XIV. La expedición contra Labuán

Los noventa hombres se embarcaron en los praos; Yáñez y Sandokán se aposentaron en el más grande y más sólido, que llevaba doble número de cañones y una media docena de potentes espingardas, y que además estaba protegido por gruesas láminas de hierro.

Levaron anclas, orientaron las velas, y la expedición salió de la bahía entre las aclamaciones de las bandas agolpadas en la orilla y sobre los bastiones.

El cielo estaba sereno y el mar liso como si fuera de aceite; sin embargo, hacia el sur aparecían algunas nubecillas de un color particular, de una forma extraña y que no presagiaban nada bueno.

Sandokán, que además de ser un catalejo excelente era también un buen barómetro, olfateó una próxima perturbación atmosférica; no obstante, no se inquietó.

—Si los hombres no son capaces de detenerme, tanto menos lo hará la tempestad. Me siento lo suficientemente fuerte como para desafiar incluso a los furores de la naturaleza —dijo.

—¿Temes un violento huracán? —preguntó Yáñez.

—Sí, pero no me hará volver atrás. Antes me será favorable, porque podremos desembarcar sin ser molestados por los cruceros.

—¿Y qué haremos al llegar a tierra?

—No lo sé todavía, pero me siento capaz de todo, tanto de enfrentarme incluso con toda la flota inglesa si intentara cerrarme el camino, como de lanzar a mis hombres contra la quinta para expugnarla.

—Si anuncias tu desembarco con alguna batalla, el lord no se quedará entre los bosques, sino que huirá a Victoria con la protección del fuerte y de los navíos.

—Es verdad, Yáñez —respondió Sandokán, suspirando—. Y, sin embargo, es preciso que Marianna sea mi esposa, porque siento que sin ella no se apagará jamás el fuego que me devora el corazón.

—Razón de más para actuar con la máxima prudencia y poder sorprender al lord.

—¡Sorprenderlo! ¿Y crees tú que el lord no está en guardia? Él sabe que soy capaz de todo, y habrá reunido en su patio soldados y marineros.

—Puede ser, pero recurriremos a la astucia. Quién sabe… Hay algo que está ya dando vueltas por mi cabeza y que puede llegar a madurar. Pero dime, amigo mío, ¿se dejará raptar Marianna?

—¡OH, sí! Me lo ha jurado.

—¿Y la llevarás a Mompracem?

—Sí.

—¿Y, después de haberte casado con ella, la tendrás allí para siempre?

—No lo sé, Yáñez —dijo Sandokán, emitiendo un profundo suspiro—. ¿Quieres que la destierre a mi salvaje isla para siempre? ¿Quieres que ella viva siempre entre mis tigres, que no saben más que tirar arcabuzazos, y manejar el kriss y el hacha? ¿Quieres que presente ante sus dulces ojos espectáculos horrendos, sangre y estragos por doquier, que la ensordezca con los gritos de los combatientes y el rugido de los cañones y que la exponga a un peligro continuo? Dime, Yáñez, ¿lo harías tú en mi caso?

—Pero piensa, Sandokán, en lo que será de Mompracem sin su Tigre de Malasia. Contigo volvería a brillar, hasta eclipsar a Labuán y a todas las demás islas, y volvería a hacer temblar a los hijos de esos hombres que destruyeron a tu familia y a tu pueblo. Hay aquí millares de dayakos y de malayos que solo esperan una llamada para correr a engrosar la banda de los tigres de Mompracem.

—He pensado en todo eso, Yáñez.

—¿Y qué te ha dicho el corazón?

—Lo he sentido sangrar.

—¿Y a pesar de ello dejarías perecer tu poderío por esa mujer?

—La amo, Yáñez. ¡Ah, querría no haber sido nunca el Tigre de Malasia!…

El pirata, que, cosa insólita, estaba extremadamente conmovido, se sentó sobre la cureña de un cañón, cogiéndose la cabeza entre las manos como si quisiera sofocar los pensamientos que le alborotaban el cerebro.

Yáñez lo miró largamente en silencio, y luego se puso a pasear por el puente, sacudiendo a intervalos la cabeza.

Entretanto los tres barcos comenzaban a navegar hacia el oriente, empujados por un viento ligero y que soplaba irregularmente, haciendo a veces retardar mucho la marcha.

En vano las tripulaciones, que estaban poseídas por una vivísima impaciencia y calculaban metro a metro el camino recorrido, añadían nuevas velas, foques, pequeñas lonas y arrastraderas para recoger mayor cantidad de viento. La marcha iba haciéndose cada vez más lenta a medida que las nubes se alzaban sobre el horizonte. Esta situación, sin embargo, no podía durar. En efecto, hacia las nueve de la noche, el viento comenzó a soplar con cierta violencia, viniendo de la dirección donde se habían levantado las nubes, señal evidente de que alguna tempestad estaba alborotando el océano meridional.

Las tripulaciones saludaron con alegres gritos aquellos soplos vigorosos, sin asustarse en absoluto por el huracán que las amenazaba y que podía resultar funesto para sus barcos. Sólo el portugués comenzó a sentirse inquieto y hubiera querido al menos disminuir la superficie de las velas, pero Sandokán no se lo permitió, ansioso como estaba por alcanzar pronto las riberas de Labuán, que esta vez le parecía inmensamente lejana.

