La misión del portugués era sin duda una de las más arriesgadas, de las más audaces que aquel valiente hombre había afrontado en su vida, porque habría bastado una palabra, una sola sospecha para colgarlo en la picota de una antena con una buena cuerda al cuello.
No obstante, el pirata se preparaba a jugar la peligrosa carta con gran valor y con mucha calma, confiando en su propia sangre fría y sobre todo en su buena estrella, que jamás hasta ahora había dejado de protegerlo.
Se irguió fieramente en la silla, se rizó los bigotes para hacer mejor figura, se acomodó el cabello inclinándolo con coquetería sobre la oreja y lanzó el caballo al galope, no ahorrando espoladas ni latigazos.
Tras un cuarto de hora de aquella furiosa carrera se encontró de improviso ante una verja, detrás de la cual se elevaba la hermosa quinta de lord James.
—¿Quién vive? —preguntó un soldado que estaba emboscado ante la barrera, escondido detrás del tronco de un árbol.
—Eh, jovencito, baja el fusil, que no soy un tigre ni una babirusa —dijo el portugués, deteniendo el caballo—. ¡Por Júpiter! ¿No ves que soy un colega tuyo, y más aún, un superior?
—Excusad, pero tengo orden de no dejar pasar a nadie sin saber de parte de quién viene y qué es lo que desea.
—¡Animal! Vengo aquí por orden del baronet William Rosenthal y voy a casa del lord.
—¡Pasad!
Abrió la barrera, llamó a algunos compañeros que paseaban por el jardín para advertirles dé lo que ocurría y se apartó a un lado.
—¡Humm! —dijo el portugués, encogiéndose de hombros y lanzando el caballo hacia adelante—. Cuántas precauciones y cuánto miedo reina aquí.
Se detuvo delante de la casa y saltó a tierra, entre seis soldados que lo habían rodeado con los fusiles en la mano.
—¿Dónde está el lord? —preguntó.
—En su gabinete —respondió el sargento que mandaba la patrulla.
—Llevadme de inmediato hasta él; tengo que hablar con él enseguida.
—¿Venís de Victoria?
—Exactamente.
—¿Y no os habéis encontrado con los piratas de Mompracem?
—Ni uno solo, camarada. Esos pillos tienen muchas cosas que hacer en estos momentos para estar rondando por aquí. Vamos, llevadme hasta el lord.
—Venid.
El portugués hizo acopio de toda su audacia para afrontar al peligroso hombre y siguió al suboficial afectando la calma y la rigidez de la raza anglosajona.
—Esperad aquí —dijo el sargento después de haber lo hecho entrar en un salón.
Yáñez, al quedarse solo, se puso a observarlo todo atentamente, para ver si era posible un golpe de mano, pero tuvo que convencerse de que toda tentativa habría resultado inútil, porque las ventanas eran altísimas y los muros y las puertas muy gruesos.
—No importa —murmuró—. Daremos el golpe en el bosque.
En aquel momento volvía a entrar el sargento.
—El lord os espera —dijo, indicándole la puerta que había dejado abierta.
El portugués sintió que un escalofrío corría por sus huesos y palideció un poco.
«Yáñez mío, sé prudente y firme», se dijo.
Entró con la mano derecha en el sombrero y se encontró en un hermoso gabinete, amueblado con mucha elegancia. En un rincón, sentado ante una mesa de trabajo, estaba el lord, vestido sencillamente de blanco, con el rostro sombrío y la mirada iracunda.
Miró en silencio a Yáñez, clavándole los ojos encima como si quisiera adivinar los pensamientos del recién llegado, y luego dijo en un tono cortante:
—¿Venís de Victoria?
—Sí, milord —respondió Yáñez con voz firme.
—¿De parte del baronet?
—Sí.
—¿Os ha dado alguna carta para mí?
—Ninguna.
—¿Tenéis que decirme alguna cosa?
—Sí, milord.
—Hablad.
—Me ha mandado a deciros que el Tigre de Malasia ha sido cercado por las tropas en una bahía del sur.
El lord se puso en pie con los ojos resplandecientes y el rostro radiante.
—¡El Tigre cercado por nuestros soldados! —exclamó.
—Sí, y parece que todo ha terminado para siempre para ese pillo, porque ya no tiene salvación.
—Pero ¿estáis seguro de lo que decís? —Segurísimo, milord.
—¿Quién sois vos?
—Un pariente del baronet William —respondió Yáñez audazmente.
—Pero ¿cuánto tiempo hace que os encontráis en Labuán?
—Quince días.
—Entonces sabréis también que mi sobrina…
—Es la prometida de mi primo William —dijo Yáñez sonriendo.
—He tenido mucho gusto en conoceros, señor —dijo el lord, estrechándole la mano—. Pero decidme, ¿cuándo fue atacado Sandokán?
—Esta mañana al alba, mientras atravesaba un bosque a la cabeza de una gran banda de piratas.
—¡Pero entonces ese hombre es el demonio! ¡Ayer por la tarde estaba aquí! ¿Es posible que en tan pocas horas haya recorrido tanto camino?
—Se dice que llevaba caballos consigo.
—Ahora entiendo. ¿Y dónde está mi buen amigo William?
—Está a la cabeza de las tropas.
—¿Estabais vos con él?
—Sí, milord.
—¿Están muy lejos de aquí los piratas?
—A una decena de millas.
—¿No os ha dado ningún otro encargo?
—Me ha rogado que os diga que abandonéis enseguida la quinta y que os lleve sin tardanza a Victoria.
—¿Por qué?
