La noche era magnífica. La Luna, ese astro de las noches serenas, lucía en un cielo sin nubes, proyectando su pálida luz de un azul transparente, de una infinita dulzura, sobre las oscuras y misteriosas selvas, sobre las murmurantes aguas del riachuelo, y reflejándose con vago temblor sobre las olas del amplio mar de Malasia.
Un suave vientecillo, cargado de las exhalaciones perfumadas de las grandes plantas, agitaba con leve susurro las frondas y, recorriendo la plácida marina, moría en los lejanos horizontes del oeste.
Todo era silencio, todo era misterio y paz.
Sólo de cuando en cuando, más allá de la resaca que se rompía con monótono murmullo en las desiertas arenas de la playa, más allá del gemido de la brisa, que parecía un triste lamento, se oía resonar un sollozo sobre el puente del prao corsario.
El veloz velero había dejado ya la desembocadura del río y huía raudo hacia occidente, dejando atrás Labuán, que poco a poco iba confundiéndose con las tinieblas.
Sólo tres personas velaban sobre el puente: Yáñez, taciturno, triste, sombrío, sentado a popa con una mano sobre la caña del timón; Sandokán y la muchacha de los cabellos de oro, sentados a proa a la sombra de las grandes velas, acariciados por la brisa nocturna.
El pirata apretaba contra su pecho a la bella fugitiva y le limpiaba las lágrimas que brillaban en sus pestañas.
—Escucha, amor mío —decía—. No llores, yo te haré feliz, inmensamente feliz, y seré tuyo, todo tuyo. Nos iremos lejos de estas islas, sepultaremos mi cruel pasado y no volveremos a oír hablar de piratas, ni de mi salvaje Mompracem. Mi gloria, mi poderío, mis sangrientas venganzas, mi temido nombre, todo lo olvidaré por ti, porque quiero convertirme en otro hombre. Óyeme, adorada muchacha: hasta hoy fui el temido pirata de Mompracem, hasta hoy fui asesino, fui cruel, fui feroz, fui terrible, fui Tigre… pero no volveré a serlo. Frenaré los impulsos de mi naturaleza salvaje, sacrificaré mi poderío, abandonaré este mar que un día estaba orgulloso de llamar mío y la terrible banda que hizo mi triste celebridad. No llores, Marianna, el futuro que nos espera no será oscuro, sino risueño, todo felicidad. Nos iremos lejos, tanto que no volveremos jamás a oír hablar de nuestras islas, que nos han visto crecer, vivir, amar y sufrir; perderemos patria, amigos, parientes… pero ¿qué importa? Te daré una nueva isla, más alegre, más risueña, donde no oiré ya el rugido de los cañones, donde no volveré a ver las noches que me enloquecen en torno a ese cortejo de víctimas inmoladas por mí y que siempre me gritan: ¡asesino! No, no volveré a ver nada de todo esto y podré repetirte de la mañana a la noche esas divinas palabras que para mí lo son todo: ¡te amo y soy tu marido! ¡OH! Repíteme también tú estas dulces palabras, que nunca oí resonar en mis oídos durante mi borrascosa vida.
La jovencita se abandonó en los brazos del pirata, repitiendo entre sollozos:
—¡Te amo, Sandokán, te amo como jamás ninguna mujer amó sobre la tierra! Sandokán la estrechó contra su pecho, y sus labios besaron los dorados cabellos de ella y su nívea frente.
—Ahora que eres mía, ¡ay de quien te toque! —Prosiguió el pirata—. Hoy estamos en este mar, pero mañana estaremos seguros en mi inaccesible nido, donde nadie tendrá la osadía de venir a atacarnos; luego, cuando haya desaparecido todo peligro, iremos donde tú quieras, mi adorada muchacha.
—Sí —murmuró Marianna—, nos iremos lejos, tanto que no volvamos a oír hablar de nuestras islas.
Emitió un profundo suspiro, que parecía un gemido, y se desvaneció entre los brazos de Sandokán. Casi en el mismo instante una voz dijo:
—Hermano, ¡el enemigo nos sigue!
