El espanto experimentado por los soldados al ver aparecer ante sí al formidable pirata había sido tal, que en ese momento ninguno había pensado en hacer uso de sus armas. Cuando, repuestos de la sorpresa, quisieron emprender la ofensiva, ya era demasiado tarde.
Los dos piratas, sin cuidarse de los toques de trompeta que salían de la quinta y de los tiros de fusil de los soldados desplegados por el jardín, tiros disparados al azar, pues aquellos hombres aún no sabían qué había sucedido, se encontraban ya en medio de los parterres y arbustos.
En dos minutos, corriendo furiosamente, llegaron en medio de los grandes árboles. Resoplaron y miraron a su alrededor.
Los soldados que habían intentado bloquearlos en la estufa se habían lanzado fuera del invernadero, desgañitándose a voz en cuello y haciendo fuego entre los árboles.
Los de la quinta, comprendiendo finalmente que se trataba de algo grave y sospechando quizá que sus compañeros habían descubierto al formidable Tigre de Malasia, corrían a través del jardín para alcanzar las empalizadas.
—Demasiado tarde, queridos míos —dijo Yáñez—. Llegaremos nosotros antes.
—Vamos a escape —dijo Sandokán—. No nos dejaremos cortar el camino.
—Mis piernas están listas.
Volvieron a correr con el mismo vigor, manteniéndose ocultos en medio de los árboles y, una vez llegados a la cerca, la atravesaron de dos saltos, dejándose caer del otro lado.
—¿No hay nadie? —preguntó Sandokán.
—No se ve un alma.
—Lancémonos al bosque. Les haremos perder nuestra pista.
La selva no estaba más que a dos pasos. Ambos se metieron en el interior, corriendo hasta perder el resuello. Pero, a medida que iban alejándose, la marcha se hacía dificilísima.
Por todas partes surgían espesos matorrales, apretados, encajados entre árboles enormes que proyectaban sus gruesos y nudosos troncos a alturas extraordinarias, y por todas partes se entretejían, enroscándose como boas monstruosas, miríadas de raíces.
Descendían desde lo alto, para después volver a subir, enredándose en los troncos y en las ramas de los grandes vegetales, los calamus, los rotang, los gambir[46] formando verdaderas redes que se resistían tenazmente a todos los esfuerzos, desafiando incluso a las hojas de los cuchillos, mientras que más abajo el Pipernigrumz de valiosa semilla formaba tales montones que hacía inútil cualquier intento para pasar.
A derecha, a izquierda, delante y detrás, se proyectaban hacia arriba los durion de troncos derechos, lustrosos, cargados de fruta ya casi madura, proyectiles excesivamente peligrosos, pues estaban revestidos de púas durísimas como si fueran de hierro, o grupos inmensos de plátanos de hojas desmesuradas, o de betel, o de arengas saccharíferas[47] con sus elegantes penachos, o de naranjos cuya fruta era tan grande como la cabeza de un niño.
Los dos piratas, perdidos en medio de aquella frondosa selva, que verdaderamente podía llamarse virgen, se encontraron bien pronto en la imposibilidad de avanzar. Hubiera sido necesario el cañón para desfondar aquella muralla de troncos de árbol, de raíces y de calamus.
—¿Dónde vamos, Sandokán? —Preguntó Yáñez—. Yo ya no sé por qué zona pasar.
—Imitaremos a los monos —dijo el Tigre de Malasia—. Es una maniobra que a nosotros ya nos resulta familiar.
—Y también muy apreciable en estos momentos.
—Sí, porque haremos que los ingleses que nos siguen pierdan nuestro rastro.
—¿Sabremos después orientarnos?
—Tú sabes que nosotros, los borneses, no perdemos la buena dirección, aunque nos falte la brújula. Nuestro instinto de hombres de los bosques es infalible.
—¿Habrán entrado ya en la selva los ingleses?
—¡Humm! Lo dudo, Yáñez —respondió Sandokán—. Si nos cansamos nosotros, que ya estamos habituados a vivir en medio de los bosques, ellos no habrán podido dar diez pasos. A pesar de todo, intentemos alejarnos rápidamente. Sé que el lord tiene grandes perros y esos condenados animales podrían echársenos encima.
—Tenemos puñales para destriparlos, Sandokán.
—Son más peligrosos que los hombres. Vamos, Yáñez, a mover los brazos.
Agarrándose a los rotang, a los calamus y a los sarmientos del piper, los dos piratas se pusieron a escalar la muralla de plantas con una agilidad que hubiera dado envidia a los mismos monos.
