Dos formidables enemigos estaban frente a los dos piratas, a cuál más peligroso, pero parecía que por el momento no tenían ninguna intención de ocuparse de los dos hombres, porque en vez de descender a lo largo del torrente, se movían rápidamente el uno contra el otro, como si quisieran medir sus fuerzas.
El animal que Sandokán había llamado harimanbintang era una espléndida pantera de Sonda; el otro, en cambio, era uno de esos grandes simios, llamados maias u orang utang (en malayo, «hombre salvaje»), que son aún tan numerosos en Borneo y en las islas vecinas, y muy temidos por su fuerza prodigiosa y por su ferocidad.
La pantera, quizá hambrienta, al ver al hombre de los bosques pasar por la ribera opuesta, se había lanzado prontamente sobre una gruesa rama que se curvaba casi horizontalmente sobre la corriente, formando una especie de puente. Como ya se dijo, era una fiera tan bellísima como peligrosa.
Tenía la talla y en cierto modo también el aspecto de un tigre pequeño, pero con la cabeza más redonda y poco desarrollada, patas cortas y robustas y el pelaje amarillo oscuro a manchas y con rosetas más oscuras. Debía de medir por lo menos metro y medio de longitud, así que debía de ser una de las más grandes de la familia.
Su adversario era un feo y enorme simio, de cerca de un metro cuarenta de estatura, pero con los brazos tan largos, que alcanzaban en conjunto la longitud de dos metros y medio.
Su cara, bastante larga y arrugada, tenía un aspecto ferocísimo, especialmente con aquellos ojillos hundidos y en continuo movimiento, y el pelaje rojizo que la encuadraba.
El pecho de aquel cuadrumano tenía un desarrollo verdaderamente enorme y los músculos de los brazos y de las piernas formaban verdaderas nudosidades, indicio de una fuerza prodigiosa.
Estos simios, que los indígenas llaman metas, mías y también mafias, habitan en lo más espeso de los bosques, y prefieren las regiones más bien bajas y húmedas.
Construyen sus moradas muy espaciosas en las cimas de los árboles, empleando ramas muy gruesas que disponen hábilmente en forma de cruz.
Son de humor más bien triste y no les gusta la compañía. Ordinariamente evitan al hombre e incluso a los otros animales; ahora bien, si se los amenaza o irrita, se vuelven terribles y casi siempre su fuerza extraordinaria triunfa sobre sus adversarios.
El maias, al oír el ronco gruñido de la pantera, se había detenido de golpe. Se encontraba en la ribera opuesta del pequeño riachuelo, delante de un gigantesco durion, que proyectaba su espléndido quitasol de hojas a sesenta metros del suelo.
Probablemente había sido sorprendido en el momento en que iba a escalar el árbol para saquear su numerosa fruta.
Al ver a aquella peligrosa vecina, al principio se contentó con mirarla más con estupor que con ira, y luego emitió de pronto dos o tres silbidos guturales, indicio de un próximo acceso de cólera.
—Creo que vamos a presenciar una terrible lucha entre esos dos animalazos —dijo Yáñez, que se había cuidado mucho de moverse.
—No se meterán con nosotros por ahora —observó Sandokán—. Temía que quisieran atacarnos.
—También yo, hermanito mío. ¿Quieres que cambiemos de ruta?
Sandokán miró las dos orillas y vio que en aquel lugar era imposible salir y meterse en la selva.
Dos auténticas murallas de troncos, de hojas, de espinas, de raíces y de lianas, encerraban el curso del agua. Para abrirse paso, había que echar mano del kriss y trabajar de lo lindo.
—No podemos subir —dijo—. Al primer golpe dado con el cuchillo, mafias y pantera se lanzarían sobre nosotros de común acuerdo. Quedémonos aquí e intentemos que no nos descubran. La lucha no será larga.
—Después tendremos que enfrentarnos con el vencedor.
—Probablemente se encontrará entonces en tan malas condiciones, que no nos impedirá el paso.
—¡Preparémonos!… La pantera se impacienta.
—Y el maias ya no puede contener sus deseos de romper las costillas a su vecina.
—Monta el fusil, Sandokán. Nunca se sabe lo que puede suceder.
—Estoy preparado para fusilar al uno y a la otra y…
Un aullido espantoso, algo parecido al mugido de un toro furioso, le cortó la palabra.