—Vos sabéis, milord, qué clase de hombre es el Tigre de Malasia. Tiene con él ochenta hombres, ochenta cachorros, y podría vencer a nuestras tropas, atravesar en un relámpago los bosques y lanzarse sobre la quinta. El lord lo miró en silencio, como si hubiera sido golpeado por aquel razonamiento, y luego dijo como hablando consigo mismo:
—En efecto, eso podría suceder. Bajo los fuertes y las naves de Victoria me sentiría más seguro que aquí. Ese querido William tiene razón, tanto más cuanto que el camino está libre por el momento. ¡Ah, mi señora sobrina, yo os arrancaré esa pasión que tenéis por ese héroe de horca! ¡Aunque tuviera que despedazaros como una caña, me obedeceréis y os casaréis con el hombre que os he destinado!
Yáñez llevó involuntariamente la mano a la empuñadura del sable, pero se contuvo, comprendiendo que la muerte del feroz viejo no habría conducido a nada, con tantos soldados como se encontraban en la quinta.
—Milord —dijo en cambio—, ¿me permitís visitar a mi futura prima?
—¿Tenéis algo que decirle de parte de William?
—Sí, milord.
—Va a recibiros mal.
—No me importa, milord —respondió Yáñez, sonriendo—. Yo le comunicaré lo que me dijo William, y luego volveré rápidamente aquí.
El viejo capitán apretó un botón. Un criado entró enseguida.
—Llevad a este señor hasta milady —dijo el lord.
—Gracias —respondió Yáñez.
—Tratad de convencerla y después volved aquí, que vamos a cenar juntos.
Yáñez se inclinó y siguió al criado, que lo introdujo en un saloncito tapizado de azul y adornado con un gran número de plantas que esparcían a su alrededor deliciosos perfumes.
El portugués dejó que saliese el criado, luego se adentró lentamente, y, a través de las plantas que transformaban aquel saloncito en un invernadero, descubrió una forma humana, cubierta por una vestidura blanca.
A pesar de que estaba preparado para cualquier sorpresa, no pudo reprimir un grito de admiración ante aquella espléndida jovencita.
Estaba echada, en una delicada postura, con un abandono lleno de melancolía, sobre una otomana oriental, de cuya sedosa tela brotaban destellos de oro. Con una mano sostenía su cabecita, de la que caían como una lluvia de oro aquellos espléndidos cabellos que eran la admiración de todos, y con la otra estrujaba nerviosamente las flores que tenía a su lado. Estaba sombría, pálida, y sus ojos azules, ordinariamente tan tranquilos, despedían relámpagos, que traicionaban su mal reprimida cólera.
Al ver a Yáñez acercarse, se sobresaltó y se pasó varias veces la mano por la frente, como si se despertase de un sueño, y clavó en él una penetrante mirada.
—¿Quién sois vos? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Quién os ha dado permiso para entrar aquí?
—El lord, milady —respondió Yáñez, devorando con los ojos a aquella criatura que encontraba inmensa mente bella, mucho más de cuanto la había descrito Sandokán.
—¿Y qué queréis de mí?
—Una pregunta ante todo —dijo Yáñez, mirando a su alrededor para cerciorarse de que estaban solos.
—Hablad.
—¿Creéis que alguien puede oírnos?
Ella frunció la frente y lo miró fijamente, como si quisiera leer en su corazón y adivinar el motivo de aquella pregunta.
—Estamos solos —respondió luego.
—Pues bien, milady, yo vengo de muy lejos…
—¿De dónde?
—¡De Mompracem!
Marianna se puso en pie como empujada por un muelle y su palidez desapareció como por ensalmo.
—¡De Mompracem! —exclamó, ruborizándose—. ¡Vos…, un blanco…, un inglés!…
—Os equivocáis, lady Marianna; yo no soy inglés: ¡yo soy Yáñez!
—¡Yáñez, el amigo, el hermano de Sandokán! ¡Ah, señor, qué temeridad entrar en esta quinta! Decidme, ¿dónde está Sandokán? ¿Qué hace? ¿Se ha salvado o está herido? Habladme de él o me haréis morir.
—Bajad la voz milady, las paredes pueden tener oídos.
—Habladme de él, valeroso amigo, habladme de mi Sandokán.
—Está vivo todavía, más vivo que antes, milady. Conseguimos escapar a la persecución de los soldados sin demasiado esfuerzo y sin recibir ninguna herida. Sandokán se encuentra ahora emboscado en el sendero que lleva a Victoria, dispuesto a raptaros.
—¡Ah, Dios mío, cuánto os agradezco que lo hayáis protegido! —exclamó la jovencita con lágrimas en los ojos.
—Escuchadme ahora, milady.
—Hablad, mi valiente amigo.
—He venido aquí para convencer al lord de que abandone la quinta y se retire a Victoria.
—¡A Victoria! Pero, cuando hayamos llegado allí, ¿cómo me raptaréis?
—Sandokán no esperará tanto, milady —dijo Yáñez sonriendo—. Está emboscado con sus hombres, atacará la escolta y os raptará apenas salgáis de la quinta.
—¿Y mi tío?
—Lo trataremos bien, os lo aseguro.
—¿Y me raptaréis?
—Sí, milady.
—¿Y dónde me llevará Sandokán?
—A su isla.
Marianna inclinó la cabeza sobre el pecho y calló.
—Milady —dijo Yáñez con voz grave—. No temáis: Sandokán es uno de esos hombres que saben hacer feliz a la mujer que aman. Fue un hombre terrible, incluso cruel, pero el amor lo ha cambiado, y os juro, señorita, que jamás os arrepentiréis de haberos convertido en la esposa del Tigre de Malasia.
