La cabaña de Giro-Batol se alzaba justamente en medio de aquel frondosísimo boscaje, entre dos colosales pombos[31], que con sus enormes masas de follaje la protegían completamente de los rayos del sol.
Era un tugurio más que una habitación, apenas capaz de albergar a una pareja de salvajes, bajo, estrecho, con el techo formado por hojas de plátano superpuestas por estratos, y las paredes hechas de ramas toscamente entretejidas.
La única abertura era la puerta: no había ni rastro de ventanas.
¡El interior no valía mucho más! No había más que un lecho de hojas secas, dos toscas ollas de arcilla mal cocida y dos guijarros que debían de servir para encender fuego.
Había en cambio víveres en abundancia, frutas de toda clase e incluso la mitad de una babirusa[32] de pocos meses, suspendida del techo por las patas traseras.
—Mi cabaña no vale gran cosa, capitán —dijo Giro-Batol—. Sin embargo, aquí podréis descansar a vuestro gusto sin temor de ser molestado. Hasta los indígenas de los alrededores ignoran que aquí hay un refugio. Si queréis dormir, puedo ofreceros este lecho de hojas frescas cortadas esta misma mañana; si tenéis sed, tengo una olla llena de agua fresca, y si tenéis hambre, hay fruta y deliciosas chuletas.
—No pido más, mi bravo Giro-Batol —respondió Sandokán—. No esperaba encontrar tanto.
—Concededme media hora para asaros un pedazo de babirusa. Entretanto podréis saquear mi despensa. Ahí hay unas excelentes ananás, plátanos perfumados, suculentos pombos como no los habéis probado en Mompracem, fruta del artocarpus de tamaño inverosímil y durion que son mejores que la crema. Todo está a vuestra disposición.
—Gracias, Giro-Batol. Voy a aprovecharme, porque tengo más hambre que un tigre y llevo ayunando una semana.
—Entretanto voy a encender fuego.
—¿No descubrirán el humo?
—¡Oh!… No temáis, capitán. Los árboles son tan altos y tan espesos que no lo permitirán. Sandokán, que estaba bastante hambriento a causa de las largas marchas a través de la selva, atacó un palmito, que no pesaba menos de veinte libras, y se puso a resquebrajar aquella sustancia blanca y dulce que le recordaba el sabor de las almendras.
Entretanto el malayo, amontonando ramas secas sobre el fogón, las encendía, sirviéndose de dos pedacitos de bambú cortados por la mitad.
Es bastante curioso el sistema utilizado por los malayos para encender fuego sin necesidad de fósforos. Toman dos bambúes cortados y sobre la superficie convexa de uno de ellos hacen una muesca. Con el otro comienzan a frotar sobre ese tajo, empleando el borde, al principio lentamente y luego cada vez más deprisa. El polvillo producido por ese frota miento se prende poco a poco y cae sobre un poco de yesca de fibra de gamut. La operación es bastante fácil y rápida y no requiere una especial habilidad.
Giro-Batol puso a asar un buen pedazo de babirusa ensartado en una varilla verde, sostenida por dos ramas en forma de horquilla fijas en el suelo; luego empezó a rebuscar bajo un montón de hojas verdes y sacó de allí un vaso que exhalaba un perfume poco prometedor, pero que hacía dilatar las narices al salvaje hijo de la selva malaya.
—¿Qué vas a ofrecerme, Giro-Batol? —preguntó Sandokán.
—Un plato delicioso, capitán.
Sandokán miró dentro del vaso e hizo una mueca.
—Prefiero la chuleta de babirusa, amigo mío. El blaciang no está hecho para mí. Gracias de todos modos por tu buena intención.
—Lo había reservado para las ocasiones extraordinarias, capitán —dijo el malayo mortificado.
—Sabes bien que yo no soy malayo. Mientras saqueo tu fruta, engulle tu famoso plato. En el mar se estropearía.
El malayo no se lo hizo repetir dos veces y atacó vorazmente la olla, manifestando un gran placer.
El blaciang es ávidamente buscado por los malayos, que, en cuestión de alimentos, pueden dar punto y raya a los chinos, los menos escrupulosos de todos los pueblos. No desdeñan las serpientes, ni los animales ya en putrefacción, ni los gusanos en salsa, y mucho menos las larvas de las termitas por las que llegan a cometer verdaderas locuras.
El blaciang, no obstante, supera toda imaginación. Es una mezcolanza de cangrejos y de pececillos triturados juntos, que se deja corromper al sol y luego se sala. El olor que exhala esa pasta es tal que no hay quien lo soporte: incluso hace enfermar.
