Después que hubo marchado el teniente, Sandokán se sentó en la última grada de la escalera, con la cabeza apretada entre las manos, sumido en profundos pensamientos. Un dolor inmenso se transparentaba en sus facciones. Si hubiera sido capaz de llorar, no pocas lágrimas hubieran bañado sus mejillas.
Juioko se había acuclillado a corta distancia, mirando con ansiedad a su jefe. Viéndolo absorto en sus pensamientos, no se atrevió a preguntarle otra vez sobre sus futuros proyectos.
Habían transcurrido quince o veinte minutos, cuando la escotilla volvió a abrirse. Sandokán, al ver entrar un rayo de luz, se levantó con precipitación, mirando hacia la escalera.
Una mujer bajaba rápidamente. Era la joven de los cabellos de oro, lívida, más que pálida, y llorosa.
La acompañaba el teniente, que sin embargo tenía la mano derecha sobre la culata de una pistola que llevaba a la cintura.
Sandokán se puso en pie de un salto, dando un grito, y se lanzó hacia su novia, estrechándola con fuerza contra su pecho.
—¡Amor mío! —exclamó llevándola al extremo más alejado de la bodega, mientras el teniente se sentaba en mitad de la escalera con los brazos cruzados y la frente oscurecida—. ¡Por fin te vuelvo a ver!
—Sandokán —murmuró ella, estallando en sollozos—. ¡Creí que no volvería a verte jamás!
—Valor, Marianna; no llores, cruel; seca esas lágrimas que me destrozan.
—Tengo roto el corazón, mi valiente amigo. ¡Ah, no quiero que mueras, no quiero que te separen de mí! Yo te defenderé contra todos, te liberaré, quiero que sigas siendo mío.
—¡Tuyo! —Exclamó Sandokán, con un profundo suspiro—. Sí, volveré a ser tuyo, pero ¿cuándo?
—¿Por qué cuándo?
—¿Pero no sabes, desventurada criatura, que me llevan a Labuán para matarme?
—Pero yo te salvaré.
—Quizá sí; si me ayudaras.
—¡Entonces tienes un plan! —exclamó Marianna delirante de alegría.
—Sí, si Dios me protege. Escúchame, amor mío.
Lanzó una mirada suspicaz sobre el teniente, que no se había movido de su sitio, y luego, llevando a la joven lo más lejos posible, le dijo:
—Estoy planeando una fuga y tengo la esperanza de conseguirlo, pero tú no podrás venir conmigo.
—¿Por qué, Sandokán? ¿Dudas de que sea capaz de seguirte? ¿Temes acaso que me falte valor para afrontar los peligros? Soy enérgica y ya no temo a nadie; si quieres, apuñalaré a tu centinela o haré saltar este buque con todos los hombres que lo tripulan, si es necesario.
—Es imposible, Marianna. Daría la mitad de mi sangre por llevarte conmigo, pero no puedo. Me es necesaria tu ayuda para huir, o todo sería inútil; pero te juro que no permanecerás mucho tiempo entre tus compatriotas, aunque tenga que reclutar con mis riquezas un ejército y guiarlo contra Labuán.
Marianna escondió la cabeza entre las manos y cálidas lágrimas inundaron su bello rostro.
—Me quedaré aquí sola, sin ti —murmuró con un tono desgarrador.
—Es necesario, mi pobre niña. Escúchame ahora.
Extrajo de su pecho una minúscula cajita y, abriéndola, mostró a Marianna unas píldoras de un color rosáceo, que despedían un olor muy penetrante.
—¿Ves estas bolitas? —le preguntó—. Contienen un veneno potente pero no mortal, que tiene la propiedad de suspender la vida, en un hombre robusto, durante seis horas. Es un sueño que se parece perfectamente a la muerte y que engaña al médico más experto.
—¿Y qué quieres hacer?
—Juioko y yo ingeriremos una cada uno; nos creerán muertos, nos arrojarán al mar, pero luego resucitaremos libres sobre el libre mar.
—¿Pero no os ahogaréis?
—No, porque para eso cuento contigo.
—¿Qué tengo que hacer? Habla, ordena, Sandokán; estoy dispuesta a todo, con tal de volver a verte libre.
—Son las seis —dijo el pirata, sacando su cronómetro—. Dentro de una hora, mi compañero y yo ingeriremos las píldoras y daremos un agudo grito. Tú señalarás exactamente en tu reloj el minuto siguiente a aquel en que se oiga el grito, y contarás seis horas y dos segundos antes de hacer que nos arrojen al mar. Procurarás que nos dejen sin hamaca y sin bala a los pies e intentarás que arrojen algo flotante que pueda ayudarnos después, y, si es posible, procura esconder algún arma bajo nuestras vestiduras. ¿Me has comprendido bien?
—Todo lo he grabado en mi memoria, Sandokán. Pero luego, ¿adónde irás?
—Tengo la seguridad de que Yáñez nos sigue y nos recogerá. Luego reuniré armas y piratas y vendré a liberarte, aunque tenga que pasar a Labuán a hierro y fuego y exterminar a todos sus habitantes. Se detuvo, clavándose las uñas en las carnes.
—¡Maldito sea el día en que me llamé el Tigre de Malasia, maldito sea el día en que me hice vengador y pirata, desencadenando contra mí el odio de los pueblos, ese odio que se interpone, como un horrible espectro, entre mí y esta divina muchacha! ¡Si no hubiera sido nunca cruel y sanguinario, al menos no estaría hoy encadenado a bordo de este barco, ni arrastrado hacia el patíbulo, ni separado jamás de esta mujer a quien amo tan intensamente!