—Os creo —respondió Marianna—. ¿Qué importa que su pasado fuera terrible, que haya inmolado víctimas a centenares, que haya cometido venganzas atroces? Él me adora, él hará por mí todo lo que yo le diga, yo haré de él otro hombre. Yo abandonaré mi isla, él abandonará su Mompracem, nos iremos lejos de estos mares funestos, tan lejos que no volvamos a oír hablar de ellos. En un rincón del mundo, olvidados de todos, pero felices, viviremos juntos y nadie sabrá jamás que el marido de la Perla de Labuán es el antiguo Tigre de Malasia, el hombre de las legendarias empresas, el hombre que hizo temblar a los reinos y que derramó tanta sangre. ¡Sí, yo seré su esposa, hoy, mañana, siempre, y siempre lo amaré!
—¡Ah, divina lady! —Exclamó Yáñez, cayendo de rodillas a sus pies—. Decidme qué puedo hacer por vos, por liberaros y conduciros a Sandokán, mi buen amigo, mi buen hermano.
—Ya habéis hecho demasiado viniendo aquí y os estaré agradecida hasta la muerte.
—Eso no basta; hay que convencer al lord de que se retire a Victoria, para dar a Sandokán ocasión de actuar.
—Pero si hablo yo, mi tío, que se ha vuelto extremadamente suspicaz, temerá cualquier traición y no abandonará la quinta.
—Tenéis razón, adorable milady. Pero creo que ya ha decidido dejar la quinta y retirarse a Victoria. Si tiene alguna duda, yo trataré de disipársela.
—Estad en guardia, señor Yáñez, porque es bastante desconfiado y podría sospechar algo. Sois blanco, es cierto, pero ese hombre quizá sepa que Sandokán tiene un amigo de piel pálida.
—Seré prudente.
—¿Os espera el lord?
—Sí, milady, me ha invitado a cenar.
—Andad, no sea que sospeche.
—¿Y vendréis vos?
—Sí, más tarde volveremos a vernos.
—Adiós, milady —dijo Yáñez, besándole caballerosamente la mano.
—Andad, noble corazón; no os olvidaré jamás.
El portugués salió como embriagado, deslumbrado por aquella espléndida criatura.
—¡Por Júpiter! —Exclamó, dirigiéndose hacia el gabinete del lord—. Jamás he visto una mujer tan bella, y realmente empiezo a envidiar a ese granuja de Sandokán.
El lord le esperaba paseando de un lado a otro, con la frente fruncida y los brazos estrechamente cruzados.
—Y bien, joven, ¿qué tal os ha acogido mi sobrina? —preguntó con voz dura e irónica.
—Parece que no le gusta oír hablar de mi primo William —respondió Yáñez—. Poco faltó para echarme fuera.
El lord sacudió la cabeza y sus arrugas se hicieron más profundas.
—¡Siempre igual! ¡Siempre igual! —murmuró con los dientes apretados.
Se puso a pasear de nuevo, encerrado en un silencio feroz, agitando nerviosamente los dedos, y luego, deteniéndose delante de Yáñez, que lo miraba sin hacer un gesto, le preguntó:
—¿Qué me aconsejáis hacer?
—Ya os he dicho, milord, que lo mejor que puede hacerse es ir a Victoria.
—Es verdad. ¿Creéis vos que mi sobrina podrá amar un día a William? —le preguntó.
—Eso espero, milord, pero antes es preciso que muera el Tigre de Malasia —respondió Yáñez.
—¿Conseguirán matarlo?
—La banda está cercada por nuestras tropas y las manda William.
—Si es verdad, lo matará o se dejará matar por Sandokán. Conozco a ese joven: es diestro y valeroso. Calló otra vez y se asomó al balcón, mirando el sol que caía lentamente. Volvió a los pocos minutos, diciendo:
—¿Entonces vos me aconsejáis partir?
—Sí, milord —respondió Yáñez—. Aprovechad esta buena ocasión para abandonar la quinta y refugiaros en Victoria.
—¿Y si Sandokán hubiera dejado emboscados algunos hombres en los alrededores del jardín? Me han dicho que estaba con él ese hombre blanco que se llama Yáñez, un hombre tan audaz que quizá no cede ni al Tigre de Malasia.
«Gracias por el cumplido», murmuró Yáñez en su corazón, haciendo un esfuerzo supremo para contener la risa.
Luego, mirando al lord, dijo:
—Milord, tenéis una escolta suficiente para rechazar un ataque.
—Antes era numerosa, pero ahora no lo es. He tenido que devolver al gobernador de Victoria muchos hombres, porque tenía urgente necesidad de ellos. Vos sabéis que la guarnición de la isla es muy escasa.
—Eso es verdad, milord.
El viejo capitán se había puesto a pasear con cierta agitación. Parecía atormentado por un grave pensamiento o por una profunda perplejidad.
De pronto, se acercó bruscamente a Yáñez, preguntándole:
—No os habéis encontrado con nadie al venir aquí, ¿verdad?
—Con nadie, milord.
—¿No habéis notado nada sospechoso?
—No, milord.
—Entonces, ¿se podría intentar la retirada?
—Yo creo que sí.
—Pues yo lo dudo.
—¿Qué dudáis, milord?
—Que todos los piratas se hayan ido.
—Milord, yo no tengo miedo de esos granujas. ¿Queréis que dé una vuelta por estos alrededores?
—Os lo agradecería. ¿Queréis una escolta?