No obstante, a los malayos y también a los javaneses les gusta glotonamente ese inmundo plato y lo prefieren a los pollos y a las suculentas chuletas de babirusa.
Mientras esperaban el asado, habían reemprendido la conversación.
—Saldremos esta noche, ¿no, capitán? —preguntó Giro-Batol.
—Sí, en cuanto desaparezca la luna —respondió Sandokán.
—¿Tendremos el camino libre?
—Eso espero.
—Siempre temo un mal encuentro, capitán.
—No te preocupes, Giro-Batol. No se puede sospechar de un sargento así como así.
—¿Y si alguien os reconoce incluso con este traje?
—Sólo me conocen poquísimas personas y estoy seguro de que no me las encontraré sobre mis pasos.
—¿Habéis tenido entonces relaciones?
—Y con personas muy importantes, con barones y condes —dijo Sandokán.
—¡Vos, el Tigre de Malasia! —exclamó Giro-Batol estupefacto.
Luego, mirando a Sandokán con cierto embarazo, le preguntó indeciso:
—¿Y la joven blanca?
El Tigre de Malasia levantó bruscamente la cabeza, fijó en el malayo una mirada que despedía sombríos resplandores, y luego suspirando profundamente dijo:
—Calla, Giro-Batol. ¡No despiertes en mí recuerdos terribles!
Estuvo algunos instantes en silencio, con la cabeza apretada entre las manos y los ojos fijos en el vacío; luego, como hablando consigo mismo, prosiguió:
—Volveremos pronto aquí, a esta isla. El destino será más poderoso que mi voluntad, y luego… incluso en Mompracem, entre mis valientes, ¿cómo poder olvidarla? ¿No bastaba ya con la derrota? ¡Tenía que dejarme también el corazón en esta maldita isla!
—¿De qué habláis, capitán? —preguntó Giro-Batol ciertamente sorprendido.
Sandokán se pasó una mano por los ojos como si quisiera ahuyentar una visión, y luego, sacudiéndose, dijo:
—No preguntes nada, Giro-Batol.
—Pero volveremos aquí, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y vengaremos a nuestros compañeros que murieron combatiendo sobre las playas de esta tierra abominable.
—Sí, pero quizá sería mejor para mí no volver a ver más esta isla.
—¿Qué decís, capitán?
—Digo que esta isla podrá dar un golpe mortal al poderío de Mompracem y quizá encadenar para siempre al Tigre de Malasia.
—¿A vos, tan fuerte, tan terrible? ¡Oh, vos no podéis tener miedo de los leopardos de Inglaterra!
—No de ellos, no, pero… ¿quién puede leer en el destino? Mis brazos son todavía formidables, pero ¿lo será también mi corazón?
—¡El corazón! No os comprendo, capitán.
—Mejor. A comer, Giro-Batol. No pensemos en el pasado.
—Me dais miedo, capitán.
—Calla, Giro-Batol —replicó Sandokán con acento imperioso.
El malayo no se atrevió a continuar. Trajo el asado, que despedía un apetitoso olor, lo colocó sobre una larga hoja de plátano y se lo ofreció a Sandokán; luego fue a buscar en un rincón del tugurio y de un agujero sacó una botella casi rota pero cuidadosamente cubierta con un cucurucho formado con fibra de rotang, hábilmente entretejida.
—Gin, capitán —dijo, mirando la botella con ojos ardientes—. He tenido que trabajar no poco para arrebatársela a los indígenas y la guardaba para reponer fuerzas en el mar. Podéis vaciarla hasta la última gota.
—Gracias, Giro-Batol —respondió Sandokán con una triste sonrisa—. La partiremos como hermanos.
Sandokán comió en silencio, no haciendo a la comida tantos honores como el bravo malayo había esperado; bebió algunos sorbos de gin y luego se sentó sobre las frescas hojas, diciendo:
—Vamos a descansar unas horas. En tanto caerá la tarde, y después tenemos que esperar a que desaparezca la luna.
El malayo cerró cuidadosamente la cabaña, apagó el fuego y, habiendo vaciado la botella, se acurrucó en un rincón, soñando que se encontraba ya en Mompracem.
Sandokán en cambio, a pesar de que estaba cansadísimo, después de haber estado caminando toda la noche anterior, no fue capaz de pegar ojo.
Y no ya por el temor de verse sorprendido de un momento a otro por los enemigos: no era posible que los encontraran en aquella cabaña tan bien oculta a las miradas de todos. Era el pensamiento de la joven inglesa el que lo mantenía despierto.