El pirata se volvió, estrechando a su prometida contra su pecho, y se encontró frente a Yáñez, que le señalaba un punto luminoso que corría por el mar.
—¿El enemigo? —preguntó Sandokán con las facciones alteradas.
—Acabo de ver esa luz: viene de oriente. Quizá sea una nave que nos sigue la pista, ansiosa de reconquistar la presa que le hemos arrebatado al lord.
—¡Pero nosotros la defenderemos, Yáñez! —Exclamó Sandokán—. ¡Ay de quien intente impedirnos el paso, ay de ellos! Ante los ojos de Marianna seré capaz de luchar contra el mundo entero.
Miró atentamente el farol señalado y se sacó del costado la cimitarra.
Marianna volvía entonces en sí. Al ver al pirata con el arma en la mano, lanzó un ligero grito de terror.
—¿Por qué has desenvainado el arma, Sandokán? —preguntó palideciendo.
El pirata la miró con suprema ternura y vaciló, pero luego, llevándola dulcemente a popa, le mostró el farol.
—No, amor mío, es una nave que nos sigue, es un ojo que escudriña ávidamente el mar, buscándonos.
—¡Dios mío! ¿Entonces nos siguen?
—Es probable, pero encontrarán balas y metralla para diez de ellos.
—¿Y si te mataran?
—¡Matarme! —Exclamó él enderezándose, mientras un relámpago soberbio le brillaba en los ojos—. ¡Todavía me siento invulnerable!
El crucero, porque debía de serlo, ya no era una simple sombra. Sus mástiles se destacaban ahora netamente sobre el fondo claro del cielo, y se veía alzarse una gruesa columna de humo, en medio de la cual volaban miríadas de chispas.
Su proa cortaba rápidamente las aguas, que centelleaban a la luz del astro nocturno, y el viento llevaba hasta el prao el fragor de las ruedas que mordían las olas.
—¡Ven, ven, maldito de Dios! —Exclamó Sandokán, desafiándolo con la cimitarra, mientras con el otro brazo ceñía a la muchacha—. Ven a medirte con el Tigre, di a tus cañones que rujan, lanza a tus hombres al abordaje: ¡te desafío!
Después, volviéndose hacia Marianna, la cual miraba ansiosamente el barco enemigo que ganaba terreno:
—Ven, amor mío —le dijo—. Te conduciré a tu nido, donde estarás al abrigo de los golpes de esos hombres que hasta ayer eran tus compatriotas y que hoy son tus enemigos.
Se detuvo un instante, fijando una mirada torva en el piróscafo que forzaba las máquinas, y luego condujo a Marianna al camarote.
Era una habitacioncita amueblada con elegancia, un verdadero nido. Las paredes desaparecían bajo un espeso tejido oriental y el pavimento estaba cubierto de blandas alfombras indias. Los muebles, ricos, bellísimos, de caoba y de ébano incrustados de madreperlas, ocupaban los ángulos, mientras del techo pendía una gran lámpara dorada.
—Aquí no te alcanzarán los tiros, Marianna —dijo Sandokán—. Las planchas de hierro que cubren la proa de mi barco bastarán para detenerlos.
—¿Y tú, Sandokán?
—Yo vuelvo a subir al puente para dar órdenes. Mi presencia es necesaria para dirigir la batalla, si el crucero nos ataca.
—¿Y si te hiere una bala?
—No tengas miedo, Marianna. A la primera descarga, lanzaré entre las ruedas del barco enemigo tal granada, que se detendrá para siempre.
—Temo por ti.
—La muerte tiene miedo del Tigre de Malasia —respondió el pirata con suprema ferocidad.
—¿Y si esos hombres llegasen al abordaje?…
—No los temo, niña mía. Mis hombres son todos valientes, son auténticos tigres, dispuestos a morir por su jefe y por ti. ¡Que vengan, pues, tus compatriotas al abordaje!… Los exterminaremos y los arrojaremos al mar.
