La noche era tempestuosa, pues aún no se había calmado el huracán.
El viento rugía y ululaba en mil tonos diferente entre los boscajes, retorciendo las ramas de las planta y haciendo revolotear por el aire masas de follaje, de blando y tumbando los árboles jóvenes y sacudiendo poderosamente los añosos. De cuando en cuando, relámpagos deslumbrantes rompían las espesas tinieblas y los rayos caían abatiendo e incendiando las más alta plantas de la selva.
Era una verdadera noche de infierno, una noche propicia para intentar un audaz golpe de mano en la quinta. Desgraciadamente los hombres de los praos no estaban allí para ayudar a Sandokán en la temeraria empresa.
A pesar de que el huracán se recrudecía, los dos piratas no se paraban. Guiados por la luz de los relámpagos, intentaban llegar al río para ver si algún prao había podido refugiarse en la pequeña bahía.
Sin preocuparse de la lluvia que caía a torrentes, pero guardándose bien de dejarse aplastar por las gruesas ramas que el viento desgajaba, tras dos horas llegaron inesperadamente junto a la desembocadura del río, mientras que para ir a la quinta habían empleado doble tiempo.
—Nos hemos guiado mejor en medio de la oscuridad que en pleno día —dijo Yáñez—. Ha sido una verdadera suerte en una noche como esta.
Sandokán bajó a la ribera y esperó un relámpago para lanzar una rápida mirada sobre las aguas de la bahía.
—Nada —dijo con voz sorda—. ¿Les habrá ocurrido alguna desgracia a mis barcos?
—Yo creo que no habrán abandonado todavía sus refugios —respondió Yáñez—. Se habrán dado cuenta de que amenazaba estallar otro huracán y, como gente prudente, no se habrán movido. Ya sabes que no es fácil desembarcar aquí cuando están alborotados los vientos y las olas.
—Tengo vagas inquietudes, Yáñez.
—¿Qué temes?
—Que hayan naufragado.
—¡Bah! Nuestros barcos son sólidos. Dentro de unos días los veremos llegar. Los citaste en esta pequeña bahía, ¿no es cierto?
—Sí, Yáñez.
—Vendrán. Busquemos un abrigo, Sandokán. Llueve a chaparrón y este huracán no se calmará tan pronto.
—¿Adónde ir?
—Tenemos la cabaña construida por Giro-Batol durante su estancia en esta isla, pero dudo que pueda encontrarla.
—Vamos a meternos en medio de aquel bosquecillo de plátanos. Las gigantescas hojas de esas plantas nos protegerán.
—Es mejor construir un attap, Yáñez.
—No había pensado en eso. Dentro de unos minutos podemos tenerlo hecho. Sirviéndose del kriss, cortaron algunos bambúes que crecían en las orillas del río y los asentaron bajo un soberbio pombo, cuyo espesísimo follaje era casi suficiente para protegerlos de la lluvia. Una vez cruzados los bambúes como el esqueleto de una tienda, los cubrieron con las gigantescas hojas de los plátanos, superponiéndolas de modo que formaran dos techos con vertiente.
Como Yáñez había dicho, bastaron pocos minutos para construir aquel abrigo. Los dos piratas se metieron debajo, llevando consigo un racimo de plátanos, y luego, tras una cena compuesta únicamente por aquella fruta, intentaron dormir un poco, mientras el huracán se desencadenaba con mayor violencia, con acompañamiento de relámpagos y de truenos ensordecedores.
La noche fue pésima. Varias veces Yáñez y Sandokán se vieron obligados a reforzar la cabañuca y a volver a cubrirla con ramas y hojas de plátano para protegerse de aquella lluvia diluvial e incesante. Sin embargo, hacia el alba el tiempo se calmó un poco, permitiendo a los dos piratas dormir tranquilamente hasta las diez de la mañana.
—Vamos a buscar la comida —dijo Yáñez cuando se despertó—. Espero volver a encontrar otra ostra colosal.
Se dirigieron hacia la bahía, siguiendo la orilla meridional y, rebuscando en los numerosos arrecifes, consiguieron procurarse varias ostras de increíble tamaño y algunos crustáceos. Yáñez añadió plátanos y algunos pombos, naranjas bastante grandes y muy suculentas. Terminada la comida, remontaron la costa hacia el septentrión, esperando descubrir alguno de sus praos, pero no vieron a nadie navegando por el mar.
—La borrasca no les habrá permitido volver a bajar al sur —dijo Yáñez a Sandokán—. El viento ha soplado constantemente del mediodía.