Subían, bajaban y después tornaban a subir pasando entre las mallas de aquella inmensa red vegetal y deslizándose entre las gigantescas hojas de los espesísimos plátanos o a lo largo de los colosales troncos de los árboles.
Ante su inesperada aparición, huían alborotadamente las espléndidas palomas coronadas o aquellas otras llamadas morobo; los tucanes, de enorme pico y de cuerpo centelleante con sus plumas rojas y azules; escapaban emitiendo notas estridentes, semejantes al chirriar de un carro mal engrasado; se levantaban, como relámpagos, los argos de largas colas manchadas, y desaparecían las bellas alude de plumas color turquesa, dejando oír sus prolongados silbidos. También los monos de larga nariz, sorprendidos por aquella aparición, se lanzaban precipitadamente hacia los árboles cercanos, dando gritos de espanto, y corrían a esconderse en los huecos de los troncos.
Yáñez y Sandokán, sin inquietarse por nada, proseguían sus intrépidas maniobras, pasando de planta en planta sin poner jamás el pie en falso. Se lanzaban entre los calamus con seguridad extraordinaria, quedando suspendidos, y luego de un nuevo salto pasaban a los rotang, para volver después a agarrarse a las ramas de este o aquel árbol.
Recorrieron quinientos o seiscientos metros, no sin haber estado varias veces en peligro de caer de cabeza desde una altura que daba vértigo, y se detuvieron entre las ramas de un buá mamplam, planta que produce unas frutas bastante desagradables para los paladares europeos, pues están impregnadas de un fuerte olor a resina, pero que son muy nutritivas e incluso muy apreciadas por los indígenas.
—Podemos descansar unas horas —dijo Sandokán—. Es seguro que nadie vendrá a molestarnos en medio de esta selva. Es como si nos encontrásemos en una ciudadela bien fortificada.
—¿Sabes, hermanito mío, que hemos tenido mucha suerte de poder huir de esos bribones? Encontrarse en una estufa con ocho o diez soldados alrededor y salvar aún la piel, es una cosa verdaderamente milagrosa. Deben de tener un gran miedo de ti.
—Parece que así es —repuso Sandokán, sonriendo.
—¿Habrá sabido tu muchacha que has conseguido escapar?
—Supongo que sí —respondió Sandokán con un suspiro.
—De todos modos, me temo que esta empresa nuestra decidirá al lord a buscar un asilo seguro en Victoria.
—¿Tú crees? —preguntó Sandokán, ensombreciéndosele el semblante.
—Ya no se encontrará seguro, ahora que sabe que nosotros estamos tan cerca de la quinta.
—Es verdad, Yáñez. Tenemos que ponernos a buscar a nuestros hombres.
—¿Habrán desembarcado?
—Los encontraremos en la desembocadura del río.
—Si no les ha ocurrido alguna desgracia.
—No me metas el miedo en el cuerpo; además, pronto lo sabremos.
—¿Y caeremos enseguida sobre la quinta?
—Veremos lo que nos conviene hacer.
—¿Quieres un consejo, Sandokán?
—Habla, Yáñez.
—En vez de intentar expugnar la quinta, esperemos que salga el lord. Ya verás cómo no se queda mucho tiempo en estos lugares.
—¿Y quieres atacar al grupo en el camino?
—En medio de los bosques. Un asalto a la quinta puede ir para largo y costar enormes sacrificios.
—Es un buen consejo.
—Una vez destruida la escolta o puesta en fuga, raptaremos a la muchacha y volveremos enseguida a Mompracem.
—¿Y el lord?
—Lo dejaremos donde quiera. ¿Qué nos importa él? Que se vaya a Sarawak o a Inglaterra, poco cuenta.
—No irá ni a un sitio ni a otro, Yáñez.
—¿Qué quieres decir?
—Que no nos dará un momento de tregua y que lanzará contra nosotros todas las fuerzas de Labuán.
—¿Y te asustas de eso?
—¿Yo?… ¿Acaso el Tigre de Malasia tiene miedo de ellos?… Vendrán muchos y poderosamente armados, decididos a expugnar mi isla, pero encontrarán pan para sus dientes. En Borneo hay legiones de salvajes dispuestos a acudir con presteza bajo mis banderas. Bastaría que yo mandase emisarios a las Romades y a las costas de la gran isla para ver llegar decenas de praos.
—Lo sé, Sandokán.