—Te creo, mi valiente campeón; y sin embargo tengo miedo. Ellos te odian, Sandokán, y por prenderte serían capaces de intentar cualquier locura. Guárdate de ellos, mi valiente amigo, porque han jurado matarte.
—¡Matarme!… —exclamó Sandokán, casi con desprecio—. ¡Matar ellos al Tigre de Malasia!… Que lo intenten si se atreven. Me parece haberme vuelto ahora tan fuerte, que pararía con mis manos las balas de su artillería. No, no temas por mí, niña mía. Voy a castigar al insolente que viene a desafiarme, y luego volveré contigo.
—Entretanto rezaré por ti, mi valeroso Sandokán.
El pirata la miró durante algunos instantes con profunda admiración, le tomó la cabeza entre las manos y le rozó los cabellos con los labios.
—Y ahora —dijo después, levantándose fieramente—, ¡a nosotros dos, maldito buque, que vienes a turbar mi felicidad!…
—Protégelo, Dios mío —murmuró la jovencita, cayendo de rodillas.
La tripulación del prao, despertada al grito de alarma de Yáñez y al primer cañonazo, había subido precipitadamente a cubierta, dispuesta a luchar.
Al divisar el barco a tan breve distancia, los piratas se lanzaron con bravura sobre los cañones y las espingardas para responder a la provocación del crucero.
Los artilleros habían encendido ya las mechas y estaban a punto de aproximarlas a las piezas, cuando apareció Sandokán. Al verlo aparecer sobre el puente, un grito unánime se elevó entre los cachorros:
—¡Viva el Tigre!
—¡Fuera de aquí! —Gritó Sandokán, rechazando a los artilleros—. ¡Me basto yo solo para castigar a ese insolente! ¡El maldito no irá a Labuán a contar que ha cañoneado la bandera de Mompracem!
Dicho esto, fue a colocarse a popa, apoyando un pie sobre la culata de uno de los dos cañones.
Aquel hombre parecía haberse convertido de nuevo en el terrible Tigre de Malasia de otros tiempos. Sus ojos brillaban como carbones encendidos y sus facciones tenían una expresión de tremenda ferocidad. Se comprendía que una rabia terrible ardía en su pecho.
—Me desafías —dijo—. ¡Ven y te enseñaré a mi mujer!… Ella está bajo mi protección, defendida por mi cimitarra y mis cañones. Ven a quitármela, si eres capaz de ello. ¡Los tigres de Mompracem te esperan!
Se volvió hacia Paranoa, que estaba cerca de él, sujetando la caña del timón, y le dijo:
—Manda diez hombres a la bodega y que suban a cubierta el mortero que hice embarcar.
Un instante después, diez piratas izaban fatigosamente sobre el puente un gran mortero, sujetándolo con algunos cabos junto al palo maestro.
Un artillero lo cargó con una bomba de ocho pulgadas y de veintiún kilos de peso, que, al estallar, lanzaría sus buenos veintiocho cascotes de hierro.
—Ahora esperemos al alba —dijo Sandokán—. Quiero enseñarte, barco maldito, mi bandera y mi mujer.
Subió a la amura de popa y se sentó, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija en el crucero.
—¿Pero qué intentas? —le preguntó Yáñez—. Dentro de poco el piróscafo estará a tiro y abrirá fuego contra nosotros.
—Tanto peor para él.
—Esperemos entonces, ya que así lo quieres.
El portugués no se había equivocado. Diez minutos después, a pesar de que el prao devoraba el camino, el crucero se encontraba a solo dos mil metros. De pronto, un relámpago brilló a proa del barco y una fuerte detonación sacudió los estratos del aire, pero no se oyó el silbido agudo de la bala.
—¡Ah! —exclamó Sandokán, sonriendo burlonamente—. ¿Me invitas a detenerme y preguntas por mi bandera? Yáñez, iza el estandarte de la piratería. La luna es espléndida y con los catalejos la verán.
El portugués obedeció.
