La suspensión de la vida, como había dicho Sandokán, debía durar seis horas, ni un segundo más ni un segundo menos, y en efecto así sucedió, pues, apenas fueron lanzados al abismo, los dos piratas volvieron rápidamente en sí sin experimentar la más mínima alteración de sus fuerzas.
Subieron a la superficie de un vigoroso impulso y enseguida echaron un vistazo a su alrededor. A menos de una gúmena[54] descubrieron el crucero, que se alejaba a poco vapor hacia oriente.
El primer movimiento de Sandokán fue seguirlo, mientras Juioko, completamente aturdido todavía por aquella extraña y para él inexplicable resurrección, nadaba prudentemente hacia alta mar.
El Tigre, sin embargo, se detuvo casi súbitamente, dejándose mecer entre las ondas pero con los ojos fijos en aquel barco que le arrebataba a la desgraciada muchacha. Un grito ahogado de angustia le irrumpió desde el pecho y se disipó entre sus crispados labios.
—¡Perdida! —exclamó con voz semiapagada por el dolor.
Un arranque de locura se apoderó de él y durante un buen trecho se puso a seguir al vapor, debatiéndose furiosamente entre las aguas; luego se detuvo, mirando siempre al buque, que poco a poco iba perdiéndose entre las tinieblas.
—¡Te me escapas, horrible nave, llevándote la mitad de mi corazón; pero por más extenso que sea el océano, te alcanzaré un día y descuartizaré tus flancos!
Se deslizó rápidamente sobre las olas y alcanzó a Juioko, que lo esperaba muy inquieto.
—Vamos —dijo con voz estrangulada—. Ahora todo ha terminado.
—Valor, capitán; la salvaremos y quizá más pronto de lo que creéis.
—¡Calla!… No vuelvas a abrir la herida que aún sangra.
—Busquemos al señor Yáñez, capitán.
—Sí, busquémoslo, porque solo él puede salvarnos.
El vasto mar de Malasia se extendía a su alrededor, sepultado en espesas tinieblas, sin un islote donde arribar, sin una vela o una luz que señalase la presencia de una nave amiga o enemiga.
Por todas partes no se veían más que olas espumantes, que chocaban entre sí con fragor, levantadas por el airecillo nocturno.
Los dos nadadores, para no gastar sus fuerzas tan preciosas en medio de aquel terrible oleaje, avanzaban lentamente, a corta distancia uno de otro, buscando con avidez una vela sobre la oscura superficie.
De cuando en cuando Sandokán se detenía para volverse hacia oriente, como si intentase descubrir todavía el farol del piróscafo, y luego volvía a nadar dando profundos suspiros.
Habrían recorrido ya una milla y comenzaban a desembarazarse de sus ropas para tener mayor libertad de movimientos, cuando Juioko chocó con un objeto flexible.
—¡Un tiburón! —exclamó, estremeciéndose y levantando el puñal.
—¿Dónde? —preguntó Sandokán.
—Pero… no, no es un escualo —respondió el dayako—. Me parece una boya.
—¡Es un salvavidas arrojado por Marianna! —Exclamó Sandokán—. ¡Ah! ¡Divina muchacha!
—Esperemos que no venga solo.
—Busquemos, amigo mío.
Se pusieron a_ nadar en redondo buscando por todas partes y, al cabo de unos minutos, lograron encontrar el otro, que no se había alejado demasiado del primero.
—Esta sí que es una suerte que no me esperaba —dijo Juioko en tono alegre—. ¿Adónde nos dirigimos ahora?
—La corbeta venía del noroeste; así pues, creo que en esa dirección podremos encontrar a Yáñez.
—¿Lo encontraremos?
—Eso espero —respondió Sandokán.
—Tendremos que esperar varias horas. El viento es débil y el prao del señor Yáñez no debe de avanzar mucho.
—¿Qué importa? —dijo Sandokán.
—¿Y no pensáis en los tiburones, capitán? Vos sabéis que en estos mares abundan esos ferocísimos escualos. Sandokán se estremeció involuntariamente y echó a su alrededor una mirada inquieta.
—Hasta ahora no he visto emerger ninguna cola ni ninguna aleta —dijo al fin—. Esperemos que los escualos nos dejen tranquilos. Vamos, lancémonos hacia el noroeste. Si no encontrásemos a Yáñez, continuando en esa dirección arribaríamos a Mompracem o a alguno de los arrecifes que se extienden hacia el sur.
