I. Dos piratas en una estufa

Cualquier otro hombre que no hubiera sido malayo sin duda se habría roto las piernas en aquel salto, pero no ocurrió así con Sandokán, que, además de ser duro como el acero, poseía una agilidad de cuadrumano.

Apenas había tocado tierra, hundiéndose en medio de un parterre, cuando ya se había puesto en pie con el kriss en la mano, dispuesto a defenderse.

Afortunadamente el portugués estaba allí. Saltó a su lado y, agarrándolo por los hombros, lo empujó bruscamente hacia un grupo de árboles diciéndole:

—¡Pero huye, desgraciado! ¿Es que quieres dejarte fusilar?

—¡Déjame, Yáñez! —dijo el pirata, poseído de una viva exaltación—. ¡Asaltemos la quinta!

Tres o cuatro soldados aparecieron en una ventana, apuntándoles con los fusiles.

—¡Sálvate, Sandokán! —se oyó gritar a Marianna.

El pirata dio un salto de diez pasos, saludado por una descarga de fusiles, y una bala le atravesó el turbante. Se volvió, rugiendo como una fiera, y descargó su carabina contra la ventana, rompiendo los cristales e hiriendo en la frente a un soldado.

—¡Ven! —gritó Yáñez, arrastrándolo fuera de la casa—. Ven, testarudo imprudente.

La puerta de la casa se abrió, y diez soldados, seguidos de otros tantos indígenas empuñando antorchas, se lanzaron a campo abierto.

El portugués hizo fuego a través del follaje. El sargento que mandaba la pequeña cuadrilla cayó.

—Mueve las piernas, hermano mío —dijo Yáñez, mientras los soldados se detenían en torno a su jefe.

—No me decido a dejarla sola —dijo Sandokán, a quien la pasión le perturbaba el cerebro.

—Te he dicho que huyas. Ven o te llevo yo.

Dos soldados aparecieron a solo treinta pasos; detrás de ellos venía un grupo numeroso.

Los dos piratas no dudaron más. Se lanzaron en medio de los matorrales y de los parterres y se pusieron a correr hacia la cerca, saludados por algunos tiros de fusil disparados al azar.

—Corre deprisa, hermanito mío —dijo el portugués cargando la carabina, aunque sin dejar de correr—. Mañana devolveremos a esos miserables los tiros que nos han disparado por detrás.

—Temo haberlo echado todo a rodar, Yáñez —dijo el pirata con voz triste.

—¿Por qué, amigo mío?

—Ahora que saben que yo estoy aquí, ya no se dejarán sorprender.

—No digo que no, pero, si los praos han llegado, tendremos cien tigres para lanzarlos al asalto. ¿Quién resistirá semejante carga?

—Tengo miedo del lord.

—¿Qué puede hacer?

—Es un hombre capaz de matar a su sobrina, antes que dejarla caer en mis manos.

—¡Diablo! —exclamó Yáñez, rascándose furiosamente la frente—. No había pensado en eso.

Estaba a punto de pararse para tomar aliento y encontrar una solución a ese problema, cuando en medio de la profunda oscuridad vio correr unos reflejos rojizos.

—¡Los ingleses! —exclamó—. Han encontrado nuestra pista y nos siguen a través del jardín. ¡Corre deprisa, Sandokán!

Los dos partieron corriendo, adentrándose cada vez más en el jardín, para alcanzar la cerca.

Sin embargo, a medida que se alejaban, la marcha se hacía cada vez más difícil. Árboles grandísimos, lisos y derechos unos, nudosos y retorcidos otros, se erguían por todas partes sin dejar ningún pasadizo.

Pero eran hombres que sabían orientarse por instinto, y estaban seguros de llegar en poco tiempo a la cerca.

En efecto, tras haber atravesado la parte boscosa del jardín, se encontraron en terrenos cultivados. Pasaron sin detenerse por delante del quiosco chino, retrocedieron para no perderse entre aquellas gigantescas plantas, se metieron de nuevo en medio de los parterres y, corriendo a través de las flores, llegaron finalmente junto a la cerca, sin ser descubiertos por los soldados, que estaban ya explorando todo el jardín.

