X. El bombardeo de Mompracem

A la mañana siguiente parecía que el delirio se había adueñado de los piratas de Mompracem. No eran hombres, sino titanes que trabajaban con energía sobrehumana para fortificar aún más su isla, que ya no querían abandonar, puesto que la Perla de Labuán había jurado quedarse allí.

Se afanaban en torno a las baterías, cavaban nuevas trincheras, golpeaban furiosamente los acantilados para desprender bloques que debían reforzar los reductos, rellenaban los gaviones que habían dispuesto delante de los cañones, abatían árboles para levantar nuevas empalizadas, construían nuevos bastiones que fortificaban con las piezas de artillería traídas de los praos, cavaban trampas, preparaban minas, llenaban los fosos de montones de espinas y plantaban en el fondo puntas de hierro envenenadas con el jugo del upas; fundían balas, reforzaban los polvorines, afilaban las armas.

La reina de Mompracem, hermosa, fascinante, centelleante de oro y perlas, estaba allí para animarlos con su voz y con sus sonrisas.

Sandokán estaba a la cabeza de todos y trabajaba con una actividad febril que parecía una auténtica locura. Corría donde su intervención era necesaria, ayudaba a sus hombres a disponer las obras de defensa en todos los puntos, valiosamente ayudado por Yáñez, que parecía haber perdido su calma habitual.

La cañonera, que seguía navegando a la vista de la isla, espiando sus trabajos, bastaba para estimular a los piratas, convencidos ahora de que aguardaba una poderosa escuadra para bombardear la fortaleza del Tigre.

Hacia el mediodía llegaron al poblado varios piratas que habían marchado la tarde anterior con los tres praos, y las noticias que trajeron no eran inquietantes. Una cañonera que parecía española había aparecido por la mañana en dirección al este, pero no se había presentado ningún enemigo en las costas occidentales.

—Temo un gran ataque —dijo Sandokán a Yáñez—. Ya verás cómo los ingleses no vienen solos a atacarnos.

—¿Se habrán aliado con los españoles o con los holandeses?

—Sí, Yáñez, y el corazón me dice que no me equivoco.

—Encontrarán pan para sus dientes. Nuestro poblado se ha hecho inexpugnable.

—Es posible, Yáñez, pero no desesperemos. De todos modos, en caso de derrota los praos están listos para hacerse a la mar.

Volvieron a ponerse al trabajo, mientras algunos piratas inspeccionaban los pueblecitos indígenas diseminados por el interior de la isla, para reclutar a los hombres más capaces.

Por la tarde el poblado estaba preparado para sostener la lucha y presentaba una cerca de fortificaciones realmente imponente.

Tres líneas de bastiones, a cuál más robusto, cubrían enteramente el poblado, extendiéndose en forma de semicírculo.

Empalizadas y amplios fosos hacían la escalada de aquel fortín poco menos que imposible.

Cuarenta y seis cañones de calibre 12, de 18 y algunos de 24, colocados sobre el gran reducto central, una 1 media docena de morteros y sesenta espingardas defendían la plaza, prontos a vomitar balas, granadas y metralla sobre las naves enemigas.

Durante la noche, Sandokán mandó desarbolar los praos y vaciarlos de todo lo que contenían, y después los hundió en la bahía para que el enemigo no pudiera adueñarse de ellos o los destruyese, y mandó varias canoas al mar para vigilar la cañonera, pero esta no se movió.

Al alba, Sandokán, Marianna y Yáñez, que llevaban algunas horas durmiendo en la gran cabaña, fueron bruscamente despertados por agudos clamores.

—¡El enemigo! ¡El enemigo! —gritaban en el poblado.

Se precipitaron fuera de la cabaña y se colocaron en el borde del gigantesco acantilado.

El enemigo estaba allí, a seis o siete millas de la isla, y avanzaba lentamente en orden de batalla. Al verlo, una profunda arruga surcó la frente de Sandokán, mientras el rostro de Yáñez se ensombrecía.

—Esto es una verdadera flota —murmuró este—. ¿Dónde han podido reunir tantas fuerzas esos perros de ingleses?

