Cuando se despertó, se encontró acostado en la otomana, donde lo habían transportado unos malayos agregados a su servicio.
Los vidrios despedazados habían sido retirados de allí, el oro y las perlas habían sido colocados de nuevo en los anaqueles y los muebles habían sido puestos de pie y arreglados lo mejor posible. Sólo se veían las señales que había dejado la cimitarra del pirata sobre las tapicerías, que aún colgaban desgarradas de las paredes.
Sandokán se frotó varias veces los ojos y se pasó muchas veces las manos por la ardorosa frente, como si intentase acordarse de lo que había hecho.
—No puedo haber soñado —murmuró—. Sí, estaba borracho y me sentía feliz, pero ahora el fuego vuelve a arder en mi corazón. ¿Es que ya no podré apagarlo jamás? ¡Qué pasión ha invadido el corazón del Tigre!…
Se arrancó el uniforme del sargento Willis, se puso un nuevo traje centelleante de oro y perlas, se colocó en la cabeza un rico turbante rematado por un zafiro grueso como una nuez, se acomodó entre los pliegues de la faja un nuevo kriss y una nueva cimitarra y salió. Aspiró una bocanada de aire marino, que le disipó completamente los últimos vapores de la embriaguez, observó el sol, que ya estaba bastante alto, luego se volvió hacia oriente, mirando en dirección a la lejana Labuán, y suspiró.
—¡Pobre Marianna!… —murmuró oprimiéndose el pecho.
Recorrió el mar con sus ojos de águila y miró a los pies del acantilado. Tres praos, con sus grandes velas desplegadas, estaban delante del poblado preparados para hacerse a la mar. Los piratas iban y venían por la playa, ocupados en embarcar armas, municiones y cañones. En medio de ellos, Sandokán descubrió a Yáñez.
—Buen amigo —murmuró—. Mientras yo dormía, él preparaba la expedición.
Bajó las escaleras y se dirigió hacia el pueblo. Apenas lo vieron los piratas, se oyó un inmenso grito:
—¡Viva el Tigre! ¡Viva nuestro capitán!
Después, todos aquellos hombres, que parecían haber sido poseídos por una súbita locura, se precipitaron confusamente alrededor del pirata, ensordeciéndolo con gritos de alegría, besándole las manos, el traje, los pies, amenazando ahogarlo. Los más viejos jefes de la piratería lloraban de alegría al volver a verlo aún vivo, cuando ya lo habían creído muerto en las costas de la maldita isla.
Ningún lamento salía de aquellas bocas, ninguna lágrima por sus compañeros, por sus hermanos, por sus hijos, por sus parientes caídos bajo el hierro de los ingleses en la desastrosa expedición, pero, de cuando en cuando, de aquellos pechos de bronce se desbordaban gritos tremendos:
—¡Tenemos sed de sangre, Tigre de Malasia! ¡Venganza para nuestros compañeros!… ¡Vamos a Labuán a exterminar a los enemigos de Mompracem!
—Amigos —dijo Sandokán, con aquel acento metálico y extraño que los fascinaba—. La venganza que reclamáis no tardará en llegar. Los tigres que yo conducía a Labuán cayeron bajo los golpes de los leopardos de piel blanca, cien veces más numerosos y cien veces mejor armados que nosotros, pero la partida no se ha terminado todavía. No, tigres, los héroes que cayeron combatiendo en las playas de la isla maldita no se quedarán sin venganza. ¡Estamos a punto de partir para aquella tierra de leopardos y, al llegar allí, les devolveremos rugido por rugido, sangre por sangre! ¡El día de la batalla los tigres de Mompracem devorarán a los leopardos de Labuán!
—¡Sí, sí, a Labuán! —gritaron los piratas, agitando frenéticamente las armas.
Yáñez parecía no haber oído. Había saltado sobre la vieja cureña de un cañón y miraba atentamente hacia un promontorio que se prolongaba bastante hacia el mar.
—¿Qué buscas, hermano? —preguntó Sandokán.