—Despacio, Sandokán —dijo Yáñez, sujetando a su compañero, que estaba ya a punto de lanzarse hacia la empalizada—. Los disparos pueden haber atraído a los soldados que vimos salir después de la puesta del sol.

—¿Crees que habrán vuelto al jardín?

—¡Eh!… ¡Calla!… Agáchate aquí cerca y escucha.

Sandokán aguzó los oídos, pero no oyó más que el susurro de las hojas.

—¿Has visto a alguien? —preguntó.

—He oído romperse una rama detrás de la empalizada.

—Puede haber sido cualquier animal.

—Y pueden haber sido los soldados. ¿Quieres que te diga más? Me parece haber oído cuchichear a algunas personas. Apostaría el diamante de mi kriss contra una piastra[42] a que detrás de esta empalizada hay casacas rojas emboscados. ¿No te acuerdas del grupo que abandonó el jardín?

—Sí, Yáñez. Pero no nos quedaremos encerrados aquí dentro.

—¿Y qué quieres hacer?

—Cerciorarme de si está el camino libre.

Sandokán, que ahora se había vuelto mucho más prudente, se alzó sin hacer ruido, y, después de haber echado una rápida mirada bajo los árboles del jardín, trepó con la ligereza de un gato por la empalizada.

Apenas había alcanzado la cima, cuando de la otra parte oyó palabras en voz baja.

—Yáñez no se había equivocado —murmuró.

Se inclinó hacia adelante y miró bajo los árboles que crecían al otro lado de la cerca. A pesar de que la oscuridad era profunda, descubrió vagamente unas sombras humanas reunidas junto al tronco de una colosal casuarina[43].

Se apresuró a bajar y se reunió con Yáñez, el cual no se había movido.

—Tenías razón —le dijo—. Al otro lado de la cerca hay hombres al acecho.

—¿Son muchos?

—Me han parecido una media docena.

—¡Por Júpiter!…

—¿Qué hacemos, Yáñez?

—Tenemos que alejarnos deprisa y buscar por otro sitio una vía de salvación.

—Temo que ya sea demasiado tarde. ¡Pobre Marianna!… Quizá nos creerá ya presos o acaso muertos.

—No pensemos en la muchacha por ahora. Somos nosotros los que corremos un grave peligro.

—Vámonos de aquí.

—Calla, Sandokán. Oigo hablar al otro lado de la cerca.

En efecto, se oían dos voces, una ronca y la otra imperiosa, que hablaban junto a la empalizada. El viento, que soplaba de la selva, las traía distintamente a los oídos de los dos piratas.

—Te digo —afirmó la voz imperiosa— que los piratas han entrado en el jardín para intentar un golpe de mano sobre la quinta.

—No lo creo, sargento Bell —respondió su acompañante.

—¿Te parece que nuestros camaradas disparan cartuchos por diversión, estúpido? Tienes el cerebro vacío, Willis.

—Entonces no podrán escapársenos.

—Eso espero. Somos treinta y seis y podemos vigilar la cerca y reunirnos a la primera señal. Vamos, rápido, separaos y abrid bien los ojos. Quizá tengamos que vérnoslas con el Tigre de Malasia.

Después de aquellas palabras se oyó romperse unas ramas y crujir unas hojas. Luego nada más.

—Esos bribones son bastante numerosos —murmuró Yáñez, inclinándose hacia Sandokán—. Estamos a punto de ser rodeados, y si no actuamos con suma prudencia caeremos en la red que nos han tendido.

—¡Calla!… —dijo el Tigre de Malasia—. Vuelvo a oír hablar.

La voz imperiosa proseguía entonces:

—Tú, Bob, quédate aquí mientras yo voy a emboscarme detrás de aquel alcanforero. Mantén el fusil montado y los ojos fijos en la cerca.

—No temáis, sargento —respondió el que había sido llamado Bob—. ¿Creéis que tendremos que vérnoslas precisamente con el Tigre de Malasia?

—Ese audaz pirata se ha enamorado locamente de la sobrina de lord Guillonk, un bomboncito destinado al baronet Rosenthal, y ya puedes imaginarte lo tranquilo que estará ese hombre. Estoy segurísimo de que esta noche ha intentado raptarla, a pesar de la vigilancia de nuestros soldados.