A la mañana siguiente el mar estaba revuelto. Largas oleadas, que subían desde el sur, recorrían aquel vasto espacio, chocando unas con otras con profundos rugidos, y haciendo orzar y encabritarse fuertemente a los tres barcos. Luego empezaron a correr por el cielo desenfrenadamente inmensos nubarrones, negros como la pez y con los bordes teñidos de un rojo fuego.

Por la noche el viento redobló su violencia, amenazando con despedazar los palos, si no se disminuía la superficie de las velas.

Cualquier otro navegante, viendo aquel mar y aquel cielo, se hubiera apresurado a resguardarse en la tierra más próxima, pero Sandokán, que sabía que ya estaba a setenta u ochenta millas de Labuán y que antes que perder una sola hora hubiera perdido voluntariamente uno de sus barcos, ni siquiera lo pensó.

—Sandokán —dijo Yáñez, que estaba cada vez más inquieto—. Ten cuidado, no vayamos a correr un grave peligro.

—¿De qué tienes miedo, hermano mío? —preguntó el Tigre.

—Temo que el huracán nos mande a todos a beber en la taza grande.

—Nuestros barcos son sólidos.

—Pero me parece que el huracán amenaza con ser tremendo.

—No le tengo miedo, Yáñez. Sigamos adelante, que Labuán no está lejos. ¿Ves los otros barcos?

—Me parece distinguir uno de ellos hacia el sur. La oscuridad es tan profunda que no se ve más allá de cien metros.

—Si los otros nos pierden de vista, sabrán volver a encontrarnos.

—Pero también pueden perderse para siempre, Sandokán.

—No retrocedo, Yáñez.

—Ponte en guardia, hermano.

En aquel momento un relámpago deslumbrante desgarró las tinieblas iluminando el mar hasta los límites más lejanos del horizonte, seguido súbitamente de un trueno espantoso.

Sandokán, que se había sentado, se alzó de un salto, mirando fieramente las nubes, y, extendiendo la mano hacia el sur, dijo:

—¡Huracán, ven a luchar conmigo: te desafío!

Atravesó el puente y se puso a la caña del timón, mientras sus marineros aseguraban los cañones y las espingardas, armas que no querían perder por ningún concepto, echaban en cubierta la chalupa de desembarco y reforzaban las jarcias fijas triplicando los cabos.

Ya estaban llegando del sur las primeras ráfagas, con esa rapidez que suelen alcanzar los vientos durante las tempestades, empujando ante sí las primeras montañas de agua.

El prao, con el velamen reducido, empezó a navegar hacia el oriente con la rapidez de una flecha, haciendo frente con bravura a los elementos y sin desviarse una sola línea de su ruta, bajo la férrea mano de Sandokán. Durante media hora hubo un poco de calma, rota solo por los rugidos del mar y por los estruendos de las descargas eléctricas que crecían en intensidad a cada instante; pero hacia las once el huracán se desencadenó casi de improviso en toda su terrible majestad, revolviendo de arriba abajo cielo y mar.

Las nubes, amontonadas ya desde el día anterior, corrían furiosamente a través del espacio, unas veces suspendidas en lo alto y otras lanzándose tan bajas que tocaban las olas con sus negros bordes, mientras el mar se precipitaba con extraño ímpetu hacia el norte, como si fuera una inmensa inundación.

El prao, auténtica cáscara de nuez que desafiaba la naturaleza irritada, sofocado por oleadas que lo asaltaban por doquier, se balanceaba desordenadamente, unas veces sobre las crestas espumosas de las olas y otras en el fondo de los abismos movedizos, arrojando al suelo a los hombres, haciendo crujir los palos, sacudir los masteleros y crepitar las velas con tanta fuerza que parecían estar siempre a punto de reventar.

No obstante, Sandokán, a pesar de aquella furiosa confusión de agua, no cedía y guiaba su barco hacia Labuán, desafiando impávido la tempestad. Era hermoso ver a aquel hombre, firme junto a la caña del timón, con los ojos en llamas, los largos cabellos sueltos al viento, inamovible en medio de los elementos desencadenados que rugían a su alrededor; seguía siendo el Tigre de Malasia que, no contento con haber desafiado a los hombres, desafiaba ahora a los furores de la naturaleza.

Sus hombres no eran menos que él. Agarrados a las jarcias, miraban impasibles los embates del mar, dispuestos a ejecutar la más peligrosa maniobra, así les costara a todos la vida.

Y entretanto el huracán seguía creciendo en intensidad, como si quisiera desplegar todo su poder para hacer frente a aquel hombre que lo desafiaba. El mar se alzaba en montañas de agua que corrían al ataque con mil alaridos, mil rugidos tremendos, amontonándose las unas sobre las otras y excavando profundos abismos, que parecía iban a llegar hasta las arenas del océano; el viento aullaba en todos los tonos lanzando ante sí verdaderas columnas de agua y revolviendo horriblemente las nubes, dentro de las cuales retumbaba incesantemente el trueno.

El prao luchaba desesperadamente oponiendo sus robustos flancos a las olas, que querían arrastrarlo al norte. Derivaba cada vez más espantosamente, se enderezaba como un caballo desbocado, se zambullía azotando el agua con la proa, gemía como si estuviera a punto de abrirse en dos, y en ciertos momentos orzaba tanto, que hacía temer que no podría volver a ponerse en equilibrio.

