se planteó finalmente ante las Cortes en un clima nada propicio a la serenidad, y los Puntos de conciliación quedaron en papel mojado.
La semana trágica de la Iglesia española
Víctor Manuel Arbeloa titula La semana trágica de la Iglesia en España su libro, dedicado a los siete últimos días del debate parlamentario de la cuestión religiosa. El 29 de setiembre pudo ser rechazada, por escasa mayoría de votos (113/82), una enmienda presentada por Eduardo Barriobero, Ramón Franco Bahamonde y otros cinco diputados anticlericales la cual, entre otras cosas, pretendía que el voto de obediencia religiosa fuera causa de la pérdida de la nacionalidad española. Sin ir tan lejos, el dictamen de la comisión redactora, presidida por el socialista Jiménez de Asúa y con mayoría de este partido, declaraba disueltas todas las órdenes religiosas y nacionalizaba todos sus bienes. Algunas personalidades moderadas, como Amadeo Hurtado —diputado catalán independiente, amigo personal de Azaña, Maciá y Vidal i Barraquer—, lograron que la comisión redactora modificara el proyecto, aproximándolo a los Puntos de conciliación, pero los socialistas hicieron voto particular de la redacción anterior, defendida ante las Cortes por Jiménez de Asúa con un discurso violento y sectario. Fue entonces —noche del 13 al 14 de octubre de 1931— cuando intervino Manuel Azaña con el discurso más importante de aquel debate, y según algunos de su carrera política. Gil Robles escribe en sus memorias que es «el discurso más sectario que oyeron las Cortes Constituyentes». Vidal i Barraquer, en cambio, informando a Roma, decía que la intervención de Azaña, que con algunas concesiones logró que los socialistas retiraran su voto particular, había sido «el lazo de unión de los republicanos hacia una fórmula no tan radical como el dictamen primitivo». Para llegar a la unión de los republicanos, evitando así un mayor desastre a la Iglesia, Azaña habló en términos algo demagógicos, como la famosa frase «España ha dejado de ser católica». Defendió, incluso con rasgos de humor, la existencia de comunidades religiosas inofensivas, así como las modestas actividades con que se pudieran ganar el sustento, pero propuso, como exigencia de la «salud pública», la disolución inmediata de la Compañía de Jesús y la seguridad de que la enseñanza no seguiría en manos de las órdenes religiosas.
Entre los ministros, sólo Maura y Alcalá Zamora se mantuvieron plenamente fieles al acuerdo secretamente convenido con la jerarquía eclesiástica. Alcalá Zamora bajó del banco azul y desde un escaño de simple diputado proclamó, con toda la vehemencia de su oratoria castelarina, que el dictamen de la comisión «no era la fórmula de la democracia, no era el criterio de la libertad, no era el dictado de la justicia». Algunos años más tarde lo comentaba así: «Todo estaba perdido para la conciliación, para la paz (…). Aquella sesión, desde el atardecer del 13 hasta la madrugada del 14 de octubre de 1931, fue la noche triste de mi vida (…). El espíritu violento de mayo alcanzaba formas de expresión legal». Los dos ministros católicos dimitieron irrevocablemente cuando el artículo 26 de la Constitución fue aprobado en los términos propuestos por Azaña: se prohibía a las entidades públicas (Estado, región, provincia, municipio) todo auxilio económico a las iglesias; el presupuesto del clero se extinguiría en el plazo máximo de dos años; bajo el circunloquio de «aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado», se declaraba disuelta la Compañía de Jesús y nacionalizados sus bienes; para las demás congregaciones religiosas se sentaban las bases de una futura ley especial que controlaría severamente su economía y les prohibiría ejercer la industria, el comercio y —lo más doloroso para le Iglesia— la enseñanza.
