V. El prisionero

Después de haber atravesado el río, Yáñez condujo a Sandokán en medio de una frondosa arboleda, donde se encontraban emboscados veinte hombres, completamente armados y pertrechados cada uno con un saquito de víveres y una manta de lana.

Paranoa y su subjefe Ikaut estaban con ellos.

—¿Estáis aquí todos? —preguntó Yáñez.

—Todos —respondieron los veintidós hombres.

—Entonces, escúchame atentamente, Ikaut —replico el portugués—. Tú volverás a bordo y, si sucede algo, enviarás aquí un hombre, el cual encontrará un camarada siempre en espera de órdenes. Nosotros te transmitiremos nuestras órdenes, que deberás cumplir inmediatamente sin el más mínimo retraso. Procura ser prudente y no dejarte sorprender por los casacas rojas y no olvides que nosotros, aunque estemos lejos, en cualquier momento podemos ser informados o informarte de lo que pueda suceder.

—Contad conmigo, señor Yáñez.

—Ahora vuelve a bordo y vigila.

Mientras el subjefe montaba en el bote, Yáñez, colocándose a la cabeza del grupo, se ponía en camino, remontando la corriente del río.

—¿Adónde me llevas? —preguntó Sandokán, que no entendía nada.

—Espera un poco, hermanito mío. Dime antes de nada: ¿qué distancia puede haber desde el mar a la quinta de lord Guillonk?

—Cerca de dos millas en línea recta.

—Entonces tenemos hombres más que suficientes.

—¿Para qué?

—Un poco de paciencia, Sandokán.

Se orientó con una brújula que había cogido a bordo del prao y se metió bajo los grandes árboles, marchando rápidamente.

Después de haber recorrido unos cuatrocientos metros, se detuvo junto a un colosal alcanforero, que se erguía en medio de un espeso grupo de arbustos, y, volviéndose a uno de los marineros, le dijo:

—Tú situarás aquí tu puesto de guardia y no lo abandonarás, por ningún motivo, sin orden nuestra. El río no dista más que cuatrocientos metros, y por tanto puedes comunicarte fácilmente con el prao; a igual distancia, hacia el este, estará uno de tus camaradas. Cualquier orden que te transmitan del prao la comunicarás a tu compañero más próximo. ¿Me has comprendido?

—Sí, señor Yáñez.

—Adelante, pues.

Mientras el malayo se preparaba un pequeño cobertizo en la base del gran árbol, el grupo volvía a ponerse en marcha, dejando otro hombre a la distancia indicada.

—¿Comprendes ahora? —preguntó Yáñez a Sandokán.

—Sí —respondió este—, y admiro tu astucia. Con estos centinelas escalonados en la selva, podremos comunicarnos en pocos minutos con el prao, incluso desde los alrededores de la quinta de lord James.

—Sí, Sandokán, y advertir a Ikaut que arme rápidamente el prao para hacerse enseguida a la mar, o enviarnos socorro.

—¿Y nosotros dónde vamos a acampar?

—En el sendero que conduce a Victoria. Desde allí podremos ver quién se acerca a la quinta o quién sale de ella, y en pocos momentos podremos tomar nuestras medidas para impedir al lord que huya sin saberlo nosotros. Si quiere marcharse de allí, tendrá que contar primero con nuestros cachorros, y ya verás cómo la peor parte desde luego no la llevamos nosotros.

—¿Y si el lord no se decidiese a marcharse?

—¡Por Júpiter!… Entonces asaltamos la quinta o buscaremos cualquier otro medio para raptar a la muchacha.

—De todos modos, no llevemos las cosas a esos extremos, Yáñez. Lord James es capaz de matar a su sobrina antes que verla caer en mis manos.

—¡Por mil espingardas!

—Es un hombre decidido a todo, Yáñez.

—Entonces jugaremos con astucia.

—¿Tienes algún plan?

—Lo encontraremos, Sandokán. No me consolaría jamás si ese bribón tuviera que romper la cabeza a esa adorable joven.

—¿Y yo? Sería la muerte del Tigre de Malasia, porque no podría sobrevivir sin la muchacha de los cabellos de oro.

—Desgraciadamente lo sé —dijo Yáñez con un suspiro—. Esa mujer te ha embrujado.