Se aproximaron el uno al otro con el fin de estar mejor preparados para protegerse en caso de peligro y se pusieron a nadar en la dirección elegida, intentando sin embargo economizar sus fuerzas, porque no ignoraban que la tierra estaba muy lejos.
A pesar de que ambos estaban decididos a todo, el miedo de ser sorprendidos de un momento a otro por algún tiburón había logrado hacerse camino en sus corazones.
Especialmente el dayako se sentía asaltado por un verdadero terror. De cuando en cuando se detenía para mirar a su espalda, creyendo oír detrás de sí coletazos y roncos suspiros, e instintivamente encogía las piernas por miedo de sentirlas tronchadas por los dientes formidables de esos tigres del mar.
—Yo no había experimentado jamás el miedo —decía—. He tomado parte en más de cincuenta abordajes, he matado con mis propias manos no pocos enemigos y hasta me he medido con los grandes simios de Borneo e incluso con los tigres de la jungla, y sin embargo ahora estoy temblando como si tuviera fiebre. La idea de encontrarme de improviso delante de uno de esos ferocísimos escualos hace que la sangre se me hiele. Capitán, ¿no veis nada?
—No —respondía invariablemente Sandokán con voz tranquila.
—Es que me ha parecido oír otra vez detrás de mí un ronco suspiro.
—Es efecto del miedo. Yo no he oído nada.
—¿Y ese chapoteo?
—Ha sido producido por mis pies.
—Mis dientes están entrechocando.
—Tranquilo, Juioko. Estamos armados de fuertes puñales.
—¿Y si los escualos llegan bajo el agua?
—Nos sumergiremos también nosotros y nos enfrentaremos con ellos resueltamente.
—¡Y si el señor Yáñez no nos ve!…
—Debe de estar todavía muy lejos.
—¿Lo encontraremos, capitán?
—Tengo esa esperanza… Yáñez me quiere demasiado para haberme abandonado a mi triste destino. El corazón me dice que seguía a la corbeta.
—Pero no se le ve aparecer.
—Paciencia, Juioko. El viento aumenta poco a poco y hará correr al prao.
—Y con el viento tendremos también olas.
—Esas no nos dan miedo a nosotros.
Continuaron nadando, el uno al lado del otro, durante otra hora, escudriñando siempre atentamente el horizonte y echando ojeadas a su alrededor por miedo de ver aparecer los temidos escualos; luego ambos se detuvieron y se miraron uno a otro.
—¿Has oído? —preguntó Sandokán.
—Sí —respondió el dayako.
—El silbido de una nave de vapor, ¿verdad?
—Sí, capitán.
—¡Mantente firme!
Se apoyó en los hombros del dayako y de un impulso sacó más de medio cuerpo fuera del agua. Mirando hacia el norte, vio dos puntos luminosos que surcaban el mar a una distancia de dos o tres millas.
—Una nave avanza hacia nosotros —dijo con voz un poco conmovida.
—Entonces podemos hacer que nos recoja —dijo Juioko.
—No sabemos a qué nación pertenece, ni si es mercantil o de guerra.
—¿De dónde viene?
—Del norte.
—Peligrosa ruta, capitán.
—Eso pienso también yo. Puede ser una de las naves que ha tomado parte en el bombardeo de Mompracem y que va en busca del prao de Yáñez.
—¿Y la dejaremos marchar sin que nos recoja?
—La libertad cuesta demasiado cara para perderla nuevamente, Juioko. Si llegaran a apresarnos por segunda vez, ya sí que no nos salvaría nadie, y tendría que renunciar para siempre a la esperanza de volver a ver a Marianna. Pero puede ser una nave mercantil.
Volvió a apoyarse en los hombros de Juioko, mirando atentamente ante sí. Como la noche no era muy oscura, pudo distinguir claramente la nave que se dirigía a su encuentro.
—¡Ni un grito, Juioko! —Exclamó, volviendo a caer en el agua—. Es un barco de guerra, estoy seguro.
—¿Grande?
—Me parece un crucero.
—¿Será inglés?
—No cabe duda acerca de su nacionalidad.
—¿Lo dejaremos pasar?
—No podemos hacer absolutamente nada. Prepárate para sumergirte, porque esa nave pasará a poca distancia de nosotros. Ánimo, amigo, abandonemos los salvavidas y estemos preparados.