Con esta aprobación del artículo 26 de la Constitución «podía darse ya por liquidada —como dice R. Carr— toda posibilidad de solución negociada y armoniosa de la absolutamente decisiva cuestión religiosa, solución que había sido la aspiración principal del catolicismo liberal». No sólo fracasaba el intento de ralliement de la Iglesia con la República, sino que con la Constitución y las leyes y demás disposiciones ulteriores que la aplicaban, se empujaba a la Iglesia española, ya de suyo proclive a la derecha, a identificarse con los sectores más reaccionarios del país. Uno de los mejores especialistas en la historia de las derechas españolas, Richard A. H. Robinson, ha escrito que «el error cardinal de Azaña y de sus partidarios fue lanzar primero un ataque frontal contra la Iglesia, ya que esto permitió a los adversarios de la reforma social y de la descentralización vincular sus intereses a la causa de la religión». Pero no podemos terminar este capítulo, dedicado a los años de la República como preámbulo de la guerra civil, sin exponer dos puntos: la actitud serena que una minoría del episcopado, encabezada por el cardenal Vidal i Barraquer, siguió manteniendo —cuyo exponente más relevante es la declaración colectiva de diciembre de 1931— y la reacción del nacionalcatolicismo dirigida a desencadenar la guerra santa.
La declaración colectiva del episcopado (20 diciembre 1933).
Es creencia general que Pío XI era más liberal que su secretario de Estado, el cardenal Pacelli. El archivo de Vidal i Barraquer, y la documentación e información que con él han sacado a la luz pública Batllori y Arbeloa, convencen más bien de lo contrario. Pío XI era autoritario por temperamento, si bien los conflictos con los nazis y los fascistas le llevaron a posiciones políticas bastante liberales. En cuanto a Pacelli, su actuación desde la Secretaría de Estado con respecto a la República española fue más propensa al entendimiento que la del Papa. No es raro que un Papa y su secretario de Estado no coincidan enteramente, no sólo por diferencias personales sino por razón del cargo. El Papa ha de velar por la integridad de la fe y la salvaguarda de los principios, mientras que el secretario de Estado, enfrentado a realidades políticas concretas, ha de sacar partido con realismo de las situaciones de hecho y tratar de crear en ellas espacios de libertad para que la Iglesia cumpla su misión. Más de una vez una misma persona al pasar de Secretaría de Estado al Sumo Pontificado ha cambiado de óptica, evolucionando —digámoslo en términos exagerados y simplistas— del oportunismo al integrismo.
Uno de los documentos más curiosos del archivo Vidal i Barraquer es el Dictamen de un grave teólogo, mediante el cual Pío XI hizo llegar a los obispos españoles unas consignas mucho más rígidas que las oficialmente propugnadas por la Santa Sede, transmitidas por la Secretaría de Estado, apoyadas por la Nunciatura y tenazmente defendidas por Vidal i Barraquer. El 2 de noviembre de 1931 los sacerdotes Lluís Carreras y Antoni Vilaplana, enviados por Tedeschini y Vidal i Barraquer para informar a la Santa Sede, fueron recibidos en Secretaria de Estado con el mayor interés y comprensión. La política conciliatoria era expresamente alentada. Pero aquel mismo día, dos pisos más arriba, el Papa dictaba al padre Enrique de Carvajal, delegado extraordinario del general de los jesuitas para los asuntos de España, seguramente sin consultar con el cardenal Pacelli, el documento citado, que empezaba así: «Dictamen de un grave teólogo sobre cómo hay que interpretar aquellas palabras del Padre Santo a los católicos españoles merced al concurso de todas las buenas energías y por las vías justas y legítimas:». Desautorizando implícitamente la actitud oficial adoptada por la Iglesia ante la República, el documento ordenaba: «Que los obispos no estén más tiempo callados, antes de modo claro (…) enseñen y amonesten á los fieles, a fin de que conozcan con precisión los males que amenazan a la Iglesia o que ya la oprimen, y procuren impedirlos cuanto sea posible, pasiva y activamente, por todos los medios lícitos». Los obispos debían exhortar a todos los fieles a sumarse a la campaña de revisión de la Constitución, protestar cada vez que se intentara algo contra la Iglesia, promover actos externos, en los templos y si fuera posible también fuera de ellos, tales como actos de reparación y rogativas, condenar la mala prensa y promover la buena y, finalmente, «si por estas cosas algún obispo fuere castigado por el Gobierno, los demás acudan en su favor, solidarizándose con él. Si, de manera semejante, algún sacerdote o seglar fuere condenado injustamente por el Gobierno, que los obispos lo defiendan».