—¿Qué le habría sucedido a Marianna después de los últimos acontecimientos? ¿Qué habría ocurrido entre ella y lord James?… ¿Y a qué acuerdos habrían llegado el viejo lobo de mar y el baronet William Rosenthal? ¿Seguiría en Labuán, y todavía libre a su vuelta? ¡Los celos ardían en el corazón del pirata! ¡Y no poder hacer nada por la mujer querida! ¡Nada más que huir para no caer bajo los golpes de sus odiados adversarios!
—¡Ah! —Pensaba Sandokán, agitándose sobre el lecho de hojas—. ¡Daría la mitad de mi sangre por volver a encontrarme otra vez junto a aquella joven que ha sabido hacer palpitar el corazón del Tigre de Malasia! ¡Pobre Marianna! ¡Quién sabe qué angustias estarán atormentándola! ¡Quizá me creerá vencido, herido, incluso muerto!… ¡Mis tesoros, mis barcos, mi isla, por poder decirle que el Tigre de Malasia está vivo todavía y que la recordará siempre!… ¡Vamos, ánimo! Esta noche abandonaré esta maldita isla llevando conmigo su promesa, pero volveré, aunque tenga que arrastrar conmigo hasta el último de mis hombres, aunque tenga que empeñarme en una lucha desesperada contra todas las fuerzas de Labuán; aunque tenga que sufrir otra derrota y caer nuevamente herido.
Pensando en estas cosas esperó a que el sol se hubiera puesto y luego, cuando las tinieblas hubieron invadido la cabaña y la espesura, despertó a Giro-Batol, que roncaba como un tapir[33].
—Vamos, malayo —le dijo—. El cielo se ha cubierto de nubes, así que es inútil esperar a que desaparezca la luna. Vamos, deprisa, porque siento que, si tuviera que permanecer una hora más aquí, todavía me negaría a seguirte.
—¿Y dejarías Mompracem por esta maldita isla?
—Calla, Giro-Batol —dijo Sandokán casi con ira—. ¿Dónde se encuentra tu canoa?
—A diez minutos de camino.
—Entonces ¿está tan cerca el mar?
—Sí, Tigre de Malasia.
—¿Has puesto víveres en ella?
—He pensado en todo, capitán. No nos falta fruta, ni agua, ni los remos y mucho menos la vela.
—Andando, Giro-Batol.
El malayo tomó un pedazo de asado que había apartado, se armó de un nudoso bastón y siguió a Sandokán.
—La noche no podía ser más propicia —dijo, mirando al cielo, que se había cubierto de nubarrones—. Podremos escaparnos sin ser descubiertos.
Una vez atravesada la espesura, Giro-Batol se detuvo un momento para escuchar, y luego, seguro del profundo silencio que reinaba en la selva, reemprendió la marcha, torciendo hacia el oeste.
La oscuridad era densísima bajo aquellos grandes árboles, pero el malayo veía incluso de noche quizá mejor que los gatos, y además era un buen conocedor de aquellos lugares.
Unas veces arrastrando los pies entre las cien mil raíces que obstruían el suelo, otras alzándose entre las tupidas redes de los larguísimos calamos y de los nepentes[34], otras saltando troncos colosales caídos quizá de puro viejos, Giro-Batol seguía avanzando en la tenebrosa selva sin desviarse nunca. Sandokán, sombrío, taciturno, lo seguía de cerca, imitando todas aquellas maniobras.
Si un rayo de luna hubiera iluminado el rostro del fiero pirata, lo habría mostrado alterado por un intenso dolor.
A aquel hombre, que veinte días antes hubiera dado la mitad de su sangre por poder encontrarse de nuevo en Mompracem, ahora le resultaba inmensamente penoso abandonar la isla en la que dejaba, sola e indefensa, a la mujer que amaba con locura.
Cada paso que le acercaba al mar repercutía en su pecho como una puñalada, y le parecía que la distancia que lo separaba de la Perla de Labuán crecía minuto a minuto enormemente.
A veces se detenía, no sabiendo si volver o seguir adelante; pero el malayo, que sentía arder el suelo bajo sus pies y no veía el instante de embarcarse, lo incitaba a seguir, haciéndole observar lo peligroso que podría resultar el mínimo retraso.
Llevaban caminando media hora, cuando Giro-Batol se paró de repente, aplicando el oído con atención.
—¿Oís ese fragor? —preguntó.
