Cuando llegó a la cima del gran acantilado, Sandokán se detuvo a la orilla y su mirada se dirigió lejos, hacia el este, en dirección a Labuán.
—¡Gran Dios! —murmuró—. ¡Cuánta distancia me separa de esa celeste criatura! ¿Qué estará haciendo a estas horas? ¿Me llorará muerto o prisionero?
Un sordo gemido salió de sus labios, e inclinó la cabeza sobre el pecho.
—¡Qué fatalidad! —susurró.
Aspiró el viento de la noche, como si aspirase el lejano perfume de su amada, y luego se aproximó a paso lento a su gran cabaña, donde había aún una habitación iluminada.
Miró a través de los cristales de una ventana y vio a un hombre sentado ante una mesa, con la cabeza entre las manos.
—Yáñez… —murmuró, sonriendo tristemente—. ¿Qué dirá cuando sepa que el Tigre vuelve vencido y embrujado?
Ahogó un suspiro y abrió lentamente la puerta, sin que su amigo lo oyese.
—Bueno, hermano —dijo, después de unos instantes—. ¿Has olvidado ya al Tigre de Malasia?
No había terminado de decir estas palabras, cuando Yáñez ya se había lanzado a sus brazos, exclamando:
—¡Tú! ¡Tú!… ¡Sandokán!… ¡Ah! ¡Y yo que te creía perdido para siempre!
—Pues no; he vuelto, como ves.
—Pero, desgraciado amigo, ¿dónde has estado durante todos estos días? Hace cuatro semanas que te espero, presa de mil ansiedades. ¿Qué has hecho durante tanto tiempo? ¿Has saqueado al sultán de Varauni, o te ha embrujado la Perla de Labuán? Habla, hermano mío, la impaciencia me consume.
En vez de responder a todas aquellas preguntas, Sandokán se puso a mirarlo en silencio fijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada torva y el rostro oscurecido.
—Vamos —dijo Yáñez, sorprendido por aquel mutismo—. Habla: ¿qué significa ese traje que traes puesto y por qué miras así? ¿Te ha ocurrido alguna desgracia?
—¡Desgracia! —Exclamó Sandokán con voz ronca—. Pero ¿entonces ignoras todavía que de cincuenta tigres que conducía contra Labuán, el único superviviente es Giro-Batol? ¿No sabes entonces que todos murieron en las costas de esa isla maldita, destripados por el hierro de los ingleses?, ¿que yo caí gravemente herido sobre el puente de un crucero y que mis barcos descansan en el fondo del mar de Malasia?
—¡Vencido tú!… ¡Es imposible! ¡Es imposible!
—¡Sí, Yáñez, he sido vencido y herido, mis hombres han sido destruidos y yo vuelvo mortalmente enfermo!
El pirata arrimó con gesto convulso una silla hasta la mesa, vació uno tras otro tres vasos de whisky, y luego, con voz quebrada o animada, ronca o estridente, alternando gestos violentos e imprecaciones, contó con pelos y señales todo lo que le había sucedido, el desembarco en Labuán, el encuentro con el crucero, la tremenda batalla sostenida, el abordaje, la herida recibida, los sufrimientos y la curación.
Sin embargo, cuando empezó a hablar de la Perla de Labuán, toda su ira se esfumó. Su voz, poco antes ronca, destrozada por el furor, tomó ahora otro tono, y se hizo dulce, cariñosa, apasionada.
Describió con arrojo poético la belleza de la joven lady, aquellos ojos grandes, dulces, melancólicos, azules como el agua del mar, que lo habían conmovido profundamente; habló de aquellos cabellos largos, más rubios que el oro, más sutiles que la seda, más perfumados que las rosas de los bosques; de aquella voz incomparable, angelical, que había hecho vibrar extrañamente las cuerdas de su corazón hasta entonces inaccesible, y de aquellas manos que sabían arrancar al laúd aquellos sonidos tan suaves, tan dulces, que lo habían fascinado, que lo habían encantado.
Pintó con viva pasión los momentos queridos que había pasado al lado de la mujer amada, momentos sublimes, durante los cuales ya no se acordaba de Mompracem, ni de sus tigres, y en los que llegaba a olvidar hasta que él era el Tigre de Malasia; y paso a paso llegó a contar todas las aventuras que siguieron después, a saber, la caza del tigre, la confesión de su amor, la traición del lord, la fuga, el encuentro con Giro-Batol y el embarco hacia Mompracem.
—Óyeme, Yáñez —continuó con acento todavía conmovido—. En el momento en que ponía los pies en la canoa para abandonar a aquella criatura, creí que se me desgarraba el corazón. Antes que abandonar aquella isla, hubiera preferido hundir la canoa y a Giro-Batol, hubiera querido hacer entrar el mar en la tierra y hacer surgir en su lugar un mar de fuego, para no poder volver a atravesarlo. ¡En aquel momento hubiera destruido sin compasión mi formidable Mompracem, hundido mis praos, dispersado a mis hombres, y hubiera querido no haber sido nunca… el Tigre de Malasia!