—Es una liga que mandan los de Labuán contra nosotros —dijo Sandokán—. Mira, hay naves inglesas, holandesas, españolas y hasta praos de ese canalla del sultán de Varauni, pirata cuando quiere, y que está celoso de mi poderío.

Era justamente la verdad. La escuadra atacante se componía de tres cruceros de gran tonelaje, que ostentaban la bandera inglesa, dos corbetas holandesas poderosamente armadas, cuatro cañoneras y un balandro español y ocho praos del sultán de Varauni. Podrían disponer entre todos de ciento cincuenta o ciento sesenta cañones y de mil quinientos hombres.

—¡Son muchos, por Júpiter! —Exclamó Yáñez—. Pero nosotros somos valientes y nuestra fortaleza es resistente.

—¿Vencerás, Sandokán? —preguntó Marianna con voz estremecida.

—Esperemos, amor mío —respondió el pirata—. Mis hombres son audaces.

—Tengo miedo, Sandokán.

—¿De qué?

—De que pueda matarte una bala.

—Mi buen genio, que durante tantos años me ha protegido, no va a abandonarme hoy que combato por ti. Ven, Marianna, los minutos son preciosos.

Bajaron la escalinata y se dirigieron al poblado, donde los piratas ya habían tomado posiciones detrás de los cañones, dispuestos a emprender con gran coraje la titánica lucha. Doscientos indígenas, hombres que sabían, si no resistir un ataque, al menos disparar arcabuzazos e incluso cañonazos —maniobra que habían aprendido con facilidad bajo sus maestros—, habían llegado ya y se habían colocado en los puntos que les habían asignado los jefes de la piratería.

—Bueno —dijo Yáñez—. Seremos trescientos cincuenta para sostener el choque. Sandokán llamó a seis de sus más valerosos hombres y les confió a Marianna para que la condujeran a lo más espeso de los bosques para no exponerla al peligro.

—Vete, amada mía —le dijo, estrechándola contra su corazón—. Si venzo, seguirás siendo la reina de Mompracem, y, si la fatalidad me hacer perder, levantaremos el vuelo e iremos a buscar la felicidad a otras tierras.

—¡Ah, Sandokán! ¡Tengo miedo! —exclamó la joven llorando.

—No temas, volveré a ti, amada mía. Las balas respetarán al Tigre de Malasia, incluso en esta batalla. La besó en la frente y después huyó hacia los bastiones, tronando.

—¡Ánimo, mis cachorros: el Tigre está con vosotros! El enemigo es fuerte, pero nosotros somos todavía los tigres de la salvaje Mompracem.

Un solo grito le respondió.

—¡Viva Sandokán! ¡Viva nuestra reina!

La flota enemiga se había detenido a seis millas de la isla y varias embarcaciones se separaban de las naves, conduciendo aquí y allá a numerosos oficiales. En el crucero que había enarbolado la insignia de mando estaba celebrándose sin duda consejo.

A las diez, las naves y los praos, siempre dispuestos en orden de batalla, se movieron hacia la bahía.

—¡Tigres de Mompracem! —gritó Sandokán, que se mantenía erguido sobre el gran reducto central, detrás de un cañón del veinticuatro—. ¡Recordad que estáis defendiendo a la Perla de Labuán y que esos hombres que vienen a atacarnos son los que asesinaron a nuestros compañeros en las costas de Labuán!

—¡Venganza! ¡Sangre! —gritaron los piratas.

Un cañonazo partió en aquel momento de la cañonera que llevaba dos días espiando la isla, y por una extraña casualidad la bala abatió la bandera de la piratería, que ondeaba sobre el bastión central.

Sandokán se sobresaltó y en su rostro se dibujó un vivo dolor.

—¡Vencerás, flota enemiga! —exclamó con voz triste—. ¡El corazón me lo dice!

La flota se iba aproximando, manteniéndose sobre una línea cuyo centro estaba ocupado por los cruceros, y las alas por los praos del sultán de Varauni.