Vidal i Barraquer y los demás metropolitanos quedaron desagradablemente sorprendidos por este documento, tanto por el contenido como por el conducto irregular por el que les llegaba, pero no dudaron de su autenticidad y lo acataron respetuosamente por venir de quien sabían que venía. Es posible que, después de lo ocurrido con los documentos de Segura intervenidos al vicario general de Vitoria dos meses y medio antes, el Papa adoptara esta forma para no encontrarse personalmente comprometido si sus consignas caían en poder del Gobierno. En todo caso, en la conferencia de metropolitanos reunida en Madrid del 18 al 20 de noviembre, el Dictamen de un grave teólogo pesaba sobre los debates de los arzobispos. Decidieron que, cuando la Constitución hubiese sido enteramente aprobada, publicarían un documento colectivo del episcopado protestando por la legislación sobre la escuela laica, el divorcio, las órdenes religiosas y la tributación de bienes eclesiásticos. Obedientes también a la consigna superior, aprovecharían la próxima fiesta de la Inmaculada y otras para intensificar los actos de culto externos y las peregrinaciones a los lugares de mayor veneración popular para rogar por el bien de la Iglesia en España. Además de enviar a Roma las actas de la Conferencia de metropolitanos para su aprobación según el procedimiento usual, los metropolitanos enviaron al Papa, el 7 de diciembre, una carta de carácter más reservado que era como una defensa colectiva ante el Dictamen de un grave teólogo. En ella, tras un análisis realista de la situación española, concluían que mientras durara la legislatura de aquellas Cortes no sería posible una rectificación de la Constitución o de la legislación contraria a la Iglesia. Venían a decirle al Papa que ya estaban haciendo todo lo que podían: «Para que el movimiento católico se desarrollara eficazmente, nada hemos omitido, incluso la paciencia silenciosa y la intervención moderadora, a fin de neutralizar el extremismo integrista, antiguo defecto español, el cual pretendía perturbar la campaña revisionista con radicalismos derrotistas y, con riesgo de la división de los católicos, desvirtuaba el prestigio de los mejores adalides de aquella causa, sin detenerse siquiera en la crítica ante la misma dignidad del representante del Papa». En cuanto al Dictamen, que les había llegado por manos del comisario general de la Compañía de Jesús en España, decían que por no haber tenido confirmación oficial de su autenticidad no le habían dado estado oficial en la Conferencia, pero lo habían tenido presente «tal como aconseja la prudencia y permite la realidad, en evitación de mayores males y consecución de los posibles bienes».
Para la elaboración de la carta colectiva que los metropolitanos habían decidido publicar, Vidal i Barraquer se sirvió, como de costumbre, del sacerdote Lluís Carreras. De este documento, que lleva la fecha de 20 de diciembre de 1931, dijo Unamuno que era el de más categoría que durante un siglo había salido de la pluma del episcopado español, y Muntanyola lo ha calificado de «carta magna del episcopado español durante la Segunda República». Los obispos elevaban una «firme protesta y reprobación colectiva» ante el «atentado jurídico que contra la Iglesia significa la Constitución promulgada», dejando sentado «su derecho imprescriptible a una reparación legislativa». Aplicando al caso de España la doctrina común de la Iglesia, expresada sobre todo en las encíclicas de León XIII (tan denigradas por los integristas), insistían en el acatamiento a la República: «Un buen católico, en razón de la religión por él profesada, ha de ser el mejor de los ciudadanos, fiel a su patria, lealmente sumiso, dentro de la esfera de la jurisdicción, a la autoridad civil legítimamente establecida, cualquiera que sea la forma de Gobierno». Distinguían entre el poder constituido y la legislación: acatando el primero, los católicos deberían esforzarse, por las vías legítimas, en obtener la revisión de las leyes injustas. Por lo demás, advertían que «en el orden estrictamente político no se debe en manera alguna identificar ni confundir a la Iglesia con ningún partido, ni utilizar el nombre de la religión para patrocinar los partidos políticos, ni subordinar los intereses católicos al previo triunfo del partido respectivo, aunque sea con el pretexto de parecer éste el más apto para la defensa religiosa. Es necesario superar la política, que divide, por la religión, que une. Lo bueno y honesto que hacen, dicen y sostienen las personas que pertenecen a un partido político, cualquiera que éste sea, puede y debe ser aprobado y apoyado por cuantos se precien de buenos católicos y buenos ciudadanos: La abstención y la oposición a priori son inconciliables con el amor a la Religión y a la Patria. Cooperar con la propia conducta o con la propia abstención a la ruina del orden social, con la esperanza de que nazca de tal catástrofe una condición de cosas mejor, sería actitud reprobable que, por sus fatales efectos, se reduciría casi a traición para con la Religión y la Patria».