El orangután había llegado al colmo de la rabia.
Viendo que la pantera no se decidía a abandonar la rama y descender hacia la orilla, el orangután se adelantó amenazadoramente, emitiendo un segundo aullido y golpeándose fuertemente el pecho, que resonaba lo mismo que un tambor.
Aquel enorme simio daba miedo. Su pelambrera rojiza se había erizado, su rostro había adquirido una expresión de ferocidad inaudita y sus largos dientes, tan fuertes que pueden romper el cañón de un fusil como si fuera un simple palito, crujían.
La pantera, al verlo acercarse, se había encogido sobre sí misma como si se preparase a lanzarse, pero no parecía tener prisa por abandonar la rama.
El orangután se agarró con un pie a una gruesa raíz que serpenteaba por el suelo, y luego, inclinándose sobre el río, tomó con ambas manos la rama sobre la que estaba su adversaria y la sacudió con fuerza hercúlea, haciéndola crujir.
La sacudida fue tan poderosa que la pantera, a pesar de haber clavado en la madera sus poderosas garras, no pudo sostenerse y cayó al río.
Fue sin embargo un relámpago. Apenas había tocado el agua, cuando se lanzó nuevamente a la rama.
Descansó un momento, y después se arrojó a la desesperada sobre el gigantesco simio, clavándole las uñas en los hombros y en los muslos.
El cuadrumano emitió un aullido de dolor. La sangre, que había brotado súbitamente, le corría entre los pelos goteando en el río.
Satisfecha del feliz resultado de aquel fulminante ataque, la fiera intentó soltarse para volver a alcanzar la rama antes de que el adversario volviera al contraataque.
Con una cabriola magistral saltó sobre sí misma, sirviéndose del largo pecho del simio como punto de apoyo, y se lanzó hacia atrás. Con dos garras se agarró a la rama hundiendo las uñas en la corteza, pero no pudo lanzarse otra vez hacia adelante como hubiera sido su intención.
El orangután, a pesar de las espantosas heridas, había alargado rápidamente los brazos y aferrado la cola de la adversaria. Aquellas manos, dotadas de una fuerza terrible, ya no iban a soltar aquel apéndice. Se estrecharon como una prensa, arrancando a la fiera un aullido de dolor.
—Pobre pantera —dijo Yáñez, que seguía con vivo interés las diversas fases de aquella lucha salvaje.
—Está perdida —repuso Sandokán—. Si no se le arranca la cola, cosa imposible, ya no escapará al apretón del majas.
El pirata no se engañaba. El orangután, sintiendo entre sus manos la cola, se abalanzó hacia adelante, subiendo a la rama.
Reuniendo sus fuerzas, levantó en el aire a la fiera, empezó a voltearla como si fuera un ratón, y después la arrojó con ímpetu irresistible contra el enorme tronco del durion.
Se oyó un golpe seco, como de una caja ósea que se quiebra; la pobre bestia, abandonada por su enemigo, rodó inanimada por el suelo, deslizándose entre las negras aguas del riachuelo.
El cráneo, abierto del golpe, había dejado sobre el tronco del árbol una gran mancha sanguinolenta mezclada con pedazos de materia cerebral.
—¡Por Júpiter! ¡Qué golpe maestro!… —murmuró Yáñez—. No creí que ese simio pudiera desembarazarse tan pronto de la pantera.
—Vence a todos los animales de la selva, incluso a la serpiente pitón —respondió Sandokán.
—¿Hay peligro de que la emprenda también con nosotros?
—Está tan irritado, que no se andana con miramientos, si nos ve.
—Pero me parece que se encuentra en muy malas condiciones. Está manando sangre por todas partes.
—Sin embargo, los maias son unos animalazos capaces de sobrevivir incluso después de haber recibido varias balas en el cuerpo.
—¿Quieres que esperemos a que se marche?
—Me temo que la cosa vaya para largo.
—Ya no tiene nada que hacer aquí.
—En cambio yo pienso que tenía su nido en aquel durion. Me parece descubrir entre el follaje una masa oscura y maderos colocados transversalmente entre las ramas.
—Entonces tendremos que volver atrás.
—Ni pensarlo. Tendríamos que dar una vuelta inmensa, Yáñez.
