Los piratas, reducidos a setenta solamente, heridos la mayor parte pero todavía sedientos de sangre, todavía dispuestos a reemprender la lucha, se retiraban guiados por sus valerosos jefes, el Tigre de Malasia y Yáñez, que habían escapado milagrosamente al hierro y al plomo enemigo.
Sandokán, a pesar de haber perdido ya para siempre su poderío, su isla, su mar, conservaba en aquella retirada una calma verdaderamente admirable. Sin duda él, que había previsto el fin inminente de la piratería y que ya se había hecho a la idea de retirarse lejos de aquellos mares, se consolaba pensando que, entre tanto desastre, le quedaba todavía su adorada Perla de Labuán.
No obstante, en su rostro se descubrían las huellas de una fuerte conmoción, que en vano se esforzaba por ocultar.
Apresurando el paso, los piratas llegaron enseguida a las orillas de un torrente seco, donde encontraron a Marianna y a los seis hombres que la custodiaban.
La joven se precipitó a los brazos de Sandokán, que la estrechó tiernamente contra su pecho.
—¡Gracias a Dios! —dijo ella—. Vuelves aún vivo.
—Vivo sí, pero derrotado —respondió él con voz triste.
—Así lo ha querido el destino, valiente mío.
—Vámonos, Marianna, que el enemigo no está lejos. Ánimo, mis cachorros, no nos dejemos alcanzar por los vencedores. Quizá tengamos que combatir todavía terriblemente.
En la lejanía se oían los gritos de los vencedores y aparecía una luz intensa, señal evidente de que el poblado había sido incendiado.
Sandokán hizo montar a Marianna en un caballo, que había sido conducido allí desde el día anterior, y la pequeña tropa se puso rápidamente en camino para ganar las costas occidentales antes que el enemigo llegase a tiempo de cortarles la retirada.
A las once de la noche llegaban a un pequeño poblado de la costa, ante el cual estaban anclados todavía los tres Araos.
—Deprisa, embarquémonos —dijo Sandokán—. Los minutos son preciosos.
—¿Nos atacarán? —preguntó Marianna.
—Es posible, pero mi cimitarra te cubrirá y mi pecho te servirá de escudo contra los tiros de los malditos que me oprimieron con su número.
Se dirigió a la playa y escudriñó el mar, que parecía negro como si fuera de tinta.
—No veo ningún farol —dijo a Marianna—. Quizá podamos abandonar mi pobre isla sin que nos molesten.
Dio un profundo suspiro y se enjugó la frente bañada de sudor.
—Subamos a bordo —ordenó finalmente.
Los piratas embarcaron con lágrimas en los ojos; treinta se aposentaron en el prao más pequeño, y los otros, parte en el de Sandokán y parte en el mandado por Yáñez, que llevaba los inmensos tesoros del jefe.
En el momento de soltar amarras, se vio a Sandokán llevarse la mano al corazón como si algo se le hubiera despedazado en el pecho.
—Amigo mío —dijo Marianna, abrazándolo.
—¡Ah! —Exclamó él con amargo dolor—. Me parece que se me parte el corazón.
—Lloras la pérdida de tu poder, Sandokán, y la pérdida de tu isla.
—Es verdad, amor mío.
—Quizá un día volverás a conquistarla y regresaremos.
—No, todo ha terminado para el Tigre de Malasia. Además, siento que ya no soy el hombre de otros tiempos.
Inclinó la cabeza sobre el pecho y emitió una especie de sollozo; pero luego, levantándola con energía, tronó:
—¡Al mar!
Los tres barcos soltaron las gúmenas y se, alejaron de la isla, llevándose consigo los últimos supervivientes de aquella formidable banda que durante doce años había esparcido tanto terror por los mares de Malasia.
Habían recorrido ya seis millas cuando un grito de furor estalló a bordo de los barcos. En medio de las tinieblas habían aparecido de improviso dos puntos luminosos, que corrían detrás de la flotilla con profundo fragor.
—¡Los cruceros! —Gritó una voz—. ¡Atentos, amigos!
Sandokán, que se había sentado a popa, con los ojos fijos en la isla, que desaparecía lentamente entre las tinieblas, se levantó lanzando un verdadero rugido.
—¡Otra vez el enemigo! —Exclamó con un intraducible acento, estrechando contra su pecho a la muchacha, que estaba a su lado—. ¿Incluso en el mar venís a perseguirme, malditos? ¡Cachorros, ahí tenéis a los leones, que se nos echan encima! ¡Arriba todos, con las armas en la mano!