El piróscafo, que parecía estar solo esperando una señal, redobló su carrera, y al llegar a mil metros disparó un cañonazo, pero este no de pólvora, porque el proyectil pasó silbando por encima del prao.
Sandokán no se movió, ni pestañeó siquiera. Sus hombres se colocaron en sus puestos de combate, pero no respondieron a la amenaza.
El buque continuó avanzando, pero más lentamente, con prudencia. Aquel silencio debía de preocuparlo, y no poco, pues bien sabía que los barcos corsarios van siempre armados y tripulados por hombres resueltos.
A ochocientos metros lanzó un segundo proyectil, el cual, mal dirigido, rebotó en el mar después de haber pasado rasando la coraza de popa del pequeño barco.
Una tercera bala pasaba poco después por la cubierta del prao horadando las dos velas maestras y el trinquete mientras una cuarta se hacía añicos contra uno de los dos cañones de popa, lanzando un fragmento hasta la amura sobre la que estaba sentado Sandokán.
Este se irguió con un gesto soberbio y, extendiendo la mano derecha hacia el barco enemigo, gritó con voz amenazadora:
—¡Tira, tira, nave maldita! ¡No te temo! Cuando puedas verme, te destrozaré las ruedas y detendré tu vuelo.
Otros dos relámpagos brillaron sobre la proa del piróscafo, seguidos de dos agudas detonaciones. Una bala fue a estrellarse contra la parte de la amura de popa a solo dos pasos de Sandokán, mientras la otra acertaba limpiamente a la cabeza de un hombre que estaba atando una escota en el pequeño alcázar de proa.
Un alarido de furor se alzó entre la tripulación.
—¡Tigre de Malasia! ¡Venganza!
Sandokán se volvió hacia sus hombres, lanzando sobre ellos una mirada irritada.
—¡Silencio! —tronó—. Aquí mando yo.
—El barco no economiza sus balas, Sandokán —dijo Yáñez.
—Déjale que tire.
—¿A qué vas a esperar?
—Al alba.
—Es una locura, Sandokán. ¿Y si te da una bala?
—¡Soy invulnerable! —Gritó el Tigre de Malasia—. Mira: ¡desafío el fuego de ese barco! De un salto se lanzó sobre la amura de popa, agarrándose al asta de la bandera. Yáñez experimentó un escalofrío de espanto.
La luna estaba alta sobre el horizonte y, desde el puente del barco enemigo, con un buen catalejo se podía distinguir a aquel temerario, que así se exponía a los cañonazos.
—¡Baja, Sandokán! —Gritó Yáñez—. Vas a conseguir que te maten.
Una sonrisa despectiva fue la respuesta de aquel hombre formidable.
—¡Piensa en Marianna! —insistió Yáñez.
—Ella sabe que no tengo miedo. Silencio. ¡A vuestros puestos!
Habría sido más fácil detener al piróscafo en su carrera que convencer a Sandokán de que abandonase aquel puesto.
Yáñez, que conocía la tenacidad de su compañero, renunció a una segunda tentativa y se retiró detrás de uno de los dos cañones.
El crucero, después de aquel cañoneo casi infructuoso, había suspendido el fuego. Su capitán quería sin duda ganar más terreno para no desperdiciar inútilmente las municiones.
Durante un cuarto de hora los dos barcos continuaron su carrera; luego, a quinientos metros, se reemprendió el cañoneo con mayor furia.
Las balas caían en gran número alrededor del pequeño velero y no siempre iban perdidas. Algún proyectil pasaba silbando a través del velamen, cortando alguna cuerda o desmochando las extremidades de los palos, y algún otro rebotaba o se estrellaba contra las planchas metálicas.
Una bala incluso atravesó el puente, de refilón, rozando el palo maestro. Si hubiera pasado a unos centímetros más a la derecha, el velero habría sido detenido en su carrera.
Sandokán, a pesar de aquella peligrosa granizada, no se movía. Miraba fríamente la nave enemiga, que forzaba sus máquinas para ganar terreno, y sonreía irónicamente cada vez que una bala pasaba silbándole los oídos.