—Lo oigo claramente: es el mar —respondió Sandokán—. ¿Dónde está la canoa?
—Aquí al lado.
El malayo guio a Sandokán a través de una espesa cortina de follaje y le mostró el mar, que gruñía al romperse contra los bancos de la isla.
—¿Veis algo? —preguntó.
—Nada —respondió Sandokán, después de haber recorrido rápidamente el horizonte con los ojos.
—La suerte nos acompaña: los cruceros duermen todavía.
Bajó a la orilla, removió las ramas de un árbol y mostró una embarcación que se mecía pesadamente en el fondo de una pequeña ensenada.
Era una barcaza, construida después de haber vaciado a fuego y hacha el tronco de un grueso árbol, semejante a las que usan los indios del río Amazonas y los polinesios del Pacífico.
Desafiar al mar con una barca de formas tan extravagantes era una temeridad sin igual, porque bastarían pocas olas para volcarla; pero los dos piratas no eran tipos para amedrentarse.
Giro-Batol fue el primero en saltar dentro de ella y en izar un pequeño mástil, al que había adaptado una pequeña vela de fibra vegetal cuidadosamente entretejida.
—Venid, capitán —dijo, disponiéndose a tomar los remos—. Dentro de pocos minutos podrían cortarnos el camino.
Sandokán, sombrío, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho, estaba todavía en tierra mirando hacia el este, como si intentase descubrir, en medio de la profunda oscuridad y entre los grandes árboles, la habitación de la Perla de Labuán. Parecía ignorar que había llegado el momento de la fuga y que un pequeño retraso podía resultarle fatal.
—Capitán —repitió el malayo—. ¿Queréis dejaros prender por el crucero? Venid, o será demasiado tarde.
—Te sigo —respondió Sandokán con voz triste. Saltó a la canoa cerrando los ojos y dando un profundo suspiro.
El viento soplaba del este, de modo que no podía ser más favorable.
La canoa, con su vela tendida, bogaba con bastante rapidez, inclinada a estribor, interponiendo entre el pirata, que se sentía extremadamente conmovido, y la pobre Marianna, el vasto mar de Malasia.
Sandokán, sentado a popa, con la cabeza entre las manos, no hablaba y seguía con los ojos fijos en su Labuán, que poco a poco desaparecía en las tinieblas; Giro-Batol, instalado a proa, feliz, sonriente, charlaba por diez, y seguía con los ojos fijos hacia el oeste, allí donde debía aparecer la formidable isla de Mompracem.
—Vamos, capitán —dijo el malayo, que no podía callar un solo instante—. ¿Por qué os habéis quedado tan sombrío, ahora que estamos a punto de volver a ver nuestra isla? Se diría que añoráis Labuán.
—Sí, la añoro, Giro-Batol —respondió Sandokán con voz sorda.
—¡Oh! ¿Es que os han embrujado esos perros ingleses? Y, sin embargo, capitán, os perseguían para cazaros por bosques y llanuras, ávidos de vuestra sangre. ¡Ah! Tendríais que verlos mañana, cuando se den cuenta de vuestra fuga, morderse los dedos de rabia, y tendríais que oír las imprecaciones de sus mujeres.
—¡De sus mujeres! —exclamó Sandokán, sacudiéndose.
—Sí, porque nos odian quizá más que los hombres.
—¡Oh, no todas, Giro-Batol!
—Son peores que las víboras, capitán, os lo aseguro.
—Calla, Giro-Batol, calla. ¡Si vuelves a decir esas palabras, te arrojo de cabeza al mar!
Había tal acento de amenaza en la voz de Sandokán, que el malayo enmudeció de golpe. Miró largamente a aquel hombre, que seguía mirando fijamente a Labuán, oprimiéndose el pecho con ambas manos, como si quisiera sofocar un dolor inmenso, y luego se retiró lentamente a proa, murmurando:
—Los ingleses lo han embrujado.
Durante toda la noche la canoa, empujada por el viento del este, bogó velozmente sin encontrarse con ningún crucero y portándose bastante bien, a pesar de las olas que de vez en cuando la embestían, haciéndola escorar peligrosamente.
El malayo, por miedo de que Sandokán cumpliese la amenaza, había dejado de hablar; sentado a proa, escudriñaba atentamente la oscura línea del horizonte, por ver si aparecía alguna nave.
En cambio su compañero, tendido a popa, no apartaba su mirada del lugar donde debía de encontrarse la isla de Labuán, que ya había desaparecido en las sombras de la noche. Llevarían navegando un par de horas, cuando los agudísimos ojos del malayo descubrieron un punto luminoso que brillaba sobre la línea del horizonte.