Seguir luchando contra aquel mar, que se volvía cada vez más impetuoso, era una locura. Era absolutamente necesario dejarse transportar al norte, como quizá habían hecho los otros dos praos, que desde hacía varias horas habían desaparecido.

Yáñez, que comprendía cuán imprudente era obstinarse en aquella lucha, iba a dirigirse a proa para rogar a Sandokán que cambiara de ruta, cuando una detonación, que no podía confundirse con el estruendo de un rayo, se oyó en alta mar.

Un instante después una bala pasaba silbando sobre la cubierta, desmochando la verga del trinquete.

Un grito de rabia estalló a bordo del prao ante aquella inesperada agresión, que desde luego ninguno se esperaba con semejante temporal y en tan críticos momentos.

Sandokán dejó la caña a un marinero y se lanzó a proa, intentando descubrir al osado que lo atacaba en medio de la tempestad.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Todavía hay cruceros vigilando?

En efecto, el agresor, que en medio de aquella formidable confusión del mar había lanzado tan bien aquella bala, era un gran buque de vapor, sobre cuya cúspide ondeaba la bandera inglesa y que en la cima del palo mayor llevaba el gran gallardete de los barcos de guerra. ¿Qué hacía en alta mar con aquel tiempo? ¿Hacía el crucero ante las costas de Labuán o venía de alguna isla cercana?

—Viremos, Sandokán —dijo Yáñez, que se había acercado.

—¿Virar?

—Sí, hermano mío. Ese barco sospecha que somos piratas que nos dirigimos a Labuán.

Un segundo cañonazo tronó sobre el puente del buque y una segunda bala silbó a través de los aparejos del prao.

Los piratas, a pesar de los violentos balanceos, se precipitaron hacia los cañones y las espingardas para responder, pero Sandokán los detuvo con un gesto.

En efecto, no era necesario. El gran buque, que se esforzaba por hacer frente a las olas que lo asaltaban a proa, hundiéndose casi por completo bajo el peso de su construcción de hierro, iba siendo arrastrado hacia el norte a pesar suyo. En breves instantes se alejó tanto, que no había por qué temer su artillería.

—¡Lástima que me haya encontrado en medio de esta tempestad! —Dijo Sandokán con sombrío acento—. Lo hubiera atacado y expugnado a pesar de su mole y de su tripulación.

—Mejor ha sido así, Sandokán —dijo Yáñez—. Que el diablo se lo lleve y lo mande al fondo del mar.

—Pero ¿qué hacía ese barco en alta mar, cuando todos andan buscando un refugio? ¿Estaremos cerca de Labuán?

—Eso mismo sospecho yo.

—¿Ves algo delante de nosotros?

—Nada, excepto montañas de agua.

—Y, sin embargo, siento que mi corazón late fuerte, Yáñez.

—El corazón se engaña a veces.

—El mío no. ¡Ah!…

—¿Qué has visto?

—Un punto oscuro hacia el este. Lo he distinguido a la luz de un relámpago.

—Pero, aunque estemos cerca de Labuán, ¿cómo vamos a atracar con este tiempo?

—Atracaremos, Yáñez, aunque tenga que hacer astillas mi barco.

En aquel momento se oyó gritar a un malayo desde lo alto de la verga del trinquete:

—¡Tierra a la derecha del asta de proa!

Sandokán dio un grito de alegría.

—¡Labuán!… ¡Labuán!… —exclamó—. Dejadme la caña.

Volvió a atravesar el puente a pesar de las olas que lo barrían, y se puso al timón, lanzando el prao en dirección al este.

Sin embargo, mientras se aproximaba a la costa, parecía que el mar redoblaba su furor, como si quisiera impedir a toda costa el desembarco. Olas monstruosas, producidas por el llamado oleaje de fondo, saltaban en todas las direcciones mientras el viento redoblaba su violencia, rompiéndose contra las elevaciones de la isla.

Sandokán, sin embargo, no cedía y con los ojos fijos hacia el este continuaba impávido su camino, valiéndose de las luces de los relámpagos para orientarse. Bien pronto se encontró a pocas brazas de la costa.

—Prudencia, Sandokán —dijo Yáñez, que se había puesto a su lado.

—No temas, hermano.

—Ten cuidado con los arrecifes.

—Los evitaré.

—¿Pero dónde encontrarás un abrigo?

—Ya lo veré.

A dos cables[40] se dibujaba confusamente la costa, contra la que se rompía con indecible furia el mar. Sandokán la examinó durante unos segundos, y luego con un vigoroso movimiento de timón dobló a babor.

—¡Atención! —gritó a los piratas que estaban maniobrando las vergas.

Lanzó el prao hacia adelante con una temeridad que hubiera hecho erizar los cabellos al más intrépido lobo de mar, atravesó un estrecho paso abierto entre dos grandes acantilados y entró en una pequeña pero profunda bahía, que parecía terminar en un río. Sin embargo, era tan violenta la resaca dentro de aquel refugio, que ponía al prao en un gravísimo peligro. Era mejor desafiar la ira del mar abierto que intentar arribar a aquellas orillas barridas por las olas, que se revolvían y amontonaban.

—No se puede intentar nada, Sandokán —dijo Yáñez—. Si se nos ocurre acercarnos, haremos astillas nuestro barco.

—Tú eres un hábil nadador, ¿verdad? —preguntó Sandokán.

—Como nuestros malayos.