—¿Y cómo se las ha apañado para desembarcar sin ser visto por nuestros cruceros?

—Habrá aprovechado el huracán. Se dice también que se han visto unos praos navegando por el mar de nuestra isla.

—¡Qué audacia!

—¡Oh!… ¡Veremos alguna más! El Tigre de Malasia nos dará que hacer, te lo digo yo, Bob. Es el hombre más audaz que he conocido.

—Pero esta vez no se nos escapará. Si se encuentra en el jardín, no podrá salir tan fácilmente.

—Basta; a tu puesto, Bob. Tres carabinas cada cien metros pueden ser suficientes para detener al Tigre de Malasia y a sus compañeros. No olvidéis que nos ganaremos mil libras esterlinas si conseguimos matar al pirata.

—Una hermosa cifra, a fe mía —dijo Yáñez sonriendo—. Lord James te valora mucho, hermanito mío.

—Que esperen ganarlas —respondió Sandokán. Se levantó y miró hacia el jardín.

En la lejanía vio aparecer y desaparecer puntos luminosos entre los parterres. Los soldados de la quinta habían perdido el rastro de los fugitivos y buscaban al azar, esperando probablemente el alba para emprender una verdadera batida.

—Por ahora no tenemos nada que temer de parte de esos hombres —comentó.

—¿Quieres que intentemos escapar por alguna otra parte? —dijo Yáñez—. El jardín es espacioso y quizás no esté vigilada toda la cerca.

—No, amigo. Si nos descubren, tendremos a las espaldas cuarenta soldados y no podremos escapar tan fácilmente de sus tiros. Por ahora nos conviene escondernos en el jardín.

—¿Y dónde?

—Ven conmigo, Yáñez, y verás maravillas. Me has dicho que no cometa locuras y quiero demostrarte que seré prudente. Si me mataran, la muchacha no sobrevivirla a mi muerte, y por eso no hay que intentar un paso desesperado.

—¿Y no nos descubrirán los soldados?

—No creo. Por otra parte, no nos quedaremos aquí mucho tiempo. Mañana por la noche, pase lo que pase, levantaremos el vuelo. Ven, Yáñez. Voy a conducirte a un lugar seguro.

Los dos piratas se levantaron, colocándose las carabinas bajo el brazo, y se alejaron de la cerca, manteniéndose escondidos en medio de los parterres.

Sandokán hizo atravesar a su compañero una parte del jardín y lo condujo a una pequeña construcción de un solo piso, que servía de invernadero para las flores y que se levantaba a unos quinientos pasos de la casa de lord Guillonk.

Abrió la puerta sin hacer ruido y avanzó a tientas.

—¿Adónde vamos?

—Enciende un pedazo de yesca —respondió Sandokán.

—¿No descubrirán la luz desde fuera?

—No hay peligro. Esta construcción está rodeada de plantas espesísimas. Yáñez obedeció.

La estancia en que se encontraban estaba llena de grandes tiestos, donde crecían plantas que exhalaban penetrantes perfumes, pues estaban casi todas en flor, y se hallaba repleta de sillas y mesas de bambú.

En el extremo opuesto el portugués vio una estufa de dimensiones gigantescas, capaz de contener media docena de personas.

—¿Nos esconderemos aquí? —Preguntó a Sandokán—. ¡Humm! No me parece un lugar tan seguro. Los soldados no dejarán devenir a explorarlo, y más con ese millar de libras que lord James ha prometido por tu captura.

—No te digo que no vengan.

—Entonces nos prenderán.

—Despacio, amigo Yáñez.

—¿Qué quieres decir?

—Que no se les ocurrirá la idea de ir a buscarnos dentro de una estufa.

Yáñez no pudo reprimir un estallido de risa.

—¡En esa estufa! —exclamó.

—Sí, nos esconderemos ahí dentro.

—Nos pondremos más negros que los africanos, hermanito mío. El hollín no debe de escasear en ese monumental calorífero.

—Nos lavaremos más tarde, Yáñez.

—¡Pero…, Sandokán!