—No, milord. Prefiero ir yo solo. Un hombre puede pasar por medio de los bosques sin llamar la atención de los enemigos, mientras que más hombres difícilmente podrían escapar a la vigilancia de un centinela.
—Tenéis razón, joven. ¿Cuándo saldréis?
—Enseguida. En un par de horas se puede hacer mucho camino.
—El sol está a punto de ponerse.
—Mejor así, milord.
—¿No tenéis miedo?
—Cuando voy armado no temo a nadie.
—Buena sangre la de los Rosenthal —murmuró el lord—. Andad, joven; os espero a cenar.
—¡Ah, milord! ¡Un soldado!…
—¿No sois acaso un caballero? Y dentro de poco podemos llegar a ser parientes.
—Gracias, milord —dijo Yáñez—. Dentro de un par de horas estaré de vuelta. Saludó militarmente, se puso el sable bajo el brazo y bajó flemáticamente la escalera, adentrándose en el jardín.
«Vamos a buscar a Sandokán» —murmuró, cuando se hubo alejado—. ¡Diantre! ¡Hay que tener contento al lord! ¡Ya verás, amigo mío, qué exploración voy a hacer! Puedes estar seguro desde ahora de que no voy a encontrar ni rastro de piratas. ¡Por Júpiter! ¡Qué magnífica trampa! No creí que iba a tener tan soberbios resultados. La cosa no será tan inocente, pero ese tunante de mi hermano se casará con la muchacha de los cabellos de oro. ¡Por Baco!
«¡No tiene ni una pizca de mal gusto el amigo! Jamás he visto una muchacha tan bonita y tan delicada. Pero, después, ¿qué sucederá? Pobre Mompracem, te veo en peligro. En fin, no pensemos en eso. Si todo tiene que acabar mal, iré a terminar mi vida a alguna ciudad de Extremo Oriente, a Cantón o a Macao, y me despediré de estos lugares».
Hablando así consigo mismo, el bravo portugués había atravesado una parte del extenso jardín, deteniéndose delante de una de las barreras.
—Abridme, amigo —dijo Yáñez.
—¿Os marcháis, sargento?
—No, voy a explorar los alrededores.
—¿Y los piratas?
—Ya no hay ninguno por estos lugares.
—¿Queréis que os acompañe, sargento?
—Es inútil. Estaré de vuelta dentro de un par de horas.
Salió de la verja y se encaminó por el sendero que conducía a Victoria. Mientras estuvo bajo las miradas del centinela procedía lentamente, pero apenas se vio protegido por la vegetación apresuró el paso, metiéndose por medio de los árboles.
Había recorrido doscientos o trescientos metros, cuando vio un hombre lanzarse fuera de un arbusto y cerrarle el paso. Enseguida le apuntó un fusil, mientras una voz amenazante le gritaba:
—¡Rendíos o sois muerto!
—¿Así que ya no se me reconoce? —Dijo Yáñez, quitándose el sombrero—. No tienes buena vista, querido Paranoa.
—¡El señor Yáñez! —exclamó el malayo.
—En carne y hueso, amigo mío. ¿Qué haces aquí tan cerca de la quinta de lord Guillonk?
—Espiaba la cerca.
—¿Dónde está Sandokán?
—A una milla de aquí. ¿Tenemos buenas noticias, señor Yáñez?
—No podrían ser mejores.
—¿Qué debo hacer, señor?
—Correr donde Sandokán y decirle que le espero aquí. Al mismo tiempo, transmite a Juioko la orden de que prepare el prao.
—¿Nos vamos?
—Quizá esta misma noche.
—Voy enseguida.
—Un momento: ¿han llegado los dos praos?
—No, señor Yáñez, y ya empezamos a temer que se hayan perdido.
—¡Por Júpiter tonante! Tenemos poca suerte en nuestras expediciones. ¡Bah! Tendremos hombres suficientes para abatir la escolta del lord. Vete, Paranoa, y date prisa.
—Desafío a un caballo.
El pirata partió con la velocidad de una flecha. Yáñez encendió un cigarrillo y luego se tendió bajo una soberbia areca, fumando tranquilamente. No habían transcurrido veinte minutos, cuando vio avanzar a Sandokán. Venía acompañado de Paranoa y de otros cuatro piratas armados hasta los dientes.
—¡Yáñez, amigo mío! —Exclamó Sandokán, precipitándose a su encuentro—. ¡Cuánto he temido por ti!… ¿La has visto? ¡Háblame de ella, hermano mío!… ¡Cuéntame!… ¡Ardo de curiosidad!
—Corres como un crucero —dijo el portugués, riendo—. Como ves, he cumplido mi misión de verdadero inglés, e incluso de un verdadero pariente del bribón del baronet. ¡Qué acogimiento, amigo mío! Nadie ha dudado un solo instante de mí.
—¿Ni siquiera el lord?
—¡Oh!… ¡Él menos que nadie! Bástate saber que me aguarda para cenar.
—¿Y Marianna?
—La he visto, y la he encontrado tan hermosa que he tenido que volver la cabeza. Cuando después la he visto llorar…
—¡La has visto llorar!… —gritó Sandokán con un tono que tenía algo de desgarrador—. ¡Dime quién ha sido el que la ha hecho derramar lágrimas! ¡Dímelo, e iré a arrancar el corazón al maldito que ha hecho llorar a esos bellos ojos!
—¿Te has vuelto hidrófobo, Sandokán?… Lloraba por ti.
—¡Ah, sublime criatura! —Exclamó el pirata—. Cuéntamelo todo, Yáñez, te lo ruego.
El portugués no se lo hizo repetir y le contó primero lo que había sucedido entre él y el lord y a continuación su conversación con la muchacha.