—Pues matemos al simio y sigamos adelante por el riachuelo.
—Era lo que quería proponerte —dijo Sandokán—. Somos expertos tiradores y sabemos manejar el kriss mejor que los malayos. Acerquémonos un poco para no errar el tiro. Hay tantas ramas por aquí, que podrían desviar fácilmente nuestras balas.
Mientras se preparaban para atacar al orangután, este se había agachado sobre la ribera del riachuelo y se echaba agua con las manos en las heridas.
La pantera le había herido terriblemente. Sus poderosas uñas habían lacerado la piel del pobre simio tan profundamente que habían dejado al desnudo sus clavículas. También los muslos habían sido atrozmente desgarrados y la sangre manaba en abundancia, formando un verdadero charco en el suelo. Gemidos que tenían algo de humano salían de cuando en cuando de los labios del herido, seguidos de feroces aullidos. La enorme bestia no se había calmado todavía e incluso en medio de sus espasmos traicionaba su salvaje furor.
Sandokán y Yáñez se habían arrimado a la orilla opuesta, para poder ocultarse rápidamente en la selva en caso de que fallasen los tiros y el orangután no cayera bajo la doble descarga.
Ya se habían detenido detrás de una gruesa rama y habían apoyado en ella sus fusiles para apuntar mejor, cuando vieron al orangután ponerse de improviso de pie, golpeándose furiosamente el pecho y rechinando los dientes.
—¿Qué pasa? —Preguntó Yáñez—. ¿Nos habrá descubierto?
—No —dijo Sandokán—. No se ha irritado por nosotros.
—¿Es que intenta sorprender a algún otro animal?
—Silencio: veo ramas y hojas moverse.
—¡Por Júpiter!… ¿Serán los ingleses?
—Calla, Yáñez.
Sandokán se irguió silenciosamente sobre la rama y, escondiéndose detrás de una fronda de rotang que caía de lo alto, miró hacia la ribera opuesta, allí donde se encontraba el orangután.
Alguien se aproximaba, moviendo con precaución las hojas. Quizá ignorante del grave peligro que le esperaba, parecía dirigirse precisamente allí donde se encontraba el colosal durion.
El gigantesco cuadrumano lo había oído ya y se había colocado detrás del tronco del árbol, dispuesto a caer sobre el nuevo adversario y hacerlo pedazos. Ya no gemía ni aullaba: solo su ronca respiración podía traicionar todavía su presencia.
—Entonces, ¿qué sucede? —preguntó a Sandokán.
—Alguien se acerca incautamente al maias.
—¿Un hombre o un animal?
—Todavía no alcanzo a divisar al imprudente.
—¿Y si fuera algún pobre indígena?
—Estamos aquí nosotros y no daríamos tiempo al cuadrumano para que lo destrozara.
¡Eh!… Me lo imaginaba. Acabo de descubrir una mano.
—¿Blanca o negra?
—Negra, Yáñez. Apunta al orangután.
—Estoy a punto.
En aquel instante se vio al gigantesco simio precipitarse en medio de la espesa vegetación, dando un aullido espantoso.
Las ramas y las hojas, arrancadas de golpe por las poderosas manos de la enorme bestia, cayeron dejando ver a un hombre.
Se oyó un grito de espanto, seguido rápidamente de dos tiros de fusil. Sandokán y Yáñez habían hecho fuego.
El cuadrumano, acertado en plena espalda, se volvió aullando y, al ver a los dos piratas, sin preocuparse más del incauto que se había aproximado, de un gran salto se abalanzó al río.
Sandokán abandonó el fusil y empuñó el kriss, resuelto a enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo. Yáñez, a su vez, encaramándose en la rama, intentaba volver a cargar precipitadamente el arma.
El orangután, a pesar de haber sido herido nuevamente, se lanzó sobre Sandokán. Iba ya a alargar sus velludas zarpas, cuando se oyó un grito en la ribera opuesta.
—¡El capitán!
Después tronó un disparo.
El orangután se detuvo, llevándose las manos a la cabeza. Permaneció un instante erguido, asaeteó a Sandokán con una última mirada llena de rabia feroz, y luego cayó al agua, levantando una gigantesca salpicadura.