—No tienes miedo de las olas.

—No las temo.

—Entonces arribaremos igualmente.

—¿Qué vas a intentar?

En vez de responder, Sandokán gritó:

—¡Paranoa!… ¡A la barra!…

El dayako se lanzó hacia popa, tomando la caña que Sandokán abandonaba.

—¿Qué debo hacer? —le preguntó.

—Arriesgáis la vida.

—¡Calla! ¡Estad atentos para lanzar la chalupa! ¡Ahí está la ola!

La gran ola se aproximaba con la cresta cubierta de espuma blanca. Se despedazó a medio camino ante los dos acantilados, y luego entró en la bahía precipitándose sobre el Prao. En un abrir y cerrar de ojos estuvo sobre él envolviéndolo en un torbellino de espuma y saltando a través de las amuras.

—¡Dejadla caer! —aulló Sandokán.

La chalupa, abandonada a sí misma, fue llevada junto con los dos valientes que iban en ella. Casi en el mismo instante el prao dio una bordada y, aprovechando una contra ola, salía al mar, desapareciendo detrás de uno de los arrecifes.

—Rememos, Yáñez —dijo Sandokán, aferrando un remo—. ¡Desembarcaremos en Labuán pese a la tempestad!

—¡Por Júpiter! —Exclamó el portugués—. ¡Esto es una locura!

—¡Rema!

—¿Y el choque?

—¡Chist! ¡Atento a las olas!

La embarcación se bamboleaba espantosamente entre las crestas. Las olas sin embargo la empujaban hacia la playa, la cual, afortunadamente, descendía con suavidad y estaba libre de arrecifes.

Levantada por otra ola, recorrió cien metros. Subió una cresta y después se precipitó, sufriendo como con secuencia un choque violentísimo.

Los dos valientes sintieron que les faltaba el fondo bajo los pies. La quilla se había hecho pedazos del golpe.

—¡Sandokán! —gritó Yáñez, que veía entrar el agua a través de los desgarrones.

—No abandones…

Su voz fue sofocada por otro tremendo maretazo.

—Por ahora mantener el prao de través al viento —respondió Sandokán—. Ten cuidado de no meterlo entre los bancos.

—No temáis, Tigre de Malasia.

Se volvió hacia los marineros y les dijo:

—Preparad la chalupa e izadla sobre la amura. Cuando la ola barra el borde, dejadla caer.

¿Qué intenciones tenía el Tigre de Malasia? ¿Quería intentar el desembarco en aquella chalupa, miserable juguete de aquellas olas tremendas? Sus hombres, al oír aquella orden, se miraron unos a otros con viva ansiedad, pero se apresuraron a obedecer sin pedir explicaciones.

Alzaron a fuerza de brazos la chalupa y la izaron sobre la amura de estribor, después de haber metido, por orden de Sandokán, dos carabinas, víveres y municiones.

El Tigre de Malasia se acercó a Yáñez, diciéndole:

—Salta a la chalupa, hermano mío.

—¿Qué vas a intentar, Sandokán?

—Quiero desembarcar.

—Vamos a estrellarnos contra la playa.

—¡Bah!… Salta, Yáñez.

—Tú estás loco…

En vez de responder, Sandokán lo agarró y lo depositó en la chalupa, y luego saltó dentro también él.

Una ola monstruosa entraba ahora en la bahía, rugiendo terriblemente.

—¡Paranoa! —Gritó Sandokán—. Prepárate a dar una bordada.

—¿Tengo que salir otra vez al mar? —preguntó el dayako.

—Vuelve a subir hacia el norte, poniéndote a la capa. Cuando el mar se haya calmado, vuelve aquí. —Está bien, capitán. ¿Pero vos?…

—Desembarcaré…

La chalupa fue nuevamente levantada. Se bamboleó un instante sobre la cresta de la inmensa ola y luego se precipitó hacia adelante, tocando nuevamente, pero las olas la envolvieron y la empujaron aún más hacia adelante, arrojándola contra el tronco de un árbol con tal violencia que los dos piratas fueron lanzados fuera. Sandokán, que había ido a caer en medio de un montón de hojas y ramas, se levantó enseguida, recogiendo las dos carabinas y las municiones.

Una nueva ola subía otra vez a la orilla. Alcanzó la chalupa, la envolvió durante un buen trecho, y luego la despedazó, sumergiéndola definitivamente.

—¡Al infierno todos los enamorados! —gritó Yáñez, que se había levantado totalmente molido—. Estas son cosas de locos.

—¿Ah, pero estás todavía vivo? —preguntó Sandokán riendo.

—¿Querías que me hubiera desnucado?

—No me hubiera consolado nunca de ello, Yáñez. ¡Eh, mira el prao!

—¿Cómo? ¿No se ha hecho a la mar?

El velero volvía a pasar entonces delante de la desembocadura de la bahía, corriendo con la velocidad de una flecha.

—¡Qué compañeros más fieles! —Dijo Sandokán—. Antes de alejarse han querido cerciorarse de que habíamos desembarcado.

Se quitó de encima la larga faja de seda roja y la desplegó al viento. Un instante después, se oía un disparo sobre el puente del velero.

—Ya nos han visto —dijo Yáñez—. Esperemos que se salven.

El prao dio una bordada, reemprendiendo su marcha hacia el norte.

