XII. Los prisioneros

Cuando volvió en sí, semiaturdido todavía por el fiero golpe recibido en el cráneo, ya no se encontró libre sobre el puente enemigo, sino encadenado en la bodega de la corbeta.

Al principio se creyó presa de un terrible sueño, pero el dolor que le martilleaba todavía la cabeza, las carnes desgarradas en otros lugares por las puntas de las bayonetas y sobre todo las cadenas que le apretaban en las muñecas lo volvieron en breve a la realidad.

Se alzó sacudiendo furiosamente los hierros y lanzó a su alrededor una mirada extraviada, como si aún no estuviera bien seguro de no encontrarse en su barco; luego, un alarido irrumpió de sus labios, un alarido de fiera herida.

—¡Prisionero!… —exclamó, rechinando los dientes e intentando doblar las cadenas—. ¿Entonces qué ha sucedido?… ¿Hemos sido vencidos de nuevo por los ingleses? ¡Muerte y condenación!… ¡Qué terrible despertar! ¿Y Marianna?… ¿Qué le habrá sucedido a esa pobre muchacha? ¡Quizá ha muerto!…

Un espasmo tremendo le atenazó el corazón ante aquel pensamiento.

—¡Marianna! —Aulló, mientras seguía retorciendo los hierros—. Niña mía, ¿dónde estás?… ¡Yáñez!… ¡Juioko!… ¡Cachorros!… ¡Nadie responde!… ¿Entonces habéis muerto todos?… ¡Pero no puede ser verdad, estoy soñando o estoy loco!…

Aquel hombre, que jamás había sabido lo que era el miedo, lo experimentó en aquel momento. Sintió que la razón se le extraviaba y miró con espanto a su alrededor.

—¡Muertos!… ¡Todos muertos!… —exclamó con angustia—. ¡Sólo yo he sobrevivido al estrago, para ser arrastrado a Labuán quizá!… ¡Marianna!… ¡Yáñez, mi buen amigo!… ¡Juioko!… ¡También tú, mi valiente, has caído bajo el hierro y el plomo de los asesinos!… Mejor hubiera sido que yo también hubiera muerto o me hubiera hundido con mi barco en los báratros del mar. ¡Oh Dios, qué catástrofe!…

Luego, presa de un impulso de desesperación o de locura, se lanzó a través del entrepuente, sacudiendo furiosamente las cadenas y gritando:

—¡Matadme!… ¡Matadme!… ¡El Tigre de Malasia no puede seguir viviendo!…

De pronto se detuvo, al oír una voz que gritaba:

—¡El Tigre de Malasia!… ¿Está vivo todavía el capitán?

Sandokán miró a su alrededor.

Una linterna sujeta a un gancho iluminaba escasamente el entrepuente, pero aquella luz era suficiente para poder distinguir a una persona.

Al principio Sandokán no vio más que unas botas, pero luego, mirando mejor, descubrió una forma humana acurrucada junto a la carlinga del palo mayor.

—¿Quién sois vos? —gritó.

—¿Quién habla del Tigre de Malasia? —preguntó a su vez la voz de antes.

Sandokán se sobresaltó, y luego un relámpago de alegría le brilló en la mirada.

Aquel acento no le era desconocido.

—¿Está aquí alguno de mis hombres? —preguntó—. ¿Juioko, quizá?

—¡Juioko! ¿Entonces me conocen? ¡Así que no estoy muerto!…

El hombre se levantó, sacudiendo lúgubremente las cadenas, y se adelantó.

—¡Juioko! —exclamó Sandokán.

—¡El capitán! —exclamó el otro.

Luego, lanzándose hacia adelante, cayó a los pies del Tigre de Malasia, repitiendo:

—¡El capitán!… ¡Mi capitán!… ¡Y yo que lo había llorado dándole por muerto!… Aquel nuevo prisionero era el comandante del tercer prao, un valeroso dayako que gozaba de grandísima fama entre las bandas de Mompracem por su valor y por su habilidad marinera.