—Estoy viendo aparecer la extremidad de un mástil detrás de aquellos arrecifes —respondió el portugués.
—¿Uno de nuestros praos?
—¿Qué otro barco se atrevería a acercarse a nuestras costas?
—¿No habían vuelto todos nuestros veleros? —Todos menos uno, el de Pisangu, uno de los más grandes y de los mejor armados.
—¿Dónde lo habías enviado?
—Hacia Labuán, para que te buscase.
—Sí, es el prao de Pisangu —confirmó un jefe de banda—. Sin embargo, veo un solo mástil, señor Yáñez.
—¿Habrá combatido y habrá perdido el trinquete? —Se preguntó Sandokán—. Esperémosle.
¡Quién sabe!… Puede traernos alguna noticia de Labuán.
Todos los piratas saltaron a los bastiones para observar mejor a aquel velero, que avanzaba lentamente siguiendo el promontorio.
Cuando hubo dado la vuelta a la última punta, un solo grito se escapó de todos los pechos:
—¡El prao de Pisangu!
Era realmente el velero que Yáñez había mandado tres días antes hacia Labuán para que intentase conseguir noticias sobre el Tigre de Malasia y sus valientes, ¡pero en qué estado volvía! Del palo del trinquete no quedaba más que un tronco astillado; el palo maestro se mantenía a duras penas, sostenido por una espesa red de obenques y brandales. Ya casi no había amuradas y los flancos se veían gravemente dañados, erizados de tapones de madera que cerraban los agujeros abiertos por las balas.
—Ese barco ha debido de ser bien batido —dijo Sandokán.
—Pisangu es tan valiente que no teme atacar incluso a los grandes navíos —respondió Yáñez.
—¡Mira!… Me parece que trae un prisionero. ¿No distingues una casaca roja entre nuestros bravos tigres?
—Sí, y me parece que veo un soldado inglés atado al palo maestro —dijo Yáñez.
—¿Lo habrá prendido en Labuán?
—Desde luego no lo habrá pescado en el mar.
—¡Ah!… Si pudiera darme noticias de…
—Marianna, ¿no, hermano mío?
—Sí —respondió Sandokán con voz sorda.
—Lo interrogaremos.
El prao, ayudado por los remos, pues el viento era más bien débil, avanzaba rápidamente. Su capitán, un bornés de gran estatura, de espléndidas formas, que semejaba una soberbia estatua de bronce antiguo a causa de su color aceitunado, al descubrir a Yáñez y a Sandokán, emitió un grito de alegría, y luego, alzando las manos, gritó:
—¡Buena presa!
Cinco minutos después entraba el velero en la pequeña bahía, lanzando el ancla a veinte pasos de la orilla. Echaron enseguida una chalupa al mar y Pisangu entró en ella junto con el soldado inglés y cuatro remeros.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Sandokán en cuanto desembarcó.
—De las costas orientales de Labuán, capitán —dijo el bornés—. Me había empujado la esperanza de tener noticias vuestras y puedo dar gracias de volver a encontrarme aquí todavía sano.
—¿Quién es ese inglés?
—Un cabo, capitán.
—¿Dónde lo hiciste prisionero?
—Junto a Labuán.
—Cuéntamelo todo.
—Estaba explorando las playas, cuando vi un bote, mandado por ese hombre, que salía de la desembocadura de un pequeño riachuelo. El bribón debía de tener compañeros en las dos orillas, porque lo oía frecuentemente emitir silbidos agudísimos. Hice botar enseguida la chalupa y con diez hombres le di caza, esperando que me proporcionara noticias vuestras. La captura no fue difícil, pero, cuando quise abandonar la desembocadura del riachuelo, me encontré con que había sido cerrada por una cañonera. Nos lanzamos resueltamente a la lucha, intercambiando balas y metralla en abundancia. Una verdadera tempestad, capitán, que me destruyó media tripulación y me arruinó el barco, pero que dejó malparada también a la cañonera. Cuando vi que el enemigo se retiraba, de dos bordadas me hice a la mar, volviéndome más que deprisa.