El crucero —al menos tal lo creía Sandokán y quizá con razón— avanzaba rápidamente, levantando a sus lados verdaderas oleadas a causa de las ruedas. Su dirección se mantenía hacia el sur, así que debía pasar a poquísima distancia de los dos piratas.
Sandokán y Juioko, apenas lo vieron a ciento cincuenta metros, se hundieron poniéndose a nadar bajo el agua.
En el momento en que volvían a salir a la superficie para respirar, oyeron una voz que gritaba:
—Juraría haber visto dos cabezas a babor. Si no estuviera seguro de que tenemos a popa una cornudilla, mandaría echar al agua una chalupa.
Al oír aquellas palabras, Sandokán y Juioko volvieron a zambullirse enseguida, pero su inmersión duro poco.
Por fortuna para ellos, cuando reaparecieron, vieron al buque alejarse rápidamente hacia el sur.
Se encontraban entonces en medio de la estela blanquecina de espuma. Las olas levantadas por las ruedas los bamboleaban a derecha e izquierda lanzándolos unas veces hacia arriba y otras precipitándolos en los torbellinos.
—Capitán, en guardia —gritó el dayako—. Tenemos una cornudilla en nuestras aguas.
—¿Habéis oído a ese marinero?
—Sí —respondió Sandokán—. Prepara el puñal.
—¿Seremos atacados?
—Eso me temo, mi pobre Juioko. Esos monstruos ven mal, pero tienen un olfato increíble. El maldito no habrá seguido a la nave, te lo aseguro.
—Tengo miedo, capitán —dijo el dayako, que se agitaba entre las olas como el diablo en la pila del agua bendita.
—Estate tranquilo. Hasta ahora no la veo. —Puede atacarnos bajo el agua.
—Entonces la sentiremos llegar.
—¿Y los salvavidas?
—Están delante de nosotros. Dos brazadas más y los alcanzaremos.
—No me atrevo ni a moverme, capitán.
El pobre hombre estaba poseído de un espanto tal, que sus miembros se negaban casi a moverse.
Juioko, no pierdas la cabeza —le aconsejó Sandokán—. Si te preocupa salvar las piernas, no puedes quedarte ahí, medio atontado. Agárrate a tu salvavidas y saca el puñal.
El dayako, reponiéndose un poco, obedeció y alcanzó su anillo de goma, que se balanceaba justamente en medio de la espuma de la estela.
—Ahora vamos a ver dónde está ese pez martillo —dijo Sandokán—. Quizá podamos escapar de él.
Por tercera vez se apoyó en Juioko y se lanzó fuera del agua, echando a su alrededor una rápida mirada.
Allá, en medio de la cándida espuma, descubrió una especie de gigantesco martillo que surgió de improviso entre las aguas.
—En guardia —dijo a Juioko—. No está a más de cincuenta o sesenta metros de nosotros.
—¿No ha seguido a la nave? —preguntó el dayako, castañeteándole los dientes.
—Ha percibido el olor de la carne humana —respondió Sandokán.
¿Vendrá a buscarnos?
—Dentro de poco lo sabremos. No te muevas y no abandones el puñal.
Se aproximaron el uno al otro y se quedaron inmóviles, esperando con ansiedad el final de aquella peligrosa aventura.
Las cornudillas, llamadas también peces martillo y también balance fish, es decir, pez balanza, son peligrosísimos adversarios. Pertenecen a la especie de los tiburones, pero su aspecto es muy distinto, pues tienen la cabeza en forma de martillo. No obstante, su boca no cede a la de sus congéneres ni por la amplitud, ni por la fortaleza de sus dientes. Son muy audaces, sienten una gran pasión por la carne humana y, cuando se dan cuenta de la presencia de un nadador, no dudan en atacarlo y cortarlo en dos. Sin embargo, también les resulta más difícil aferrar la presa, porque tienen la boca casi al principio del vientre, de modo que se ven obligados a deslizarse sobre el dorso para poder morder.
Sandokán y el dayako, permanecieron inmóviles algunos minutos, escuchando atentamente, y luego, al no oír nada, comenzaron a realizar una prudente retirada.
Habían recorrido ya cincuenta o sesenta metros, cuando de improviso vieron aparecer a corta distancia la repugnante cabeza de la cornudilla.