—El viejo parece decidido a partir —concluyó—, así que ahora puedes estar seguro de que no volverás solo a Mompracem. Pero sé prudente, hermano, porque hay bastantes soldados en el jardín y tendremos que luchar bien para reducir la escolta. Y además, no me fío mucho de ese viejo. Sería capaz de matar a su sobrina antes que dejársela arrebatar por ti.
—¿Volverás a verla esta noche?
—Desde luego.
—¡Ah!… ¡Si pudiera entrar yo también en la quinta!…
—¡Qué locura!
—¿Cuándo se pondrá en marcha el lord?
—No lo sé todavía, pero creo que esta noche tomará una decisión.
—¿Va a salir esta misma noche?
—Lo supongo.
—¿Cómo poder saberlo con certeza?
—No hay más que un medio.
—¿Cuál?
—Manda a uno de nuestros hombres al quiosco chino o al invernadero y que aguarde allí mis órdenes.
—¿Hay centinelas diseminados por el jardín?
—No los he visto más que en las verjas —respondió Yáñez.
—¿Y si fuese yo al invernadero?
—No, Sandokán. Tú no debes abandonar este sendero. El lord podría precipitar la marcha, y tu presencia es necesaria aquí para guiar a nuestros hombres. Bien sabes que vales por diez.
—Mandaré a Paranoa. Es hábil, es prudente y llegará al invernadero sin que lo descubran. Apenas se haya puesto el sol, saltará la cerca e irá a esperar tus órdenes.
Se quedó un momento silencioso y luego dijo:
—¿Y si el lord cambiase de opinión y se quedase en la quinta?
—¡Diablo! ¡Sería un feo asunto!
—¿No podrías abrirnos tú la puerta a medianoche y dejarnos entrar en la quinta? ¿Y por qué no?… Me parece un proyecto factible.
—Y a mí me parece difícil, Sandokán. La guarnición es numerosa, podrían atrincherarse en las habitaciones y oponer una larga resistencia. Y además el lord, si se viera perdido, podría dejarse llevar de la ira y disparar su pistola contra la muchacha. No te fíes de ese hombre, Sandokán.
—Es verdad —dijo el Tigre con un suspiro—. ¡Lord James sería capaz de asesinar a la muchacha, antes que dejársela arrebatar por mí!
—¿Esperarás?
—Sí, Yáñez. Pero si no se decide a marchar pronto, intentaré un golpe desesperado. No podemos quedarnos mucho tiempo aquí. Es preciso que rapte a la muchacha antes que en Victoria se sepa que estamos aquí y que en Mompracem hay pocos hombres. Temo por mi isla. Si la perdiéramos, ¿qué sería de nosotros?… Están allí nuestros tesoros.
—Intentaré convencer al lord de que apresure la marcha. Entretanto, manda armar el prao y reunir aquí a toda la tripulación. Hay que romper la escolta de improviso, para impedir que el lord se deje arrastrar a cualquier acto desesperado.
—¿Hay muchos soldados en la quinta?
—Una docena y otros tantos indígenas.
—Entonces la victoria está asegurada. Yáñez se levantó.
—¿Vuelves? —le preguntó Sandokán.
—No se debe hacer esperar a un capitán que invita a cenar a un sargento —respondió el portugués, sonriendo.
—¡Cuánto te envidio, Yáñez!
—Y no por la cena, ¿eh, Sandokán? Mañana verás a la joven.
—Eso espero —respondió el Tigre con un suspiro—. Adiós, amigo, vete y convéncelo.
—Dentro de dos o tres horas veré a Paranoa.
—Te esperará hasta medianoche.
Se estrecharon la mano y se separaron.
Mientras Sandokán y sus hombres se lanzaban en medio de la espesura, Yáñez encendió un cigarrillo y se encaminó hacia el jardín, avanzando con paso tranquilo, como si en vez de una exploración volviese de un paseo.
Pasó delante del centinela y se puso a pasear por el jardín, pues todavía era demasiado pronto para presentarse al lord.
A la vuelta de un sendero se encontró con lady Marianna, que parecía estar buscándolo.
—¡Ah, milady, qué suerte! —exclamó el portugués, inclinándose.
—Os buscaba —respondió la joven, ofreciéndole la mano.
—¿Tenéis que decirme alguna cosa importante?
—Sí, que dentro de cinco horas salimos para Victoria.
—¿Os lo ha dicho el lord?
—Sí.
—Sandokán está preparado, milady: los piratas han sido advertidos y aguardan a la escolta.
—¡Dios mío! —murmuró ella, cubriéndose el rostro con las manos.
—Milady, en estos momentos hay que ser fuertes y resueltos.
—Y mi tío… me aborrecerá y me maldecirá.
—Pero Sandokán os hará feliz, la más feliz de las mujeres.
Dos lágrimas descendían lentamente por las rosadas mejillas de la jovencita.
—¿Lloráis? —dijo Yáñez—. ¡Ah, no lloréis, lady Marianna!
—Tengo miedo, Yáñez.
—¿De Sandokán?
—No, del futuro.
—Será alegre, porque Sandokán hará lo que vos queráis. Él está dispuesto a incendiar sus praos, a dispersar sus bandas, a olvidar sus venganzas, a dar un adiós para siempre a su isla y a derribar su poderío. Bastará una sola palabra vuestra para decidirlo.
—Entonces, ¿me ama tan inmensamente?
—Con locura, milady.
—¿Pero quién es ese hombre? ¿Por qué tanta sangre y tantas venganzas? ¿De dónde ha venido?