Pero hubo un momento en que Yáñez lo vio levantarse de golpe e inclinarse como si fuera a lanzarse hacia el mortero; mas luego volvió a su puesto murmurando:
—¡Aún no! ¡Quiero que veas a mi mujer!
Durante otros diez minutos el vapor bombardeó al pequeño velero, que no hacía ninguna maniobra para hurtarse a aquella granizada de fuego; luego las detonaciones fueron espaciándose poco a poco, hasta que cesaron del todo.
Mirando atentamente a la arboladura del barco enemigo, Sandokán vio ondear una gran bandera blanca.
—¡Ah! —exclamó aquel hombre formidable—. ¡Me invitas a rendirme! ¡Yáñez!
—¿Qué quieres, hermanito?
—Iza mi bandera.
—¿Estás loco? Esos bribones reemprenderán el cañoneo. Ya que han parado, déjalos tranquilos. —Quiero que el crucero sepa que quien guía este prao es el Tigre de Malasia.
—Y te saludará con una granizada de granadas.
—El viento comienza a hacerse más fresco, Yáñez. Dentro de diez minutos estaremos fuera del alcance de sus tiros.
—Sea, pues.
A una señal del pirata, ató la bandera a la driza de popa y la izó hasta la punta del palo maestro.
Un golpe de viento la agitó y a la límpida luz de la luna mostró su color sanguinolento.
—¡Tira ahora! ¡Tira! —Gritó Sandokán, tendiendo el puño hacia el barco enemigo—. ¡Haz tronar tus cañones, arma a tus hombres, llena tus calderas de carbón, te espero!
¡Quiero enseñarte mi conquista a los relámpagos de mi artillería!
Dos cañonazos fueron la respuesta. La tripulación del crucero había descubierto ya la bandera de los tigres de Mompracem y reemprendía con mayor vigor el cañoneo.
El crucero precipitaba la marcha, para alcanzar el velero y, si fuera necesario, llegar al abordaje.
Su chimenea humeaba como un volcán y las ruedas mordían fragorosamente las aguas. Cuando cesaban las detonaciones, se oían hasta los sordos rugidos de la máquina.
Sin embargo su tripulación iba a convencerse bien pronto de que no era fácil competir con un velero preparado como prao. Al aumentar el viento, el pequeño barco, que hasta entonces no había podido alcanzar los diez nudos, adquirió una andadura más rápida. Sus inmensas velas, hinchadas como dos globos, ejercían sobre el barco una fuerza extraordinaria.
Ya no corría: volaba sobre las tranquilas aguas del mar, rozándolas apenas. En algunos momentos incluso parecía que se levantaba y que su casco ni siquiera tocaba el agua.
El crucero disparaba furiosamente, pero ahora todas sus balas caían en la estela del prao.
Sandokán no se había movido. Sentado junto a su roja bandera, espiaba atentamente el cielo. Parecía que no se preocupaba siquiera del buque que intentaba darle caza con tanto encarnizamiento.
El portugués, que no captaba la idea que tenía Sandokán, se le acercó y le dijo:
—Entonces, ¿qué quieres hacer, hermanito mío? Dentro de una hora estaremos muy lejos de ese barco, si el viento no cesa.
—Espera un poco todavía, Yáñez —respondió Sandokán—. Mira allá, a oriente: las estrellas comienzan a palidecer, y por el cielo empiezan a difundirse ya las primeras claridades del alba.
—¿Quieres arrastrar ese crucero hasta Mompracem para abordarlo después?
—No tengo esa intención.
—No te comprendo.
—Apenas el alba permita a la tripulación de ese barco verme bien, castigaré a ese insolente.
—Eres un artillero harto hábil para tener que esperar a la luz del sol. El mortero está listo.
—Quiero que vean quién disparará la pieza.
—Quizá lo saben ya.
—Es cierto, quizá lo sospechan, pero no me basta. Quiero enseñarles también a la mujer del Tigre de Malasia.
—¿Marianna?…
—Sí, Yáñez.
—¡Qué locura!