—Sin embargo, estoy muy inquieto por su suerte, amigo —respondió el Tigre de Malasia—. Este retraso está haciendo nacer en mí graves temores.
—¡Bah!… Nuestros hombres son unos marinos muy hábiles.
Durante gran parte del día estuvieron dando vueltas por la playa, y después, hacia la puesta del sol, volvieron a entrar en el bosque para acercarse a la quinta de lord James Guillonk.
—¿Crees que Marianna habrá encontrado nuestra carta? —preguntó Yáñez a Sandokán.
—Estoy seguro de ello —respondió el Tigre.
—Entonces acudirá a la cita.
—Si está libre…
—¿Qué quieres decir, Sandokán?
—Temo que lord James la vigile estrechamente.
—¡Diablo!
—Sin embargo, nosotros iremos igualmente a la cita, Yáñez. El corazón me dice que la veré.
—Siempre que no cometas imprudencias. En el jardín y en la quinta es fácil que haya soldados.
—De eso estoy seguro.
—Intentaremos no dejarnos sorprender.
—Actuaré con calma.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—Entonces, andando.
Avanzando lentamente, con los ojos en guardia, aguzados los oídos, espiando prudentemente entre las espesas frondas y matorrales, para no caer en alguna emboscada, hacia las siete de la tarde llegaron a las proximidades del jardín. Quedaban aún unos pocos minutos de crepúsculo y podían bastar para examinar la quinta.
Después de haberse cerciorado de que no había escondido ningún centinela por los alrededores, se acercaron a la empalizada y, ayudándose el uno al otro, la escalaron.
Se dejaron caer de la otra parte y sé arrojaron en medio de los parterres, devastados en gran parte por el huracán, y se escondieron en un grupo de peonías de China.
Desde aquel lugar podían observar cómodamente lo que sucedía en el jardín e incluso en la quinta, pues solo tenían ante sí unos cuantos árboles.
—Veo un oficial en una ventana —dijo Sandokán.
—Y yo un centinela que vigila la esquina de la quinta —añadió Yáñez—. Si ese hombre se queda allí después de que caigan las tinieblas, nos va a molestar no poco.
—Lo despacharemos —dijo Sandokán resueltamente.
—Sería mejor sorprenderlo y amordazarlo. ¿Tienes tú alguna cuerda?
—Tengo mi faja.
—Magnífico y… ¡Ah, bribones!
—¿Qué pasa, Yáñez?
—¿No ves que han puesto rejas en todas las ventanas?
—¡Maldición de Alá!… —exclamó Sandokán con los dientes apretados.
—Hermano mío, lord james debe conocer muy bien la audacia del Tigre de Malasia.
—¡Por Baco! ¡Cuántas precauciones!…
—Entonces Marianna estará vigilada.
—Desde luego, Sandokán.
—Y no podrá acudir a mi cita.
—Es probable —dijo Yáñez.
—Pero la veré igualmente.
—¿De qué modo?
—Escalando la ventana. Tú ya habías previsto esto y le habíamos escrito que se procurase una cuerda.
—¿Y si nos sorprenden los soldados?
—Lucharemos.
—¿Los dos solos?
—Tú sabes que tienen miedo de nosotros.
—No digo que no.
—Y que nosotros luchamos como diez hombres.
—Sí, cuando las balas no nievan demasiado espesas. ¡Eh!… Mira, Sandokán.
—¿Qué has visto?
—Un grupo de soldados que abandona la quinta —respondió el portugués, que se había izado sobre una gruesa raíz de un pombo cercano para observar mejor.
—¿Dónde van?
—Abandonan el jardín.
—¿No irán a vigilar los alrededores?
—Eso me temo.
—Mejor para nosotros.
—Sí, quizá. Y ahora esperemos la medianoche.
Encendió con precaución un cigarrillo y se tendió al lado de Sandokán, fumando tranquilamente como si se encontrase sobre el puente de uno de sus praos.
Sandokán, en cambio, roído por la impaciencia, no podía estarse quieto un instante. De cuando en cuando se levantaba para escudriñar las tinieblas, intentando averiguar lo que sucedía en la casa del lord o descubrir a la jovencita. Vagos temores lo agitaban. Podría ocurrir que le hubieran preparado una trampa en el interior de la habitación. Quizá la carta había sido encontrada por alguien y mostrada a lord James en vez de a Marianna.
No pudiendo contenerse más, continuaba preguntando a Yáñez, pero este fumaba sin responderle.
