Ahora la partida estaba perdida y amenazaba con volverse seriamente peligrosa para el pirata y para su compañero.
No era de suponer que el centinela, dada la oscuridad y la distancia, hubiera podido descubrir con claridad al pirata, que se había escondido rápidamente detrás de un arbusto; pero podía abandonar su puesto e ir a buscarlo o llamar a otros compañeros.
Sandokán comprendió enseguida que iba a exponerse a un gran peligro, y así, en vez de avanzar, permaneció inmóvil detrás de aquel abrigo.
El centinela repitió la intimación; al no recibir respuesta alguna, dio unos pasos adelante, doblando a derecha e izquierda para intentar descubrir lo que se escondía detrás del arbusto; luego, pensando quizá que se había equivocado, regresó hacia la casa, y volvió a su puesto de centinela en la entrada.
Sandokán, a pesar de que sentía sobre sí el fortísimo deseo de realizar su temeraria empresa, comenzó a retroceder lentamente con mil precauciones, pasando de un tronco a otro y arrastrándose detrás de los arbustos, sin apartar los ojos del soldado, el cual tenía siempre el fusil en la mano, dispuesto a disparar. Cuando llegó en medio de los parterres, apretó el paso y corriendo llegó al invernadero, donde lo esperaba el portugués, presa de mil ansiedades.
—¿Qué has visto? —Le preguntó Yáñez—. Ya estaba temiendo por ti.
—Nada bueno para nosotros —respondió Sandokán con sorda cólera—. La casa está custodiada por centinelas y numerosos soldados recorren el jardín en todas las direcciones. Esta noche no podremos intentar absolutamente nada.
—Aprovecharemos para descabezar un sueñecillo. Seguramente aquí ya no volverán a molestarnos.
—¿Quién puede asegurarlo?
—¿Quieres hacer que me entre fiebre, Sandokán?
—Cualquier otra patrulla puede pasar por estas cercanías y hacer una nueva exploración.
—Me parece que esto marcha mal para nosotros, hermanito mío. ¡Si tu muchacha pudiera sacarnos de esta fea situación!…
—¡Pobre Marianna! ¡Quién sabe cómo la vigilarán! ¡Y quién sabe cuánto sufrirá sin tener noticias nuestras! Daría cien gotas de mi sangre por poder decirle que estamos vivos todavía.
—Se encuentra en condiciones mucho mejores que nosotros, hermanito mío. No pienses más en ella por ahora. ¿Quieres que aprovechemos estos momentos de tregua para dormir unas horas? Un poco de descanso nos vendrá bien.
—Sí, pero con un ojo abierto.
—Me gustaría dormir con los dos ojos abiertos. Vamos a tumbarnos detrás de esos tiestos e intentaremos dormir.
El portugués y su compañero, a pesar de que no se sentían completamente tranquilos, se acomodaron lo mejor posible en medio de las rosas de China, intentando saborear un poco de descanso.
Pero a pesar de toda su buena voluntad, no fueron capaces de pegar ojo. El temor de ver aparecer otra vez a los soldados de lord James los tenía constantemente despiertos. Incluso varias veces, para calmar su creciente ansiedad, se levantaron y salieron del invernadero para ver si sus enemigos se acercaban.
Cuando despuntó el alba, los ingleses volvieron a revisar el jardín con mayor encarnizamiento, rebuscando entre los boscajes de bambú y de plátanos, los arbustos y los parterres. Parecía que estaban seguros de descubrir, antes o después, a los dos audaces piratas que habían cometido la imprudencia de saltar la cerca del jardín. Yáñez y Sandokán, viéndolos lejos, aprovecharon para saquear una especie de naranjo, que producía frutas tan grandes como la cabeza de un niño y muy jugosas, conocidas por los malayos con el nombre de buákadangsa, y luego volvieron a esconderse en la estufa, después de haber tenido la precaución de borrar cuidadosamente las huellas de hollín que habían dejado en el suelo.
A pesar de que el invernadero ya había sido inspeccionado, los ingleses podían volver para asegurarse mejor, a la luz del día, de que no se escondían allí los dos audaces piratas.
Sandokán y Yáñez, después de haber devorado su escaso refrigerio, encendieron los cigarrillos y se acomodaron entre las cenizas y el hollín, esperando que volviera a caer la noche para intentar la fuga.
Llevaban allí ya varias horas, cuando a Yáñez le pareció oír pasos fuera. Ambos se levantaron empuñando el kriss.
—¿Vuelven? —preguntó el portugués.
—¿No te habrás equivocado? —dijo Sandokán.
—No, alguien ha pasado por el sendero.