El monstruo lanzó sobre los dos nadadores una fea mirada con reflejos amarillentos, y luego dio un ronco suspiro que parecía como un lejanísimo trueno.
Se mantuvo inmóvil unos instantes, dejándose mecer por las olas, y después se precipitó hacia adelante, azotando furiosamente las aguas.
—¡Capitán! —exclamó Juioko.
El Tigre de Malasia, que empezaba a perder la paciencia, en vez de seguir retirándose, abandonó bruscamente el salvavidas y, colocándose el puñal entre los dientes, se movió resueltamente contra el escualo.
—¡También tú vienes contra mí! —gritó—. ¡Veremos si el tigre del mar será más fuerte que el Tigre de Malasia!
—Dejadla marchar, capitán —suplicó Juioko.
—Quiero acabar con ella —respondió Sandokán con ira—. ¡A nosotros, condenado escualo!
El pez martillo, espantado por el fuerte grito y por la actitud de Sandokán, en vez de continuar su carrera se detuvo, deslizándose a derecha e izquierda de las olas, y luego se sumergió.
—Viene por debajo, capitán —gritó el dayako.
Se equivocaba. El escualo volvió un instante después a la superficie y, contrariamente a sus instintos feroces, en vez de volver a intentar el ataque se lanzó hacia alta mar, jugueteando en la estela de la nave.
Sandokán y Juioko se quedaron quietos durante unos instantes, siguiendo con la vista al escualo, y luego, al ver que no pensaba más en ellos, al menos por el momento, reemprendieron la retirada dirigiéndose hacia el noroeste.
El peligro no había cesado todavía, pues la cornudilla, a pesar de que continuaba jugueteando, no los perdía de vista. De un coletazo echaba con frecuencia más de medio cuerpo fuera del agua para asegurarse de su dirección, y luego en pocos saltos recuperaba el camino perdido, manteniéndose siempre a una distancia de sesenta metros. Probablemente quería esperar el momento propicio para volver a intentarlo.
En efecto: poco después Juioko, que se encontraba un poco más atrás, vio al escualo avanzar rumorosamente, sacudiendo la cabeza y lanzando poderosos coletazos.
Describió en torno a los dos nadadores un círculo, y luego comenzó a dar vueltas unas por encima del agua y otras por debajo, tendiendo siempre a estrechar más sus giros.
—¡Cuidado, capitán! —gritó Juioko.
—Estoy preparado para recibirlo —dijo Sandokán.
—Y yo para ayudaros.
—¿Se te ha pasado el miedo?
—Empiezo a esperar que así sea.
—No abandones el salvavidas ante de que yo de la señal. Intentemos entretanto forzar el cerco.
Con la mano izquierda sujeta en torno al flotador, con la derecha armada del puñal, los dos piratas se pusieron a batirse en retirada, volviendo siempre la cara hacia el escualo.
Este no los abandonaba, sino que continuaba ciñéndolos más de cerca, levantando con auténticas olas y enseñando sus agudos dientes que blanqueaban siniestramente en la oscuridad.
De pronto dio un salto gigantesco saliendo completamente del agua, y se precipitó sobre Sandokán que estaba más cerca de él.
El Tigre de Malasia, abandonando el salvavidas se dispuso a sumergirse, mientras Juioko que había recobrado su audacia ante la inminencia del peligro se lanzaba hacia adelante con el puñal levantado.
La cornudilla, al ver a Sandokán desaparecer bajo el agua, de un coletazo se hurtó al ataque de Juioko y se sumergió a su vez.
Sandokán la esperaba. Apenas la vio tan cerca, se lanzó encima de ella, aferrándola por una aleta del dorso, y de una terrible puñalada le desgarró el vientre.
El enorme pez, herido quizá de muerte, con una brusca contorsión se liberó del adversario, que estaba a punto de intentar de nuevo el golpe, y volvió a subir a la superficie. Al ver a dos pasos al dayako, se deslizó sobre el dorso para cortarlo en dos. Pero Sandokán estaba también sumergido.
El puñal que ya había herido a la cornudilla la golpeó esta vez en medio del cráneo y con tal fuerza que la hoja se le quedó allí clavada.
—Torna también estas —gritó el dayako, acribillándola de puñaladas.
La cornudilla se sumergió finalmente y para siempre, dejando en la superficie una gran mancha de sangre, que se ensanchaba rápidamente.
—Creo que no volverá más a la superficie —dijo Sandokán—. ¿Qué me dices ahora, Juioko?