Por fin llegó la medianoche. Sandokán se levantó de un salto, dispuesto a lanzarse hacia la casa, incluso a riesgo de encontrarse de improviso frente a los soldados de lord James.
Sin embargo, Yáñez, que también se había puesto en pie, lo agarró por un brazo.
—Despacio, hermanito[5] —le dijo—. Me has prometido ser prudente.
—Ya no temo a nadie —dijo Sandokán—. Estoy decidido a todo.
—Se me encoge la piel, amigo. Olvidas que hay un centinela junto a la quinta.
—Pues vamos a matarlo.
—Hace falta que no dé la alarma.
—Lo estrangularemos.
Dejaron el matorral de peonías y empezaron a arrastrarse entre los parterres escondiéndose detrás de los arbustos y de las rosas de China, que crecían en gran número.
Habían llegado a unos cien pasos de la casa, cuando Yáñez detuvo a Sandokán.
—¿Ves a ese soldado? —le preguntó.
—Sí.
—Me parece que se ha dormido, apoyado en su fusil.
—Tanto mejor, Yáñez. Ven y estate dispuesto a todo.
—Tengo preparado mi pañuelo para amordazarlo.
—Y yo tengo en la mano el kriss. Si da un grito lo mato.
Se arrojaron ambos en medio de un espeso parterre que se prolongaba en dirección al pabellón y, arrastrándose como dos serpientes, llegaron a pocos pasos del soldado.
Aquel pobre joven, seguro de no ser molestado, se había apoyado en la pared de la casa y dormitaba con el fusil entre las manos.
—¿Preparado, Yáñez? —preguntó Sandokán con un hilo de voz.
—Adelante.
Sandokán, con un salto de tigre, se arrojó sobre el joven soldado y, aferrándolo estrechamente por la garganta, lo derribó de un empujón irresistible.
Yáñez se había lanzado también. Con mano rápida amordazó al prisionero y le ató las manos y las piernas, diciéndole con voz amenazante:
—¡Cuidado, eh!… Si haces el más mínimo gesto, te hundo el kriss en el corazón.
Después, volviéndose hacia Sandokán:
—Ahora a tu muchacha. ¿Sabes cuáles son sus ventanas?
—¡Oh, sí! —exclamó el pirata, que ya estaba mirándolas fijamente—. Ahí están, encima de ese emparrado. ¡Ah, Marianna! ¡Si supieras que estoy aquí!…
—Ten paciencia, hermano mío, que si el diablo no mete el rabo de por medio, la verás.
De pronto, Sandokán retrocedió, dando un verdadero rugido.
—¿Qué pasa? —preguntó Yáñez palideciendo.
—¡Han cerrado sus ventanas con rejas!
—¡Diablo!… ¡Bah, no importa!
Recogió un puñado de piedrecillas y lanzó una de ellas contra los cristales, produciendo un ligero rumor. Los dos piratas esperaron conteniendo la respiración, poseídos de una viva emoción.
Ninguna respuesta. Yáñez lanzó otra piedrecilla, luego otra y enseguida la cuarta.
De improviso se abrieron los cristales, y Sandokán, a la azulada luz del astro nocturno, descubrió una forma blanca que reconoció enseguida.
—¡Marianna! —silbó, alzando los brazos hacia la jovencita, que se había inclinado sobre la reja.
Aquel hombre tan enérgico, tan fuerte, vaciló como si hubiera recibido una bala en medio del pecho y permaneció allí, como si estuviera desvariando, con los ojos muy abiertos, pálido y tembloroso.
Un ligero grito se desbordó del pecho de la joven, que había reconocido enseguida al pirata.
—Ánimo, Sandokán —dijo Yáñez, saludando galantemente a la jovencita—. Sube a la ventana, pero despacha pronto, porque aquí no sopla buen viento para nosotros.
Sandokán se lanzó hacia la casa, trepó por el emparrado y se agarró a las rejas de la ventana.
—¡Tú, tú!… —exclamó la jovencita loca de alegría—. ¡Gran Dios!
—¡Marianna! ¡Oh, mi adorada muchacha! —Murmuró con voz ahogada, cubriéndole las manos de besos—. ¡Por fin vuelvo a verte! Eres mía, ¿verdad? ¡Mía, aún mía!
—Sí, tuya, Sandokán, en la vida y en la muerte —respondió la vaporosa joven—. ¡Verte otra vez aun después de haberte llorado por muerto! ¡Qué alegría tan grande, amor mío!