—Si no quieres venir, arréglatelas con los ingleses. No hay donde escoger, Yáñez: o en la estufa o dejarse prender.

—No se puede vacilar ante la elección —respondió Yáñez, riendo—. Vamos entretanto a visitar nuestro domicilio, para ver si al menos es cómodo.

Abrió la portezuela de hierro, encendió otro pedazo de yesca y se metió resueltamente en la inmensa estufa, estornudando sonoramente. Sandokán lo siguió sin vacilar.

Había sitio suficiente, pero había también gran abundancia de cenizas y hollín. El horno era tan alto que los dos piratas podían mantenerse cómodamente derechos.

El portugués, cuyo alegre humor no le faltaba nunca, se abandonó a una hilaridad clamorosa, no obstante la peligrosa situación.

—¿Quién podrá imaginarse jamás que el terrible Tigre de Malasia haya venido a refugiarse aquí? —dijo—. ¡Por Júpiter, estoy seguro de que la dejaremos limpia!

—No hables tan fuerte, amigo —recomendó Sandokán—. Podrían oírnos.

—¡Bah! Deben de estar todavía lejos.

—No tanto como crees. Antes de entrar en el invernadero he visto dos hombres que exploraban los parterres a pocos centenares de pasos de nosotros.

—¿Vendrán a visitar también este lugar?

—Estoy seguro de ello.

—¡Diablo!… ¿Y si miran también en la estufa?

—No nos dejaremos prender tan fácilmente, Yáñez. Tenemos nuestras armas, así que podemos sostener un asedio.

—Pero no tenemos ni siquiera un bizcocho, Sandokán. Espero que no te conformarás con comer hollín. Y además, las paredes de nuestra fortaleza no me parecen muy sólidas. Con un buen empujón de hombros se pueden derribar.

—Antes que tiren las paredes nos lanzaremos al ataque —dijo Sandokán, que tenía, como siempre, una inmensa confianza en su propia audacia y en su propio valor.

—Sin embargo, necesitaríamos procurarnos víveres.

—Los encontraremos, Yáñez. He visto plátanos y pombos, que crecen alrededor de este invernadero; saldremos a saquearlos.

—¿Cuándo?

—¡Calla!… ¡Oigo voces!…

—Me das escalofríos.

—Prepara la carabina y no temas. ¡Escucha!

Se oía hablar a algunas personas fuera y acercarse. Las hojas crujían y las piedrecillas de la senda que conducía al invernadero chirriaban bajo los pies de los soldados.

Sandokán apagó la yesca, dijo a Yáñez que no se moviera y a continuación abrió con precaución la portezuela de hierro y miró fuera.

El invernadero estaba aun completamente oscuro, pero a través de los cristales se vio brillar alguna antorcha en medio de los plátanos que crecían a lo largo de la senda.

Mirando con mayor atención, descubrió cinco o seis soldados, precedidos de dos negros.

—¿Se dispondrán a inspeccionar el invernadero? —se preguntó con cierta ansiedad. Volvió a cerrar con precaución la portezuela y se reunió con Yáñez en el momento en que un rayo de luz iluminaba el interior del pequeño edificio.

—Vienen —dijo al compañero, que ya casi no se atrevía a respirar—. Hemos de estar dispuestos a todo, incluso a lanzarnos contra esos inoportunos. ¿Has montado la carabina?

—Tengo ya el dedo en el gatillo.

—Muy bien; desenvaina también el kriss.

El grupo entraba entonces en el invernadero, iluminándolo completamente. Sandokán, que se mantenía junto a la portezuela, vio a los soldados mover los tiestos y las sillas, inspeccionando todos los rincones de la estancia. A pesar de su inmenso coraje, no pudo reprimir un estremecimiento.

Si los ingleses seguían buscando de aquel modo, era de esperar, de un momento a otro, su poco agradable visita.

Sandokán se apresuró a reunirse con Yáñez, el cual se había acurrucado en el fondo, semizambullido en las cenizas y el hollín.

—No te muevas —le susurró—. Quizá no nos descubran.

—¡Calla! —Dijo Yáñez—. ¡Escucha!

—Una voz decía:

—¿Habrá podido alzar el vuelo ese condenado pirata?