—O, mejor, me ha condenado, Yáñez. ¿Quién habría dicho que un día yo, que no había sentido jamás latir mi corazón, que no sabía amar más que el mar, las batallas terribles, los estragos, sería domado por una muchacha, por una hija de esa raza a la que yo había jurado una guerra de exterminio? ¡Cuando pienso en estas cosas, siento hervir mi sangre, siento que mis fuerzas se rebelan y que mi corazón tiembla de furor! Y, sin embargo, no podré romper jamás la cadena que me ata, Yáñez; no podré jamás borrar de mi mente aquellos ojos azules que me han embrujado. En fin, no hablemos más de esto, y dejemos que se cumpla mi destino.

—Un destino que será fatal para la estrella de Mompracem, ¿no es cierto, Sandokán? —preguntó Yáñez.

—Quizá —respondió el Tigre de Malasia con voz sorda.

Habían llegado entonces a la orilla de una selva. Al otro lado se extendía una pequeña pradera cubierta de arbustos o de grupos de arecas o de gambir, cortada en su mitad por un ancho sendero, que parecía no obstante poco batido, pues la hierba había crecido nuevamente.

—¿Será este el camino que conduce a Victoria? —preguntó Yáñez a Sandokán.

—Sí —respondió este.

—La quinta de lord James no debe de estar lejos.

—Allá, detrás de aquellos árboles, descubro las empalizadas del jardín.

—Perfecto —dijo Yáñez.

Se volvió hacia Paranoa, que le había seguido con sus hombres, y le dijo:

—Ve a montar las tiendas a la orilla del bosque, en un lugar protegido por alguna frondosa espesura.

El pirata no se hizo repetir la orden. Después de haber encontrado un lugar a propósito, hizo desplegar la tienda, protegiéndola a su alrededor con una especie de cerca formada por ramas y hojas de plátano.

Allí debajo puso los víveres que habían transportado y que consistían en conservas, carne ahumada, bizcochos y algunas botellas de vino de España. Después lanzó a sus seis hombres a derecha e izquierda para batir el bosque, con el fin de asegurarse de que no se escondía por allí ningún espía.

Sandokán y Yáñez, después de haber llegado a doscientos metros de las empalizadas del jardín, volvieron hacia atrás y se tendieron bajo la tienda.

—¿Estás satisfecho del plan, Sandokán? —preguntó el portugués.

—Sí, hermano —respondió el Tigre de Malasia.

—No estamos más que a dos kilómetros del jardín, sobre el camino que conduce a Victoria. Si el lord quiere abandonar la quinta, se verá obligado a pasar a un tiro de fusil de nosotros. En menos de media hora podemos reunir veinte hombres, resueltos, decididos a todo, y en una hora podemos tener con nosotros a toda la tripulación del prao. Si se mueve, le caeremos todos encima.

—Sí, todos —dijo Sandokán—. Yo estoy dispuesto a todo, incluso a arrojar a mis hombres contra un regimiento entero.

—Entonces comamos algo, hermanito mío —dijo Yáñez, riendo—. Este viajecito matinal me ha abierto el apetito de un modo extraordinario.

Habían devorado ya la comida y estaban fumando unos cigarrillos y chupeteando una botella de whisky, cuando vieron entrar precipitadamente a Paranoa.

El bravo malayo tenía el rostro alterado y parecía presa de una viva agitación.

—¿Qué pasa? —preguntó Sandokán, levantándose rápidamente y alargando una mano hacia el fusil.

—Alguien se acerca, capitán —dijo Paranoa—. He oído el galope de un caballo.

—¿Será algún inglés que se dirige a Victoria?

—No, Tigre de Malasia; debe de venir de Victoria.

—¿Está lejos todavía? —preguntó Yáñez.

—Creo que sí.

—Ven, Sandokán.

Tomaron las carabinas y se lanzaron fuera de la tienda, mientras los hombres de la escolta se emboscaban en medio de los arbustos, montando precipitadamente los fusiles.

Sandokán se dirigió hacia el sendero y se arrodilló, apoyando una oreja contra el suelo. La superficie de la tierra transmitía claramente el galope apresurado de un caballo.

—Sí, un jinete se acerca —dijo, levantándose ágilmente.

—Te aconsejo que lo dejes pasar sin molestarlo —dijo Yáñez.

—¿Eso piensas? Lo haremos prisionero, amigo mío.

—¿Con qué objeto?

—Puede llevar a la quinta algún mensaje importante.

