XV. La última batalla del Tigre

Cambiado el rumbo, los piratas pusieron febrilmente manos a la obra, para prepararse a la batalla, que sería sin duda tremenda y quizá la última que sostendrían contra el aborrecido enemigo.

Cargaban los cañones, montaban las espingardas, abrían los barriles de pólvora, amontonaban a proa y a popa enorme cantidad de balas y de granadas, cortaban las jarcias inútiles y reforzaban las más necesarias, improvisaban barricadas y preparaban los garfios de abordaje. Llevaron a cubierta hasta los recipientes de bebidas alcohólicas para derramarlos sobre el puente del barco enemigo e incendiarlo. Sandokán los animaba a todos con el gesto y con la voz, prometiéndoles echar a pique aquel buque que lo había tenido encadenado, le había destruido a los más valientes campeones de la piratería y le había arrebatado a su prometida.

—¡Sí, destruiré a ese maldito, lo incendiaré! —exclamaba—. Quiera Dios que llegue a tiempo para impedir que lord Guillonk me la arrebate.

—Atacaremos incluso al lord, si es necesario —dijo Yáñez—. ¿Quién podrá resistir el ataque de ciento veinte tigres de Mompracem?

—¿Y si llegásemos demasiado tarde y el lord hubiera partido ya para Sarawak a bordo de un barco rápido?

—Lo alcanzaremos en la ciudad de James Brooke. Más me preocupa el modo de apoderarnos del crucero, que a estas horas ya debe de estar anclado en las Tres Islas. Habría que sorprenderlo, pero… ¡Ah, qué desmemoriados somos!…

—¿Qué quieres decir?

—Sandokán, ¿recuerdas lo que intentó hacer lord James, cuando lo atacamos en el sendero de Victoria?

—Sí —murmuró Sandokán, que sintió que se le erizaban los cabellos en la cabeza—. ¡Gran Dios!… ¿Y tú crees que el comandante…?

—Puede haber recibido la orden de matar a Marianna antes que dejarla caer de nuevo en nuestras manos.

—¡No es posible!… ¡No es posible!…

—Y yo te digo que temo por tu prometida.

—¿Y entonces? —preguntó Sandokán con un hilo de voz.

Yáñez no respondió; parecía absorto en profundos pensamientos. De pronto, se dio un golpe en la frente con violencia, exclamando:

—¡Ya está!…

—Habla, hermano, explícate. Si tienes un plan, échalo fuera.

—Para impedir que pueda suceder una catástrofe, sería necesario que uno de nosotros, en el momento del ataque, estuviera cerca de Marianna para defenderla.

—Es cierto, pero ¿de qué modo?

—He aquí el plan. Tú sabes que en la escuadra que nos atacó en Mompracem había praos del sultán de Borneo.

—No lo he olvidado.

—Yo me disfrazaré de oficial del sultán, enarbolaré la bandera de Varauni y abordaré el crucero, fingiéndome mandado por lord James.

—Magnífico.

—Diré al comandante que tengo que entregar una carta a lady Marianna y, apenas me encuentre con ella en su camarote, me atrincheraré con ella. Al primer silbido mío, os lanzáis contra el barco y comenzáis la lucha.

—¡Ah, Yáñez! —Exclamó Sandokán, estrechándolo contra su pecho—. ¡Cuánto te deberé, si lo logras!

—Lo conseguiré, Sandokán, siempre que lleguemos antes que lord Guillonk.

En aquel instante se oyó gritar desde el puente:

—¡Las Tres Islas!

Sandokán y Yáñez se apresuraron a subir a cubierta. Las islas señaladas aparecían a siete u ocho millas. Todos los ojos de los piratas examinaron aquel montón de acantilados, buscando ávidamente el crucero.

—Ahí está —exclamó un dayako—. Allá veo el humo.

—Sí —confirmó Sandokán, cuyos ojos parecieron incendiarse—. Allá se ve un penacho negro que se alza detrás de aquel arrecife. ¡El crucero está allí!

—Procedamos con orden y preparémonos para el ataque —dijo Yáñez—. Paranoa, que embarquen otros cuarenta hombres en nuestro prao.