Reacción del nacionalcatolicismo
La catástrofe previa era precisamente lo que la extrema derecha predicaba. En la revista Acción Española, fundada, según explica Felip Bertran i Güell, con la misión expresa de «recoger y divulgar textos de grandes pensadores sobre la legitimidad de una sublevación», empezó a elaborarse y a divulgarse una teología de la revolución. Allí, Eugenio Vegas Latapie publicó, entre 1931 y 1932, un serial en seis entregas titulado Historia de un fracaso: el ralliement de los católicos franceses a la República, recopilado luego en el libro Catolicismo y República. Un episodio de la historia de Francia (Madrid, 1932), para demostrar que el sacrificio que los monárquicos franceses hicieron de sus preferencias políticas en obsequio a las consignas de León XIII resultó estéril y hasta perjudicial para los intereses tanto de Francia como de la Iglesia. En todo caso, las consignas pontificias eran para Francia, y España es diferente. También en Acción Española escribía Jorge Vigón elogiando la firme actitud de Hitler ante la Santa Sede: «En Alemania no se hará política vaticanista, sino alemana. Hitler habrá recordado quizá más de una vez la frase de O’Connell: “Our faith from Rome, our policy from home”».
El cenáculo de los obispos integristas no andaba muy lejos del grupo de Acción Española. Segura y Gomà se expresan en su correspondencia en términos muy despectivos, cuando no vulgares, al hablar del Papa, del nuncio o del cardenal Vidal i Barraquer. Según su clave, «Ultramar» es Roma, «Tribuna» el Parlamento, «Honor» el culto, «Selección» las órdenes religiosas, «Stock» los bienes eclesiásticos, palacios episcopales o casas rectorales, «Cruz» el cardenal Segura, «Català». Vidal i Barraquer y «Gestor» el Gobierno. El 23 de julio de 1933 Gomà visitó a Segura en Anglet (País Vasco francés). Juzgó tan importante las cosas que su predecesor en la sede toledana le dijo que, inmediatamente después de la entrevista, las puso por escrito y las encerró en un sobre con esta indicación: Reservadísimo y de conciencia. Para el caso de morir sin haberse utilizado estas notas, mis herederos vendrán obligados a echarlas al fuego, cerradas como van. Pese a tantas precauciones, en julio de 1936, en el registro del palacio arzobispal de Toledo, el Sobre fue hallado y su contenido publicado en Francia. Vale la pena transcribir algunos pasajes:
«El Papa es un hombre frío y sin afección, frío y calculista. Tiene sus simpatías por Cataluña porque le recuerda los viejos tiempos de político liberalizante, cuando aspiraba a la unidad italiana sin perder la autonomía de las regiones. Las concomitancias y buenas relaciones con el de Tarragona las explica [Segura] por la simultaneidad de nombramiento cardenalicio. Tiene recuerdos de Barcelona por haber tenido allí un hermano con algún negocio. La política republicanizante del Papa con respecto a España, en cuya órbita han entrado de lleno el nuncio y Herrera con sus huestes, se debe a su criterio de que hay que estar siempre bien con todos los gobiernos».