Sandokán dejó que se aproximaran hasta una distancia de mil pasos; luego, levantando la cimitarra, tronó:

—¡A nuestras piezas, mis cachorros! ¡No os entretengo más: barredme el mar, los bastiones, los terraplenes! ¡Fuego!…

A la orden del Tigre, los reductos, los bastiones, los terraplenes ardieron en toda la línea, formando una sola detonación capaz de ser oída hasta en las Romades. Pareció que el poblado entero había saltado por los aires, y la tierra tembló hasta el mar. Nubes densísimas de humo envolvieron las baterías, agigantándose bajo nuevos disparos que se sucedían furiosamente y extendiéndose a derecha e izquierda, donde disparaban las espingardas.

La escuadra, a pesar de haber sido bastante maltratada por aquella formidable descarga, no tardó mucho en responder.

Los cruceros, las corbetas, las cañoneras y los praos se cubrieron de humo, inundando las obras de defensa de balas y granadas, mientras un gran número de hábiles tiradores abría un vivo fuego de mosquetería, que, si resultaba ineficaz contra los bastiones, molestaba, y no poco, a los artilleros de Mompracem.

No se desperdiciaba un tiro ni de una parte ni de otra, se competía en celeridad y precisión, estando todos resueltos a exterminarse mutuamente, si desde lejos al principio, luego de cerca.

La flota tenía la supremacía de las bocas de fuego y de los hombres y tenía la ventaja de moverse y dispersarse, dividiendo los fuegos del enemigo, pero a pesar de ello no ganaba terreno.

Era hermoso ver a aquel pequeño poblado, defendido por un puñado de valientes, que se encendía por todas partes, devolviendo golpe por golpe, vomitando torrentes de balas y de granadas y huracanes de metralla que se estrellaban contra los flancos de las naves, destrozando las jarcias y despanzurrando las tripulaciones.

Tenía hierro para todos, rugía más fuerte que todos los cañones de la flota, castigaba a los fanfarrones que venían a desafiarlos a pocos centenares de metros de aquellas formidables costas, hacía retroceder a los más osados que intentaban desembarcar a los soldados, y en tres millas a la redonda hacía saltar las aguas del mar.

Sandokán, en medio de sus valerosas bandas, con los ojos en llamas, erguido detrás de un grueso cañón del 24 que soltaba de su humeante garganta enormes proyectiles, seguía tronando sin desfallecer:

—¡Fuego, mis valientes! ¡Barredme el mar, destripadme esas naves que vienen a arrebatarnos a nuestra reina!

Su voz no caía en vano. Los piratas, conservando una admirable sangre fría, entre aquella espesa lluvia de balas que desgarraba las empalizadas, que horadaba los terraplenes, que derribaba los bastiones, apuntaban intrépidamente la artillería, animándose con tremendos griteríos.

Un prao del sultán fue incendiado y saltó en pedazos, cuando intentaba, con una insolente bravuconería, desembarcar a los pies del gran acantilado. Sus pecios llegaron hasta las primeras empalizadas del poblado, y los siete u ocho hombres que habían escapado a la explosión fueron fulminados por un chaparrón de metralla.

Una cañonera española, que intentaba aproximarse para desembarcar a sus soldados, quedó completamente desarbolada y fue a embarrancar delante del poblado al explotar su máquina. No se salvó ni uno de sus hombres.

—¡Venid a desembarcar! —Tronó Sandokán—. Venid a enfrentaros con los tigres de Mompracem si os atrevéis. ¡Sois muchachos y nosotros gigantes!

Estaba claro que, mientras los bastiones se mantuvieran firmes y la pólvora no faltase, ninguna nave conseguiría acercarse a las costas de la terrible isla.

Desgraciadamente para los piratas, hacia las tres de la tarde, cuando la flota, horriblemente malparada, estaba ya a punto de retirarse, llegó a las aguas de la isla una inesperada ayuda, que fue acogida con estrepitosos burras por parte de las tripulaciones.

Eran otros dos cruceros ingleses y una gran corbeta holandesa, seguidos a corta distancia por un bergantín de vela, provistos de numerosas piezas de artillería.

Sandokán y Yáñez, al ver aquellos nuevos enemigos, palidecieron. Comprendieron que la caída de la fortaleza era ya cuestión de horas, y sin embargo no perdieron el ánimo y dirigieron parte de sus cañones contra aquellos nuevos navíos.

