Desgraciadamente Mompracem, la isla considerada tan formidable que espantaba a los más valientes con solo verla, no solo había sido violada, sino que había estado a punto de caer en manos de los enemigos.
Los ingleses, probablemente informados de la partida de Sandokán, seguros de encontrar una guarnición débil, se habían lanzado de improviso contra la isla, bombardeando sus fortificaciones, echando a pique varios barcos e incendiando parte del poblado. Habían llevado su audacia hasta el extremo de desembarcar tropas para intentar adueñarse de ella, pero el valor de Giro-Batol y de sus cachorros había triunfado finalmente, y los enemigos se habían visto obligados a retirarse, también porque temían verse sorprendidos por la espalda por los praos de Sandokán, que creían no muy lejos.
Había sido una victoria, es cierto, pero la isla había estado a punto de caer en manos de los enemigos.
Cuando Sandokán y sus hombres desembarcaron, los piratas de Mompracem, reducidos a la mitad, se precipitaron a su encuentro con grandes vivas, pidiendo venganza contra los invasores.
—¡Vamos a Labuán, Tigre de Malasia! —gritaban—. ¡Vamos a devolverles las balas que han lanzado contra nosotros!
—Capitán —dijo Giro-Batol, adelantándose—. Hemos hecho lo posible por abordar a la escuadra que nos asaltó, pero no lo conseguimos. Conducidnos a Labuán y destruiremos la isla hasta el último árbol, hasta el último matojo.
Sandokán, en vez de responder, tomó a Marianna y la condujo ante sus hordas.
—¡Es la patria de ella —dijo—, la patria de mi mujer!
Los piratas, al ver a la joven, que hasta entonces había permanecido detrás de Yáñez, dieron un grito de sorpresa y admiración.
—¡La Perla de Labuán! ¡Viva la Perla!… —exclamaron, cayendo de rodillas ante ella.
—Su patria es sagrada para mí —dijo Sandokán—, pero dentro de poco tendréis ocasión de devolver a nuestros enemigos las balas que lanzaron sobre estas costas.
—¿Vamos a ser atacados? —preguntaron todos.
—El enemigo no está lejos, mis valientes; podéis descubrir su vanguardia en aquella cañonera que está dando vueltas osadamente junto a nuestras costas. Los ingleses tienen fuertes motivos para atacarme: quieren vengar a los hombres que matamos bajo las selvas de Labuán y arrancarme a esta joven. Estad preparados, que el momento quizá no esté lejano.
—Tigre de Malasia —dijo un jefe adelantándose—. Nadie, mientras quede uno de nosotros vivo, vendrá a robar a la Perla de Labuán, ahora que la protege la bandera de la piratería. Ordenad: ¡estamos dispuestos a dar toda nuestra sangre por ella!
Sandokán, profundamente conmovido, miró a aquellos valientes que aclamaban las palabras del jefe y que, después de haber perdido a tantos compañeros, todavía ofrecían su vida para salvar a la que había sido la causa principal de sus desventuras.
—Gracias, amigos —dijo con voz ahogada.
Se pasó varias veces una mano por la frente, dio un profundo suspiro, echó su brazo sobre la joven, que estaba no menos conmovida, y se alejó con la cabeza inclinada sobre el pecho.
—Está acabado —murmuró Yáñez con voz triste.
Sandokán y su compañera subieron la estrecha escalinata que conducía a la cima del acantilado, seguidos por las miradas de todos los piratas, que los observaban con una mezcla de admiración y pesadumbre, y se detuvieron delante de la gran cabaña.
—Esta es tu casa —dijo él entrando—. Era la mía; es un feo nido donde se desarrollaron a veces sombríos dramas… Es indigno de hospedar a la Perla de Labuán, pero es seguro, inaccesible al enemigo, que nunca podrá penetrar aquí. Si hubieras llegado a ser reina de Mompracem, lo habrías embellecido, hubieras hecho de él un palacio… En fin, ¿para qué hablar de cosas imposibles? Aquí todo ha muerto o está a punto de morir.
Sandokán se llevó las manos al corazón y su rostro se alteró dolorosamente. Marianna le echó los brazos al cuello.
—Sandokán, tú sufres, me estás escondiendo tus penas.
—No, alma mía, estoy conmovido, pero nada más. ¿Qué quieres? Al encontrar mi isla violada, mis bandas diezmadas, y al pensar que dentro de poco tendré que perder…
—Sandokán, entonces lloras por tu pasado poder y sufres ante la idea de tener que perder tu isla. Óyeme, héroe mío, ¿quieres que me quede en esta isla entre tus cachorros, que empuñe también yo la cimitarra y que combata a tu lado? ¿Lo quieres?