—Si lo atacamos se defenderá, disparará el mosquete, quizá también la pistola, y las detonaciones pueden ser oídas por los soldados de la quinta.

—Le haremos caer en nuestras manos sin darle tiempo a que eche mano a las armas.

—Es una cosa un poco difícil, Sandokán.

—Al contrario, es mucho más fácil de lo que crees.

—Explícate.

—El caballo viene a galope, y por tanto no podrá evitar un obstáculo. El jinete se verá arrojado de golpe y nosotros caeremos encima de él, impidiéndole reaccionar.

—¿Y qué obstáculo vas a preparar?

—Paranoa, ve a coger una soga y tráemela rápido.

—Comprendo —dijo Yáñez—. ¡Ah!… ¡Qué espléndida idea! ¡Sí, capturémoslo, Sandokán! ¡Por Júpiter, cómo lo utilizaremos!… ¡No había caído en ello!…

—¿Qué nueva idea se te ha ocurrido, Yáñez?

—Lo sabrás más tarde. ¡Ah, ah!… ¡Qué juego más bonito!

—¿Te ríes?

—Tengo motivos para reírme. ¡Ya verás, Sandokán, cómo jugaremos con el lord! ¡Paranoa, date prisa!

El malayo, ayudado por los dos hombres, había tendido una sólida soga a través del sendero, pero manteniéndola lo suficientemente baja como para que quedara oculta entre las altas hierbas que crecían en aquel lugar.

Hecho esto, fue a esconderse con el kriss en la mano, mientras sus compañeros se colocaban más adelante para impedir al jinete continuar la carrera, en caso de que escapase a la emboscada.

El galope se aproximaba rápidamente. Unos pocos segundos más y el jinete aparecería a la vuelta del sendero.

—¡Ahí está! —murmuró Sandokán, que se había emboscado junto a Yáñez.

Pocos instantes después un caballo, tras haber rebasado un boscaje, se lanzaba al sendero. Lo montaba un apuesto joven de veintidós o veinticuatro años, el cual vestía el uniforme de los cipayos indios. Parecía muy inquieto, porque espoleaba furiosamente al caballo, lanzando a su alrededor miradas suspicaces.

—Atento, Yáñez —murmuró Sandokán.

El caballo, fuertemente espoleado, se lanzó hacia adelante, galopando a la carrera hacia la soga. De pronto se le vio caer pesadamente al suelo, agitando enloquecido las patas.

Los piratas estaban allí. Aun antes de que el cipayo pudiera salir de debajo del caballo, Sandokán se le echó encima, quitándole el sable, mientras Juioko lo derribaba al suelo, colocándole sobre el pecho la punta del kriss.

—No opongas resistencia si estimas en algo la vida —le dijo Sandokán.

—¡Miserable! —exclamó el soldado, intentando defenderse.

Juioko, ayudado por otros piratas, lo ató bien y lo arrastró junto a un espeso boscaje, mientras Yáñez inspeccionaba el caballo, temiendo que se hubiera roto una pata en la caída.

—¡Por Baco! —exclamó el buen portugués, que parecía contentísimo—. Haré un bonito papel en la quinta. ¡Yáñez, sargento de los cipayos! He aquí una graduación que desde luego no me esperaba.

Ató el animal a un árbol y se acercó a Sandokán, que estaba registrando detenidamente al sargento.

—¿Nada? —preguntó.

—Ninguna carta —respondió Sandokán.

—Al menos hablará —dijo Yáñez, clavando los ojos en el sargento.

—No —respondió este.

—¡Cuidado! —le dijo Sandokán con un tono que hacía temblar—. ¿Adónde te dirigías?

—Estaba paseando.

—¡Habla!

—He hablado —respondió el sargento, ostentando una tranquilidad que no podía tener.

—¡Entonces espera!

El Tigre de Malasia se sacó de la cintura el kriss y lo dirigió a la garganta del soldado, diciéndole con un tono que no ponía en duda la amenaza:

—¡Habla o te mato!

—No —respondió el soldado.

El inglés emitió un grito de dolor: el kriss le había entrado en la carne y bebía sangre.

—Hablaré —agonizó el prisionero, que se había puesto pálido como un cadáver.

—¿Adónde ibas? —preguntó Sandokán.

—A casa de lord James Guillonk.

—¿Para qué?