—Como ves, Yáñez, podría, si quisiera, desencadenar la guerra incluso en las orillas de Borneo y lanzar hordas de feroces salvajes sobre esta aborrecida isla.
—Sin embargo, no lo harás, Sandokán.
—¿Por qué?
—Cuando hayas raptado a Marianna Guillonk, no te preocuparás más de Mompracem ni de tus cachorros. ¿No es verdad, hermanito?
Sandokán no respondió. Sin embargo, de sus labios salió un suspiro tan fuerte que parecía un lejano rugido.
—La muchacha está llena de energía, es una de esas mujeres que no se haría de rogar para combatir intrépidamente al lado del hombre amado, pero miss Mary no llegará jamás a ser la reina de Mompracem.
—¿Es así, Sandokán?
También esta vez el pirata permaneció silencioso. Se cogió la cabeza entre las manos, y sus ojos, animados por una sombría llama, miraban al vacío, quizá muy lejos, intentando leer el futuro.
—Tristes días se preparan para Mompracem —continuó Yáñez—. Dentro de pocos meses, o quizá menos aún, dentro de unas semanas, la formidable isla habrá perdido todo su prestigio e incluso a sus terribles tigres. En fin, tenía que suceder así. Tenemos tesoros inmensos y nos iremos a disfrutar de una vida tranquila en alguna opulenta ciudad de Extremo Oriente.
—Calla —dijo Sandokán con voz sorda—. Calla, Yáñez. Tú no puedes saber cuál será el destino de los tigres de Mompracem.
—Se puede adivinar.
—Quizá te equivoques.
—¿Entonces qué ideas tienes?
—No te lo puedo decir todavía. Esperemos los acontecimientos. ¿Quieres que sigamos?
—Es todavía un poco pronto.
—Estoy impaciente por volver a ver los praos.
—Los ingleses pueden estar esperándonos a la orilla de la selva.
—Ya no los temo.
—Ten cuidado, Sandokán. Estás a punto de meterte en un feo berenjenal. Una bala de carabina bien dirigida puede mandarte al otro mundo.
—Seré prudente. Mira, me parece que allí empieza a aclararse un poco la selva. Vamos, Yáñez. La fiebre me devora.
—Como quieras.
El portugués, a pesar de que temía una sorpresa por parte de los ingleses, que podían haber avanzado por el bosque arrastrándose como serpientes, estaba al mismo tiempo impaciente por saber si los praos habían escapado a la tremenda borrasca que había batido las costas de la isla.
Apagaron la sed con el jugo de algunos buá mamplam, se agarraron a los rotang y a los calamus que aprisionaban el árbol y se dejaron caer al suelo. Sin embargo no era fácil salir de la selva. Al otro lado de un pequeño espacio poco cubierto, los árboles volvían a ser más frondosos que antes.
Incluso Sandokán se encontraba un poco desorientado y no sabía qué dirección tomar para llegar, aproximadamente, a las cercanías del río.
—Estamos en un bonito enredo, Sandokán —dijo Yáñez, que no conseguía ni siquiera ver el sol para orientarse—. ¿Hacia qué dirección tiramos?
—Te confieso que no sé si torcer a derecha o izquierda —respondió Sandokán—. De todos modos, me parece ver allí un pequeño sendero. Las hierbas han vuelto a cubrirlo otra vez, pero espero que nos conduzca fuera de este laberinto y…
—Un ladrido, ¿verdad?
—Sí —respondió el pirata, cuya frente se había oscurecido.
—Los perros han descubierto nuestras huellas.
—Están buscando al azar. Escucha.
En la lejanía, en medio de la espesa selva, se oyó un segundo ladrido. Algún perro había entrado en la inmensa selva virgen e intentaba alcanzar a los fugitivos.
—¿Vendrá solo o seguido de hombres? —se preguntó Yáñez.
—Quizá de algún negro. Un soldado no habría podido arriesgarse en este inmenso caos de vegetación.
—¿Qué vas a hacer?
—Esperar a pie firme al animal y matarlo.
—¿De un tiro?
—El disparo nos traicionaría, Yáñez. Empuña tu kriss y esperemos. En caso de peligro, treparemos a este pombo.
Se escondieron los dos detrás del grueso tronco del árbol, que estaba rodeado de raíces y de rotang formando una verdadera red, y esperaron la aparición del adversario de cuatro patas.
El animal ganaba terreno rápidamente. Se oían a no mucha distancia el crujido de las ramas y de las hojas y el resonar de sordos ladridos.