—¿Un velero o un barco de guerra? —se preguntó con ansiedad.
Sandokán, siempre sumido en sus dolorosos pensamientos, no se había dado cuenta de nada.
El punto luminoso creció rápidamente y parecía que se elevaba cada vez más sobre la línea del horizonte.
Aquella luz blanca no podía pertenecer más que a un buque de vapor. Debía de ser un farol encendido sobre la cima del trinquete.
Giro-Batol comenzaba a agitarse; sus inquietudes aumentaban progresivamente, tanto más cuanto que aquel punto luminoso parecía dirigirse directamente hacia la canoa. Pronto debajo del farol blanco aparecieron otros dos: uno rojo y otro verde.
—Es un navío de vapor —dijo.
Sandokán no respondió. Quizá ni le había oído.
—Capitán —repitió—. ¡Un navío de vapor!
El jefe de los piratas de Mompracem esta vez se sobresaltó, mientras un terrible relámpago brillaba en sus sombrías miradas.
—¡Ah!… —dijo.
Se volvió con ímpetu y miró la inmensa extensión del mar.
—¿Otra vez un enemigo? —murmuró, mientras su mano derecha corría instintivamente al kriss.
—Eso me temo, capitán —respondió el malayo.
Sandokán miró fijamente durante algunos instantes aquellos tres puntos luminosos que se aproximaban rápidamente, y luego dijo:
—Parece que viene hacia nosotros.
—Eso me temo, capitán —repitió el malayo—. Su comandante habrá visto ya nuestro bote.
—Es probable.
—¿Qué hacemos, capitán?
—Dejémosle acercarse.
—Y nos prenderá.
—Ahora yo no soy el Tigre de Malasia, sino un sargento de los cipayos[35].
—¿Y si alguno os reconoce?
—Muy pocos han visto al Tigre de Malasia. Si esa nave viniera de Labuán, tendríamos razón para temer; pero, viniendo de alta mar, podremos engañar a su comandante.
Se quedó callado durante unos instantes, fijándose en el enemigo, y luego dijo:
—Tenemos que vérnoslas con una cañonera.
—¿Y viene de Sarawak?
—Es probable, Giro-Batol. Ya que se dirige hacia nosotros, esperémosla.
La cañonera, en efecto, había apuntado la proa en dirección a la canoa[36] y aceleraba su marcha para alcanzarla. Viéndola tan lejos de las costas de Labuán, quizá creía que los hombres que iban en ella habían sido empujados de ese modo a alta mar por cualquier golpe de viento y corría para recogerlos; pero quizá su comandante quería cerciorarse de si eran piratas o náufragos.
Sandokán había ordenado a Giro-Batol que volviera a tomar los remos y pusiera proa en dirección a las Romades, grupo de islas situadas más al sur. A estas horas ya había trazado su plan para engañar al comandante.
Media hora después, la cañonera se encontraba a pocas brazas de la canoa. Era un barco ligero de popa baja, armado de un solo cañón situado sobre la plataforma posterior y pertrechado de un solo palo. Su tripulación no debía de superar los treinta o cuarenta hombres.
El comandante, o el oficial de cuarto[37] que fuera, hizo maniobrar de modo que pasara a pocos metros de la canoa, y luego, habiendo ordenado detener los tambores, se inclinó sobre la borda, gritando:
—¡Alto, u os hago ir al fondo!
Sandokán se levantó vivamente, diciendo en buen inglés:
—¿Por qué me prendéis?
—¡Oh! —Exclamó el oficial con estupor—. ¡Un sargento de los cipayos!… ¿Qué hacéis vos aquí, tan lejos de Labuán?
—Voy a las Romades, señor —respondió Sandokán.
—¿A qué?
—Tengo que llevar unas órdenes al yate de lord James Guillonk.
—¿Se encuentra lejos de aquí ese barco?
—Sí, mi comandante.
—¿Y vais en una canoa?
—No he podido encontrar nada mejor.
—Tened cuidado, porque hay praos malayos que merodean por el mar.
—¡Ah!… —dijo Sandokán, refrenando apenas su alegría.
—Ayer por la mañana vi dos de ellos y apostaría que venían de Mompracem. Si hubiera tenido algún cañón más, no estarían a estas horas a flote.
—Me guardaré de esos barcos, mi comandante.
—¿Necesitáis alguna cosa, sargento?
—Nada, señor.