Obsesionaba a Segura la primacía de Toledo; no sólo defenderla, sino también impedir que Tarragona siguiera ostentando su antiquísimo título de Sede primada. Gomà, como canónigo de Tarragona, había jurado defender este rango, tal como hacían voluntariamente todos los que entraban en aquel cabildo. Segura le exhorta ahora a olvidar la primacía de Tarragona y defender tan sólo la de Toledo, así como a prescindir de la conferencia de metropolitanos y dirigir personalmente la Iglesia de España:
«Hace años trata Tarragona de destruirla [la primacía de Toledo]. Cree [Segura] que fue invención desgraciada de Reig lo de los metropolitanos (…). La tendencia de Toledo debe ser que el nuncio quede relegado a su condición de diplomático, no asumiendo la dirección de los negocios de la Iglesia de España, separando así la gestión ministerial, que es de los obispos, de la propiamente diplomática. Le repuse aquí que todo viene del excesivo romanismo que ha predominado entre los obispos españoles, a lo que asiente, en el sentido de que se considera al nuncio como al mismo Papa y todo el mundo se le rinde; añadiendo que en ningún país del mundo el nuncio tiene la importancia y las atribuciones que en España». Gomà había sido compañero de seminario, en Tarragona, de Vidal i Barraquer. En 1927 había sido designado obispo de Tarazona, desde cuya sede se manifestó en términos muy poco favorables contra la proclamación de la República. Sin embargo, al convocarse las elecciones para las Cortes Constituyentes de junio de 1931 intentó presentarse como candidato a diputado «republicano autonomista» por Tarragona, para lo cual pidió al cardenal arzobispo, Vidal i Barraquer, el necesario permiso. Le contestó que no le prohibía presentarse, pero que pensara en las consecuencias negativas que una derrota tendría, tanto en Tarragona como en Tarazona. Gomà tanteó a algunos políticos locales, entre otros Joan Baptista Roca i Caball —que entonces era tradicionalista y en noviembre siguiente sería uno de los fundadores de la Unió Democrática de Catalunya—, y finalmente desistió. El 12 de abril de 1933 había sido designado para la sede de Toledo, vacante desde que, año y medio antes, había presentado el cardenal Segura su forzada renuncia.
Tanto los obispos integristas como los políticos de la extrema derecha coincidían en creer necesaria la catástrofe previa. No consideraron positivo el triunfo de la derecha moderada, la CEDA dirigida por Gil Robles y Ángel Herrera, en las elecciones del 19 de noviembre de 1933 y, en el fondo, se alegraron de su derrota en las elecciones del 16 de febrero de 1936, porque era el fracaso de la vía legal y ganaba adhesiones para la solución violenta. La CEDA no era un partido político, y menos un partido democristiano, sino como su nombre indica (Confederación Española de Derechas Autónomas), una coalición electoral constituida el 5 de marzo de 1933 de cara a las elecciones del noviembre siguiente, en la que se unieron diversos partidos y grupos. El principal era Acción Nacional, fundada por Ángel Herrera y Gil Robles el 7 de mayo de 1931, recién nacida la República, bajo el elocuente lema de «Religión, Patria, Familia, Orden, Propiedad». El 29 de abril de 1932 tuvo que cambiar su nombre por el de Acción Popular, porque la República prohibió el uso partidista del epíteto «nacional». La Secretaría de Estado y la Nunciatura de Madrid favorecían abiertamente —en unos términos que hoy juzgaríamos intolerables— el aparato político manejado por Gil Robles, y hubieran querido que en torno a él se hiciera la unión de todos los católicos; en tal sentido, por ejemplo, fueron presionados descaradamente unos nacionalistas vascos que en vísperas de las elecciones de febrero del 36 fueron a Roma. Entendía la Santa Sede que éste era el mejor instrumento para potenciar la defensa de la Iglesia española por caminos pacíficos y legales. El intento fracasó porque, como estamos viendo, la extrema derecha católica tenía otros planes muy diferentes. Por esto no apoyó a Gil Robles después de su victoria, en noviembre del 33. A principios de 1934 escribía en Acción Española el capuchino Gumersindo de Escalante:
«Hemos leído un artículo publicado en La Croix, periódico católico de Paris, dedicado a comentar la situación española y más particularmente la de los católicos españoles frente al régimen republicano establecido en España. El articulista, León Merklen [religioso asuncionista, director del periódico; a finales de la guerra civil, como veremos, fue amonestado por el Osservatore Romano por haberse mostrado partidario de una paz negociada en España], se limita casi exclusivamente a comentar el famoso artículo de El Debate “Los católicos y la República” [publicado el 15 de abril de 1931, acatando el nuevo régimen], que tan vivas discusiones suscitó en la prensa española (…). Los españoles sabemos muy bien lo que tenemos que hacer con respecto a la República, sin que ningún francés nos lo venga a enseñar. Los católicos españoles reconoceremos a la República como simple gobierno de hecho, y gracias. Por lo demás, sabemos perfectamente cómo nació este régimen y los grados de legitimidad que puede alegar; sabemos también que el pueblo español no ha aceptado todavía el régimen, pues una parte, la más sana, se ha mostrado siempre hostil, y otra parte muy numerosa se ha abstenido siempre de opinar. No se puede, por tanto, hablar de aceptación del régimen por parte del pueblo español, a no ser que el señor Merklen entienda por pueblo español ese absurdo conglomerado de socialistas, radicales, comunistas y anarquistas, que nos han gobernado durante dos años mortales».
