VIII. Hacia Mompracem

Castigado el barco enemigo, que había tenido que pararse para reparar los gravísimos daños causados por la granada tan diestramente lanzada por Sandokán, el prao, cubierto por sus inmensas velas, se alejó enseguida, con la velocidad característica de este género de barcos, que desafían a los más rápidos clípers[49] de la marina de los dos mundos.

Marianna, abatida por tantas emociones, se había retirado nuevamente al elegante camarote, e incluso buena parte de la tripulación había abandonado la cubierta, pues ya no estaba el barco amenazado por ningún peligro, al menos por el momento.

Yáñez y Sandokán, empero, no habían abandonado el puente. Sentados en el coronamiento de popa, conversaban entre sí, mirando de cuando en cuando hacia el este, donde se descubría todavía un sutil penacho de humo.

—Ese piróscafo tendrá mucho que hacer para arrastrarse hasta Victoria —decía Yáñez—. La bomba lo ha deteriorado tan gravemente que le imposibilita para cualquier intento de persecución. ¿Crees tú que nos lo habrá mandado detrás lord Guillonk?

—No, Yáñez —respondió Sandokán—. Al lord le habría faltado tiempo para llegar a Victoria y advertir al gobernador de lo sucedido. De todos modos ese barco nos buscaba desde hace varios días. A estas horas debía de saberse ya en la isla que nosotros habíamos desembarcado.

—¿Crees que el lord nos dejará tranquilos?

—Lo dudo mucho, Yáñez. Conozco a ese hombre y sé lo tenaz y vengativo que es. Tenemos que esperar, y no tardando mucho, un formidable ataque.

—¿Vendrá a atacarnos a nuestra isla?

—Estoy seguro de ello, Yáñez. Lord James goza de mucha influencia y además sé que es muy rico. Así que le será fácil fletar todos los barcos que haya disponibles, enrolar marineros y conseguir ayuda del gobernador. Dentro de poco veremos aparecer ante Mompracem una flotilla, ya lo verás.

—¿Y qué haremos?

—Daremos nuestra última batalla.

—¿La última?… ¿Por qué hablas así, Sandokán?

—Porque Mompracem perderá después a sus jefes —dijo el Tigre de Malasia con un suspiro—. Mi carrera está a punto de terminar, Yáñez. Este mar, escenario de mis hazañas, no volverá a ver los praos del Tigre surcando sus olas.

—¡Ah, Sandokán!

—Qué quieres, Yáñez: así estaba escrito. El amor de la muchacha de los cabellos de oro tenía que apagar al pirata de Mompracem. Es triste, inmensamente triste, mi buen Yáñez, tener que decir adiós y para siempre a estos lugares y tener que perder la fama y el poder, y sin embargo tendré que resignarme. ¡No más batallas, no más tronar de artillerías, no más cascos humeantes hundiéndose en los báratros[50] de este mar, no más temibles abordajes! ¡Ah!… Siento que mi corazón sangra, Yáñez, pensando que el Tigre morirá para siempre y que este mar y mi isla misma vendrán a ser de otros.

—¿Y nuestros hombres?

—Ellos seguirán el ejemplo de su jefe, si quieren, y darán también su adiós a Mompracem —declaró Sandokán con voz triste.

—Y nuestra isla, después de tanto esplendor, ¿tendrá que quedar desierta, como estaba antes de su aparición?

—Así será.

—¡Pobre Mompracem!… —exclamó Yáñez con profundo dolor—. ¡Yo que la amaba ya como si fuera mi patria, mi tierra natal!

—¿Crees que yo no la amo? ¿Crees que no se me encoge el corazón al pensar que quizá no volveré a verla jamás, que quizá no volveré a surcar jamás con mis praos este mar que llamaba mío? Si pudiera llorar, verías cuántas lágrimas bañarían mis mejillas. En fin, así lo ha querido el destino. Resignémonos, Yáñez, y no pensemos más en el pasado.

—Y sin embargo, no puedo resignarme, Sandokán. ¡Ver desaparecer de un solo golpe nuestro poder que nos había costado inmensos sacrificios, tremendas batallas y ríos de sangre!

—La fatalidad así lo quiere —dijo Sandokán con voz sorda.

—O, mejor, el amor de la muchacha de los cabellos de oro —replicó Yáñez—. Sin esa mujer, el rugido del Tigre de Malasia llegaría aún poderoso hasta Labuán y haría temblar, durante largos años todavía, a los ingleses e incluso al sultán de Varauni.