—¡Tú, tú! —exclamó él—. No, no quiero que te conviertas en una mujer semejante. Sería una monstruosidad obligarte a permanecer aquí, ensordecerte con el retumbar de la artillería y con los combatientes y exponerte a un peligro continuo. Dos felicidades serían demasiado y yo no quiero.
—¿Entonces me amas más que a tu isla, a tus hombres, a tu fama?
—Sí, alma celestial. Esta noche reuniré a mis tropas y les diré que nosotros, después de haber combatido la última batalla, arriaremos para siempre nuestra bandera y abandonaremos Mompracem.
—¿Y qué dirán tus cachorros ante tal proposición? Me odiarán, al saber que soy yo la causa de la ruina de Mompracem.
—Nadie se atreverá a alzar la voz contra ti. Todavía soy el Tigre de Malasia, el Tigre que los ha hecho temblar siempre con un solo gesto. Y además, me quieren demasiado para no obedecerme. En fin, dejemos que se cumpla nuestro destino.
Ahogó un suspiro, y luego dijo con un amargo lamento:
—Tu amor me hará olvidar mi pasado y quizá también Mompracem.
Depositó un beso sobre los rubios cabellos de la muchacha y llamó después a dos malayos que estaban al lado de la casa.
—Esta es vuestra ama —les dijo, indicando a la joven—. Obedecedla como a mí mismo. Dicho esto, tras haber intercambiado con Marianna una larga mirada, salió con rápidos pasos y se dirigió a la playa.
La cañonera seguía humeando a la vista de la isla, dirigiéndose unas veces hacia el norte y otras hacia el sur. Parecía que intentaba descubrir alguna cosa, probablemente alguna otra cañonera o crucero procedente de Labuán.
Entretanto los piratas, previendo un ya no lejano ataque, trabajaban febrilmente bajo la dirección de Yáñez, reforzando los bastiones, cavando fosos y levantando terraplenes y estacadas.
Sandokán se acercó al portugués, que estaba desarmando las piezas de artillería de los praos para guarnecer un potente reducto, construido justamente en el centro del poblado.
—¿No ha aparecido ninguna nave? —le preguntó.
—No —respondió Yáñez—, pero la cañonera no abandona nuestras aguas y eso es una mala señal. Si el viento fuera lo suficientemente fuerte como para aventajar a su máquina, la atacaría con mucho placer.
—Hay que tomar medidas para poner a cubierto nuestras riquezas y, en caso de una derrota, prepararnos la retirada.
—¿Temes no poder hacer frente a los atacantes?
—Tengo siniestros presentimientos, Yáñez; siento que estoy a punto de perder esta isla.
—¡Bah! Hoy o dentro de un mes tanto da, desde el momento en que has decidido abandonarla. ¿Lo saben ya nuestros piratas?
—No, pero esta noche conduciré a todas las bandas a mi cabaña y allí se enterarán de mi decisión.
—Será un duro golpe para ellos, hermano.
—Lo sé, pero, si quieren continuar por su cuenta con la piratería, yo no se lo impediré.
—Ni pensarlo, Sandokán. Ninguno abandonará al Tigre de Malasia y todos te seguirán adonde quieras.
—Lo sé, me quieren demasiado estos valientes. Trabajemos, Yáñez, hagamos nuestra fortaleza, si no inconquistable, al menos formidable.
Llegaron hasta donde estaban sus hombres, que trabajaban con encarnizamiento sin igual, levantando nuevos terraplenes y nuevas trincheras, plantando enormes empalizadas que pertrechaban de espingardas, acumulando inmensas pirámides de balas y de granadas, protegiendo la artillería con barricadas de troncos de árbol, de peñascos y de planchas de hierro que habían arrancado a los navíos saqueados en sus numerosas correrías.
Por la tarde la fortaleza presentaba un aspecto imponente y podía decirse inexpugnable.
Aquellos ciento cincuenta hombres —pues se habían quedado reducidos a tan pocos después del ataque de la escuadra y de la pérdida de las dos tripulaciones que habían seguido a Sandokán hacia Labuán, de las que no se había tenido ninguna noticia— habían trabajado como quinientos.
Caída la noche, Sandokán hizo embarcar sus riquezas en un gran prao y lo envió, junto con otros dos, a las costas occidentales, para hacerse a la mar si la fuga llegara a hacerse necesaria.
A medianoche Yáñez, con los jefes y todas las cuadrillas, subía a la gran cabaña donde lo esperaba Sandokán.