Sin citar expresamente a Gil Robles, Julián Cortés Cavanillas le amenazaba, siempre desde Acción Española, después del triunfo electoral de noviembre del 33, en la jerga del más típico nacionalcatolicismo:
«No están hoy los tiempos en el mundo, y sobre todo en España, para hacer el cuco. No; hay que dar la hora y dar el pecho; hay nada menos que coger, al vuelo, una coyuntura que no volverá a presentarse: La de restaurar la gran España de los Reyes Católicos y los Austrias. Por primera vez desde hace trescientos años, ahora podemos volver a ser protagonistas de la Historia Universal. Si este gran destino no se cumple, todos sabemos a quiénes tendremos que acusar. Yo, por mi parte, no estoy dispuesto a ninguna complicidad, ni, por tanto, a un silencio cómplice y delictivo. No hay consideraciones, ni hay respetos, ni hay gratitud que valga. El dolor, la angustia indecible de que todo pueda quedarse en agua de borrajas, en medias tintas, en popularismos mediocres, en una especie de lerrouxismo con Lliga Catalana y Concordato, nos dará, aun a los menos aptos, voz airada para el anatema y hasta la injuria.
»Yo, si lo que no quiero fuese, ya sé a dónde he de ir. Ya sé a qué puerta llamar y a quién —sacando de amores, rabias— he de gritarle: ¡En nombre del Dios de mi casta; en nombre del Dios de Isabel y Felipe II, maldito seas!».
Gil Robles sería, pues, traidor al Dios de España si con su mayoría parlamentaria no exigía el Gobierno y desde el Gobierno no preparaba el golpe, para volver, no a la monarquía más o menos liberal de los últimos Alfonsos, sino a la monarquía absoluta de Isabel I y Felipe II. Del golpe se hablaba cada vez más abiertamente, y se ironizaba, cuando no insultaba, acerca de los católicos, obispos o laicos, que intentaban la conciliación. «Desengáñese —decía el obispo Irurita a un periodista de Barcelona, de mentalidad abierta y social—; lo que están intentando es inútil. ¡Cristo necesita una espada!». En 1935 publicaba Julián Cortés Cavanillas un durísimo ataque a la CEDA y al Vaticano con su libro Gil Robles ¿monárquico? Misterios de una política. En la portada se leía, sobreimpreso en rojo: Una política eclesiástica. Una táctica. Historia del «mal menor». El autor aireaba intencionadamente la historia de la renuncia del cardenal Segura. «Nadie podría negar a ningún católico —dice Cortés Cavanillas— el derecho de opinar y aun de discutir y censurar la política religiosa que la Santa Sede desenvuelve en los diferentes países donde los intereses espirituales están dentro de su potestad y de su jurisdicción. La política y la diplomacia no son artículo de fe, y ambas pueden ser falibles». Y en un manifiesto del movimiento Cruces de Sangre, imitación de las Croix de Feu del coronel De la Rocque, fechado en Barcelona, abril de 1936, leemos:
«No hay más derecho que la fuerza. Un empacho de juridicidad ha entenebrecido las inteligencias y ha preposterado las esencias de que dimana (…). España ha de ser vindicada. Y lo será; caiga quien caiga y sea como sea. Son a millares los voluntarios para acometer las empresas más difíciles. Son hombres: sin mayúsculas, pero con testículos (…). Toda explosión de fuerza ha de ser deificada. Por esto en adelante ha de decirse: la santa dinamita, la santa pistola, la santa rebeldía (…). Los misericordiosos, que nos perdonen, pero que tampoco se hagan cruces ni se sulfuren. El día que nuestra victoria sea un hecho, también recibiremos la felicitación de relevantes padres. Pero desde luego no la aceptaremos de Tedeschini, ni de Múgica, ni de Barraquer. A éstos a patadas los mandaremos a la Guinea. Eso sí, con toda legalidad, con la más escrupulosa legalidad; pero a patadas. Porque lo legal y lo ilegal, lo lícito y lo ilícito, lo discierne el que, por contar con más fuerza, se ha encaramado en el poder. Y el poder como personificación de un régimen es cosa accidental —como asevera la nueva moral cristiana de los Herrera y demás comparsa—, y, por lo tanto, lo que se tiene por delito y pecado son cosas accidentales, que aún podrán ser estimadas como altas virtudes, si los ladrones y los pecadores imponen su criterio».