Debía de haber descubierto las huellas de los dos piratas y se apresuraba para impedirles que se alejaran. Quizá detrás de él, a distancia, había algunos indígenas.
—Ahí está —dijo de pronto Yáñez.
Un perrazo negro, de pelo hirsuto, las mandíbulas poderosamente armadas de agudos dientes, apareció en medio de unos arbustos. Debía de pertenecer a esa raza feroz utilizada por los plantadores de las Antillas y de América meridional para cazar a los esclavos.
Al ver a los dos piratas se detuvo un momento y los miro con ojos ardientes; luego, abalanzándose por encima de las raíces con un salto de leopardo, se arrojó con ferocidad sobre ellos, lanzando un gruñido pavoroso.
Sandokán se había arrodillado rápidamente, manteniendo el kriss horizontal, mientras Yáñez aferraba la carabina por el cañón, queriendo utilizarla como una maza.
El perrazo, de un último salto, cayó encima de Sandokán, que era el más cercano, intentando clavarle los colmillos en la garganta. Pero, si aquella bestia era feroz, no lo era menos el Tigre de Malasia.
Su derecha, rápida como el relámpago, se interpuso y la hoja desapareció casi entera entre las fauces del animal. Al mismo tiempo, Yáñez le asestaba en el cráneo un culatazo tan fuerte, que lo destrozó de golpe.
—Me parece que ya tiene bastante —dijo Sandokán, levantándose y empujando con el pie al perrazo ya agonizante—. Si los ingleses no tienen más aliados que echarnos a los talones, perderán inútilmente el tiempo.
—Ten cuidado, no vayan a venir los hombres detrás del perro.
—A estas horas ya habrían hecho fuego sobre nosotros. Vamos, Yáñez. Corramos al sendero.
Los dos piratas, sin preocuparse de nada más, se ocultaron entre los árboles, intentando seguir el viejo sendero.
Las plantas, las raíces y sobre todo los rotang y los calamus lo habían invadido; no obstante, había quedado una señal bastante visible y se podía seguir sin gran esfuerzo.
Sin embargo, a cada instante los dos hombres daban con la cabeza contra ciertas telas de araña, tan desmesuradas y tenaces que podían aprisionar sin romperse volátiles pequeños, o bien tropezaban contra las raíces serpenteantes entre las hierbas, dando de vez en cuando tumbos desagradables.
Numerosos lagartos voladores, espantados por la aparición de los dos piratas, huían desordenadamente en todas las direcciones, y algún reptil, perturbado en su sueño, se alejaba precipitadamente, haciendo oír un silbido amenazador.
Pero bien pronto también el sendero desapareció, y Yáñez y Sandokán se vieron obligados a recomenzar sus maniobras aéreas entre los rotang, los gambir y los calamus, poniendo en fuga o irritando a los bigit, monos de negrísima pelambre que abundaban en Borneo y en las islas vecinas y que están dotados de una agilidad increíble.
Olores nauseabundos se levantaban de aquellas aguas negras, emanaciones producidas por la corrupción de las hojas y de la fruta acumuladas en el lecho del riachuelo. Había peligro de incubar una fuerte fiebre.
Los dos piratas habían recorrido un cuarto de kilómetro, cuando Yáñez se detuvo bruscamente, agarrándose a una gruesa rama que se extendía de un lado al otro del torrente.
—¿Qué pasa, Yáñez? —preguntó Sandokán, quitándose el fusil de la espalda.
—¡Escucha!
El pirata se inclinó hacia adelante escuchando, y tras unos momentos dijo:
—Alguien se acerca.
En el mismo instante, un poderoso mugido, que se hubiera dicho había sido lanzado por un toro espantado o irritado, resonó bajo las arcadas de vegetación, haciendo callar de golpe los gorjeos de los pájaros y la risa estridente de los pequeños monos.
—En guardia, Yáñez —dijo Sandokán—. Tenemos un maias ante nosotros.
—Hay también otro enemigo, quizá más temible que el primero.
—¿Qué quieres decir?
—Mira allí, sobre aquella gruesa rama que atraviesa el riachuelo.
Sandokán se alzó sobre la punta de los pies y lanzó una rápida mirada ante sí.
—¡Ah! —murmuró, sin manifestar la más mínima aprensión—. ¡Un maias por una parte y un harimanbintang[48] por otra! Veremos si son capaces de cerrarnos el paso. Prepara tu fusil y dispongámonos a todo.