—¡Ah, Sandokán! —exclamó Yáñez, en tono de reprobación.
—¡No me lo reproches, Yáñez! ¡Si supieras lo que he experimentado aquí, en este corazón que creía de hierro, inaccesible a cualquier pasión! Óyeme: amo a esa mujer hasta tal punto que, si se me pusiera delante y me rogara que renegase de mi nacionalidad y que me hiciese inglés…, ¡yo, el Tigre de Malasia, que juré odio eterno a esa raza…, lo haría sin vacilar!… ¡Un fuego indomable corre sin descanso por mis venas y me consume las carnes, me parece que estoy siempre delirando, que tengo un volcán en medio del corazón; me parece que voy a volverme loco, loco! Desde el día en que vi a esa criatura me encuentro en este estado, Yáñez. Y siempre tengo ante mí esa visión celestial. ¡Dondequiera que vuelva la mirada, allí la veo siempre, siempre, genio centelleante de belleza que me abrasa y me consume!
El pirata se levantó con un gesto brusco, el rostro alterado, los dientes convulsamente apretados. Dio algunas vueltas alrededor de la habitación, como si intentase alejar aquella visión que lo perseguía y calmar la ansiedad que lo torturaba; luego se detuvo delante del portugués, interrogándole con la mirada. Este permaneció mudo.
—No lo creerás —prosiguió Sandokán—, pero he luchado terriblemente antes de dejarme vencer por la pasión. Pero ni la férrea voluntad del Tigre de Malasia, ni mi odio por todo lo que sabe a inglés han podido frenar los impulsos del corazón. ¡Cuántas veces he intentado romper la cadena! ¡Cuántas veces, cuando me asaltaba el pensamiento de que un día, para casarme con esa mujer, tendría que abandonar mi mar, poner fin a mis venganzas, dejar mi isla, perder mi nombre, del que un día me sentí tan orgulloso, perder a mis tigres, a cuantas veces he intentado huir, poner entre mí y aquellos ojos fascinantes una barrera insuperable! Y, sin embargo, he tenido que ceder, Yáñez. Me encuentro entre dos abismos: aquí Mompracem con sus piratas, entre el relampagueo de sus cien cañones y sus victoriosos praos, allí esa adorable criatura de los cabellos rubios y los ojos azules. He estado oscilando durante mucho tiempo, vacilante, y al fin me he precipitado hacia esa joven, de la que siento que ninguna fuerza humana podrá arrancarme. ¡Ah, siento que el Tigre va dejar de existir!…
—¡Olvídala, entonces! —dijo Yáñez, agitándose.
—¡Olvidarla!… ¡Es imposible, Yáñez, es imposible! Siento que no podré romper nunca las cadenas doradas que ella ha echado alrededor de mi corazón. Ni las batallas, ni las grandes emociones de la vida pirata, ni el amor de mis hombres, ni los más tremendos estragos, ni las más espantosas venganzas serán capaces de hacerme olvidar a esa joven. Su imagen se interpondría siempre entre mí y esas grandes emociones y apagaría la antigua energía y el valor del Tigre. ¡No, no la olvidaré jamás! ¡Ella será mi mujer, aunque me cueste mi nombre, mi isla, mi poder, todo, todo!
Se detuvo por segunda vez, mirando a Yáñez, que había vuelto a caer en su mutismo.
—¿Entonces, hermano? —preguntó.
—Habla.
—¿Me has comprendido?
—Sí.
—¿Qué me aconsejas? ¿Qué tienes que responderme, ahora que te lo he revelado todo?
—Olvida a esa mujer, ya te lo he dicho.
—¡Yo!…
—¿Has pensado en las consecuencias que podría acarrear este insensato amor? ¿Qué van a decir tus hombres cuando sepan que el Tigre se ha enamorado? Y además, ¿qué vas a hacer con esa joven? ¿Se casará luego contigo? Olvídala, Sandokán, abandónala para siempre, vuelve a ser el Tigre de Malasia de corazón de hierro.
Sandokán se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta, que abrió con violencia.
—¿Adónde vas? —le preguntó Yáñez, poniéndose de pie.
—Vuelvo a Labuán —respondió Sandokán—. Mañana dirás a mis hombres que he abandonado para siempre mi isla y que eres su nuevo jefe. No volverán a oír hablar de mí, porque no volveré jamás a pisar estos mares.
—¡Sandokán! —Exclamó Yáñez, aferrándolo estrechamente por los brazos—. ¿Estás loco para volver solo a Labuán, cuando tienes barcos, cañones y hombres entregados, dispuestos a dejarse matar por ti o por la mujer de tu corazón? Yo he querido tentarte, he querido ver si era posible desarraigar de tu corazón la pasión que alimentas por esa mujer, que pertenece a una raza que tú debías odiar siempre…
—No, Yáñez, no, esa mujer no es inglesa, porque me ha hablado de un mar más azul y más hermoso que el nuestro, que lame su lejana patria; de una tierra cubierta de flores dominada por un humeante volcán; de un paraíso terrestre donde se habla una lengua armoniosa, que nada tiene que ver con el inglés.