Era un hombre de elevada estatura, bien proporcionado, como lo son en general los borneses del interior, con los ojos grandes e inteligentes y la piel amarillo dorada.

Como sus compatriotas, llevaba los cabellos largos y tenía los brazos y las piernas adornados con un gran número de anillos de cobre y de latón.

Aquel bravo hombre, al verse delante del Tigre de Malasia, lloraba y reía al mismo tiempo.

—¡Vivo!… ¡Aún vivo!… —exclamaba—. ¡Oh, qué felicidad!… Al menos vos habéis escapado al desastre.

—¡Al desastre!… —gritó Sandokán—. ¿Entonces han muerto todos los valientes que yo arrastré al abordaje de esta nave? …

—¡Ay de mí!… Sí, todos —respondió el dayako con voz rota.

—¿Y Marianna? ¿Ha desaparecido junto con el prao? Dímelo, Juioko, dímelo.

—No, está todavía viva.

—¡Viva!… ¡Mi muchacha está viva!… —aulló Sandokán, fuera de sí por la alegría—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—Sí, capitán. Vos habíais caído ya, pero yo y otros cuatro compañeros resistíamos todavía, cuando la muchacha de los cabellos de oro fue llevada al puente de la nave.

—¿Y quién la llevó?

—Los ingleses, capitán. La muchacha, espantada del agua que debía de haber invadido su camarote, subió al alcázar llamándoos a gritos. Algunos marineros, al verla, se dispusieron enseguida a lanzar una chalupa al mar para recogerla. Si hubieran tardado unos minutos más, la muchacha habría desaparecido en el remolino abierto en el prao.

—¿Y estaba viva todavía?

—Sí, capitán. Ella seguía llamándoos cuando la llevaban al puente.

—¡Maldición!… ¡Y no haber podido correr en su ayuda!

—Lo intentamos, capitán. No éramos más que cuatro y teníamos a nuestro alrededor más de cincuenta hombres que nos intimaban a rendirnos, y a pesar de ello nos lanzamos contra los marineros que llevaban a la reina de Mompracem. Éramos demasiado pocos para sostener la lucha. Yo fui derribado, pisoteado y después atado y arrastrado aquí.

—¿Y los otros?

—Se hicieron matar, después de haber hecho estragos entre los que los cercaban.

—¿Se encuentra Marianna a bordo de esta nave?

—Sí, Tigre de Malasia.

—¿No ha sido transbordada a la cañonera?

—Creo que la cañonera ya solo navega bajo el agua.

—¿Qué quieres decir?

—Que fue echada a pique.

—¿Por Yáñez?

—Sí, capitán.

—Entonces Yáñez está vivo todavía.

—Poco antes de que me arrastraran aquí, vi a una gran distancia su prao, que huía a velas desplegadas. Durante nuestra batalla había dejado fuera de combate a la cañonera, destrozándole las ruedas e incendiándola después. Vi las llamas que se alzaban sobre el mar y oí poco después una lejana explosión. Debía de ser la santabárbara que estallaba.

—¿Y de los nuestros no ha escapado ninguno?

—Ninguno, capitán —dijo Juioko con un suspiro.

—¡Todos muertos! —Murmuró Sandokán con profundo dolor, cogiéndose la cabeza entre las manos—. Y tú has visto caer a Singal, el más valiente y el más viejo campeón de la piratería.

—Fue abatido por una bala de espingarda que le alcanzó en el pecho.

—¿Y Sangau, el león de las Romades?

—Lo vi caer al mar con la cabeza destrozada por una descarga de metralla.

—¡Qué matanza! ¡Pobres compañeros! ¡Ah!… ¡Una triste fatalidad pesaba sobre los últimos tigres de Mompracem!

Sandokán calló, sumiéndose en dolorosos pensamientos. Por más fuerte que se creyera, se sentía profundamente debilitado por aquel desastre que le había costado la pérdida de su isla, la muerte de casi todos los valientes que le habían seguido hasta entonces en centenares de batallas, y por último la pérdida de la mujer amada.