No hacía falta más para animar a los piratas, que ardían en deseos de venganza y que ya se ilusionaban con reconquistar, en un combate desesperado, la perdida isla. Todos blandieron las armas, dispuestos a subir al abordaje a una orden de sus jefes.
—Marianna —dijo Sandokán, volviéndose hacia la joven, que miraba con terror aquellos dos puntos luminosos que centelleaban en las tinieblas—. ¡Vete a tu camarote, alma mía!
—¡Gran Dios, estamos perdidos! —murmuró ella.
—Todavía no; los tigres de Mompracem tienen sed de sangre.
—¿Y si son dos poderosos cruceros, Sandokán?
—Aunque estuviesen tripulados por mil hombres, los abordaremos.
—No intentes un nuevo combate, mi valiente amigo. Quizá esos dos barcos no nos han descubierto todavía, y podríamos engañarlos.
—Es verdad, lady Marianna —dijo uno de los jefes malayos—. Nos están buscando, de eso estoy seguro, pero dudo mucho que nos hayan visto. La noche es oscura y no llevamos ningún farol encendido a bordo, por lo que es imposible que se hayan dado cuenta de nuestra presencia. Sé prudente, Tigre de Malasia. Si podemos evitar una nueva lucha, habremos ganado todo.
—De acuerdo —respondió Sandokán, después de reflexionar unos instantes—. Dominaré por el momento la rabia que me abrasa el corazón e intentaré escapar a su abordaje. ¡Pero ay de ellos si se empeñan en seguirme en mi nueva ruta!… Estoy dispuesto a todo, incluso a atacarlos.
—No comprometamos inútilmente los últimos restos de los tigres de Mompracem —dijo el jefe malayo—. Seamos prudentes por ahora.
La oscuridad favorecía la retirada.
A una orden de Sandokán el prao dio una bordada, doblando hacia las costas meridionales de la isla, donde existía una bahía bastante profunda para refugiar una pequeña flotilla. Los otros dos barcos se apresuraron a seguir la misma maniobra, habiendo comprendido ya cuál era el plan del Tigre de Malasia.
El viento, más bien fresco, era favorable, pues soplaba del nordeste, y en consecuencia los praos tenían la posibilidad de llegar a la bahía antes de que despuntara el sol.
—¿Han cambiado de ruta las dos naves? —preguntó Marianna, que escudriñaba el mar con viva ansiedad.
—Es imposible saberlo por ahora —respondió Sandokán, que había subido sobre la amura de popa para observar mejor los dos puntos luminosos.
—Me parece que siguen siempre hacia alta mar, ¿verdad, Sandokán? ¿O me equivoco?
—Te equivocas, Marianna —respondió el pirata después de unos instantes—. También esos dos puntos luminosos han dado una bordada.
—¿Y se mueven hacia nosotros?
—Eso me parece.
—¿Y no lograremos escapar de ellos? —preguntó la joven con angustia.
—¿Cómo competir con sus máquinas? El viento es débil todavía y no imprime a nuestros barcos una velocidad que pueda rivalizar con el vapor. Pero quién sabe; el alba no está lejana, y, al aproximarse el sol a estos parajes, el viento aumenta siempre.
—¡Sandokán!
—¡Marianna!
—Tengo tristes presentimientos.
—No temas, niña mía. Los tigres de Mompracem están dispuestos a morir por ti.
—Lo sé, Sandokán, y sin embargo temo por ti.
—¡Por mí! —Exclamó el pirata con ferocidad—. No tengo miedo de esos dos leopardos que nos buscan para darnos otra vez batalla. Aunque el Tigre ha sido vencido, todavía no ha sido domado.
—¿Y si te alcanzase una bala? ¡Gran Dios! ¡Qué pensamiento más terrible, mi valeroso Sandokán!
—La noche es oscura, ninguna luz brilla a bordo de nuestros barcos y… Una voz, que salía del segundo prao, le cortó la frase:
—¡Eh, hermano!
—¿Qué quieres, Yáñez? —preguntó Sandokán, que había reconocido la voz del portugués.
—Me parece que esos buques se disponen a cortarnos el camino. Los faroles, que antes proyectaban una luz roja, ahora se han vuelto verdes, lo que indica que los barcos han cambiado la ruta.
—Entonces los ingleses se han dado cuenta de nuestra presencia.
—Eso me temo, Sandokán.
—¿Qué me aconsejas hacer?