—¿O se habrá hundido bajo la tierra? —sugirió otro soldado.

—¡Oh! Ese hombre es capaz de todo, amigos míos —dijo un tercero—. ¡Os digo que ese sacripante no es un hombre como nosotros, sino un hijo del compadre Belcebú!

—Yo también soy de ese parecer —prosiguió la primera voz con cierto estremecimiento, que indicaba que su propietario tenía encima una buena dosis de miedo—. No he visto más que una vez a ese hombre tremendo y me ha bastado. No era un hombre, sino un verdadero tigre, y os digo que tuvo el corazón de arrojarse contra cincuenta hombres sin que una bala pudiese alcanzarlo.

—Me das miedo, Bob —dijo otro soldado.

—¿Y quién no tendría miedo? —Prosiguió el que se llamaba Bob—. Yo creo que ni siquiera lord Guillonk se sentiría con ánimo para enfrentarse con ese hijo del infierno.

—De cualquier modo, nosotros intentaremos prenderlo; es imposible que ahora se nos escape. El jardín está todo rodeado y, si quiere escalar la cerca, dejará allí los huesos. Apostaría dos meses de mi paga contra dos penny[44] a que lo capturaremos.

—Los espíritus no se prenden.

—Tú estás loco, Bob, para creerlo un ser infernal. ¿Acaso los marineros del crucero que derrotaron a los dos praos en la desembocadura del río no le metieron una bala en el pecho? Lord Guillonk, que tuvo la desventura de curar su herida, ha asegurado que el Tigre es un hombre como nosotros y que de su cuerpo sale sangre igual que del nuestro. ¿Y tú admites que los espíritus tengan sangre?

—No.

—Pues entonces ese pirata no es más que un bribón, muy audaz, muy valiente, pero siempre un bellaco digno de la horca.

—Canalla —murmuró Sandokán—. ¡Si no me encontrara aquí dentro, te enseñaría quién soy yo!

—Vamos —prosiguió la voz de antes—. Sigamos buscándolo o perderemos las mil libras que lord James Guillonk nos ha prometido.

—Aquí no está. Vamos a buscarlo a otra parte.

—Despacio, Bob. Allí veo una estufa monumental, capaz de servir de refugio a varias personas. Prepara la carabina y vamos a ver.

—¿Quieres burlarte de nosotros, camarada? —dijo un soldado—. ¿Quién crees que va a esconderse ahí dentro? Ahí no cabrían ni los pigmeos del rey de Abisinia.

—Vamos a inspeccionarla, os digo.

Sandokán y Yáñez se retiraron cuanto pudieron al extremo opuesto de la estufa y se tendieron entre las cenizas y el hollín, para escapar mejor a las miradas de aquellos curiosos.

Un instante después se abría la portezuela y un rayo de luz se proyectaba en el interior, insuficiente sin embargo para iluminar toda la estufa.

Un soldado introdujo la cabeza, pero enseguida la retiró estornudando sonoramente. Un puñado de hollín, que le había lanzado Sandokán a la cara, le había puesto más negro que un deshollinador y casi le había cegado.

—¡Al diablo el que tuvo la idea de hacerme meter las narices dentro de este depósito de tizne! —exclamó el inglés.

—Era una idea ridícula —exclamó otro soldado—. Aquí estamos perdiendo un tiempo precioso sin resultado. El Tigre de Malasia debe de encontrarse en el jardín y quizá a estas horas a punto de saltar la cerca.

—Salgamos deprisa —dijeron todos—. No será aquí donde ganemos las mil libras esterlinas prometidas por el lord.

Los soldados se batieron precipitadamente en retirada, cerrando con estrépito la puerta del invernadero. Durante algunos instantes se oyeron sus pasos y sus voces, y después nada más.

El portugués respiró largamente.

—¡Cuerpo de cien mil espingardas! —exclamó—. Me parece haber vivido cien años en pocos segundos. Ya no daba una piastra por nuestra piel. Por poco que el soldado se hubiera alargado, nos hubiera descubierto a los dos. Se podría encender un cirio a la Virgen del Pilar.