El dayako no respondió. Apoyándose en el salvavidas, intentaba alzarse para lanzar lejos sus miradas.
—¿Qué buscas? —le preguntó Sandokán.
—¡Allá…, mirad…, hacia el noroeste! —Gritó Juioko—. ¡Por Alá!… ¡Veo una gran sombra…, un velero!
—¿Yáñez, quizá? —preguntó Sandokán con viva emoción.
—La oscuridad es demasiado profunda para distinguirla bien, pero siento que el corazón me late deprisa, capitán.
—Déjame que suba sobre tus hombros.
El dayako se aproximó, y Sandokán, apoyándose en él, sacó más de medio cuerpo fuera de las olas.
—¿Qué veis, capitán?
—¡Es un prao! ¡Si fuera él!… ¡Maldición!
—¿Por qué juráis?
—Son tres los barcos que avanzan.
—¿Estáis seguro?
—Segurísimo.
—¿Habrá encontrado Yáñez ayuda?
—¡Es imposible!
—¿Qué hacemos entonces? Llevamos nadando ya más de tres horas y os confieso que comienzo a estar cansado.
—Te comprendo; amigos o enemigos, haremos que nos recojan. Pide ayuda. Juioko reunió sus propias fuerzas y con voz tronante gritó:
—¡Ah de la nave!… ¡Auxilio!…
Un momento después se oyó en el mar un tiro de fusil y una voz que gritaba:
—¿Quién llama?
—Náufragos.
—Esperad.
Enseguida se vio a los tres barcos dar una bordada y aproximarse rápidamente, pues el viento ya era un tanto fuerte.
—¿Dónde estáis? —preguntó la voz de antes.
—Aquí cerca —respondió Sandokán.
Siguió un breve silencio y luego exclamó otra voz:
—¡Por Júpiter!… ¡O mucho me equivoco o es él!…
—¿Quién vive?
Sandokán, de un impulso, salió de las olas hasta la mitad del cuerpo, gritando:
—¡Yáñez!… ¡Yáñez!… ¡Soy yo, el Tigre de Malasia! A bordo de los tres barcos se elevó un solo grito:
—¡Viva el capitán!… ¡Viva el Tigre!
El primer prao estaba ya cerca. Los dos nadadores se agarraron a una gúmena que les habían lanzado y subieron hasta el puente con la rapidez de dos auténticos cuadrumanos.
Un hombre se arrojó hacia Sandokán, estrechándolo contra su pecho con fuerza.
—¡Ah, mi pobre hermano! —exclamó—. ¡Creí que ya no volvía a verte jamás!…
Sandokán abrazó al bravo portugués, mientras la tripulación seguía gritando:
—¡Viva el Tigre!
—Ven a mi camarote —dijo Yáñez—. Tienes que contarme muchas cosas que deseo ardientemente conocer.
Sandokán lo siguió sin hablar y bajaron al camarote, mientras los barcos proseguían el viaje con todas las velas desplegadas.
El portugués destapó una botella de ginebra y se la pasó a Sandokán, que vació uno tras otro varios vasos.
—Vamos, cuenta: ¿cómo es que ahora te recojo en el mar, cuando yo sospechaba que estabas prisionero o muerto a bordo del piróscafo que voy siguiendo encarnizadamente desde hace veinte horas?
—¡Ah! ¿Seguías al crucero? Lo sospechaba.
—¡Por Júpiter! Dispongo de tres barcos y de ciento veinte hombres, ¿y no quieres que lo siga?
—Pero ¿dónde has podido reunir tantas fuerzas?
—¿Sabes quiénes son los comandantes de los dos barcos que me siguen?
—Desde luego que no.
—Paranoa y Maratúa.
—¿Entonces no se hundieron durante la borrasca que nos sorprendió junto a Labuán?
—Como ves, no. Maratúa fue arrojado hacia la isla de Pulo Gaya y Paranoa se refugió en la bahía de Ambong. Se detuvieron allí varios días para reparar las graves averías sufridas, y después marcharon a Labuán, donde se encontraron. Al no hallarnos en la bahía, volvieron a Mompracem; los encontré ayer tarde cuando estaban ya decididos a dirigirse a la India, sospechando que nosotros nos habríamos dirigido allí.
—¿Y desembarcaron en Mompracem? ¿Quién ocupa ahora mi isla?