—¿Y ese soldado viene directamente de Labuán?
—Sí, capitán.
—Gracias, Pisangu. Trae aquí al soldado.
Aquel desgraciado había sido ya empujado hasta la playa y rodeado por los piratas, que comenzaron a maltratarlo y a arrancarle de encima los galones de cabo.
Era un joven de veinticinco o veintiocho años, grueso, de estatura más bien baja, rubio, rosado y mofletudo.
Parecía sumamente espantado de encontrarse en medio de aquellas bandas de piratas, pero no salía una palabra de sus labios.
Al ver a Sandokán, se esforzó por esbozar una sonrisa, y luego dijo con un temblor en la voz:
—El Tigre de Malasia…
—¿Me conoces? —le preguntó.
—Sí.
—¿Dónde me has visto?
—En la quinta de lord Guillonk.
—Estarás asombrado de verme aquí.
—Es cierto. Os creía todavía en Labuán y ya en manos de mis camaradas.
—¿Estabas tú también entre los que iban a cazarme?
El soldado no respondió; luego, sacudiendo la cabeza, dijo:
—Ya todo ha terminado para mí, ¿no, señor pirata?
—Tu vida depende de tus respuestas —replicó Sandokán.
—¿Quién puede fiarse de la palabra de un hombre que asesina a la gente como si se bebiera un vaso de gin o de brandy?
Un relámpago de cólera brilló en los ojos del Tigre de Malasia.
—¡Mientes, perro!
—Como queráis —respondió el cabo.
—Y hablarás.
—¡Hum!…
—¡Cuidado!… Tengo kriss que pueden cortar un cuerpo en mil pedazos; tengo tenazas candentes para arrancar la carne trozo a trozo; tengo plomo líquido para echar sobre las heridas o para hacérselo tragar a los recalcitrantes. Hablarás, o te haré sufrir tanto que invocarás la muerte como una liberación.
El inglés palideció, pero en vez de abrir los labios los cerró entre los dientes, como si temiera que se le escapase alguna palabra.
—Vamos, ¿dónde estabas cuando yo dejé la quinta del lord?
—En los bosques —respondió el soldado.
—¿Qué hacías?
—Nada.
—¿Quieres burlarte de mí? Labuán tiene muy pocos soldados para que te manden a pasear por el bosque sin ningún motivo —dijo Sandokán.
—Pero…
—Habla, quiero saberlo todo.
—Yo no sé nada.
—¿Ah, no? Vamos a verlo.
Sandokán sacó el kriss y con un rápido gesto lo apoyó sobre la garganta del soldado, haciendo salir una gota de sangre.
El prisionero no pudo reprimir un grito de dolor.
—Habla o te mato —dijo fríamente Sandokán, sin retirar el puñal, cuya punta comenzaba a enrojecer.
El cabo tuvo aún una breve vacilación, pero, viendo en los ojos del Tigre un relámpago terrible, cedió.
—Basta —dijo, sustrayéndose a la punta del kriss—. Hablaré.
Sandokán hizo a sus hombres una seña para que se alejaran, y luego se sentó junto a Yáñez sobre una cureña de cañón, diciendo al soldado:
—Te escucho. ¿Qué hacías en el bosque?
—Seguía al baronet Rosenthal.
—¡Ah! —Exclamó Sandokán, mientras un sombrío relámpago le brillaba en la mirada—. ¡Él!
—Lord Guillonk se enteró de que el hombre que él había recogido moribundo y que había curado en su propia casa no era un príncipe malayo, sino el terrible Tigre de Malasia, y de acuerdo con el baronet y con el gobernador de Victoria preparó la trampa.
—¿Y cómo se enteró?
—Lo ignoro.
—Continúa.
—Reunieron cien hombres, y nos mandaron a rodear la quinta para impediros la fuga.
—Eso ya lo sé. Dime lo que sucedió después, cuando conseguí atravesar las líneas y refugiarme en los bosques.
—Cuando el baronet entró en la quinta, encontró a lord Guillonk presa de una tremenda excitación. Tenía una herida en la pierna, que se la habíais hecho vos.