Pero en un hombre como él no podía durar mucho el desánimo. No habían transcurrido diez minutos, cuando Juioko lo vio ponerse en pie con la mirada chispeante.

—Oye —le dijo, volviéndose hacia el dayako—. ¿Crees que Yáñez nos sigue?

—Estoy convencido de ello, capitán. El señor Yáñez no nos abandonará a nuestra desventura.

—Así lo espero yo también —dijo Sandokán—. Otro hombre, en su puesto, se hubiera aprovechado de mi desgracia para huir con las inmensas riquezas que tiene en su prao, pero él no lo hará. Me quiere demasiado para traicionarme.

—¿Adónde queréis ir a parar, capitán?

—Vamos a fugarnos.

El dayako lo miró con estupor, preguntándose en su corazón si el Tigre de Malasia no habría perdido la razón.

—¡Fugarnos!… —exclamó—. ¿Y cómo? Ni siquiera tenemos un arma y además estamos encadenados.

—Tengo un medio para hacer que nos arrojen al mar.

—No os comprendo, capitán. ¿Quién nos tirará al agua?

—Cuando un hombre muere a bordo de una nave, ¿qué se hace con él?

—Se le pone en una hamaca con una bala de cañón y se lo envía a hacer compañía a los peces.

—Y con nosotros harán otro tanto —dijo Sandokán.

—¿Queréis suicidaros?

—Sí, pero de un modo que pueda volver a la vida.

—¡Humm!… Tengo mis dudas, Tigre de Malasia.

—Te digo que nos despertaremos vivos y sobre el libre mar.

—Si vos lo decís, debo creeros.

—Todo depende de Yáñez.

—Debe de estar lejos.

—Pero, si sigue a la corbeta, antes o después nos recogerá.

—¿Y luego?

—Luego volveremos a Mompracem o a Labuán para liberar a Marianna.

—Me pregunto si estoy soñando.

—¿Dudas de cuanto te he dicho?

—Un poco, capitán, lo confieso. Pienso que no tenemos ni siquiera un kriss.

—No nos hará falta.

—Y que estamos encadenados.

—¡Encadenados! —Exclamó Sandokán—. El Tigre de Malasia puede despedazar los hierros que lo tienen prisionero. ¡A mí, mis fuerzas!… ¡Mira!…

Dobló con furor las anillas, y luego, de un tirón irresistible, las abrió y lanzó la cadena lejos de sí.

—¡Aquí tienes al Tigre libre! —gritó.

Casi en el mismo instante se abrió la escotilla de popa y crujió la escalera bajo los pasos de algunos hombres.

—¡Ahí están! —exclamó el dayako.

—¡Ahora los mato a todos!… —aulló Sandokán, poseído por un tremendo acceso de furor.

Viendo en el suelo una manivela rota, la tomó e intentó lanzarse hacia la escalera. El dayako se apresuró a detenerlo.

—¿Queréis que os maten, capitán? —le dijo—. Pensad que en el puente hay otros doscientos hombres, y armados.

—Es verdad —respondió Sandokán, lanzando lejos de sí la manivela—. ¡El Tigre ha sido domado!…

Tres hombres avanzaron hacia ellos. Uno era un teniente de navío, probablemente el comandante de la corbeta; los otros dos eran marineros.

A una señal de su jefe, los dos hombres calaron las bayonetas y apuntaron sus carabinas hacia los dos piratas.

Una sonrisa desdeñosa apareció en los labios del Tigre de Malasia.

—¿Tenéis miedo quizá? —preguntó—. ¿Habéis basado, señor teniente, para presentarme esos dos hombres armados?… Os advierto que sus fusiles no me dan miedo; así que podéis ahorraros tan grotesco espectáculo.

—Ya sé que el Tigre de Malasia no tiene miedo —respondió el teniente—. Simplemente he tomado precauciones.

—Y sin embargo estoy desarmado, señor.

—Pero ya no encadenado, me parece.

—No soy hombre para tener las cadenas en las manos largo tiempo.

—Una bonita fuerza, a fe mía, señor.