—Nadie, pues los ingleses la abandonaron después de haber incendiado nuestro poblado y de haber hecho saltar los últimos bastiones.
—Es mejor así —murmuró Sandokán, suspirando.
—Y ahora, ¿qué te ha ocurrido a ti? Te vi abordar el buque mientras yo despanzurraba la cañonera a cañonazos, después oí los hurras de victoria de los ingleses y luego nada más. Huí al menos para salvar los tesoros que llevaba, pero después me eché tras las huellas del crucero, con la esperanza de alcanzarlo y abordarlo.
—Caí sobre el puente del barco enemigo, medio machacado de un mazazo, y fui hecho prisionero junto con Juioko. Las píldoras que, como tú sabes, llevaba siempre conmigo, me han salvado.
—Comprendo —dijo Yáñez estallando en una carcajada—. Os lanzaron al mar creyéndoos muertos. ¿Pero qué ha sido de Marianna?
—Está prisionera en el crucero —respondió Sandokán con voz sombría.
—¿Quién conducía el buque?
—El baronet, pero lo maté en la reyerta.
—Me lo había imaginado. ¡Por Baco! Qué mal fin ha tenido ese pobre rival.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—¿Qué harías tú?
—Seguiría al piróscafo y lo abordaría.
—Es lo que iba a proponerte. ¿Sabes hacia dónde se dirige el buque?
—Lo ignoro, pero me parece que navegaba hacia las Tres Islas cuando lo dejé.
—¿Qué irá a hacer allí? Aquí hay gato encerrado, hermanito mío. ¿Navegaba muy deprisa?
—A unos ocho nudos por hora.
—¿Qué ventaja puede llevarnos?
—Quizá treinta millas.
—Entonces podemos alcanzarlo si el viento se mantiene bueno, pero…
Yáñez se interrumpió al oír en el puente un movimiento insólito y un agudo vocerío.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿Habrán descubierto al crucero?
—Subamos, hermanito mío.
Abandonaron precipitadamente el camarote y subieron a cubierta. Justo en aquel momento algunos hombres estaban sacando del agua una cajita de metal, que un pirata, a las primeras luces del alba, había descubierto a unas docenas de metros a estribor.
—¡Oh!… ¡Oh!… —exclamó Yáñez—. ¿Qué significa esto? ¿Contendrá algún documento precioso? No me parece una caja corriente.
—Seguimos yendo tras las huellas del piróscafo, ¿verdad? —preguntó Sandokán, que, sin saber por qué, se sentía agitado.
—Siempre —respondió el portugués.
—¡Ah! Si fuera…
—¿Qué?
Sandokán, en vez de responder, sacó el kriss y de un golpe rápido rajó la cajita. Enseguida se descubrió en el interior un papel algo húmedo, pero en el que podían leerse claramente unas líneas escritas con una caligrafía fina y elegante…
—¡Yáñez!… ¡Yáñez!… —balbuceó Sandokán con voz temblorosa.
—Lee, hermanito mío, lee.
—Me parece que me he quedado ciego…
El portugués le quitó el papel de la mano y leyó:
«¡Auxilio! Me llevan a las Tres Islas, donde me alcanzará mi tío para conducirme a Sarawak».
Sandokán, al oír aquellas palabras, lanzó un aullido de fiera herida. Se echó las manos a los cabellos, arrancándoselos con furor, y vaciló como si hubiera sido alcanzado por una bala.
—¡Perdida!… ¡Perdida!… ¡El lord!… —exclamó.
Yáñez y los piratas lo habían rodeado y lo miraban con ansiedad, con una profunda emoción. Parecía que sufrían las mismas penas que desgarraban el corazón de aquel desventurado.
—¡Sandokán! —Exclamó el portugués—. La salvaremos, te lo juro, así tengamos que abordar el barco del lord y atacar Sarawak y a James Brooke que lo gobierna.
El Tigre, poco antes abatido por aquel fiero dolor, se puso en pie con el rostro contraído y los ojos en llamas.
—¡Tigres de Mompracem! —tronó—. ¡Tenemos que exterminar a los enemigos y salvar a nuestra reina! ¡Todos a las Tres Islas!
—¡Venganza! —Aullaron los piratas—. ¡Muerte a los ingleses y viva nuestra reina!…
Un instante después los tres praos daban una bordada, velejando[55] hacia las Tres Islas.