—¿Yo…? —exclamó Sandokán.
—Quizá inadvertidamente.
—Eso creo, porque, si hubiera querido matarlo, nadie hubiera podido impedírmelo. ¿Y lady Marianna?
—Lloraba. Parecía que entre la bella joven y su tío había ocurrido una escena violentísima. El lord la acusaba de haberos ayudado a huir… y ella pedía piedad para vos.
—¡Pobre joven! —Exclamó Sandokán, mientras una rápida conmoción alteraba sus facciones—. ¿Lo oyes, Yáñez?
—Continúa —dijo el portugués al soldado—. Pero procura decir la verdad, porque permanecerás aquí hasta que volvamos de Labuán. Si mientes, no escaparás a la muerte.
—Es inútil que os engañe —respondió el cabo—. Después del resultado infructuoso de la persecución, quedamos acampados junto a la quinta, para protegerla contra el posible ataque de los piratas de Mompracem. Corrían voces poco tranquilizadoras. Se decía que unos tigres habían desembarcado y que el Tigre de Malasia estaba escondido en los bosques, dispuesto a caer sobre la quinta, y raptar a la muchacha. No sé lo que habrá sucedido después. Sin embargo, tengo que deciros que lord Guillonk tomó las medidas oportunas para retirarse a Victoria, con la protección de los cruceros y de los fuertes.
—¿Y el baronet Rosenthal?
—Se casará en breve con lady Marianna.
—¿Qué has dicho? —gritó Sandokán, poniéndose en pie.
—Que él va a quitaros a la muchacha.
—¿Quieres engañarme?
—¿Con qué objeto? Os digo que dentro de un mes se efectuará el matrimonio.
—Pero lady Marianna detesta a ese hombre.
—¿Y eso qué le importa a lord Guillonk?
Sandokán lanzó un aullido de fiera herida y se tambaleó, cerrando los ojos. Un espasmo tremendo había descompuesto su rostro. Se aproximó al soldado y, sacudiéndolo furiosamente, le dijo con voz silbante:
—No me habrás engañado, ¿verdad?
—Os juro que he dicho la verdad…
—Te quedarás aquí y nosotros iremos a Labuán. Si no has mentido, te daré tu peso en oro. Después, volviéndose hacia Yáñez, le dijo con voz decidida:
—Vamos.
—Estoy preparado para seguirte —respondió sencillamente el portugués.
—¿Está todo listo?
—No falta más que elegir a los hombres que han de seguirnos.
—Llevaremos con nosotros a los más valientes, porque esta vez se trata de jugar una partida suprema…
—Sin embargo, hay que dejar aquí fuerzas suficientes para defender nuestro refugio.
—¿Qué temes, Yáñez?
—Los ingleses podrían aprovechar nuestra ausencia para lanzarse sobre nuestra isla.
—No se atreverán a tanto, Yáñez.
—Pues yo creo lo contrario. Ahora son en Labuán lo bastante fuertes como para intentar la lucha, Sandokán. Un día u otro tendrá que llegar el encuentro decisivo.
—Nos encontrarán preparados, y veremos quienes son más decididos: si los tigres de Mompracem o los leopardos de Labuán.
Sandokán mandó formar a sus bandas, que contaban más de doscientos cuarenta hombres, reclutados entre las tribus más guerreras de Borneo y de las islas del mar malayo, y eligió noventa tigres, los más valientes y robustos, auténticos condenados, que a una seña no hubieran dudado en arrojarse incluso contra los fuertes de Victoria, la ciudadela de Labuán. Llamó luego a Giro-Batol y, mostrándoselo a las bandas que se quedaban a defender la isla, dijo:
—Aquí tenéis un hombre que tiene la suerte de ser uno de los jefes más valientes de la piratería, el único de toda mi tripulación que sobrevivió a la desgraciada expedición de Labuán. Durante mi ausencia, obedecedle como si fuera mi persona. Y ahora, embarquémonos, Yáñez.