El trasbordo se realizó con presteza y la tripulación, de unos setenta hombres aproximadamente, se reunió en torno a Sandokán, que hizo señas de querer hablar.

—Cachorros de Mompracem —dijo con aquel tono de voz que fascinaba e infundía a aquellos hombres un valor sobrehumano—: La partida que vamos a jugarnos será terrible, porque tendremos que luchar contra una tripulación más numerosa y aguerrida que la nuestra; pero recordad que esta será la última batalla que combatiréis bajo el Tigre de Malasia y será la última vez que os encontraréis frente a los que destruyeron nuestro poderío y violaron nuestra isla, nuestra patria adoptiva. Cuando yo dé la señal, irrumpid con el antiguo valor de los tigres de Mompracem sobre el puente del barco: ¡yo lo quiero así!

—Los exterminaremos a todos —exclamaron los piratas, agitando frenéticamente las armas—. Ordenad, Tigre.

—Ahí, en ese maldito barco que vamos a atacar, está la reina de Mompracem.

¡Quiero que vuelva a ser mía, que vuelva a ser libre!

—La salvaremos o moriremos todos.

—Gracias, amigos; ahora a vuestros puestos de combate, y desplegad en los palos las banderas del sultán.

Izaron los estandartes, y los tres praos se dirigieron hacia la primera isla y más exactamente hacia una pequeña bahía, en cuyo fondo se veía confusamente una masa negra rematada por un penacho de humo.

—Yáñez —dijo Sandokán—, prepárate; dentro de una hora estaremos en la bahía.

—Esto se hace en un momento —respondió el portugués, y desapareció bajo el puente. Los praos continuaban avanzando con las velas tercerolas y la gran bandera del sultán de Varauni en la cima del palo mayor. Los cañones estaban preparados, las espingardas también y los piratas tenían las armas a mano, dispuestos a lanzarse al abordaje.

Sandokán espiaba atentamente desde proa al crucero, que se hacía más visible a cada minuto y que parecía estar anclado, a pesar de que aún tuviera encendida la máquina. Se diría que el formidable pirata, con la potencia de su mirada, intentaba descubrir a su adorada Marianna.

Profundos suspiros se le desbordaban de cuando en cuando de su amplio pecho, su frente se oscurecía y sus manos atormentaban impacientemente la empuñadura de su cimitarra.

Luego su mirada, que brillaba como vivo fuego, recorría el mar que circundaba las Tres Islas, como si intentase descubrir alguna cosa. Sin duda temía ser sorprendido por lord Guillonk en el furor de la batalla y cogido por la espalda.

El cronómetro de a bordo señalaba el mediodía, cuando los tres praos llegaron a la desembocadura de la bahía.

El crucero estaba anclado justamente en el centro. En la punta de la cangreja[56] ondeaba la bandera inglesa y en la cima del palo mayor el gran estandarte de los barcos de guerra. Sobre el puente se veían varios hombres paseando. Los piratas, al ver aquella nave a tiro de cañón, se precipitaron como un solo hombre sobre las piezas de artillería, pero Sandokán los detuvo con un gesto.

—Todavía no —dijo—. ¡Yáñez!

El portugués subía entonces, disfrazado de oficial del sultán de Varauni, con una gran casaca verde, largos calzones y un voluminoso turbante en la cabeza. En la mano llevaba una carta.

—¿Qué papel es ese? —preguntó Sandokán.

—La carta que entregaré a lady Marianna.

—¿Qué has escrito?

—Que estamos preparados y que no se traicione.

—Tendrás que entregársela tú, si quieres atrincherarte junto a ella en el camarote.

—No se la encomendaré a nadie, puedes estar tranquilo, hermanito mío.

—¿Y si el comandante te acompañase hasta ella?

—Si veo que el asunto se embrolla, lo mato —respondió Yáñez fríamente.

—Te juegas una fea carta, Yáñez.

—¡La piel, querrás decir! Pero espero seguir conservándola intacta. En fin, escóndete y déjame el mando de los barcos durante unos minutos. Y vosotros, cachorros, componed un poco más cristianamente esos hocicos, y recordad que somos fidelísimos súbditos de ese gran canalla que se hace llamar sultán de Borneo.