La escuadra así reforzada recobró nuevos ánimos, aproximándose a la plaza y batiendo furiosamente las obras de defensa, ya gravemente deterioradas.

Las granadas caían a centenares delante de los terraplenes, de los bastiones, de los reductos y sobre el poblado, provocando violentas explosiones que destruían las obras, destrozando las empalizadas, e introduciéndose a través de las hendiduras.

Al cabo de una hora la primera línea de los bastiones no era ya más que un montón de ruinas.

Dieciséis cañones habían quedado inservibles y una docena de espingardas yacía entre los escombros y entre un montón de cadáveres.

Sandokán intentó un último golpe. Dirigió el fuego de sus cañones contra la nave capitana, encomendando a las espingardas la tarea de responder al fuego de los otros navíos.

Durante veinte minutos el crucero resistió aquella lluvia de proyectiles que lo atravesaban de parte a parte, le destrozaban las jarcias y le mataban a la tripulación, pero una granada de 21 kilos, lanzada por Giro-Batol con un mortero, le abrió a proa una enorme hendidura.

El barco se inclinó sobre un flanco, hundiéndose rápidamente. La atención de las otras naves se dirigió a salvar a los náufragos, y numerosas embarcaciones sur Surcaron las olas, pero bien pocos escaparon a la metralla de los piratas.

En tres minutos se hundió el crucero, arrastrando consigo a los hombres que todavía quedaban en cubierta.

Durante algunos minutos la escuadra suspendió el fuego, pero luego lo reemprendió con mayor fuerza y avanzó hasta una distancia de solo cuatrocientos metros de la isla.

Las baterías de la derecha y de la izquierda, oprimidas por el fuego, fueron reducidas al silencio al cabo de una hora, y los piratas se vieron obligados a retirarse detrás de la segunda línea de bastiones y después a la tercera, que ya estaba medio en ruinas. Sólo seguía en pie y todavía en buen estado, el gran reducto central, el mejor armado y el más robusto.

Sandokán no cesaba de animar a sus hombres, pero el momento de la retirada no estaba lejano.

Media hora después un polvorín saltó con terrible violencia, destrozando las precarias trincheras y sepultando entre sus escombros a doce piratas y veinte indígenas.

Intentaron un nuevo esfuerzo para detener la marcha del enemigo, concentrando el fuego sobre otro crucero, pero los cañones eran demasiado pocos, pues muchos ya habían sido destrozados o desmontados.

A las siete y diez caía también el gran reducto, sepultando varios hombres y las piezas más grandes de artillería.

—¡Sandokán! —gritó Yáñez, precipitándose hacia el pirata, que estaba apuntando su cañón—. Hemos perdido la partida.

—Es verdad —respondió el Tigre con voz ahogada.

—Ordena la retirada o será demasiado tarde.

Sandokán lanzó una mirada desesperada sobre las ruinas, en medio de las cuales solo dieciséis cañones y veinte espingardas tronaban todavía, y otra sobre la escuadra, que estaba botando al mar las chalupas para el desembarco. Un prao había echado ya el ancla a los pies del gran acantilado y sus hombres se disponían a tomar posiciones.

La partida estaba irremediablemente perdida. Dentro de pocos minutos, los atacantes, treinta o cuarenta veces más numerosos, habrían desembarcado para atacar a bayonetazos las precarias trincheras y destruir a sus últimos defensores.

Un retraso de pocos minutos podía ser funesto y comprometer la fuga hacia las costas occidentales.

Sandokán tuvo que reunir todas sus fuerzas para pronunciar aquella palabra que jamás había salido de sus labios, y ordenó la retirada.

En el momento en que los tigres de la perdida Mompracem, con lágrimas en los ojos y el corazón destrozado, se internaban en los bosques y los indígenas huían en todas direcciones, el enemigo desembarcaba, irrumpiendo furiosamente con las bayonetas caladas contra las trincheras, detrás de las cuales creía encontrar todavía defensores.

¡La estrella de Mompracem se había extinguido para siempre!