—Dejaos de cháchara, señor, y decidme qué queréis.

—He sido enviado aquí para ver si tenéis necesidad de algún cuidado.

—No estoy herido, señor.

—Y sin embargo habéis recibido un mazazo en el cráneo.

—Que mi turbante ha sido suficiente para amortiguar.

—¡Qué hombre! —exclamó el teniente con sincera admiración.

—¿Habéis terminado?

—Todavía no, Tigre de Malasia.

—Vamos, ¿qué queréis?

—Me ha enviado aquí una mujer.

—¿Marianna? —gritó Sandokán.

—Sí, lady Guillonk —respondió el teniente.

—Está viva, ¿verdad? —preguntó Sandokán, mientras una oleada de sangre le subía al rostro.

—Sí, Tigre de Malasia. Yo la salvé en el momento en que vuestro prao estaba a punto de hundirse en los abismos.

—¡Oh!… ¡Habladme de ella, os lo ruego!

—¿Con qué objeto? Yo os aconsejaría que la olvidarais, señor.

—¡Olvidarla!… —exclamó Sandokán—. ¡Oh!… ¡Jamás!

—Lady Guillonk está perdida para vos. ¿Qué esperanzas podéis tener todavía?

—Es cierto —murmuró Sandokán con un suspiro—. Soy hombre condenado a muerte, ¿verdad?

El teniente no respondió, pero aquel silencio equivalía a una afirmación.

—Así estaba escrito —respondió Sandokán tras unos segundos—. Mis victorias debían producirme una muerte ignominiosa. ¿Adónde me conducís?

—A Labuán.

—¿Y me ahorcaréis?

También esta vez el teniente permaneció silencioso.

—Podéis decírmelo francamente —insistió Sandokán—. El Tigre de Malasia jamás ha temblado ante la muerte.

—Lo sé. Vos la habéis desafiado en más de cien abordajes y todos saben que sois el hombre más valiente que vive en Borneo.

—Entonces decídmelo todo.

—No os habéis equivocado: seréis ahorcado.

—Hubiera preferido la muerte de los soldados.

—El fusilamiento, ¿verdad?

—Sí —respondió Sandokán.

—Yo, en cambio, os hubiera perdonado la vida y os hubiera dado un mando en el ejército de la India —dijo el teniente—. Hombres audaces y valientes como vos son raros hoy en día.

—Gracias por vuestra buena intención, pero no me salvará de la muerte.

—Desgraciadamente no, señor. ¡Qué queréis! Mis compatriotas, a pesar de que admiran vuestro extraordinario valor, siguen teniendo miedo de vos y no vivirán tranquilos aunque os vieran lejos de aquí.

—Y sin embargo, teniente, cuando me atacasteis yo estaba a punto de decir adiós a mi vida de pirata y a Mompracem. Quería marcharme muy lejos de estos mares, no porque temiese a vuestros compatriotas, ya que, si lo hubiera querido, habría podido reunir en mi isla millares de piratas y armar centenares de praos, sino porque yo, encadenado por Marianna, después de tantos años de sangrientas batallas, deseaba una vida tranquila al lado de la mujer que amaba. El destino no ha querido que yo pueda realizar mi querido sueño. Matadme, pues: sabré morir con ánimo.

—¿Entonces no amáis ya a lady Marianna?

—¡Que si la amo! —exclamó Sandokán con acento casi desgarrador—. No podéis haceros una idea de la pasión que esa muchacha ha despertado en mi corazón. Escuchadme: poned aquí Mompracem y ahí a Marianna: abandonaré la primera por la segunda. Dadme la libertad con la condición de no volver a ver jamás a esa muchacha y me veréis rechazarla. ¿Qué más queréis? ¡Miradme! ¡Estoy desarmado, solo, y sin embargo, si tuviera la más mínima esperanza de poder salvar a Marianna, me sentina capaz de cualquier esfuerzo, incluso de abrir los flancos de este buque, para mandaros a todos al fondo del mar!