—Es verdad, amigo mío —dijo Sandokán—. Ha sido la muchacha quien ha dado el golpe mortal a Mompracem. Si no la hubiera visto nunca, quién sabe durante cuántos años todavía nuestras banderas habrían recorrido triunfantes este mar. Pero ahora es demasiado tarde para romper estas cadenas que ha echado sobre mí. Si hubiera sido otra mujer, al pensar en la ruina de nuestro poderío, habría huido de ella o habría vuelto a llevarla a Labuán…, pero siento que despedazaría para siempre mi existencia, si no pudiera volver a verla. La pasión que arde en mi pecho es demasiado gigantesca para poder ser sofocada. ¡Ah!… ¡Si ella lo quisiera!… ¡Si ella no sintiese horror por nuestro oficio y no tuviese miedo de la sangre y del estruendo de la artillería!… ¡Cómo haría brillar a su, lado el astro de Mompracem!… Podría darle un trono, aquí o en las costas de Borneo, pero en cambio… En fin, que se cumpla nuestro destino. Iremos a Mompracem a dar la última batalla, y después abandonaremos la isla y nos haremos a la mar.

—¿Hacia dónde, Sandokán?

—Lo ignoro, Yáñez. Iremos donde ella quiera, muy lejos de estos mares y de estas tierras, tanto que no podamos volver a oír hablar de ellas. Si tuviera que quedarme aquí cerca, no sé si a la larga sabría resistir la tentación de volver a Mompracem.

—Bien, así sea: vamos a emprender la última batalla, y después nos iremos también lejos —dijo Yáñez con acento resignado—. Pero la lucha será tremenda, Sandokán. Lord Guillonk nos atacará a la desesperada.

—Encontrará inexpugnable la madriguera del Tigre. Hasta ahora nadie ha sido tan osado como para violar las costas de mi isla, y ni siquiera él las tocará. Espera que hayamos llegado y verás los trabajos que emprenderemos para no dejarnos saquear por la flotilla que mandará contra nosotros. Haremos del poblado una fortaleza tan firme que podrá resistir al más terrible bombardeo. El Tigre aún no ha sido domado aún muy fuerte y provocará espanto entre las filas rugirá aún.

—¿Y si fuéramos oprimidos por la superioridad numérica? Ya sabes, Sandokán, que los holandeses se han aliado con los ingleses en la represión de la piratería. Podrían unirse las dos flotas para dar el golpe mortal a Mompracem.

—Si me viera vencido, prendería fuego a nuestros polvorines y saltaríamos, junto con nuestro pueblo y nuestros praos. No podría resignarme a la pérdida de la muchacha. Antes que vérmela arrebatar, prefiero mi muerte y la suya.

—Esperemos que eso no suceda, Sandokán.

El Tigre de Malasia inclinó la cabeza sobre el pecho y suspiró; luego, tras unos instantes de silencio, dijo:

—Y, sin embargo, tengo un triste presentimiento.

—¿Cuál? —preguntó Yáñez con ansiedad.

Sandokán no respondió. Abandonó al portugués y se apoyó sobre la amura de proa, ofreciendo su rostro ardiente a la brisa. Estaba inquieto: profundas arrugas surcaban su frente y de cuando en cuando se le escapaban suspiros de los labios.

—¡Fatalidad!… Y todo por esa criatura celestial —murmuró—. ¡Por ella tendré que perderlo todo, todo, hasta este mar que llamaba mío y que consideraba como sangre de mis venas! ¡Pasará a ser de ellos, de esos hombres contra los que he combatido durante doce años, sin tregua, sin descanso, de esos hombres que me precipitaron al fango desde las gradas de un trono, que mataron a mi madre, a mis hermanos, a mis hermanas!… ¡Ah! Te lamentas —continuó mirando al mar, que borbollaba delante de la proa del veloz barco—. Gimes, no quieres llegar a ser de esos hombres, no quieres volver a estar tranquilo como antes de que yo llegara aquí. ¿Pero crees que yo no sufro también? Si fuera capaz de llorar, brotarían de estos ojos no pocas lágrimas. En fin, ¿de qué sirve lamentarse ahora? Esa divina muchacha me compensará de tantas pérdidas.

Se llevó las manos a la frente, como si quisiera atrapar los pensamientos que le bullían en el ardiente cerebro, y luego se enderezó y bajó a paso lento al camarote.

Se detuvo, al oír hablar a Marianna.

—No, no —decía la joven con voz acongojada—. Dejadme, ya no os pertenezco a vos… Soy del Tigre de Malasia… ¿Por qué queréis separarme de él?… ¡Fuera ese William, lo odio, fuera, fuera!

—Sueña —murmuró Sandokán—. Duerme segura, muchacha; aquí no corres ningún peligro. Yo vigilo, y para arrancarte de mis manos tendrían que pasar sobre mi cadáver.

Abrió la puerta del camarote y miró. Marianna dormía, respirando fatigosamente, y agitaba los brazos como si intentase alejar una visión. El pirata la contempló unos instantes con indefinible dulzura, luego se retiró sin hacer ruido y entró en su propio camarote.

A la mañana siguiente, el prao, que había navegado todo el día y toda la noche a una velocidad considerable, se encontraba a solo sesenta millas de Mompracem.