—No importa: inglesa o no, ya que tú la amas tan inmensamente, todos nosotros te ayudaremos a hacerla tu esposa, para que seas feliz. Todavía puedes seguir siendo el Tigre de Malasia, incluso casándote con la jovencita de los cabellos de oro.
Sandokán se precipitó en los brazos de Yáñez, y los dos hombres permanecieron abrazados largo rato.
—Y ahora —dijo el portugués—, ¿qué pretendes hacer?
—Salir lo más rápido posible para Labuán y raptar a Marianna.
—Tienes razón. El lord, si llega a saber que has abandonado la isla y has vuelto a Mompracem, puede huir por miedo a verte volver. Hay que actuar rápidamente, o perderemos la partida. Ahora, vete a dormir, porque necesitas un poco de calma, y déjame el cuidado de prepararlo todo. Mañana la expedición estará lista para zarpar.
—Hasta mañana, Yáñez.
—Adiós, hermano —respondió el portugués. Salió y bajó lentamente la escalera.
Cuando Sandokán se quedó solo, volvió a sentarse delante de la mesa, más sombrío y agitado que nunca, haciendo saltar los tapones de varias botellas de whisky.
Sentía la necesidad de aturdirse, para olvidar al menos por unas horas a aquella jovencita que lo había embrujado y calmar la impaciencia que lo roía. Se puso a beber con una especie de rabia, vaciando uno tras otro varios vasos.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Si pudiera dormirme y no despertar hasta Labuán! Siento que esta impaciencia, que este amor, que estos celos me matarán. ¡Sola!… ¡Sola en Labuán!… ¡Y quizá, mientras yo estoy aquí, el baronet estará haciéndole la corte!
Se levantó, presa de un violento impulso de furor, y se puso a pasear como un loco, arrojando al suelo las sillas, rompiendo las botellas amontonadas en los rincones, despedazando los cristales de los grandes anaqueles llenos de oro y joyas, hasta que se detuvo delante del armónium.
—Daría la mitad de mi sangre por poder imitar una de aquellas adorables romanzas que ella me cantaba cuando me consumía, vencido y herido, en la quinta del lord. ¡Y no es posible, no me acuerdo de ninguna! Era la suya una lengua extranjera, una lengua celestial que solo Marianna podía conocer. ¡Oh! ¡Qué hermosa estabas entonces, Perla de Labuán! ¡Qué embriaguez, qué felicidad derramabas sobre mi corazón en aquellos momentos, mi querida niña!
Recorrió las teclas con los dedos, tocando una romanza salvaje, vertiginosa, de un extraño efecto, en la que a veces parecían oírse los estruendos de un huracán o los lamentos de gentes moribundas.
Se detuvo, como si hubiera sido golpeado por un nuevo pensamiento, y volvió a la mesa, tomando una taza llena.
—¡Ah! Veo sus ojos en el fondo —dijo—. ¡Siempre sus ojos, siempre su figura, siempre la Perla de Labuán!
La vació, volvió a llenarla otra vez y volvió a mirar dentro.
—¡Manchas de sangre! —exclamó—. ¿Quién ha echado sangre en mi taza? Sangre o licor, bebe, Tigre de Malasia, porque la embriaguez es la felicidad.
El pirata, que ya estaba borracho, se puso a beber con nuevo ardor, tragando el ardiente líquido como si fuese agua, alternando las imprecaciones con estruendosas carcajadas.
Se irguió, pero volvió a caer sobre la silla, lanzando a su alrededor torvas miradas. Le parecía ver sombras corriendo por la habitación, fantasmas que le mostraban, riendo burlonamente, hachas, kriss y cimitarras ensangrentadas. En una de aquellas sombras creyó reconocer a su rival el baronet William. Se sintió poseído por un impulso de furor y rechinó los dientes ferozmente.
—¡Te veo, te veo, maldito inglés! —gritó—. ¡Pero ay de ti como te agarre! Quieres robarme a la Perla, lo leo en tus ojos, pero te lo impediré, destruiré tu casa, la del lord, pasaré a Labuán a sangre y fuego, haré correr sangre por doquier y os exterminaré a todos…, a todos… ¡Ah! ¡Ríete! ¡Aguarda, aguarda a que vaya!…
Había llegado ya al punto culminante de su embriaguez. Se sintió poseído por una manía feroz de destruirlo todo, de tirarlo todo por tierra.
Después de repetidos esfuerzos se levantó, agarró una cimitarra y, sosteniéndose a duras penas, apoyándose en las paredes, se puso a sacudir golpes desesperados por todas partes, corriendo tras la sombra del baronet que parecía escapársele siempre, desgarrando la tapicería, despedazando las botellas, lanzando terribles golpes sobre los anaqueles, la mesa, el armónium, haciendo llover de los vasos rotos torrentes de oro, de perlas y diamantes, hasta que, extenuado, vencido por la embriaguez, cayó en medio de aquel destrozo, durmiéndose Profundamente.