Una sala, lo suficientemente amplia como para contener doscientas personas o más, había sido arreglada con un lujo insólito. Grandes lámparas doradas derramaban torrentes de luz, haciendo centellear el oro y la plata de los tapices y de las alfombras y la madreperla que adornaba los ricos muebles de estilo indio.
Sandokán se había vestido su traje de gala, de raso rojo, y el turbante verde adornado con un penacho cuando de brillantes. Llevaba a la cintura los dos kriss, insignia del jefe supremo, y una espléndida cimitarra con la vaina de plata y la empuñadura de oro.
Marianna, en cambio, llevaba un vestido de terciopelo negro pespunteado en plata, fruto de quién sabe qué saqueo, que dejaba al descubierto sus brazos y sus hombros, sobre los que caían como una lluvia de oro sus magníficos cabellos rubios. Ricos brazaletes, adornos de perlas de inestimable valor, y una diadema de brillantes que despedían rayos de luz, la hacían más bella, más fascinante todavía.
Los piratas, al verla, no pudieron contener un grito de admiración ante aquella soberbia criatura, a la que miraban como una divinidad.
—Amigos míos, mis fieles cachorros —dijo Sandokán, llamando a su alrededor a la formidable banda—. Os he reunido aquí para decidir la suerte de mi Mompracem. Vosotros me habéis visto luchar durante muchos años sin descanso y sin piedad contra esa execrable raza que asesinó a mi familia, que me arrebató una patria, que desde las gradas de un trono me precipitó a traición en el polvo y que ahora está pensando en destruir a la raza malaya; vosotros me habéis visto luchar como un tigre, rechazando siempre a los invasores que amenazaban nuestra salvaje isla; pero ya se acabó. El destino quiere que me detenga, y así será. Siento que mi misión vengadora ha terminado ya; siento que ya no sé rugir ni combatir como en otro tiempo, siento que tengo necesidad de descanso. Combatiré aún una última batalla contra el enemigo, que quizá venga mañana a atacarnos; luego diré adiós a Mompracem y me iré a vivir lejos con esta mujer que amo y que se convertirá en mi esposa. ¿Queréis continuar vosotros las hazañas del Tigre? Os dejo mis barcos y mis cañones y, si preferís seguirme a mi nueva patria, seguiré considerándoos como mis hijos.
Los piratas, que parecían aterrados ante aquella revelación inesperada, no respondieron, pero se vio que aquellos rostros, ennegrecidos por la pólvora de los cañones y por los vientos del mar, se bañaban en lágrimas.
—¡Lloráis! —Exclamó Sandokán con voz alterada por la emoción—. ¡Ah, sí, os comprendo, mis valientes! ¿Pero creéis que yo no sufro también ante la idea de no volver a ver quizá nunca mi isla, mi mar, de perder mi poderío, de entrar en la oscuridad después de haber brillado tanto, después de haber adquirido tanta fama, aunque fuera terrible, siniestra? La fatalidad lo ha querido así, doblegó al jefe, y ya solo pertenezco a la Perla de Labuán.
—¡Capitán, mi capitán! —Exclamó Giro-Batol, que lloraba como un niño—. Quedaos aún entre nosotros, no abandonéis nuestra isla. Nosotros la defenderemos contra todos, levantaremos a los hombres; nosotros, si así lo queréis, destruiremos Labuán, Varauni y Sarawak para que nadie pueda volver a amenazar la felicidad de la Perla de Labuán.
—¡Milady! —Exclamó Paranoa—. Quedaos también vos; nosotros os defenderemos contra todos, haremos con nuestros cuerpos un escudo contra los golpes del enemigo y, si queréis, conquistaremos un reino para daros un trono.
Hubo una explosión de auténtico delirio entre todos los piratas. Los más jóvenes suplicaban, los más viejos lloraban.
—¡Quedaos, milady! ¡Quedaos en Mompracem! —gritaban todos, agolpándose delante de la joven.
De pronto esta se adelantó hacia la banda, pidiendo silencio con un gesto.
—Sandokán —dijo con voz que no temblaba—. Si yo te dijese: renuncia a tus venganzas y a la piratería, y si rompiese para siempre el débil vínculo que me liga a mis compatriotas y adoptase por patria esta isla, ¿aceptarías tú?
—Tú, Marianna, ¿quieres quedarte en mi isla?
—¿Lo quieres tú?
—Sí, y yo te juro que no volveré a tomar las armas más que en defensa de mi tierra.
—Pues entonces, que sea mi patria Mompracem: ¡me quedo aquí!
Cien armas se alzaron y se cruzaron sobre el pecho de la joven, que había caído en los brazos de Sandokán, mientras los piratas gritaban a una voz:
—¡Viva la reina de Mompracem! ¡Ay de quien se atreva a tocarla!…