—Somos más numerosos de lo que creéis —dijo el teniente con una sonrisa de incredulidad—. Sabemos lo que valéis y de lo que seríais capaz, y hemos tomado nuestras precauciones para reduciros a la impotencia. Así que no intentéis nada: todo sería inútil. Una bala de fusil puede matar al hombre más valeroso del mundo.

—La preferiría a la muerte que me espera en Labuán —dijo Sandokán con profunda desesperación.

—Os creo, Tigre de Malasia.

—Pero todavía no estamos en Labuán y podría suceder cualquier cosa antes de que llegásemos.

—¿Qué queréis decir? —Preguntó el teniente, mirándolo con cierta aprensión—. ¿Pensáis suicidaros?

—¿Qué puede importaros eso? Que yo muera de un modo u otro, el resultado sería idéntico.

—Quizá no os lo impediría —dijo el teniente—. Os confieso que me desagradaría mucho veros ahorcar.

Sandokán estuvo un momento silencioso, mirándolo fijamente como si dudase de la veracidad de sus palabras, y luego preguntó:

—¿No os opondríais a mi suicidio?

—No —respondió el teniente—. A un valiente como vos yo no le negaría ese favor.

—Entonces consideradme hombre muerto.

—Pero yo no os ofrezco los medios para acabar con vuestra vida.

—Tengo conmigo lo necesario.

—¿Algún veneno quizá?

—Fulminante. Sin embargo, antes de irme al otro mundo, quisiera pediros un favor.

—A un hombre que está a punto de morir no se le puede negar nada.

—Quisiera ver a Marianna por última vez. El teniente se quedó mudo.

—Os lo ruego —insistió Sandokán.

—He recibido la orden de manteneros separados, en el caso de que fuera tan afortunado como para capturados. Y creo que sería mejor para vos y para lady Marianna impediros que os volvierais a ver. ¿Por qué hacerla llorar?

—¿Me lo negáis por un refinamiento de crueldad? No creía que un valiente marinero podría convertirse en un cómitre.

El teniente palideció.

—Os juro que tengo esa orden —declaró—. Me desagrada que dudéis de mi palabra.

—Perdonadme —dijo Sandokán.

—No os guardo rencor y, para demostraros que jamás he tenido ningún odio contra un valiente como vos, os prometo traeros aquí a lady Guillonk. Pero le ocasionaréis un gran dolor.

—No le diré palabra del suicidio. —Entonces, ¿qué queréis decirle?

—He dejado inmensos tesoros en un lugar escondido y todos lo ignoran.

—¿Y queréis dárselos a ella?

—Sí, para que disponga de ellos como mejor le parezca. Teniente, ¿cuándo podré verla?

—Antes de esta noche.

—Gracias, señor.

—Pero prometedme no hablarle de vuestro suicidio.

—Tenéis mi palabra. Y sin embargo, creedme, es atroz tener que morir, ahora que creía gozar de la felicidad al lado de la mujer que tanto amo.

—Os creo.

—Habríais hecho mejor hundiendo mi prao en alta mar. Al menos habría bajado a los abismos marinos abrazado a mi prometida.

—¿Y adónde ibais cuando nuestros barcos os atacaron?

—Lejos, muy lejos, quizá a la India o a cualquier isla del gran océano. En fin, todo ha terminado. Cúmplase mi destino.

—Adiós, Tigre de Malasia —dijo el teniente.

—Tengo vuestra promesa.

—Dentro de unas horas volveréis a ver a lady Marianna.

El teniente llamó a los soldados, que habían liberado de las cadenas a Juioko, y volvió a subir lentamente a cubierta. Sandokán se quedó allí mirándolo, con los brazos cruzados y una extraña sonrisa en los labios.

—¿Os ha traído buenas noticias? —preguntó Juioko acercándose.

—Esta noche seremos libres —respondió Sandokán.

—¿Y si la fuga resultase fallida?

—Entonces abriremos los flancos de este buque y moriremos todos: nosotros, pero también ellos. Sin embargo, esperemos; Marianna nos ayudará.