Estrechó la mano a Sandokán, se acomodó bien el turbante y gritó:

—¡A la bahía!

El barco entró en la pequeña ensenada y se aproximó al crucero, seguido a breve distancia por los otros dos.

—¿Quién vive? —preguntó un centinela.

—Borneo y Varauni —respondió Yáñez—. Noticias importantes de Victoria. ¡Eh, Paranoa, deja caer el ancla y suelta la cadena, y vosotros, abajo los guarda bordos! ¡Atentos a los tambores!…

Antes que los centinelas abrieran la boca para impedir que el prao llegara bordo contra bordo, ya estaba realizada la maniobra. El barco fue a chocar contra el crucero bajo el ancla de estribor y se quedó allí encolado.

—¿Dónde está el comandante? —preguntó Yáñez a los centinelas.

—Separad el barco —dijo un soldado.

—¡Al diablo los reglamentos! —Respondió Yáñez—. ¡Por Júpiter! ¿Tenéis miedo de que mis barcos hundan el vuestro? Vamos, espabilaos y llamad al comandante, que tengo órdenes que comunicarle.

El teniente subía entonces al puente con sus oficiales. Se aproximó a la amura de popa y, al ver a Yáñez que le mostraba una carta, mandó bajar la pasarela.

«Ánimo», murmuró Yáñez, volviéndose hacia los piratas, que miraban fijamente al piróscafo con ojos crueles.

Dirigió luego una mirada a popa y sus ojos se encontraron con los llameantes de Sandokán, el cual se mantenía oculto bajo una tela echada encima de la escotilla.

En menos de lo que tarda en decirse, el bravo portugués se encontró en el puente del vapor. Se sintió invadido por un vivo temor, pero su rostro no traicionó la turbación de su alma.

—Capitán —dijo, inclinándose con desenvoltura—. Tengo que entregar una carta a lady Marianna Guillonk.

—¿De dónde venís?

—De Labuán.

—¿Qué hace lord Guillonk?

—Está aparejando un buque para venir a reunirse con vos.

—¿No os ha dado ninguna carta para mí?

—Ninguna, comandante.

—¡Qué raro! Dadme la carta y se la entregaré ahora mismo a lady Marianna.

—Lo siento, comandante, pero tengo que entregársela yo —respondió Yáñez audazmente.

—Seguidme, entonces.

Yáñez sintió que la sangre se le helaba en las venas. Si Marianna hace un gesto, estoy perdido, pensó.

Echó una mirada a popa y vio encaramados a los palos del prao diez o doce piratas y otros tantos apiñados sobre la pasarela.

Parecían estar a punto de abalanzarse sobre los marineros ingleses, pues los observaban con curiosidad.

Siguió al capitán y bajaron juntos la escalera que conducía a popa. El pobre portugués sintió que se le erizaban los cabellos cuando oyó al capitán llamar a una puerta y a lady Marianna responder:

—Adelante.

—Un mensaje de vuestro tío lord James Guillonk —dijo el capitán al entrar.

Marianna estaba de pie en medio del camarote, pálida, pero altiva. Al ver a Yáñez no pudo reprimir un sobresalto, pero no dejó escapar un grito. Lo había comprendido todo.

Recibida la carta, la abrió maquinalmente y la leyó con una calma admirable.

De pronto Yáñez, que se había puesto pálido como un muerto, se acercó a la ventana de babor, exclamando:

—Capitán, veo un piróscafo que se dirige hacia aquí.

El comandante se precipitó hacia la ventana para cerciorarse con sus propios ojos. Rápido como un relámpago, Yáñez se le echó encima y le golpeó furiosamente el cráneo con la empuñadura del kriss.

El infeliz cayó al suelo medio descalabrado, sin dejar escapar un suspiro. Lady Marianna no pudo reprimir un grito de horror.

—Silencio, hermanita mía —dijo Yáñez, mientras amordazaba y ataba al desgraciado comandante—. Si lo he matado, que Dios me perdone.

—¿Dónde está Sandokán?

—Está dispuesto a comenzar la batalla. Ayudadme a atrincherarnos, hermanita.

Tomó un pesado armario y lo empujó hacia la puerta, amontonando luego detrás de él cajas, anaqueles y mesas.