—Avanzar audazmente hacia alta mar e intentar pasar por medio de los enemigos. Mira: se alejan el uno del otro para cogernos en medio.
El portugués no se había equivocado.
Los dos barcos enemigos, que desde hacía algún tiempo parecían ejecutar una maniobra misteriosa, se habían separado bruscamente.
Mientras el uno se dirigía hacia las costas septentrionales de Mompracem, el otro avanzaba rápidamente hacia las meridionales.
Ya no había duda acerca de sus intenciones. Querían interponerse entre los veleros y la costa, para impedir les buscar refugio en alguna ensenada y obligarlos a hacerse a la mar, y luego poder atacarlos en mar abierto.
Sandokán, al darse cuenta de ello, dio un alarido de rabia.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Queréis batalla? ¡Pues bien, la tendréis!
—Todavía no, hermanito —gritó Yáñez, que había subido a la proa de su barco—. Avancemos hacia alta mar e intentemos pasar entre esos dos adversarios.
—Nos alcanzarán, Yáñez. El viento es todavía flojo.
—Intentémoslo, Sandokán. ¡Eh, vosotros a las escotas, y viremos hacia el oeste! ¡Los cañoneros a sus puestos!
Los tres veleros cambiaban de ruta, un instante después, dirigiéndose resueltamente hacia el oeste.
Los dos buques, como si se hubieran dado cuenta de aquella audaz maniobra, cambiaron también de dirección casi instantáneamente, avanzando hacia alta mar.
Era indudable que querían pillar en medio a los tres praos antes de que pudieran guarecerse en otra isla.
Sin embargo, creyendo que se movían en aquella dirección por pura casualidad, Sandokán y Yáñez no cambiaron de ruta, sino que ordenaron a sus tripulaciones desplegar algunas velas de estay para intentar ganar más terreno.
Durante veinte minutos los tres veleros siguieron avanzando, deseando escapar a la tenaza de los dos buques de guerra, que intentaban reunirse.
Ninguno de los piratas apartaba sus miradas de los faroles, procurando adivinar la maniobra de los enemigos. Sin embargo, estaban preparados para hacer tronar los cañones y los fusiles a la orden de sus jefes. Ya se habían adentrado mucho en el mar con algunas bordadas, cuando vieron que los faroles daban nuevamente una bordada.
Un momento después se oyó a Yáñez gritar:
—¡Eh! ¿No veis cómo vienen a cazarnos?
—¡Ah, canallas! —Gritó Sandokán, con intraducible acento—. ¡Incluso al mar venís a atacarme! ¡Tendremos hierro y plomo para todos!
—Estamos perdidos, ¿verdad, Sandokán? —dijo Marianna, estrechándose contra el pirata.
—Todavía no, niña mía —respondió el Tigre—. Vuelve enseguida a tu camarote. Dentro de pocos minutos granizarán balas sobre el puente de mi prao.
—Quiero quedarme a tu lado, valiente mío. Si tú mueres, caeré yo también junto a ti.
—No, Marianna. Si te viese cerca de mí, me faltaría la audacia y tendría mucho miedo. Tengo que estar libre para volver a ser el Tigre de Malasia.
—Espera al menos que esas naves estén aquí. Quizá no nos hayan visto todavía.
—Se dirigen hacia nosotros a todo vapor. Yo las veo ya.
—¿Son barcos potentes?
—Una corbeta y una cañonera.
—¿No podrás vencerlos?
—Somos todos valientes e iremos a atacar a la más grande. Vamos, vuelve a tu camarote.
—¡Tengo mucho miedo, Sandokán! —exclamó la muchacha, sollozando.
—No temas. Los tigres de Mompracem lucharán con valor desesperado.
En aquellos instantes se oyó un cañonazo en el mar. Una bala pasó al otro lado del prao, con un ronco zumbido, atravesando dos velas.
—¿Oyes? —Preguntó Sandokán—. Nos han descubierto y se preparan para darnos la batalla. ¡Míralos! ¡Se mueven al mismo tiempo hacia nosotros para clavarnos el espolón!
En efecto, los dos barcos enemigos avanzaban a todo vapor, como si tuvieran la intención de echarse encima de los tres pequeños veleros.
La corbeta forzaba sus máquinas, vomitando nubarrones de humo rojizo y de escorias, y se dirigía hacia el prao de Sandokán, mientras la cañonera intentaba lanzarse contra el mandado por Yáñez.