El soldado vaciló, pero viendo al pirata aproximar de nuevo el kriss, prosiguió:

—Para llevarle una carta del baronet William Rosenthal.

Un relámpago de furor brilló en los ojos de Sandokán al oír aquel nombre.

—¡Dame esa carta! —exclamó con voz ronca.

—Está en mi casco, escondida bajo el forro. Yáñez recogió el sombrero del cipayo, arrancó el forro e hizo saltar fuera la carta, que abrió enseguida.

—¡Bah!… Cosas viejas —dijo, después de haberla leído.

—¿Qué escribe ese perro del baronet? —preguntó Sandokán.

—Advierte al lord de nuestro inminente desembarco en Labuán. Dice que un crucero ha visto a uno de nuestros barcos correr hacia estas costas y le aconseja que vigile atentamente.

—¿Nada más?

—¡Oh, sí! Envía mil respetuosos saludos a tu querida Marianna con un juramento de amor eterno.

—¡Que Dios condene a ese maldito! ¡Ay de él el día en que me lo encuentre en mi camino!

—Juioko —dijo el portugués, que parecía observar con profunda atención la caligrafía de la carta—. Manda un hombre al prao y que me traiga papel de carta, pluma y tintero.

—¿Para qué quieres todos esos objetos? —preguntó Sandokán con estupor.

—Son necesarios para mi proyecto.

—¿Pero de qué proyecto estás hablando?

—Del que vengo meditando desde hace media hora.

—Explícate de una vez.

—¡Si no quiero hacer otra cosa! Voy a ir a la quinta de lord James.

—¡Tú!…

—Yo, justamente yo —respondió Yáñez con perfecta calma.

—¿Pero de qué modo?

—En la piel de ese cipayo. ¡Por Júpiter! ¡Ya verás qué buen soldado hago!

—Empiezo a comprender. Te pones el uniforme del cipayo, finges llegar de Victoria y…

—Aconsejo al lord que se marche a su vez, para hacerlo caer en la emboscada que tú le prepararás.

—¡Ah, Yáñez! —exclamó Sandokán, dándole un abrazo.

—Despacio, hermanito mío, no me rompas un brazo. —Si lo consigues, te lo deberé todo.

—Espero conseguirlo.

—Pero te expones a un gran peligro.

—¡Bah! Saldré de este enredo con honor y sin daño.

—Pero ¿para qué quieres el tintero?

—Para escribir una carta al lord.

—No te lo aconsejo, Yáñez. Es un hombre suspicaz y si ve que los rasgos de la letra no son exactos, puede hacerte fusilar.

—Tienes razón, Sandokán. Es mejor que le diga de palabra lo que quería escribirle. Vamos, haz desnudar al cipayo.

A una señal de Sandokán, dos piratas desataron al soldado y lo despojaron del uniforme. El pobre soldado se creyó perdido.

—¿Vais a matarme? —preguntó a Sandokán.

—No —respondió este—. Tu muerte no me sería de ninguna utilidad y te perdono la vida; pero quedarás prisionero en mi prao mientras nosotros permanezcamos aquí.

—Gracias, señor.

Yáñez, entretanto, se estaba vistiendo. El uniforme le venía un poco estrecho, pero tanto hizo, que en poco tiempo estuvo completamente equipado.

—Mira, hermanito mío, qué hermoso soldado —dijo sujetándose el sable—. Jamás creí que tendría tan espléndida figura.

—Sí, verdaderamente eres un hermoso cipayo —respondió Sandokán riendo—. Ahora dame tus últimas instrucciones.

—Ahí van —dijo el portugués—. Tú quédate aquí emboscado en este sendero con todos los hombres disponibles y no te muevas. Yo iré a casa del lord, le diré que habéis sido atacados y dispersados, pero que se han visto otros praos, y le aconsejaré que aproveche este buen momento para refugiarse en Victoria.

—¡Magnífico!

—Y cuando pasemos por aquí, atacaréis la escolta, yo tomaré a Marianna y la llevaré al prao. ¿Estamos de acuerdo?

—¡Sí, ve, mi valeroso amigo! Dile a mi Marianna que la amo siempre y que tenga confianza en mí. Vete y que Dios te guarde.

—Adiós, hermanito mío —respondió Yáñez, abrazándolo.

Saltó con agilidad al caballo del cipayo, recogió las bridas, desenvainó el sable y partió, silbando alegremente una vieja barcarola.