Yáñez y Sandokán permanecieron de pie sobre la playa en tanto pudieron divisarlo, y luego se ocultaron bajo los grandes vegetales para protegerse de la lluvia, que caía a cántaros.

—¿Dónde vamos, Sandokán?

—No sé.

—¿No sabes dónde estamos?

—Es imposible saberlo por ahora. No obstante, supongo que no estamos lejos del río.

—¿De qué río estás hablando?

—Del que sirvió de refugio a mi prao después de la batalla contra el crucero.

—¿Está cerca de ese lugar la quinta de lord James?

—A unas millas.

—Entonces hay que buscar primero esa corriente de agua.

—Por supuesto, Yáñez.

—Mañana exploraremos la costa.

—¡Mañana! —Exclamó Sandokán—. ¿Crees que puedo esperar tantas horas y permanecer inactivo tanto tiempo? ¿Es que todavía no sabes que tengo fuego en las venas? ¿No te has dado cuenta de que estamos en Labuán, en la tierra donde brilla mi estrella?

—¿Cómo quieres que no sepa que nos encontramos en la isla de los casacas rojas?

—Entonces deberías comprender mi impaciencia.

—No comprendo absolutamente nada, Sandokán —respondió tranquilamente el portugués—. ¡Por Júpiter! ¡Estoy aun completamente trastornado y pretendes que nos pongamos en camino con esta noche de infierno! Tú estás loco, hermano mío.

—El tiempo vuela, Yáñez. ¿No te acuerdas de lo que ha dicho el sargento[41]?

—Perfectamente, Sandokán.

—De un momento a otro lord James puede refugiarse en Victoria.

—Desde luego no lo hará con este tiempo de perros.

—No bromees, Yáñez.

—No tengo ninguna gana de bromas, Sandokán. Vamos a ver, hablemos con calma, hermano mío. ¿Tú quieres ir a la quinta? ¿A qué?…

—A verla, al menos —dijo Sandokán con un suspiro.

—Y luego a cometer alguna imprudencia, ¿no?

—No.

—¡Humm!… Bien me sé yo de lo que eres capaz. Calma, hermano mío. Piensa que somos dos solos y que en la quinta hay soldados. Esperemos a que los praos vuelvan, y luego actuaremos.

—¡Pero si tú supieras lo que experimento cuando me encuentro en esta tierra! —exclamó Sandokán con voz ronca.

—Me lo imagino, pero no puedo permitirte que cometas locuras que pueden resultarte fatales. ¿Quieres trasladarte a la quinta para cerciorarte de que Marianna está allí todavía?… Iremos, pero después de que haya cesado el huracán. Con esta oscuridad y esta lluvia no podremos orientarnos ni encontrar el río. Mañana, cuando haya salido el sol, nos pondremos en camino. Ahora vamos a buscar un refugio.

—¿Y tendré que esperar hasta mañana?

—No faltan más que tres horas hasta el alba.

—¡Una eternidad!…

—Una miseria, Sandokán. Además, en el intervalo el mar puede calmarse, el viento disminuir su violencia, y los praos podrán volver aquí. Venga, vamos a echarnos bajo aquellas arecas de hojas desmesuradas, que nos protegerán mejor que una tienda, y esperemos a que despunte el alba.

Sandokán no se decidía a seguir aquel consejo. Miró a su fiel amigo, esperando persuadirlo todavía para marchar; luego cedió y se dejó caer junto al árbol, dando un largo suspiro.

La lluvia continuaba cayendo con extrema violencia y el huracán seguía alborotando tremendamente sobre el mar. A través de los árboles, los dos piratas veían amontonarse las olas rabiosamente y estrellarse contra la playa con ímpetu irresistible, rompiéndose y volviéndose a romper.

Mirando aquellas olas, que en vez de disminuir iban agigantándose cada vez más, Yáñez no pudo abstenerse de preguntar:

—¿Qué será de nuestros praos con esta tempestad?… Sandokán, ¿tú crees que se salvarán? Si llegaran a naufragar, ¿qué sería de nosotros?

—Nuestros hombres son unos valientes marineros —respondió Sandokán—. Sabrán salir del atolladero.

—¿Y si naufragasen?… ¿Qué podrías hacer tú sin su ayuda?

—¿Qué haría?… Raptaría igualmente a la muchacha.

—Corres demasiado, Sandokán. Dos hombres solos, aunque sean dos tigres de la salvaje Mompracem, no pueden enfrentarse con veinte, treinta o quizá cincuenta mosquetes.

—Recurriremos a la astucia.

—¡Humm!…

—¿Me creerías capaz de renunciar a mi proyecto?… ¡No, Yáñez!… No volveré a Mompracem sin Marianna.

Yáñez no respondió. Encendió un cigarrillo y, cerrando los ojos, se tendió en medio de la hierba que estaba casi seca porque había sido protegida por las largas hojas del árbol.

Sandokán, en cambio, se levantó, dirigiéndose hacia la playa. El portugués, que no dormía, lo vio rodear los márgenes de la selva, unas veces subiendo hacia el norte y otras veces bajando hacia el sur.

Ciertamente estaba intentando orientarse y reconocer aquella costa que quizá había ya recorrido durante su estancia en la isla.

Cuando volvió, comenzaba a alborear. La lluvia había cesado hacía unas horas y el viento ya no rugía tan fuerte a través de los mil árboles de la selva.

—Sé dónde nos encontramos —dijo a Yáñez.