En ese mismo instante el hombre que por poco no había caído en las manos del simio se lanzaba al río, gritando:
—¡El capitán!… ¡El señor Yáñez!… Estoy contento de haber metido una bala en el cráneo de ese maias.
Yáñez y Sandokán habían saltado rápidamente desde la rama.
—¡Paranoa! —exclamaron alegremente.
—En persona, capitán —respondió el malayo.
—¿Qué haces en esta selva?
—Os buscaba, capitán.
—¿Y cómo sabías tú que nos encontrábamos aquí?
—Dando vueltas por las orillas de esta selva, he descubierto a los ingleses acompañados de varios perros, y he imaginado que estarían buscándoos.
—¿Y te has atrevido a meterte solo aquí dentro? —preguntó Yáñez.
—De las fieras no tengo miedo.
—Pues por poco no te ha hecho pedazos el orangután.
—Aún no me había cogido, señor Yáñez, y, como habéis visto, le he metido una bala en su cabezota.
—¿Y han llegado todos los praos?
—Cuando salí para venir a vuestro encuentro, no había llegado ningún otro barco más que el mío.
—¿Ningún otro? —exclamó Sandokán con ansiedad.
—No, capitán.
—¿Cuándo dejaste la desembocadura del río?
—Ayer por la mañana.
—¿Les habrá ocurrido a los otros barcos alguna desgracia? —se preguntó Yáñez, mirando a Sandokán con angustia.
—Quizá la tempestad los haya transportado muy al norte —respondió el Tigre.
—Puede haber sucedido eso, capitán —dijo Paranoa—. El viento del sur soplaba tremendamente y era imposible resistirlo de ningún modo. Yo tuve la suerte de meterme en una bahía pequeña, aunque bien abrigada, situada a sesenta millas de aquí, y por eso he podido volver atrás pronto y llegar antes que los demás a la cita. Por otra parte, como ya os dije, desembarqué ayer por la mañana, y en este intervalo pueden haber llegado también los otros barcos.
—Sin embargo estoy muy inquieto, Paranoa —dijo Sandokán—. Querría estar ya en la desembocadura del río para quitarme de encima estas inquietudes. ¿Has perdido algún hombre durante la borrasca?
—Ni uno solo, capitán.
—¿Y ha sufrido algún desperfecto el barco?
—Ha tenido muy pocos daños, y ya han sido reparados.
—¿Se encuentra escondido en la bahía?
—Lo he dejado en el mar, por temor a cualquier sorpresa.
—¿Has desembarcado solo?
—Solo, capitán.
—¿Has visto rondar algún inglés por las cercanías de la bahía?
—No, pero, como os he dicho, he visto algunos, que estaban batiendo las orillas de esta selva.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¿En qué dirección?
—Hacia el este.
—Venían de la quinta de lord James —dijo Sandokán, mirando a Yáñez.
Luego, volviéndose a Paranoa, le preguntó:
—¿Estamos muy lejos de la bahía?
—No llegaremos antes de la puesta del sol.
—¡Tanto nos hemos alejado! —Exclamó Yáñez—. ¡Y no son más que las dos de la tarde!… Nos queda un buen trecho que recorrer.
—Esta selva es muy grande, señor Yáñez, y además muy difícil de atravesar. Nos faltan por lo menos cuatro horas antes de llegar a las últimas manchas de vegetación.
—Vamos —dijo Sandokán, que parecía presa de una viva agitación.
—Tienes prisa por llegar a la bahía, ¿verdad, hermanito?
—Sí, Yáñez. Temo una desventura y acaso no me equivoque.
—¿Temes que se hayan perdido los dos praos?
—Desgraciadamente, Yáñez. Si no los encontramos en la bahía, no los volveremos a ver.
—¡Por Júpiter! ¡Qué desastre para nosotros!
—Una verdadera ruina, Yáñez —dijo Sandokán con un suspiro—. No sé, pero se diría que la fatalidad comienza a pesar sobre nosotros, como si estuviera ansiosa de dar un golpe mortal a los cachorros de Mompracem.
—¿Y si hubiera ocurrido esa desgracia? ¿Qué haremos nosotros, Sandokán?
—¿Qué haremos? ¿Y tú me lo preguntas, Yáñez? ¿Acaso es el Tigre de Malasia hombre para espantarse o doblegarse ante el destino? Continuaremos la lucha, y opondremos hierro al hierro del enemigo, y fuego al fuego.