»Viva el Estado totalitario corporativo».
Repasando estos textos, y muchos otros parecidos que se podrían igualmente transcribir, se llega a dar la razón al canónigo Carles Cardó cuando, al reconstruir en su Histoire spirituelle des Espagnes el hilo de los acontecimientos, se queja de que la confusión fue tal que «los católicos obedientes eran acusados de traición hacia la religión», y concluye que «la desobediencia a las consignas pontificias ha de ser contada entre las causas que agravaron la situación y desembocaron en la guerra civil».
A quienes Gil Robles y la CEDA traicionaron, más que al Dios de Isabel y Felipe II, fueron a las encíclicas pontificias, en las que decían que su programa se inspiraba. Al llegar al poder emprendieron una vergonzosa política reaccionaria. La tímida reforma agraria proyectada por Giménez Fernández (ala izquierda de Acción Popular) fue saboteada por el sector agrario de la CEDA, y el propio Giménez Fernández fue defenestrado del Ministerio de Agricultura. Se rebajó el salario mínimo fijado por la República. Se derogó la legislación republicana sobre arrendamientos y se reanudaron los desahucios. Como ministro de la Guerra, Gil Robles deshizo la reforma militar de Azaña y, con Franco de jefe del Estado Mayor Central, colocó en los lugares clave personas de confianza con las que por tres veces intentó dar el golpe —«los semipronunciamientos de Gil Robles», los ha bautizado De la Cierva— sin poderlo hacer por falta de ambiente favorable en los cuarteles. Y aunque en las elecciones de febrero del 36 se había aliado con el anticlerical Lerroux para tener más votos —«vosotros siempre estáis dispuestos a recibir al hijo pródigo; sobre todo si se trae el ternero», dirá Bernanos—, esto no impidió emprender desde el Gobierno una política clerical: «En mi Ministerio de Justicia —decía en 1968 Rafael Aizpún a Víctor Manuel Arbeloa—, con la gran ayuda del padre Romañá 5. J., sin contar con las Cortes, por medio de decretos normales, restituimos el 80 o 90% de los bienes robados a la Iglesia».
Desengañado por el fracaso de febrero del 36, y por todo lo que siguió, Gil Robles aceptó en principio, en abril del 36, un último intento de evitar la guerra civil mediante el proyecto de los moderados de ambos bloques, Besteiro, Maura, Sánchez Albornoz y Giménez Fernández. Se trataba de formar un gobierno de centro que comprendiera desde la derecha socialista de Besteiro y Prieto hasta la izquierda democristiana de Lucía, «para oponerse y combatir la demagogia fascista y antipopulista», según cuenta Giménez Fernández. Pero, según este político cristiano, el intento fracasó, entre otras razones, por «la presión a favor de la guerra civil en la derecha, donde la Juventud de Acción Popular, irritada por los atropellos de la extrema izquierda y la lenidad de los poderes públicos, pasaba en oleadas al fascismo o a los requetés, los financieros volcaban sus arcas en favor de quienes preparaban la rebelión y, finalmente, Gil Robles nos planteó a finales de mayo a Lucía y a mí la imposibilidad de seguir preparando la situación centro, que realmente queríamos muy pocos, pues la mística de la guerra civil se había apoderado desgraciadamente de la gran mayoría de los españoles».
Poco después —«allá por el mes de junio», según el general Mola; «unas semanas antes del Alzamiento», según Gil Robles—, habiendo tenido éste noticias de que aquél necesitaba con urgencia dinero para los gastos del golpe militar que preparaba, le hizo llegar discretamente medio millón de pesetas, remanente del fondo electoral de la reciente campaña de febrero, «creyendo que interpretaba el pensamiento de los donantes de esa suma si la destinaba al movimiento salvador de España» (carta de Gil Robles a Mola, 29 diciembre 1936). Y no interpretaba mal.