—¡A tu camarote! —Gritó Sandokán, mientras la corbeta disparaba un segundo cañonazo—. Aquí está la muerte.
Cogió a la joven entre sus vigorosos brazos y la transportó al camarote. En aquel intervalo un chaparrón de metralla barría la cubierta del barco, granizando sobre el casco y contra la arboladura.
Marianna se agarró desesperadamente a Sandokán.
—No me dejes, valiente mío —dijo con voz ahogada por los sollozos—. ¡No te alejes de mi lado! Tengo miedo, Sandokán.
El pirata se separó con dulce violencia.
—No temas por mí —le dijo—. Deja que vaya a combatir la última batalla y que oiga una vez más el estruendo de la artillería. Deja que guíe una vez más a los tigres de Mompracem a la victoria.
—Tengo siniestros presentimientos, Sandokán. Quiero quedarme junto a ti. ¡Te defenderé contra las armas de mis compatriotas!
—Me basto yo para arrojar al agua a mis enemigos.
El cañón tronaba entonces furiosamente sobre el mar. En el puente se oían los salvajes aullidos de los tigres de Mompracem y los gemidos de los primeros heridos.
Sandokán se soltó de los brazos de la joven y se precipitó por la escalera, gritando:
—¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de Malasia está con vosotros!
La batalla se recrudecía por ambas partes. La cañonera había atacado al prao del portugués, intentando abordarlo, pero esta vez había llevado la peor parte.
La artillería de Yáñez la había maltratado considerablemente, destrozándole las ruedas, rompiéndole las amuras y tronchándole hasta el mástil. La victoria por aquel lado no ofrecía lugar a dudas, pero quedaba la corbeta, una nave potente, armada de muchos cañones y provista de una numerosísima tripulación.
Esta se había lanzado contra los dos praos de Sandokán, cubriéndolos de hierro y haciendo estragos entre los piratas.
La aparición del Tigre de Malasia reanimó a los combatientes, que comenzaban a sentirse impotentes ante tantas fulminaciones.
Aquel hombre formidable se lanzó hacia uno de los dos cañones aullando siempre ferozmente:
—¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de Malasia tiene sed de sangre! ¡Barramos el mar y arrojemos al agua a esos perros que vienen a desafiarnos!…
Sin embargo su presencia no sirvió para cambiar la suerte de la dura batalla. A pesar de que no fallase un tiro y barriese las amuras de la corbeta con chaparrones de metralla, las balas y las granadas caían incesantemente sobre su barco, devastándolo y despanzurrando a sus hombres. Era imposible resistir tanta furia. Unos pocos minutos más, y los dos pobres praos habrían sido reducidos a dos pontones destrozados.
Sólo el portugués disputaba, y con ventaja, la victoria a la cañonera, disparándole andanadas desastrosas.
Sandokán, de una sola mirada, se dio cuenta de la gravedad de la situación. Al ver al otro prao ya devastado y casi hundiéndose, se acercó a él, embarcando en su propio barco a los supervivientes, y luego, desenvainando la cimitarra, aulló:
—¡Ánimo, mis cachorros! ¡Al abordaje!
La desesperación centuplicaba las fuerzas de los piratas.
Descargaron de un solo golpe los dos cañones y las espingardas para barrer las amuras de los fusileros que las ocupaban, y luego treinta de aquellos valientes lanzaron los garfios de abordaje.
—¡No tengas miedo, Marianna! —gritó por última vez Sandokán, al oír que la joven lo llamaba.
Luego, a la cabeza de sus valientes, subió al abordaje, precipitándose sobre el puente enemigo como un toro herido mientras Yáñez, más afortunado que todos los demás, hacía saltar la cañonera, lanzándole una granada en la santabárbara[52].
—¡Paso! —Tronó, ondeando su terrible cimitarra—. ¡Soy el Tigre!…
Seguido por sus hombres, fue a chocar contra los marinos que corrían con las hachas levantadas y los rechazó hasta popa, pero desde proa irrumpía otro aluvión de hombres, guiados por un oficial que Sandokán reconoció enseguida.
—¡Ah, eres tú, baronet! —exclamó el Tigre, precipitándose contra él.
—¿Dónde está Marianna? —preguntó el oficial con voz ahogada por el furor.
—Aquí está —respondió Sandokán—. ¡Tómala!
De un cimitarrazo lo derribó, y luego, lanzándose sobre él, le hundió el kriss en el corazón; pero casi al mismo tiempo caía redondo sobre el puente, golpeado en el cráneo con el reverso de un hacha.