—Piensa que a bordo de nuestro prao no hay más que cuarenta hombres.
—Son cuarenta tigres, Yáñez. Guiados por nosotros, harán milagros y nadie podrá detenerlos.
—¿Quieres lanzarlos contra la quinta?
—Ya se verá. Pero te juro que no abandonaré esta isla sin llevarme conmigo a Marianna Guillonk, aunque estuviera seguro de tener que luchar contra toda la guarnición de Victoria. Quién sabe, quizá de la muchacha depende la salvación o la caída de Mompracem. Nuestra estrella está a punto de apagarse, porque la veo palidecer cada vez más, pero no desespero todavía y quizá volveré a verla resplandecer más viva que nunca. ¡Ah!… ¡Si la muchacha lo quisiera!… El destino de Mompracem está en sus manos, Yáñez.
—Y en las tuyas —respondió el portugués con un suspiro—. Vamos, es inútil hablar de ello por ahora. Intentemos llegar al río para cerciorarnos de si han vuelto los otros dos praos.
Sí, vamos —dijo Sandokán—. Con un refuerzo semejante me sentiría capaz de intentar incluso la conquista de toda Labuán.
Guiados por Paranoa, volvieron a remontar la orilla del riachuelo y se metieron por un viejo sendero que el malayo había descubierto unas horas antes.
Las plantas, y especialmente las raíces, lo habían invadido, pero quedaba todavía un espacio suficiente para permitir a los piratas adentrarse sin demasiado esfuerzo.
Durante cinco horas seguidas avanzaron a través de la gran selva, haciendo de vez en cuando un breve alto para descansar, y a la caída del sol llegaron junto a las riberas del riachuelo que desembocaba en la bahía.
No viendo a ningún enemigo, descendieron hacia el oeste, atravesando una pequeña ciénaga que terminaba hacia el mar.
Cuando llegaron a las riberas de la pequeña bahía, las tinieblas habían caído ya hacía algunas horas. Paranoa y Sandokán se lanzaron hacia los últimos arrecifes y escudriñaron atentamente el oscuro horizonte.
—Mirad, capitán —dijo Paranoa, indicando al Tigre un punto luminoso, que apenas se distinguía, y que incluso podía confundirse con una estrella.
—¿Es el farol de nuestro Arao? —preguntó Sandokán.
—Sí, capitán. ¿No lo veis deslizarse hacia el sur?
—¿Qué señal tienes que hacer para que el barco se aproxime?
—Encender dos fuegos en la playa —respondió Paranoa.
—Vamos hasta la punta extrema de esta pequeña península —dijo Yáñez—. Señalaremos al prao la ruta exacta.
Se metieron por medio de un verdadero caos de escollos salpicados de conchas de caracol, restos de crustáceos y montones de algas, y llegaron hasta la punta extrema de un islote boscoso.
—Si encendemos aquí los fuegos, el prao podrá entrar en la bahía sin correr peligro de encallar —dijo Yáñez.
—Pero le haremos remontar el río —replicó Sandokán—. Me conviene esconderlo de las miradas de los ingleses.
—Yo me encargo de eso —propuso Yáñez—. Nosotros lo esconderemos en la ciénaga entre las cañas, cubriéndolo enteramente con ramas y con hojas, después de haberle quitado los palos y todas las jarcias. ¡Eh, Paranoa, haz la señal!
El malayo no perdió tiempo. En la orilla de un bosquecillo recogió leña seca, formó dos haces y, colocándolos a cierta distancia uno de otro, los encendió.
Un momento después los tres piratas vieron desaparecer el farol blanco del prao, y brillar en su lugar un punto rojo.
—Nos han visto —dijo Paranoa—. Podemos apagar los fuegos.
—No —replicó Sandokán—. Servirán para indicar a tus hombres la dirección. Ninguno conoce la bahía, ¿verdad?
—No, capitán.
—Entonces guiémoslos.
Los dos piratas se sentaron en la playa, con los ojos fijos en el farol rojo, que había cambiado de dirección.
Diez minutos después el prao estaba a la vista. Sus inmensas velas estaban desplegadas y se oía borbollar el agua delante de la proa. En la oscuridad parecía un pájaro gigantesco que volase sobre el mar. De dos bordadas llegó delante de la bahía y atravesó el canal, adentrándose hacia la desembocadura del río.