—¡Ah!… —dijo este, disponiéndose a levantarse.

—El río debe de encontrarse hacia el sur y quizá no está lejos.

—¿Quieres que vayamos a buscarlo?

—Sí, Yáñez.

—Espero que no te atreverás a acercarte a la quinta de día.

—Pero esta noche nadie me detendrá.

Luego añadió, con la entonación de una persona que quisiera expresar la eternidad:

—¡Doce horas todavía!… ¡Qué tortura!

—En la selva el tiempo pasa pronto, Sandokán —respondió Yáñez, sonriendo.

—Vamos.

—Estoy dispuesto a seguirte.

Se echaron las carabinas a la espalda, se metieron las municiones en los bolsillos y se adentraron en la enorme selva, intentando, sin embargo, no alejarse demasiado de la playa.

—Evitaremos los profundos recodos y ensenadas que describe la costa —dijo Sandokán—. El camino quizá sea menos fácil, pero más corto.

—Ten cuidado, no vayas a equivocarte.

—¡No temas, Yáñez!

La selva no presentaba más que raros pasadizos, pero Sandokán era un verdadero hombre de los bosques, que sabía arrastrarse como una serpiente y orientarse incluso sin sol y sin estrellas. Se dirigía hacia el sur, manteniéndose a poca distancia de la costa, para buscar ante todo el río en que se había escondido en la expedición anterior. Desde aquel punto no era difícil alcanzar la quinta, que el pirata sabía que se hallaba quizá a un par de kilómetros. Sin embargo, el camino, a medida que avanzaban hacia el sur, iba haciéndose cada vez más difícil a causa de los estragos que había hecho el huracán. Numerosos árboles, abatidos por el viento, obstaculizaban el paso, obligando a los dos piratas a hacer arriesgadas escaladas y a dar largas vueltas. Inmensos montones de ramas dificultaban su camino y marañas de lianas se enredaban en sus piernas, retardando la marcha.

No obstante, trabajando con el kriss, subiendo y bajando, saltando y escalando árboles y troncos caídos por tierra, avanzaban sin tregua, intentando siempre no alejarse demasiado de la costa.

Hacia el mediodía, Sandokán se detuvo, diciendo al portugués:

—Estamos cerca.

—¿Del río o de la quinta?

—De la corriente de agua —respondió Sandokán—. ¿No oyes ese borboteo que repercute bajo estas frondosas bóvedas de verdura?

—Sí —dijo Yáñez, después de haber escuchado un instante—. ¿Es el mismo río que buscamos?

—No puedo engañarme. He recorrido estos lugares.

—Sigamos adelante.

Atravesaron lentamente el último borde de la enorme selva y diez minutos después se encontraron ante una pequeña corriente de agua, que desembocaba en una hermosa bahía, rodeada de árboles inmensos.

La casualidad los había conducido al mismo lugar donde habían atracado los praos de la primera expedición. Todavía se veían allí las vigas abandonadas del segundo, cuando, rechazado por el tremendo cañoneo del crucero, se había refugiado allí para reparar sus graves averías. En la orilla había pedazos de vergas, fragmentos de amuras, retazos de tela, cordajes, balas de cañón, cimitarras, hachas rotas y restos de diversos aparejos.

Sandokán lanzó una sombría mirada sobre aquellos restos que le recordaban su primera derrota y suspiró pensando en aquellos valientes que habían sido destruidos por el fuego implacable del crucero.

—Descansan allí, fuera de la bahía, en el fondo del mar —dijo a Yáñez con voz triste—. ¡Pobres muertos, todavía sin venganza!…

—¿Fue aquí donde desembarcaste?

—Sí, aquí, Yáñez. Entonces yo era el invencible Tigre de Malasia, entonces no había cadenas alrededor de mi corazón ni visiones ante los ojos. Me batí como un desesperado, arrastrando a mis hombres al abordaje, con salvaje furor, pero me aplastaron. ¡El maldito que nos cubría de hierro y plomo estaba allí! ¡Me parece estar viéndolo todavía, como en aquella tremenda noche en que lo ataqué a la cabeza de mis pocos valientes!… ¡Qué momento tan terrible, Yáñez, qué estrago! Todos cayeron, todos menos uno: ¡yo!

—¿Deploras aquella derrota, Sandokán?

—No lo sé. Sin aquella bala que me hirió, quizá no hubiera conocido a la muchacha de los cabellos de oro.

Calló y descendió hacia la playa, dirigiendo sus miradas bajo las azules aguas de la bahía; luego se detuvo con los brazos extendidos, señalando a Yáñez el lugar donde había sucedido el tremendo abordaje.

—Los praos reposan allá —dijo—. Quién sabe los muertos que habrá todavía dentro de sus cascos.

Se sentó sobre el tronco de un árbol, caído quizá de puro viejo, se cogió la cabeza entre las manos y se sumió en profundos pensamientos.

Yáñez lo dejó absorto en sus meditaciones y se aventuró entre los arrecifes, rebuscando en las grietas con un bastón acabado en punta, por ver si conseguía descubrir alguna ostra gigante.

Después de haber andado dando vueltas durante un cuarto de hora, volvió a la playa trayendo una tan grande que le costaba trabajo sostenerla.

Encender un buen fuego y abrirla fue para él cuestión de pocos instantes.