—Escuchadme, milady —dijo Yáñez, ofreciéndole el brazo y llevándola por un sendero en sombra—. La mayor parte cree que Sandokán no es más que un vulgar pirata, venido de las selvas de Borneo, ávido de sangre y de presas, pero se equivocan: él es de estirpe real y no es un pirata, sino un vengador. Tenía veinte años cuando subió al trono de Muluder, un reino situado junto a las costas septentrionales de Borneo. Fuerte como un león, fiero como un héroe de la antigüedad, audaz como un tigre, valiente hasta la locura, poco tiempo después había vencido a todos los pueblos vecinos, extendiendo las propias fronteras hasta el reino de Varauni y el río Koti. Aquellas hazañas fueron fatales para él. Ingleses y holandeses, celosos de aquella nueva potencia que parecía querer subyugar a la isla entera, se aliaron con el sultán de Borneo para aplastar al audaz guerrero. Primero el oro, y las armas más tarde, acabaron por destrozar el nuevo reino. Unos traidores sublevaron a varios pueblos; sicarios mercenarios asesinaron a la madre y a los hermanos de Sandokán; bandas poderosas invadieron el reino en varios lugares, corrompiendo a los jefes, corrompiendo a las tropas, saqueando, descuartizando y cometiendo atrocidades inauditas. En vano Sandokán luchó con el furor de la desesperación, abatiendo a los unos y aplastando a los otros. Las traiciones llegaron a su mismo palacio, sus familiares cayeron todos bajo el hierro de los asesinos pagados por los blancos, y él, en una noche de fuego y de estragos, pudo a duras penas salvarse con una pequeña cuadrilla de valientes. Anduvo errante durante varios años por las costas septentrionales de Borneo, unas veces perseguido como una fiera feroz, otras sin víveres, presa de miserias inenarrables, esperando reconquistar su trono perdido y vengar a su familia asesinada, hasta que una noche, desesperado ya de todo y de todos, se embarcó en un prao, jurando guerra atroz a toda la raza blanca y al sultán de Varauni. Desembarcó en Mompracem, consolidó a sus hombres y se dedicó a piratear por el mar. Era fuerte, valiente, intrépido y sediento de venganza. Devastó las costas del sultán, atacó barcos holandeses e ingleses, no dando tregua ni cuartel. Se convirtió en el terror de los mares, se convirtió en el terrible Tigre de Malasia. Vos ya sabéis el resto.
—¡Entonces es un vengador de su familia! —exclamó Marianna, dejando de llorar.
—Sí, milady, un vengador que llora a menudo a su madre y a sus hermanos y hermanas caídos bajo el hierro de los asesinos; un vengador que jamás cometió acciones infames, que respetó en todo tiempo a los débiles, que trató bien a las mujeres y a los niños, que saquea a sus enemigos no por sed de riqueza, sino para levantar un día un ejército de valientes y reconquistar el reino perdido.
—¡Ah, cuánto bien me han hecho estas palabras, Yáñez! —dijo la joven.
—¿Estáis decidida ahora a seguir al Tigre de Malasia?
—Sí, soy suya porque lo amo, hasta el punto de que sin él la vida sería para mí un martirio.
—Volvamos entonces a casa, milady. Dios velará por nosotros.
Dos lágrimas descendían lentamente por las rosadas mejillas de la jovencita.
Yáñez condujo a la joven a casa y subieron al comedor. El lord ya estaba allí y se paseaba de un lado a otro con la rigidez de un verdadero inglés nacido en las orillas del Támesis. Estaba sombrío como antes y tenía la cabeza inclinada sobre el pecho.
Al ver a Yáñez se detuvo, diciendo:
—¿Estáis aquí? Temía que os hubiera ocurrido alguna desgracia fuera del jardín.
—He querido asegurarme con mis propios ojos de que no hay ningún peligro, milord —respondió Yáñez tranquilamente.
—¿No habéis visto a ninguno de esos perros de Mompracem?
—Ninguno, milord; podemos ir a Victoria con toda seguridad.
El lord se quedó callado durante unos instantes; luego, volviéndose hacia Marianna, que se había quedado junto a una ventana:
—¿Habéis oído que nos vamos a Victoria? —le dijo.
—Sí —respondió ella secamente.
—¿Vendréis?
—Sabéis perfectamente que toda resistencia por mi parte sería inútil.
—Creí que tendría que arrastraros a la fuerza.
—¡Señor!
El portugués vio brillar una llama amenazante en los ojos de la joven, pero siguió en silencio, aunque sentía un deseo irresistible de dar un sablazo a aquel viejo.
—¡Bah! —Exclamó el lord con mayor ironía—. ¿Acaso ya no amáis a ese héroe de cuchillo, pues consentís en venir a Victoria? ¡Recibid mis parabienes, señora!
—¡No sigáis! —exclamó la joven con un tono que hizo temblar al mismo lord. Estuvieron algunos instantes en silencio, mirándose el uno al otro como dos fieras que se provocan antes de destrozarse mutuamente.
—O cedes o te despedazaré —dijo el lord con voz furibunda—. Antes que te conviertas en la mujer de ese perro que se llama Sandokán, te mataré.
—Hacedlo —dijo ella, acercándose con aire amenazador.
—¿Quieres hacerme una escena? Sería inútil. Sabes perfectamente que soy inflexible. Vete a hacer tus preparativos para la marcha.
La joven se había detenido. Intercambió con Yáñez una rápida mirada y luego salió de la habitación, cerrando violentamente la puerta.
—Ya la habéis visto —dijo el lord, volviéndose hacia Yáñez—. Cree poder desafiarme, pero se equivoca. ¡Vive Dios que la despedazaré!