—No niego que el momento haya sido terrible —respondió Sandokán—. Cuando he entrevisto a pocos palmos de mí aquella cabeza, lo he visto todo rojo delante de mis ojos y no sé quién me habrá impedido hacer fuego.

—¡Hubiera sido una fea situación!

—Pero ahora ya no tenemos nada que temer. Continuarán su búsqueda en el jardín, y luego acabarán por persuadirse de que ya no estamos aquí.

—¿Y cuándo nos iremos?… Desde luego no tendrás la idea de quedarte aquí una semana. Piensa que los praos pueden haber llegado ya a la desembocadura del río.

—No tengo ninguna intención de quedarme aquí encerrado, tanto más cuanto que no abundan los víveres. Esperemos a que ceda un poco la vigilancia de los ingleses y ya verás cómo levantamos el vuelo. Yo también tengo un gran deseo de saber si nuestros hombres han llegado, porque sin su ayuda nos será imposible raptar a mi Marianna.

—Sandokán mío, vamos a ver si hay algo que poner bajo los dientes o con que remojar el gaznate. —Salgamos, Yáñez.

El portugués, que se sentía ahogar dentro de aquella estufa hollinienta, echó la carabina por delante y luego se arrastró hasta la portezuela, saltando ágilmente sobre un tiesto que estaba cerca, para no dejar en el suelo las huellas del hollín.

Sandokán imitó aquella prudente maniobra y, saltando de tiesto en tiesto, llegaron a la puerta del invernadero.

—¿No se ve a nadie? —preguntó.

—Todo está oscuro en el exterior.

—Entonces vamos a saquear los plátanos. Se dirigieron hasta los boscajes que crecían a lo largo del sendero y, después de haber encontrado algunos plátanos y pombos, hicieron una buena provisión con que calmar los estirones del estómago y los ardores de la sed. Iban a volver al invernadero, cuando Sandokán se detuvo, diciendo:

—Espérame aquí, Yáñez. Quiero ir a ver dónde están los soldados.

—Vas a cometer una imprudencia —respondió el portugués—. Déjalos que busquen donde quieran. ¿Qué nos importa ahora eso?

—Tengo un plan en la cabeza.

—Al diablo tu plan. Por esta noche no se puede hacer nada.

—¿Quién sabe? —Respondió Sandokán—. Quizá podamos marcharnos sin esperar a mañana. Además, mi ausencia será breve.

Entregó a Yáñez la carabina, empuñó el kriss y se alejó silenciosamente, manteniéndose bajo la oscura sombra de los boscajes.

Cuando llegó al último grupo de plátanos, descubrió a gran distancia algunas antorchas que se dirigían a la cerca.

—Parece que se alejan —murmuró—. Vamos a ver qué sucede en la casa de lord James. ¡Ah!… Si pudiese ver, siquiera por unos instantes, a mi muchacha… Me iría de aquí más tranquilo.

Ahogó un suspiro y se dirigió hacia el sendero, procurando mantenerse al abrigo de los troncos de los árboles y de los arbustos.

Cuando llegó al alcance de la casa, se detuvo bajo unos mangos[31] y miró. Su corazón se sobresaltó al ver la ventana de Marianna iluminada.

—¡Ah! ¡Si pudiese raptarla! —murmuró, mirando la luz que brillaba a través de las rejas.

Dio aún tres o cuatro pasos, manteniéndose inclinado hacia el suelo para que no lo descubriera ningún soldado que pudiera hallarse emboscado por aquellos alrededores, y después se detuvo nuevamente.

Había descubierto una sombra que pasaba delante de la luz y le pareció que era la de la mujer amada.

Estaba a punto de lanzarse hacia adelante, cuando al bajar los ojos vio una forma humana quieta delante de la puerta de la casa. Era un centinela, que estaba apoyado en su carabina.

«¿Me habrá descubierto?», se preguntó.

Su vacilación duró un solo instante. Había vuelto a ver la sombra de la muchacha, que pasaba de nuevo por detrás de las rejas.

Sin cuidarse del peligro se lanzó hacia adelante. Apenas había dado diez pasos, cuando vio que el centinela empuñaba rápidamente la carabina.

—¿Quién vive? —gritó.

Sandokán se detuvo.