Yáñez, Sandokán y Paranoa abandonaron el islote y retrocedieron rápidamente hasta las orillas de la pequeña ciénaga.
Apenas vieron que el prao echaba el ancla junto a los cañaverales espesísimos de las orillas, subieron a bordo.
Sandokán con un gesto ordenó silencio a la tripulación, que iba a saludar a los dos jefes de la piratería con una intempestiva explosión de alegría.
—Los enemigos quizá no estén lejos —dijo—. Así pues, os ordeno el más absoluto silencio, para no dejarnos sorprender antes de la realización de mis planes.
Luego, volviéndose hacia el subjefe, le preguntó con una emoción tan viva que tenía la voz casi trémula:
—¿No han llegado los otros dos praos?
—No, Tigre de Malasia —respondió el pirata—. Durante la ausencia de Paranoa he visitado todas las costas próximas, acercándome incluso hacia las de Borneo, pero no hemos visto a nuestras naves en ninguna dirección.
—¿Y tú qué crees?
El pirata no respondió: vacilaba.
—Habla —dijo Sandokán.
—Yo creo, Tigre de Malasia, que nuestros dos barcos se han estrellado contra las costas septentrionales de Borneo.
Sandokán se clavó las uñas en el pecho, mientras un suspiro sibilante se escapaba de sus labios.
—¡Fatalidad!… ¡Fatalidad!… —murmuró con voz sorda—. La muchacha de los cabellos de oro traerá la desventura a los tigres de Mompracem.
—Valor, hermanito mío —le dijo Yáñez, poniéndole una mano en el hombro—. No desesperemos todavía. Quizá nuestros praos han sido empujados muy lejos, y tan gravemente dañados, que no han podido hacerse enseguida a la mar. Hasta que no encontremos los pecios, no tenemos por qué creer que se hayan hundido.
—Pero nosotros no podemos esperar, Yáñez. ¿Quién me dice que el lord se quedará todavía mucho tiempo en su quinta?
—Tampoco tienes por qué desearlo, amigo.
—¿Qué quieres decir, Yáñez?
—Que tenemos hombres suficientes para atacarlo si tuviera que abandonar su quinta, y para arrebatarle a su preciosa sobrina.
—¿Querrías intentar un golpe semejante?
—¿Y por qué no? Nuestros cachorros son todos valientes y, aunque el lord llevase consigo el doble de soldados, seguro que no dudarían en emprender la lucha. Estoy madurando un bonito plan y espero que tendrá un espléndido resultado. Déjame descansar esta noche; mañana comenzaremos a actuar.
—Confío en ti, Yáñez.
—No te desanimes, Sandokán.
—Pero el prao no podemos dejarlo aquí. Puede ser descubierto por algún barco que se acerque a la bahía o por algún cazador que baje al río a disparar contra los pájaros acuáticos.
—He pensado en todo, Sandokán. Paranoa ha recibido ya instrucciones a este respecto. Ven, Sandokán. Vamos a comer un bocado y después echémonos a dormir. Te confieso que yo no puedo más.
Mientras los piratas, bajo la dirección de Paranoa, desmontaban todas las jarcias del barco, Yáñez y Sandokán subieron al pequeño cuadro de popa y dieron un asalto a las provisiones.
Calmada el hambre, que hacía ya tantas horas que los atormentaba, se echaron, vestidos como estaban, sobre sus camastros.
El portugués, que ya no se tenía en pie, se durmió enseguida profundamente; Sandokán, en cambio, tardó mucho en cerrar los ojos.
Tétricos pensamientos y siniestras inquietudes lo retrocedieron rápidamente hasta las orillas de la pequeña ciénaga.
Apenas vieron que el prao echaba el ancla junto a los cañaverales espesísimos de las orillas, subieron a bordo.
Sandokán con un gesto ordenó silencio a la tripulación, que iba a saludar a los dos jefes de la piratería con una intempestiva explosión de alegría.
—Los enemigos quizá no estén lejos —dijo—. Así pues, os ordeno el más absoluto silencio, para no dejarnos sorprender antes de la realización de mis planes.