—Si fuera cierto que se tratase de un solo hombre, saldría para hacerlo prisionero.
—Estás loco, Sandokán.
—Por él podríamos saber dónde se encuentran los soldados y por qué parte se puede pasar.
—¡Humm!… Estoy seguro de que nos engañaría.
—No se atrevería con nosotros, Yáñez.
—¿Quieres que vayamos a ver?
—No te fíes, Sandokán.
—Sin embargo, hay que intentar algo, amigo mío.
—Déjame que salga yo.
—¿Y me voy a quedar yo aquí sin hacer nada?
—Si me hace falta ayuda, te llamaré.
—¿Ya no oyes nada?
—No.
—De todos modos, ve, Yáñez. Yo estaré preparado para lanzarme fuera.
Yáñez se quedó escuchando primero unos instantes, luego atravesó el invernadero y salió fuera, mirando atentamente bajo los plátanos.
Se escondió en medio de un arbusto y vio algunos soldados que todavía estaban batiendo, aunque a disgusto, los parterres del jardín.
Los otros debían de haberse adelantado fuera de la cerca, habiendo perdido la esperanza de encontrar a los dos piratas en los alrededores de la casa.
—Esperemos —dijo Yáñez—. Si no nos encuentran en todo el día se persuadirán quizá de que hemos conseguido largarnos a pesar de su vigilancia. Si todo va bien, esta noche podremos abandonar nuestro escondite y lanzarnos a la selva.
Iba a volver, cuando al girar su mirada hacia la casa vio un soldado que avanzaba por el sendero que conducía al invernadero.
—¿Me habrá descubierto? —se preguntó ansiosamente.
Se lanzó en medio de los plátanos y, manteniéndose escondido detrás de aquellas gigantescas hojas, se reunió rápidamente con Sandokán. Este, al verlo con el rostro alterado, comprendió enseguida que algo grave debía de haberle sucedido.
—¿Te han seguido acaso? —le preguntó.
—Temo que me hayan visto —respondió Yáñez—. Un soldado se dirige hacia nuestro refugio.
—¿Uno solo?
—Pues claro.
—Ese es el hombre que me hace falta.
—¿Qué quieres decir?
—¿Están lejos los otros?
—Están cerca de la empalizada.
—Entonces lo prenderemos.
—¿A quién? —preguntó Yáñez con espanto.
—Al soldado que se dirige hacia aquí.
—Pero tú quieres que nos perdamos, Sandokán.
—Ese hombre me es necesario. Vamos, sígueme.
Yáñez quería protestar, pero Sandokán ya se hallaba fuera del invernadero. Así que de buena o mala ganase vio obligado a seguirlo, para impedirle al menos cometer alguna gran imprudencia.
El soldado que Yáñez había descubierto no se encontraba a más de doscientos pasos. Era un jovencito delgado, pálido, con los cabellos rojos e imberbe todavía, probablemente un soldado novato. Avanzaba descuidadamente, silbando entre dientes y llevando el fusil en bandolera. Desde luego ni siquiera se había percatado de la presencia de Yáñez, porque en caso contrario habría empuñado el arma y no avanzaría sin tomar alguna precaución o llamar en su ayuda a algún camarada.
—Será fácil capturarlo —dijo Sandokán, inclinándose hacia Yáñez, que se había reunido con él—. Mantengámonos escondidos en medio de estos plátanos y apenas haya pasado ese jovencito caeremos sobre él por la espalda. Prepara un pañuelo para amordazarlo.
—Estoy preparado —respondió Yáñez—, pero te digo que vas a cometer una imprudencia.
—Ese hombre no podrá oponer mucha resistencia.
—¿Y si grita?
—No le dará tiempo. ¡Ahí está!
El soldado había sobrepasado ya el matorral sin haberse dado cuenta de nada. Yáñez y Sandokán, de común acuerdo, cayeron sobre él por la espalda. Mientras el Tigre lo aferraba por el cuello, el portugués le ponía la mordaza en la boca. A pesar de que el ataque fue fulminante, el jovencito tuvo tiempo de dar un grito agudo.
—Rápido, Yáñez —dijo Sandokán.
El portugués tomó en sus brazos al inglés y lo transportó rápidamente a la estufa. Sandokán lo alcanzó a los pocos momentos. Estaba bastante inquieto porque no había tenido tiempo de recoger la carabina del prisionero, al ver dos soldados que se lanzaban hacia el sendero.
—Estamos en peligro, Yáñez —dijo, entrando rápidamente en la estufa.
—¿Se han dado cuenta de que hemos raptado al soldado? —preguntó Yáñez palideciendo.