Yáñez, en vez de responder, se secó unas gotas de sudor frío que le perlaban la frente y cruzó los brazos para no ceder a la tentación de echar mano al sable. Habría dado la mitad de su sangre por deshacerse de aquel terrible viejo, al que ahora sabía capaz de todo.
El lord paseó por la habitación durante unos minutos, y después indicó a Yáñez que se sentara a la mesa.
La cena transcurrió en silencio. El lord apenas tocó la comida; en cambio el portugués hizo mucho honor a los diversos platos, como hombre que no sabe cuándo podrá volver a comer.
Apenas habían terminado, cuando entró un cabo.
—¿Me ha mandado llamar vuestra excelencia? —preguntó.
—Di a los soldados que estén preparados para la marcha.
—¿A qué hora?
—Saldremos de la quinta a medianoche.
—¿A caballo?
—Sí, y asegúrate de que todos cambian la carga a los fusiles.
—Su excelencia será servido.
—¿Iremos todos, milord? —preguntó Yáñez.
—No dejaré aquí más que cuatro hombres.
—¿Es numerosa la escolta?
—Se compondrá de doce soldados de plena confianza y de diez indígenas.
—Con tales fuerzas no tenemos nada que temer.
—Vos no conocéis a los piratas de Mompracem, joven. Sí nos encontrásemos con ellos, no sé de quién sería la victoria.
—¿Me permitís, milord, bajar al jardín?
—¿Qué vais a hacer?
—Vigilar los preparativos de los soldados.
—Andad, joven.
El portugués salió y bajó rápidamente la escalera, murmurando: «Espero llegar a tiempo para avisar a Paranoa. Sandokán va a preparar una bonita emboscada».
Pasó delante de los soldados sin detenerse y, orientándose lo mejor que pudo, tomó una senda que debía conducirlo a las inmediaciones del invernadero. Cinco minutos después se encontraba en medio del bosquecillo de plátanos, allí donde había hecho prisionero al soldado inglés.
Miró a su alrededor para asegurarse de que no había sido seguido, luego se acercó al invernadero y empujó la puerta.
De pronto vio una sombra negra enderezarse ante él, mientras una mano le apuntaba al pecho con una pistola.
—Soy yo, Paranoa —dijo.
—¡Ah! Vos, patrón Yáñez.
—Vete enseguida, sin parar, y avisa a Sandokán que dentro de unas horas abandonaremos la quinta.
—¿Dónde tenemos que esperaros?
—En el sendero que conduce a Victoria.
—¿Seréis muchos?
—Unos veinte.
—Voy enseguida. Hasta la vista, señor Yáñez.
El malayo se lanzó al sendero, desapareciendo en medio de la oscura sombra de las plantas.
Cuando Yáñez regresó a la casa, el lord bajaba la escalera. Se había ceñido el sable y llevaba una carabina en bandolera.
La escolta estaba lista para partir. Se componía de veintidós hombres, doce blancos y diez indígenas, todos armados hasta los dientes.
Un grupo de caballos piafaba junto a la verja del jardín.
—¿Dónde está mi sobrina? —preguntó el lord.
—Ahí está —respondió el sargento que mandaba la escolta.
En efecto, lady Marianna bajaba en aquel momento la escalinata.
Iba vestida de amazona, con una chaquetilla de terciopelo azul y un largo vestido del mismo tejido, traje y color que hacían resaltar doblemente su palidez y la belleza de su rostro. En la cabeza llevaba un elegante gorro adornado de plumas, inclinado sobre sus dorados cabellos.
El portugués, que la observaba atentamente, vio temblar dos lágrimas bajo sus párpados y una viva ansiedad profundamente pintada en su rostro.
Ya no era la enérgica muchacha, de unas horas antes, que había hablado con tanto fuego y tanta ferocidad. La idea de un rapto en aquellas condiciones, la idea de tener que abandonar para siempre a su tío, el único familiar que le quedaba, que no la quería, era cierto, pero que había tenido con ella tantas atenciones en su juventud, la idea de tener que abandonar para siempre aquellos lugares para arrojarse a un porvenir oscuro, incierto, en los brazos de un hombre que se llamaba el Tigre de Malasia, parecía aterrarla.
Cuando subió al caballo, no pudo reprimir las lágrimas, que le cayeron abundantemente, y algunos sollozos le levantaron el seno.
Yáñez dirigió su caballo hacia el de ella y le dijo:
—Ánimo, milady; el porvenir será risueño para la Perla de Labuán.
A una orden del lord el grupo se puso en marcha, saliendo del jardín y tomando el sendero que conducía a la emboscada.
Seis soldados abrían la marcha con las carabinas en la mano y los ojos fijos en los lados del sendero, para no ser sorprendidos; seguían el lord, después Yáñez y la joven lady, flanqueados por otros cuatro soldados, y tras los otros, en grupo cerrado, con las armas apoyadas delante de la silla.
A pesar de las noticias traídas por Yáñez, todos desconfiaban y escudriñaban con profunda atención las selvas circundantes. El lord parecía no preocuparse de ello, pero de cuando en cuando se volvía lanzando a Marianna una mirada en la que se leía una grave amenaza. Se comprendía que aquel hombre estaba dispuesto a matar a su sobrina a la primera tentativa por parte de los piratas del Tigre.
Afortunadamente Yáñez, que no lo perdía de vista, se había dado cuenta de sus siniestras intenciones y estaba preparado para proteger a la adorable muchacha.