Luego, volviéndose hacia el subjefe, le preguntó con una emoción tan viva que tenía la voz casi trémula:
—¿No han llegado los otros dos praos?
—No, Tigre de Malasia —respondió el pirata—. Durante la ausencia de Paranoa he visitado todas las costas próximas, acercándome incluso hacia las de Borneo, pero no hemos visto a nuestras naves en ninguna dirección.
—¿Y tú qué crees?
El pirata no respondió: vacilaba.
—Habla —dijo Sandokán.
—Yo creo, Tigre de Malasia, que nuestros dos barcos se han estrellado contra las costas septentrionales de Borneo.
Sandokán se clavó las uñas en el pecho, mientras un suspiro sibilante se escapaba de sus labios.
—¡Fatalidad!… ¡Fatalidad!… —murmuró con voz sorda—. La muchacha de los cabellos de oro traerá la desventura a los tigres de Mompracem.
—Valor, hermanito mío —le dijo Yáñez, poniéndole una mano en el hombro—. No desesperemos todavía. Quizá nuestros praos han sido empujados muy lejos y tan gravemente dañados, que no han podido hacerse enseguida a la mar. Hasta que no encontremos los pecios, no tenemos por qué creer que se hayan hundido.
—Pero nosotros no podemos esperar, Yáñez. ¿Quién me dice que el lord se quedará todavía mucho tiempo en su quinta?
—Tampoco tienes por qué desearlo, amigo.
—¿Qué quieres decir, Yáñez?
—Que tenemos hombres suficientes para atacarlo si tuviera que abandonar su quinta, y para arrebatarle a su preciosa sobrina.
—¿Querrías intentar un golpe semejante?
—¿Y por qué no? Nuestros cachorros son todos valientes y, aunque el lord llevase consigo el doble de soldados, seguro que no dudarían en emprender la lucha. Estoy madurando un bonito plan y espero que tendrá un espléndido resultado. Déjame descansar esta noche; mañana comenzaremos a actuar.
—Confío en ti, Yáñez.
—No te desanimes, Sandokán.
—Pero el prao no podemos dejarlo aquí. Puede ser descubierto por algún barco que se acerque a la bahía o por algún cazador que baje al río a disparar contra los pájaros acuáticos.
—He pensado en todo, Sandokán. Paranoa ha recibido ya instrucciones a este respecto. Ven, Sandokán. Vamos a comer un bocado y después echémonos a dormir. Te confieso que yo no puedo más.
Mientras los piratas, bajo la dirección de Paranoa, desmontaban todas las jarcias del barco, Yáñez y Sandokán subieron al pequeño cuadro de popa y dieron un asalto a las provisiones.
Calmada el hambre, que hacía ya tantas horas que los atormentaba, se echaron, vestidos como estaban, sobre sus camastros.
El portugués, que ya no se tenía en pie, se durmió enseguida profundamente; Sandokán, en cambio, tardó mucho en cerrar los ojos.
Tétricos pensamientos y siniestras inquietudes lo tuvieron despierto durante varias horas. Solamente hacia el alba pudo descansar un poco, pero aun esto fue muy breve.
Cuando volvió a subir a cubierta, los piratas habían ultimado sus trabajos para ocultar el prao a los cruceros que pudieran pasar delante de la bahía o a los hombres que pudieran bajar por el río. El barco había sido empujado hacia la orilla de la ciénaga, en medio de un espesísimo cañaveral. Habían bajado los palos con las jarcias muertas y las ordinarias, y por encima del alcázar de proa habían echado montones de cañas, de ramas y de hojas, dispuestos con tanta habilidad que todo el barco quedaba cubierto.
Un hombre que hubiera pasado por aquellos contornos habría podido confundirlo con un manchón de plantas secas o con un enorme montón de hierbas y ramas que se habían quedado allí varadas.
—¿Qué me dices de esto, Sandokán? —preguntó Yáñez, que se encontraba ya sobre el puente, bajo un pequeño cobertizo de cañas levantado a popa.
—La idea es buena —respondió Sandokán.
—Ahora ven conmigo.
¿Adónde?
—A tierra. Ya hay allí veinte hombres esperándonos.
—¿Qué vas a hacer, Yáñez?
—Luego lo sabrás. ¡Eh!… Al agua la chalupa y vigilad bien. Las que están fijas y mantienen la arboladura.