—Buen viaje.
La cañonera reemprendió la marcha dirigiéndose hacia Labuán, mientras Giro-Batol orientaba la vela para dirigirse a Mompracem.
—¿Has oído? —le preguntó Sandokán.
—Sí, capitán.
—Nuestros barcos están batiendo el mar.
—Nos buscan todavía, capitán.
—No creerán en mi muerte.
—Seguro que no.
—¡Qué sorpresa para mi buen Yáñez cuando me vea! ¡Bravo y afectísimo compañero!
Volvió a sentarse a popa, con la mirada siempre fija en dirección a Labuán, y no volvió a hablar. Sin embargo, el malayo le oyó suspirar varias veces.
Al alba, solo ciento cincuenta millas separaban a los fugitivos de Mompracem, distancia que podían superar en menos de veinticuatro o treinta horas, si el tiempo no empeoraba.
El malayo sacó de una vieja vasija de tierra, asegurada a un travesaño de la canoa, algunas provisiones y se las ofreció a Sandokán, pero este, absorto siempre en sus contemplaciones y en sus angustias, no respondió siquiera, ni abandonó su posición.
—«Está embrujado —repitió el malayo, meneando la cabeza—. Si es verdad, ¡ay de los ingleses!…».
Durante el día el viento cayó varias veces, y la canoa, que se zambullía pesadamente con los empujes de las olas, embarcó muchas veces gran cantidad de agua. Sin embargo, por la tarde se levantó un viento fresco del sudeste, empujándola rápidamente hacia el oeste; el viento se mantuvo igual también a la mañana siguiente.
Al caer el día, el malayo, que seguía de pie sobre la proa, descubrió finalmente una masa oscura que se elevaba sobre el mar[38].
—¡Mompracem!… —exclamó.
Ante aquel grito, Sandokán, por primera vez desde que había puesto los pies en la canoa, se movió alzándose de golpe.
Ya no era el hombre de antes: la melancólica expresión de su rostro había desaparecido completamente. Sus ojos despedían relámpagos y sus facciones ya no estaban alteradas por aquel sombrío dolor.
—¡Mompracem! —exclamó, enderezando su alta figura.
Y permaneció allí, contemplando su salvaje isla, el baluarte de su poder, de su grandeza en aquel mar que no sin razón llamaba suyo. En aquel momento, sentía que volvía el formidable Tigre de Malasia de las legendarias hazañas.
Su mirada, que desafiaba a los mejores catalejos, recorría las costas de la isla, deteniéndose sobre el alto acantilado donde ondeaba todavía la bandera de la piratería, sobre las fortificaciones que defendían el poblado y sobre los numerosos praos que se mecían en la bahía.
—¡Ah!… Por fin te vuelvo a ver —exclamó.
—Estamos salvados, Tigre —dijo el malayo, que parecía volverse loco de alegría. Sandokán lo miró casi estupefacto.
—¿Entonces merezco todavía ese nombre, Giro-Batol? —preguntó.
—Sí, capitán.
—Y, sin embargo, creí que no volvería a merecerlo —murmuró Sandokán, suspirando.
Aferró la pagaya[39] que servía de timón y dirigió la canoa hacia la isla, que iba hundiéndose lentamente en las tinieblas. A las diez los dos piratas, sin haber sido descubiertos por nadie, atracaron junto al gran acantilado.
Sandokán, al poner los pies sobre su isla, respiró largamente y quizá en aquel momento no lloraba por Labuán, y quizá, por un momento, incluso olvidó a Marianna.
Dio la vuelta rápidamente al acantilado y alcanzó los primeros escalones de la tortuosa escalera que conducía a la gran cabaña.
—Giro-Batol —dijo, volviéndose hacia el malayo, que se había parado—, vuelve a tu cabaña, advierte a mis piratas de mi llegada, pero diles que me dejen tranquilo, porque tengo que decir ciertas cosas a Yáñez allá arriba, que deben ser un secreto para vosotros.
—Capitán, nadie vendrá a molestaros, si tal es vuestro deseo. Y ahora, dejadme daros las gracias por haberme conducido aquí otra vez y deciros que, si hay que sacrificar un hombre, aunque sea por salvar a un inglés o a una mujer de su raza, estaré siempre dispuesto.
—¡Gracias, Giro-Batol, gracias… y ahora vete!
Y el pirata, volviendo a arrojar hasta el fondo de su corazón el recuerdo de Marianna, involuntariamente evocado por el malayo, subió las escaleras, elevándose entre las tinieblas.