—Así sabrán en Labuán que el Tigre de Malasia ha osado violar las costas de la isla y enfrentarse con los soldados que velaban por lord Guillonk.
—En Victoria no ignorarán ya la arriesgada expedición que has llevado a buen término.
—No importa. ¿Está listo el mortero? —Ya está cargado, Sandokán.
—Dentro de unos minutos castigaremos a ese curioso. Destrozaré una de sus ruedas, ya lo verás.
Mientras así hablaban, una pálida luz, que iba tiñéndose rápidamente de reflejos rosáceos, continuaba difundiéndose por el cielo. La luna iba cayendo sobre el mar, mientras los astros empalidecían. Unos pocos minutos más y habría salido el sol.
El barco de guerra estaba ahora cerca de mil quinientos metros de distancia. Seguía forzando las máquinas, pero perdía terreno a cada minuto. El veloz prao ganaba rápidamente, al aumentar el viento con el despuntar del alba.
—Hermanito mío —dijo al poco rato Yáñez—. Da ya un buen golpe al crucero.
—Haz recoger las tercerolas de la vela maestra y del trinquete —ordenó Sandokán—. Cuando esté a quinientos metros, daré fuego al mortero.
Yáñez dio enseguida la orden. Diez piratas treparon por los flechastes, arriaron las dos velas y realizaron rápidamente la maniobra. Reducido el velamen, el prao comenzó a disminuir la marcha.
El crucero, al darse cuenta de ello, reemprendió el cañoneo, aunque estaba aún lejos para obtener buen resultado.
Hizo falta todavía una buena media hora para que llegase a la distancia deseada por Sandokán.
Ya comenzaban a caer las balas sobre el puente del prao, cuando el Tigre, lanzándose bruscamente abajo desde la amura, se colocó detrás del mortero. Un rayo de sol se había levantado sobre el mar, iluminando las velas del prao.
—¡Y ahora me toca a mí! —Gritó Sandokán con una extraña sonrisa—. ¡Pon el barco de través al viento!
Un instante después el pequeño velero se ponía de través al viento, quedándose casi al pairo.
Sandokán pidió a Paranoa una mecha que ya tenía encendida y se inclinó sobre la pieza, calculando la distancia con la mirada.
El barco de guerra, al ver que el velero se detenía, aprovechaba para intentar alcanzarlo. Avanzaba con creciente rapidez, echando humo y resoplando, alternando los tiros de granada con proyectiles cargados. Los cascotes de metralla saltaban por la cubierta, horadando las velas y cortando las cuerdas, resbalando sobre las planchas de hierro, chirriando y deteriorando los maderos. ¡Ay si aquella lluvia hubiese durado solo diez minutos más!
Sandokán, siempre impasible, continuaba mirando.
—¡Fuego! —gritó de pronto, dando un salto hacia atrás.
Se inclinó sobre la humeante pieza, conteniendo la respiración, con los labios apretados y los ojos fijos ante sí, como si quisiera seguir la invisible trayectoria del proyectil.
Pocos instantes después una segunda detonación retumbaba en el mar.
La granada había estallado entre los radios de los tambores de babor, haciendo saltar con inusitada violencia toda la ferretería de la rueda y las palas.
El piróscafo, gravemente alcanzado, se inclinó sobre el flanco deteriorado, y luego se puso a girar sobre sí mismo bajo el impulso de la otra rueda, que todavía seguía mordiendo las aguas.
—¡Viva el Tigre! —gritaron los piratas, lanzándose hacia los cañones.
—¡Marianna! ¡Marianna! —exclamó Sandokán, mientras el piróscafo, volcado sobre el flanco destrozado, embarcaba agua a toneladas.
La joven apareció en el puente a su llamada. Sandokán la tomó entre los brazos, la levantó hasta la amura y, mostrándosela a la tripulación del piróscafo, tronó:
—¡Aquí tenéis a mi mujer!
Después, mientras los piratas descargaban sobre el buque un huracán de metralla, el prao viró de bordo, alejándose rápidamente hacia el oeste.