—Deben de haber oído el grito.
—Entonces estamos perdidos.
—Todavía no. Pero, si ven en el suelo la carabina de su camarada, seguro que vendrán aquí a buscar.
—No perdamos tiempo, hermanito mío. Salgamos de aquí y corramos hacia la cerca.
—Nos fusilarán antes de haber andado cincuenta pasos. Quedémonos en la estufa y esperemos con calma los acontecimientos. Por otra parte, estamos armados y dispuestos a todo.
—Me parece que vienen. —No te asustes, Yáñez.
El portugués no se había equivocado. Algunos soldados habían llegado ya cerca del invernadero y comentaban la misteriosa desaparición de su camarada.
—Si ha dejado aquí el arma, quiere decir que alguien lo ha sorprendido y se lo ha llevado —decía un soldado.
—Me parece imposible que los piratas se encuentren todavía aquí y que hayan tenido tanta audacia como para intentar un golpe semejante —decía otro—. ¿Habrá querido Barry burlarse de nosotros?
—No me parece que sea este momento propicio para bromas.
—Sin embargo, yo no estoy convencido de que le haya ocurrido una desgracia.
—Pues yo en cambio os digo que ha sido atacado por los dos piratas —replicó una voz nasal con acento escocés—. ¿Quién ha visto a esos dos hombres saltar la empalizada?
—Pues, si no, ¿dónde crees que están escondidos? Hemos recorrido todo el jardín sin encontrar ni rastro. ¿Serán realmente esos bribones dos espíritus infernales, capaces de esconderse bajo la tierra o en el tronco de los árboles?
—¡Eh!… ¡Barry!… —gritó una voz de trueno—. Déjate de bromas, bribón, o te haré azotar como un marinero.
Naturalmente nadie respondió. El jovencito tenía buenas ganas de ello, pero, amordazado como se encontraba, y además amenazado por los kriss de Sandokán y de Yáñez, no podía hacerlo. Aquel silencio confirmó a los soldados en la sospecha de que a su camarada le había ocurrido una desgracia.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó el escocés.
—Busquémoslo, amigos —dijo otro.
—Ya hemos registrado toda esta espesura.
—Entremos en el invernadero —dijo un tercero. Los dos piratas, al oír aquellas palabras, se sintieron invadidos por una profunda inquietud.
—¿Qué hacemos? —preguntó Yáñez.
—Antes de nada mataremos al prisionero —resolvió Sandokán.
—La sangre nos traicionaría. Además, creo que este jovencito está medio muerto del susto y no podrá hacernos daño.
—De acuerdo, perdonémosle la vida. Ponte junto a la portezuela y rompe el cráneo al primer soldado que intente entrar.
—¿Y tú?
—Preparo una hermosa sorpresa a los casacas rojas.
Yáñez tomó la carabina, la montó y se tendió entre las cenizas. Sandokán se inclinó sobre el prisionero, diciéndole:
—Ten cuidado, porque, como intentes dar un solo grito, te clavo el puñal en la garganta, y te advierto que la punta ha sido envenenada con el jugo mortal del upas[45]. Si quieres vivir, no hagas un solo movimiento.
Dicho esto, se levantó y empujó las paredes de la estufa en distintos lugares.
—Será una espléndida sorpresa —dijo—. Esperemos el momento oportuno para mostrarnos.
Entretanto, los soldados habían entrado en el invernadero y removían con rabia los tiestos, soltando imprecaciones contra el Tigre de Malasia y su camarada.
Como no encontraban nada, fijaron sus miradas en la gran estufa.
—¡Por mil cañones! —Exclamó el escocés—. ¿Habrán asesinado a nuestro camarada y lo habrán escondido después ahí dentro?
—Vamos a ver —dijo otro.
—Despacio, compañero —dijo un tercero—. La estufa es lo suficientemente amplia como para ocultar más de un hombre.
Sandokán se había apoyado entonces contra las paredes, dispuesto a dar un empujón tremendo.
—Yáñez —dijo—, prepárate a seguirme.
Al oír abrirse la portezuela, Sandokán se retiró unos pasos y luego se lanzó. Se oyó un sordo fragor, y a continuación las paredes, desfondadas por aquella poderosa sacudida, cedieron.
—¡El Tigre! —gritaron los soldados, arrojándose a derecha e izquierda.
En medio del derrumbamiento de los ladrillos había aparecido de improviso Sandokán, con la carabina en la mano y el kriss entre los dientes.
Disparó contra el primer soldado que vio delante y luego se lanzó con ímpetu irresistible sobre los demás, derribando a otros dos, y después atravesó el invernadero, seguido de Yáñez.