—Vamos, hermano mío, deja los praos bajo el agua y a los muertos en la boca de los peces, y ven a hincar el diente a esta exquisita pulpa. ¡Hala!, que por más que pienses y vuelvas a pensar no vas a hacer volver a flote ni a los unos ni a los otros.

—Es verdad, Yáñez —respondió Sandokán, suspirando—. Aquellos valientes no volverán a la vida jamás.

La comida fue exquisita. Aquella gigantesca ostra contenía una pulpa tan tierna y delicada, que puso de excelente humor al bueno del portugués, a quien el aire marino unido a la fragancia de la selva le habían aguzado extraordinariamente el apetito.

Terminada aquella comida abundantísima, Yáñez se disponía a tenderse bajo un soberbio durion, que sobresalía sobre la ribera del río, para fumarse beatíficamente un par de cigarrillos, pero Sandokán le indicó la selva con un gesto.

—La quinta está lejos quizá.

—¿No sabes exactamente dónde se encuentra?

—Vagamente, pues recorrí estos lugares presa del delirio.

—¡Diablo!

—¡OH, no temas, Yáñez! Yo sabré encontrar el sendero que conduce al jardín.

—Vamos, pues, ya que así lo quieres; pero cuidado con cometer imprudencias.

—Estaré tranquilo, Yáñez.

—Una palabra más, hermano.

—¿Qué quieres?

—Espero que aguardarás la noche para entrar en el jardín.

—Sí, Yáñez.

—¿Me lo prometes?

—Tienes mi palabra.

—Entonces, en marcha.

Siguieron durante un trecho la orilla derecha del río, y después se lanzaron resueltamente a la gran selva.

Parecía que el huracán había azotado tremendamente aquella parte de la isla. Numerosos árboles, abatidos por el viento o por los rayos, yacían en el suelo; algunos se hallaban todavía semisuspendidos, habiendo sido sostenidos por las lianas; otros estaban enteramente tendidos en el suelo. Además había por todas partes matorrales destrozados y retorcidos, montones de hojas y de frutas, ramas despedazadas, en medio de las cuales aullaban varios monos que habían quedado heridos. A pesar de los numerosos obstáculos, Sandokán no se detenía. Continuó andando hasta que se puso el sol, sin vacilar jamás sobre el camino que seguir.

Caía la noche y ya Sandokán desesperaba de encontrar el río, cuando llegó de improviso ante un largo sendero.

—¿Qué has visto? —le preguntó el portugués al verlo pararse.

—Estamos junto a la quinta —respondió Sandokán con voz ahogada—. Este sendero conduce al jardín.

—¡Por Baco! Qué buena suerte, hermano mío. Ve delante, pero cuidado con hacer locuras.

Sandokán no esperó a que terminara la frase. Montó la carabina para no ser sorprendido desarmado, y se lanzó por el sendero con tanta prisa que el portugués se veía mal para seguirlo de cerca.

—¡Marianna! ¡Divina muchacha!… ¡Amor mío!… —exclamaba, devorando el camino con creciente rapidez—. ¡No tengas miedo, ahora que estoy cerca de ti! En aquel momento el pirata habría derribado a un ejército entero por alcanzar la quinta. Ya no tenía miedo de nadie, la misma muerte no lo habría hecho retroceder.

Jadeaba, se sentía invadido por un fuego intenso que le ardía en el corazón y en el cerebro, agitado por mil temores. Temía llegar demasiado tarde, no volver a encontrar a la mujer tan intensamente amada, y cada vez corría más, olvidando toda prudencia, quebrando y arrancando las ramas de los matorrales, desgarrando impetuosamente las lianas, superando con saltos de león los mil obstáculos que le dificultaban el camino.

—¡Eh, Sandokán, loco endemoniado! —Decía Yáñez, que trotaba como un caballo—. ¡Espera un poco a que te alcance! ¡Detente, por mil espingardas, o me harás reventar!

—¡A la quinta!… ¡A la quinta!… —respondía invariablemente el pirata.

No se paró hasta que estuvo delante de la empalizada del jardín, más por esperar a su compañero que por prudencia o cansancio.

—¡Uf! —exclamó el portugués, al llegar hasta él—. ¿Crees que soy un caballo para hacerme correr así? La quinta no se escapa, te lo aseguro, y además no sabes quién puede esconderse detrás de esa cerca.

—No tengo miedo de los ingleses —respondió el Tigre, presa de una viva excitación.

—Lo sé, pero, si dejas que te maten, no volverás a ver a tu Marianna.

—Pero yo no puedo quedarme aquí, tengo que ver a la lady.

—Calma, hermano mío. Obedece y verás cómo podrás ver algo.

Le hizo una señal para que se estuviera callado, y se encaramó a la cerca con la agilidad de un gato, mirando atentamente al jardín.

—Me parece que no hay ningún centinela —dijo—. Entremos, pues.

Se dejó caer del otro lado, mientras Sandokán hacía otro tanto y los dos juntos se adentraron silenciosamente en el jardín, manteniéndose escondidos detrás de los matorrales y de los parterres, con los ojos fijos en el edificio, que se distinguía confusamente entre las densas tinieblas.

Habían llegado así a un tiro de arcabuz, cuando Sandokán se detuvo de golpe, apuntando ante sí la carabina.

—Quieto ahí, Yáñez —murmuró.

—¿Qué has visto?

—Hay unos hombres parados delante de la casa.