—¿Entonces creías que me habían matado?
—Sí, y he sufrido mucho, inmensamente, creyéndote perdido para siempre.
—No, querida Marianna, no muere tan pronto el Tigre de Malasia. He pasado sin ser herido por medio del fuego de tus compatriotas, he atravesado el mar, he llamado a mis hombres y he vuelto aquí a la cabeza de cien tigres, dispuesto a todo por salvarte.
—¡Sandokán, Sandokán!
—Escucha ahora, Perla de Labuán —prosiguió el pirata—. ¿Está aquí el lord?
—Sí, y me tiene prisionera, temiendo tu llegada.
—Ya he visto a los soldados.
—Sí, y hay muchos soldados que vigilan día y noche en las habitaciones inferiores. Estoy rodeada por todas partes, encerrada entre rejas y bayonetas, en la absoluta imposibilidad de dar un paso abiertamente. Mi valiente amigo, temo que no podré jamás llegar a ser tu mujer, que no podré jamás ser feliz, porque mi tío, que ahora me odia, no consentirá jamás en emparentar con el Tigre de Malasia y hará todo lo posible por alejarnos, por interponer entre los dos la inmensidad del océano y la inmensidad de los continentes.
Dos lágrimas —dos perlas— cayeron de sus ojos.
—¡Lloras! —Exclamó Sandokán con amargura—. No llores, amor mío, o me volveré loco y cometeré cualquier locura. ¡Óyeme, Marianna! Mis hombres no están lejos; hoy son pocos, pero mañana o pasado mañana serán muchos, y tú sabes qué clase de hombres tengo. A pesar de que el lord levante barricadas en torno a la quinta, entraremos en ella, aunque tengamos que incendiarla o derribar sus muros. Yo soy el Tigre, y por ti me siento capaz de pasar a hierro y fuego no ya a la quinta de tu tío, sino a toda Labuán. ¿Quieres que te rapte esta noche? No somos más que dos, pero, si quieres, romperemos las rejas que te tienen prisionera, aunque tengamos que pagar con nuestra vida tu libertad. Habla, habla, Marianna. ¡Mi amor por ti me vuelve loco y me infunde fuerza suficiente para expugnar yo solo esta quinta!
—¡No, no!… —exclamó ella—. ¡No, mi valiente! Si tú mueres, ¿qué será de mí? ¿Crees que yo sobreviviría? Tengo confianza en ti, sí, tú me salvarás, pero lo harás cuando hayan llegado tus hombres, cuando seas fuerte, suficientemente poderoso para aplastar a los que me tienen prisionera o para romper las rejas que me encierran.
En aquel instante se oyó bajo el emparrado un ligero silbido. Marianna se sobresaltó.
—¿Has oído? —preguntó.
—Sí —respondió Sandokán—. Es Yáñez que se impacienta.
—Quizá ha descubierto un peligro, Sandokán. Quizá en las sombras de la noche se oculta algo grave para ti, mi valiente amigo. ¡Gran Dios! ¡Ha llegado la hora de la separación!
—¡Marianna!
—¡Si no volviéramos a vernos más…!
—No digas eso, amor mío; yo sabré encontrarte en cualquier parte adonde te lleven.
—Pero entretanto…
—Se trata tan solo de unas pocas horas, amada mía. Quizá mañana llegarán mis hombres y destruirán estas murallas.
El silbido del portugués volvió a oírse otra vez.
—Vete, mi noble amigo —dijo Marianna—. Quizá estás corriendo grandes peligros.
—¡Oh, no los temo!
—Vete, Sandokán, te lo ruego, vete antes de que te sorprendan.
—¡Dejarte!… No sé decidirme a abandonarte. ¿Por qué no habré traído a mis hombres aquí? Habría podido asaltar de improviso esta casa y raptarte.
—¡Huye, Sandokán! He oído pasos en el corredor.
—¡Marianna!… En aquel momento se oyó en la habitación un grito feroz.
—¡Miserable! —tronó una voz.
El lord, porque era precisamente él, cogió a Marianna por los hombros, intentando arrancarla de las rejas, mientras se oía levantar los cerrojos de la puerta de la planta baja.
—¡Huye! —gritó Yáñez.
—¡Huye, Sandokán! —repitió Marianna.
No había un momento que perder. Sandokán, que ya se veía perdido si no huía, de un salto inmenso atravesó el emparrado, precipitándose en el jardín.
(La narración de esta obra sigue en La última batalla).