—¡Sandokán! No hables así.
—Sí, tienes razón, Perla de Labuán. Deja que te contemple por última vez —dijo, al ver que el teniente se levantaba y se aproximaba.
Levantó el rubio cabello de Marianna y la besó en el rostro como un demente.
—¡Cuánto te amo, sublime criatura!… —exclamó, fuera de sí—. ¡Y tener que separarnos!…
Ahogó un gemido y se secó rápidamente una lágrima que le rodaba por sus morenas mejillas.
—Vete, Marianna, vete —dijo bruscamente—. ¡Si sigues aquí, voy a llorar como un niño!
—¡Sandokán!… ¡Sandokán!…
El pirata escondió el rostro entre las manos y dio dos pasos hacia atrás.
—¡Ah! ¡Sandokán! —exclamó Marianna, con un tono desgarrador.
Quiso lanzarse hacia él, pero le faltaron las fuerzas, y cayó en los brazos del teniente, que se había aproximado.
—¡Marchaos! —gritó el Tigre de Malasia, volviéndose hacia otra parte y ocultando el rostro.
Cuando se volvió de nuevo, la escotilla había sido ya cerrada.
—¡Todo ha terminado! —exclamó Sandokán con voz triste—. Ya no me queda más que dormirme sobre las aguas del mar malayo. ¡Si un día pudiera volver a ver feliz a la mujer que tanto amo!…
Se dejó caer al pie de la escalera, con el rostro entre las manos, y permaneció así una hora. Juioko le sacó de aquella muda desesperación.
—Capitán —dijo—. Valor, no desesperemos todavía. Sandokán se levantó con un gesto enérgico.
—Huyamos.
—No pido nada mejor.
Sacó la cajita y extrajo dos píldoras, alargándole una al dayako.
—Tienes que ingerirla a mi señal —dijo.
—Estoy preparado.
Sandokán sacó el reloj y miró.
—Son las siete menos dos minutos —prosiguió Sandokán—. Dentro de seis horas volveremos a la vida sobre el libre mar.
Cerró los ojos e ingirió la píldora, mientras Juioko le imitaba. Pronto se vio a los dos hombres retorcerse como bajo un violento e imprevisto espasmo, de modo que cayeron al suelo dando dos penetrantes alaridos.
Aquellos gritos, a pesar del bufido de las máquinas y del fragor de las olas levantadas por las potentes ruedas, fueron oídos en cubierta por todos y también por Marianna, que ya los esperaba presa de mil ansiedades.
El teniente bajó precipitadamente a la bodega, seguido de algunos oficiales y del médico de a bordo. Al pie de la escalera chocó contra dos presuntos cadáveres.
—Están muertos —dijo—. Ha sucedido lo que temía.
El médico los examinó, pero no pudo hacer otra cosa que constatar la muerte de los prisioneros.
Mientras los marineros los levantaban, el teniente volvió a subir a cubierta y se acercó a Marianna, que seguía apoyada en la amura de babor, haciendo esfuerzos sobrehumanos para sofocar el dolor que la oprimía.
—Milady —le dijo—. Al Tigre de Malasia y a su compañero les ha sucedido una desgracia.
—La adivino… Están muertos.
—Así es, milady.
—Señor —dijo ella, con voz rota, pero enérgica—. Vivos, os pertenecían a vos; muertos, me pertenecen a mí.
—Os doy libertad para que hagáis con ellos lo que más os guste, pero quiero daros un consejo.
—¿Cuál?
—Hacedlos arrojar al mar antes de que el crucero llegue a Labuán. Vuestro tío podría ahorcar a Sandokán incluso muerto.
—Acepto vuestro consejo. Mandad llevar los dos cadáveres a popa y dejadme sola con ellos.
El teniente se inclinó y dio las órdenes necesarias, para que se hiciera la voluntad de la joven lady.
Un momento después los dos piratas eran colocados sobre dos tablas y transportados a popa, dispuestos a ser arrojados al mar.
Marianna se arrodilló junto a Sandokán, que se había puesto rígido, y contempló muda aquel rostro descompuesto por la poderosa acción del narcótico, pero que conservaba todavía su varonil ferocidad que infundía temor y respeto.
Esperó a que nadie se fijase en ella y a que fuesen cayendo las tinieblas, y luego se extrajo del corsé dos puñales y los escondió bajo las vestiduras de los dos piratas.
—Al menos podréis defenderos, mis valientes —murmuró con profunda emoción. Luego se sentó a sus pies, contando en el reloj hora por hora, minuto por minuto, segundo por segundo, con paciencia inaudita.
A la una menos diez minutos se levantó, pálida pero resuelta. Se aproximó a la amura de babor y, sin ser vista, descolgó dos salvavidas y los arrojó al mar; luego se dirigió hacia proa y se detuvo ante el teniente, que parecía esperarla.
—Señor —dijo—. Cúmplase la última voluntad del Tigre de Malasia.
A una orden del teniente, cuatro marineros se dirigieron a popa y alzaron las dos tablas, sobre las que yacían los cadáveres, hasta lo alto del costado del buque.
—Todavía no —dijo Marianna, rompiendo a llorar.
Se aproximó a Sandokán y posó sus labios sobre los de él. Sintió a aquel contacto una leve tibieza y una especie de gemido. Un momento de vacilación y todo estaría perdido.
Retrocedió rápidamente y con voz sofocada dijo:
—¡Dejadlos caer!
Los marineros alzaron las dos tablas y los dos piratas se deslizaron hasta el mar, hundiéndose en las negras olas, mientras el buque se alejaba rápidamente, llevándose a la desventurada joven hacia las costas de la isla maldita.