—¿No será el lord con Marianna? Sandokán, a quien le latía con furia el corazón, se alzó lentamente y aguzó la mirada, mirando aquellas figuras humanas con profunda atención.

—¡Maldición!… —murmuró, rechinando los dientes—. ¡Soldados!…

—¡Oh, oh! La madeja se enmaraña —refunfuñó el portugués—. ¿Qué hacemos?

—Si hay aquí soldados, es señal de que Marianna se encuentra todavía en la quinta.

—Eso me parece también a mí.

—Entonces ataquémoslos.

—¡Estás loco!… ¿Quieres que te fusilen? No somos más que dos y ellos quizá son diez, tal vez incluso treinta.

—¡Pero tengo que verla! —exclamó Sandokán, mirando al portugués con ojos que parecían los de un loco.

—Cálmate, hermano mío —dijo Yáñez, aferrándolo con fuerza por un brazo, para impedirle cometer cualquier locura—. Cálmate y quizá la verás.

—¿De qué modo?

—Esperemos a que se haga más tarde.

—¿Y después?

—Tengo un plan. Túmbate aquí cerca, frena los impulsos de tu corazón y no te arrepentirás.

—¿Pero los soldados?

—¡Por Júpiter! Espero que se vayan a dormir.

—Tienes razón, Yáñez: ¡esperaré!

Se tendieron detrás de un frondoso matorral, de forma que no perdieran de vista a los soldados, y aguardaron el momento oportuno para actuar.

Pasaron dos, tres, cuatro horas, largas para Sandokán como cuatro siglos; finalmente los soldados volvieron a entrar en la quinta cerrando fragorosamente la puerta. El Tigre hizo el gesto de lanzarse hacia adelante, pero el portugués lo retuvo rápidamente; después lo arrastró bajo la oscura sombra de un grandísimo pombo y, cruzando los brazos y mirándolo fijamente, le preguntó:

—Vamos a ver, Sandokán: ¿qué esperas hacer esta noche?

—Verla.

—¿Y crees que es tan fácil? ¿Has estudiado algún plan?

—No, pero…

—¿Sabe la muchacha que estás aquí?

—No es posible.

—Entonces habrá que llamarla.

—Sí.

—Y los soldados saldrán, porque no podemos pensar que estén sordos, y nos cazarán a tiros de carabina.

Sandokán no respondió.

—Ya ves, mi pobre amigo, que esta noche no podrás hacer nada.

—Puedo trepar hasta su ventana —dijo Sandokán.

—¿No has visto a aquel soldado emboscado junto a la esquina del pabellón?

—¿Un soldado?…

—Sí, Sandokán. Mira: se ve brillar el cañón de su fusil.

—¿Entonces qué me aconsejas hacer? ¡Habla! ¡La fiebre me devora!

—¿Sabes qué parte del jardín suele frecuentar la muchacha?

—Todos los días iba a bordar en el quiosco chino.

—Magnífico. ¿Dónde se encontraba?

—Está cerca de aquí.

—Llévame allí.

—¿Qué quieres hacer, Yáñez?

—Tenemos que avisarla de que estamos aquí.

El Tigre de Malasia, a pesar de que estaba experimentando todas las penas del infierno al alejarse de aquel lugar, se dirigió a un paseo lateral y condujo a Yáñez al quiosco.

Era un pequeño y hermoso pabelloncito de paredes horadadas, decorado con vivos colores y rematado en una especie de cúpula de metal dorado, erizada de púas y de dragones chillones.

A su alrededor se extendía un bosquecillo de lilas y de grandes parterres con rosas de China que exhalaban penetrantes perfumes.

Yáñez y Sandokán, después de haber montado las carabinas, ya que no estaban seguros de que estuviera desierto, entraron en él. No había nadie.

Yáñez encendió un fósforo y vio encima de una ligerísima mesa un cestillo que contenía encajes e hilo, y al lado un laúd incrustado de madreperlas.

—¿Son cosas suyas? —preguntó Yáñez.

—Sí —respondió este con acento de infinita dulzura—. Es su lugar preferido. Aquí esa divina muchacha viene a respirar el aire embalsamado de las lilas en flor, aquí viene a cantar las dulces canciones de su país nativo, y aquí me juró amor eterno.

Yáñez sacó de un librito una cuartilla de papel, rebuscó en un bolsillo y, habiendo encontrado un trozo de lápiz, mientras Sandokán encendía otro fósforo, escribió las siguientes palabras:

Desembarcamos ayer durante el huracán. Mañana por la noche estaremos a medianoche bajo vuestra ventana. Procuraos una soga para ayudar a subir a Sandokán.

—Espero que mi nombre no le resultará desconocido —dijo.

—¡Oh, no! —Respondió Sandokán—. Ella sabe que eres mi mejor amigo.

Yáñez dobló la carta y la puso en el cestillo de labor, de modo que se pudiese ver enseguida, mientras Sandokán, habiendo arrancado unas rosas de China, se las echaba encima.

Los dos piratas se miraron al rostro el uno al otro a la pálida luz de un relámpago; el uno estaba sereno; el otro, presa de una gran emoción.

—Vamos, Sandokán —dijo Yáñez.

—Te sigo —respondió el Tigre de Malasia, reprimiendo un suspiro.

Cinco minutos después saltaban la empalizada del jardín, volviendo a internarse en la selva tenebrosa.