—¿Pero qué va a pasar? —preguntó Marianna.

—Enseguida lo sabréis, hermanita —respondió Yáñez, sacando la cimitarra y las pistolas.

Se asomó a la ventana y dio un agudo silbido.

—Atención, hermanita —dijo luego, poniéndose detrás de la puerta con las pistolas en la mano.

En aquel instante unos alaridos terribles estallaron en el puente.

—¡Sangre!… ¡Sangre!… ¡Viva el Tigre de Malasia!…

Siguieron tiros de fusil y de pistola, luego gritos indescriptibles, blasfemias, invocaciones, gemidos, lamentos, un furioso chocar de hierros, ruido de pasos, corridas y el sordo rumor de los cuerpos que caían.

—¡Yáñez! —gritó Marianna, que se había puesto pálida como una muerta.

—¡Ánimo, truenos de Dios! —Vociferó el portugués—. ¡Viva el Tigre de Malasia!…

Se oyeron pasos precipitados que bajaban la escalera y algunas voces que llamaban:

—¡Capitán!… ¡Capitán!…

Yáñez se apoyó contra la barricada, mientras Marianna hacía lo mismo.

—¡Por mil escotillas!… ¡Abrid, capitán! —gritó una voz.

—¡Viva el Tigre de Malasia! —tronó Yáñez.

Fuera se oyeron imprecaciones y gritos de furor, y luego un golpe violento sacudió la puerta.

—¡Yáñez! —exclamó la joven.

—No temáis —respondió el portugués.

Otros tres golpes desquiciaron la puerta y de un hachazo abrieron una gran hendidura. Introdujeron el cañón de un fusil, pero Yáñez, rápido como un relámpago, lo levantó y disparó la pistola a través de la abertura.

Se oyó caer un cuerpo a tierra pesadamente, mientras los otros volvían a subir a toda prisa la escalera, gritando:

—¡Traición!… ¡Traición!…

La lucha continuaba en el puente del buque y los gritos se oían ahora más fuertes que nunca, mezclados con tiros de fusil y de pistola. De cuando en cuando, en medio de toda aquella batahola, se oía la voz del Tigre de Malasia, que lanzaba sus bandas al asalto.

Marianna había caído de rodillas y Yáñez, furioso por saber cómo iban las cosas fuera, se afanaba por remover los muebles apilados.

De improviso se oyeron algunas voces que gritaban:

—¡Fuego!… ¡Sálvese quien pueda!

El portugués palideció.

—¡Truenos de Dios! —exclamó.

Con un esfuerzo desesperado derribó la barricada, cortó de un cimitarrazo las ligaduras que sujetaban al pobre comandante, aferró a Marianna entre los brazos y salió corriendo.

Densas nubes de humo habían invadido ya el pasadizo y en el fondo se veían las llamas irrumpiendo en los camarotes de los oficiales.

Yáñez subió a cubierta con la cimitarra entre los dientes.

La batalla estaba a punto de terminar. El Tigre de Malasia atacaba entonces furiosamente el castillo de proa, en el que se habían atrincherado treinta o cuarenta ingleses.

—¡Fuego! —gritó Yáñez.

Al oír aquel grito, los ingleses, que ya se veían perdidos, se arrojaron sin pensárselo dos veces al mar. Sandokán se volvió hacia Yáñez, derribando con ímpetu irresistible a los hombres que lo rodeaban.

—¡Marianna! —Exclamó, tomando entre sus brazos a la joven—. ¡Mía!… ¡Al fin… mía!…

—¡Sí, tuya, y esta vez para siempre!

En el mismo instante se oyó retumbar en el mar un cañonazo. Sandokán lanzó un verdadero rugido:

—¡Lord Guillonk!… ¡Todos a bordo de los praos!

Sandokán, Marianna, Yáñez y los piratas que se habían salvado del combate abandonaron el buque, que ya ardía como un haz de leña seca, y se embarcaron en los tres barcos, llevándose a los heridos.

En un abrir y cerrar de ojos se desplegaron las velas, los piratas echaron mano a los remos y los tres praos salieron rápidamente de la bahía, adentrándose hacia alta mar.

FIN