Ya todos se consideraban a cubierto, cuando el portugués, que vigilaba con gran atención, descubrió una sutil columna de humo que parecía dirigirse hacia el este.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Otro crucero a la vista? Que yo sepa, no hay volcanes en este espacio de mar.

Se armó de un catalejo y trepó hasta la cima del palo maestro, mirando con profunda atención aquel humo que ahora se había aproximado considerablemente. Cuando volvió a bajar, su semblante estaba ensombrecido.

—¿Qué pasa, Yáñez? —preguntó Sandokán, que había regresado a cubierta.

—Acabo de descubrir una cañonera, hermano mío.

—No es gran problema.

—Ya sé que no se arriesgará a atacarnos, pues esos barcos habitualmente van armados con un solo cañón, pero estoy inquieto por otro motivo.

—¿Qué quieres decir?

—Ese barco viene del este[51] y quizá de Mompracem.

—¡Oh!…

—No quisiera que durante nuestra ausencia una flota enemiga hubiera bombardeado nuestro nido.

—¿Mompracem bombardeada? —preguntó una voz argentina detrás de ellos. Sandokán se volvió y se encontró delante de Marianna.

—¡Ah, eres tú, amiga mía! —exclamó—. Creí que estabas durmiendo todavía.

—Acabo de levantarme ahora mismo. ¿Pero de qué habláis? ¿Acaso nos amenaza un nuevo peligro?

—No, Marianna —respondió Sandokán—. Pero nos hemos inquietado al ver una cañonera que viene de occidente, o sea, de la parte de Mompracem.

—¿Temes que haya cañoneado tu pueblo?

—Sí, pero no solo eso; una descarga de nuestros cañones sería suficiente para hundirla.

—¡Ah! —exclamó Yáñez, dando dos pasos adelante.

—¿Qué ves?

—La cañonera nos ha descubierto y está dando una bordada, dirigiéndose hacia nosotros.

—Vendrá a espiarnos —dijo Sandokán.

En efecto, el pirata no se había equivocado. La cañonera, una de las más pequeñas, de una capacidad de unas cien toneladas, armada con un solo cañón situado en la plataforma de popa, se acercó hasta unos mil metros, después dio una bordada, pero no se alejó del todo porque seguía viéndose su penacho de humo a una decena de millas hacia el este.

Los piratas no se preocupaban por eso, sabiendo perfectamente que aquel pequeño barco no se atrevería a lanzarse contra el prao, cuyas piezas de artillería eran tan numerosas que hubieran tenido a raya a cuatro como él.

Hacia el mediodía un pirata, que había subido al palo del trinquete para colocar un cable, distinguió Mompracem, el temido refugio del Tigre de Malasia.

Yáñez y Sandokán respiraron, creyéndose ya seguros, y se precipitaron hacia proa, seguidos de Marianna.

Allá, donde el cielo se confundía con el mar, se descubría una larga franja todavía de color indeciso, pero que poco a poco iba volviéndose verdeante.

—¡Deprisa, deprisa! —exclamó Sandokán, que estaba poseído de una viva ansiedad.

—¿Qué temes? —preguntó Marianna.

—No sé, pero el corazón me dice que allí ha ocurrido algo. ¿Nos sigue todavía la cañonera?

—Sí, veo el penacho de humo hacia el este —respondió Yáñez.

—Mala señal.

—Eso temo también yo, Sandokán.

—¿No ves nada?

Yáñez apuntó el catalejo y miró con profunda atención durante unos minutos.

—Veo unos praos anclados en la bahía.

—Esperemos —murmuró.

El prao, empujado por un buen viento, al cabo de una hora llegó a pocas millas de la isla y se dirigió hacia la bahía que se abría delante del pueblecito. Muy pronto llegó tan cerca que permitía distinguir perfectamente las fortificaciones, los mercados y las cabañas.

Sobre el gran acantilado, en el vértice del extenso edificio que servía de morada al Tigre, se veía ondear la gran bandera de la piratería, pero el pueblo ya no era tan floreciente como cuando lo habían dejado y los praos no eran tan numerosos.

Los bastiones aparecían gravemente deteriorados, se veían muchas cabañas medio abrasadas y faltaban varios barcos.

—¡Ah! —Exclamó Sandokán, oprimiéndose el pecho—. Lo que sospechaba ha sucedido: el enemigo ha atacado mi refugio.

—Es verdad —murmuró Yáñez, con el rostro sombrío.

—Pobre amigo mío —dijo Marianna, conmovida por el dolor que se reflejaba en el rostro de Sandokán—. Mis compatriotas se han aprovechado de tu ausencia.

—Sí —respondió el Tigre sacudiendo tristemente la cabeza—. ¡Mi isla, un día temida e inaccesible, ha sido violada, y mi fama se ha oscurecido para siempre!