Habían recorrido, en el más profundo silencio, cerca de dos kilómetros, cuando a la derecha del sendero se oyó de improviso un ligero silbido.
Yáñez, que ya estaba esperando el ataque de un momento a otro, desenvainó el sable y se colocó entre el lord y lady Marianna.
—¿Qué hacéis? —preguntó el lord, que se había vuelto bruscamente.
—¿No habéis oído? —preguntó Yáñez.
—¿Un silbido?
—Sí.
—¿Y qué?
—Eso quiere decir, milord, que estamos cercados por mis amigos —dijo Yáñez fríamente.
—¡Ah, traidor! —aulló el lord, sacando su sable y lanzándose contra el portugués.
—¡Demasiado tarde, señor! —gritó este, arrojándose delante de Marianna.
En efecto, en aquel mismo momento dos descargas mortíferas salieron de los dos lados del sendero, arrojando a tierra a cuatro hombres y siete caballos; luego treinta hombres, treinta cachorros de Mompracem, se precipitaron fuera del bosque, dando gritos indescriptibles y cargando furiosamente contra el grupo. Sandokán, que los guiaba, se dirigió en medio de los caballos; detrás de los cuales se habían reunido rápidamente los hombres de la escolta, y abatió de un gran cimitarrazo al primer hombre que se le puso por delante.
El lord lanzó un verdadero rugido. Con una pisto la en la izquierda y el sable en la derecha se dirigió hacia Marianna, que se había agarrado a las crines de su cabalgadura. Pero Yáñez había saltado ya a tierra. Cogió a la joven, la levantó de la silla y, estrechándola contra su pecho con sus robustos brazos, intentó pasar entre los soldados y los indígenas, que se defendían con el furor que infunde la desesperación, atrincherados detrás de sus caballos.
—¡Paso! ¡Paso! —gritó, intentando dominar con su voz el estruendo de la mosquetería y el chocar furioso de las armas.
Pero ninguno se preocupaba de él, a excepción del lord, que se preparaba para atacarlo. Para mayor desgracia, o quizá por suerte, la joven se había desvanecido entre sus brazos.
La depositó detrás de un caballo muerto, mientras el lord, pálido de furor, hacía fuego contra él.
De un salto Yáñez evitó la bala, y después, esgrimiendo el sable, gritó:
—Aguarda un poco, viejo lobo de mar, que te voy a hacer probar la punta de mi acero.
—¡Te mataré, traidor! —respondió el lord.
Se lanzaron el uno contra el otro, Yáñez resuelto a sacrificarse para salvar a la joven, y lord Guillonk decidido a todo para arrancársela al Tigre de Malasia. Mientras intercambiaban tremendas cuchilladas con encarnizamiento sin igual, ingleses y piratas combatían con igual furor, intentando rechazarse mutuamente.
Los primeros, reducidos a un puñado de hombres, pero fuertemente atrincherados detrás de los caballos que habían caído, se defendían animosamente, ayudados por los indígenas, que meneaban ciegamente las manos, confundiendo sus gritos salvajes con los gritos tremendos de los cachorros. Daban tajos y cuchilladas, hacían voltear los fusiles utilizándolos como mazas, retrocedían o avanzaban, pero se mantenían firmes.
Sandokán, con la cimitarra en la mano, intentaba en vano derribar aquella muralla humana para ayudar al portugués, que se afanaba por rechazar los vertiginosos ataques del lobo de mar. Rugía como una fiera, hendía cabezas y destrozaba pechos, se metía como un loco entre las puntas de las bayonetas, arrastrando consigo a su terrible banda, que agitaba las hachas ensangrentadas y los pesados sables de abordaje.
La resistencia de los ingleses, sin embargo, ya no podía durar mucho. El Tigre, arrastrando otra vez a sus hombres al ataque, logró finalmente rechazar a los defensores, que se replegaron confusamente unos sobre otros.
—¡Resiste, Yáñez! —tronó Sandokán, descargando una tempestad de cimitarrazos contra el enemigo, que intentaba cerrarle el paso—. Aguanta, que voy a reunirme contigo.
Pero precisamente en aquel momento el sable del portugués se partió por la mitad. Se encontró desarmado, con la muchacha desvanecida todavía y el lord delante de él.
—¡Auxilio, Sandokán! —gritó.
Lord Guillonk se precipitó encima lanzando un grito de triunfo, pero Yáñez no se asustó. Se echó rápidamente a un lado evitando el sable y luego golpeó al lord con la cabeza, arrojándolo al suelo.
No obstante, cayeron ambos y empezaron a luchar, intentando estrangularse, rodando entre los muertos y los heridos.
—John —dijo el lord, viendo caer a un soldado pocos pasos con el rostro partido de una cuchillada ¡Mata a lady Marianna! ¡Te lo ordeno!
El soldado, haciendo un esfuerzo desesperado, se irguió sobre las rodillas con la daga en la mano, dispuesto a obedecer, pero no tuvo tiempo.
Los ingleses, oprimidos por el número, caían uno a uno bajo las hachas de los piratas y el Tigre estaba allí, a dos pasos.
De un empujón irresistible derribó a los hombres que aún quedaban en pie, saltó sobre el soldado que ya había alzado el arma y lo mató de un cimitarrazo.
—¡Mía, mía, mía! —exclamó el pirata, tomando a la joven y estrechándola contra su pecho.
Saltó fuera de aquella mezcolanza y huyó a la selva vecina, mientras sus hombres acababan con los últimos ingleses.
Lord Guillonk, arrojado por Yáñez contra el tronco de un árbol, se quedó solo y semidescalabrado en medio de los cadáveres que cubrían el sendero.