El pirata, sin espantarse por aquella brusca intimación, que podía costarle la vida, se volvió lentamente, apretando el sable, dispuesto a servirse de él.
A seis pasos de él, un hombre, un soldado, sin duda el sargento Willis, mencionado poco antes por los dos rastreadores, se había alzado de detrás de un matorral y lo apuntaba fríamente, al parecer resuelto a cumplir al pie de la letra la amenaza.
Lo miró tranquilamente, pero con ojos que despedían extraños resplandores en medio de aquella profunda oscuridad, y prorrumpió en estrepitosas carcajadas.
—¿De qué os reís? —preguntó el sargento, desconcertado y estupefacto—. Me parece que no es este el momento.
—Río porque me extraña que tú te atrevas a amenazarme de muerte —respondió Sandokán—. ¿Sabes quién soy yo?
—El jefe de los piratas de Mompracem.
—¿Estás bien seguro de ello? —preguntó Sandokán, cuya voz silbaba de un extraño modo.
—¡Oh! Apostaría una semana de mi paga contra un penique a que no me equivoco.
—¡En efecto, yo soy el Tigre de Malasia!
—¡Ah! …
Los dos hombres, Sandokán burlón, amenazante, seguro de sí, el otro espantado de encontrarse solo ante aquel hombre, cuyo valor era legendario, pero resuelto a no retroceder, se miraron en silencio durante algunos minutos.
—Vamos, Willis, ven a prenderme —dijo Sandokán.
—¡Willis! —Exclamó el soldado, invadido de un supersticioso terror—. ¿Cómo sabéis mi nombre?
—¿Qué puede ignorar un hombre escapado del infierno? —dijo el Tigre sonriendo burlonamente.
—Me dais miedo.
—¡Miedo! —Exclamó Sandokán—. Willis, ¿sabes que veo sangre?…
El soldado, que había bajado el fusil, sorprendido, espantado, no sabiendo ya si tenía delante un hombre o un demonio, retrocedió vivamente, intentando apuntarlo; pero Sandokán, que no lo perdía de vista, en un abrir y cerrar de ojos, se colocó a su lado, arrojándolo a tierra.
—¡Perdón! ¡Perdón! —balbuceó el pobre sargento, cuando vio ante sí la punta del sable.
—Te perdono la vida.
—¿Puedo creeros?
—El Tigre de Malasia nunca promete nada en vano. Levántate y escúchame.
El sargento se irguió, temblando, fijando en Sandokán unos ojos espantados.
—Hablad —dijo.
—Te he dicho que te perdono la vida, pero tienes que responderme a todas las preguntas que te haga.
—Decid.
—¿Hacia dónde creen que he huido?
—Hacia la costa occidental.
—¿Cuántos hombres hay detrás de mí?
—No puedo decirlo; sería una traición.
—Tienes razón; no te lo reprocho: al contrario, eso me gusta. El sargento lo miro con estupor.
—¿Qué clase de hombre sois? —le preguntó—. Os creía un miserable asesino, pero veo que todos se equivocan.
—No me importa. Quítate el uniforme.
—¿Qué queréis hacer con él?
—Me servirá para huir y nada más. ¿Hay soldados indios entre los que me persiguen?
—Sí, los cipayos.
—Está bien; quítatelo y no opongas resistencia, si quieres que nos despidamos como buenos amigos.
El soldado obedeció. Sandokán se vistió el uniforme como pudo, se ciñó la daga y la cartuchera, se puso en la cabeza la gorra y se echó la carabina en bandolera.
—Ahora dejadme que os ate —dijo luego al soldado.
—¿Queréis que me devoren los tigres?
—¡Bah! Los tigres no son tan numerosos como crees. Además, tengo que tomar mis medidas para impedirte que me traiciones.
Tomó entre sus robustos brazos al soldado, que ni siquiera se atrevía a oponer resistencia, lo ató con una sólida cuerda, y después se alejó a paso rápido, sin volverse a mirar para atrás.
—Apresurémonos —dijo—. Tengo que alcanzar esta noche la costa y embarcar, o mañana será demasiado tarde. Quizá con el traje que llevo me será fácil escapar de mis perseguidores y saltar a bordo de cualquier barco que vaya directo a las Romades. Desde allí podré llegar a Mompracem y entonces… ¡Ah, Marianna, volverás a verme pronto, pero esta vez, terrible vencedor!
Ante aquel nombre, casi involuntariamente evocado, la frente del pirata se oscureció y sus facciones se contrajeron dolorosamente. Se llevó las manos al corazón y suspiró.
—¡Silencio, silencio! —murmuró con voz profunda—. Pobre Marianna, quién sabe qué ansiedad agitará a estas horas su corazón. Quizá me creerá vencido, herido o encadenado como una fiera feroz, tal vez incluso muerto. ¡Daría toda mi sangre, gota a gota por volver a verla un solo instante, por poder decirle que el Tigre está vivo todavía y que volverá! ¡Vamos, ánimo, que me hace falta! Esta noche abandonaré estas inhóspitas playas, llevando conmigo su juramento, y volveré a mi salvaje isla. Y después, ¿qué haré? ¿Diré adiós a mi vida de aventurero, a mi isla, a mis piratas a mi mar?
Todo esto se lo he jurado a ella, y por sublime, que ha sabido encadenar el corazón inaccesible del Tigre de Malasia, todo lo haré. Silencio, no la nombraré más o me volveré loco. ¡Adelante!
Volvió a ponerse en camino con paso rápido, apretándose fuertemente el pecho, como si quisiera sofocar los latidos precipitados de su corazón. Caminó toda la noche, atravesando grupos de gigantescos árboles y de pequeñas florestas, o bien praderas hundidas en profundos valles y llenas de torrentes y estanques, intentando orientarse por las estrellas.
Al salir el sol se detuvo junto a una colosal mata de durion, para descansar un poco y también para asegurarse de que el camino se hallaba libre.
Estaba a punto de ocultarse en medio de un festón de lianas, cuando oyó que una voz gritaba:
—¡Eh, camarada! ¿Qué andáis buscando por ahí dentro? Tened cuidado, no esté escondido por ahí algún pirata, mucho más terrible que los tigres de vuestro país.
Sandokán, sin sorprenderse lo más mínimo, seguro de no tener nada que temer con el traje que llevaba, se volvió tranquilamente y vio a corta distancia dos soldados tendidos en el suelo bajo la fresca sombra de una areca. Después de haberlos mirado atentamente creyó reconocer en ellos a los dos que habían precedido al sargento Willis.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Sandokán con acento gutural y desfigurando el inglés.
—Estamos descansando un poco —respondió uno de los soldados—. Hemos andado de caza toda la noche y ya no podíamos más.
—¿Buscabais también vosotros al pirata?
—Sí, e incluso os puedo decir, mi sargento, que habíamos descubierto su rastro.
—¡Oh! —Dijo Sandokán, fingiendo estupor—. ¿Y dónde lo habéis encontrado?
—En el bosque que acabamos de atravesar ahora mismo.
—¿Y lo habéis perdido después?
—No hemos sido capaces de volver a encontrarlo —dijo el soldado con rabia.
—¿Adónde se dirigía?
—Hacia el mar.
—Entonces estamos perfectamente de acuerdo.
—¿Qué queréis decir, mi sargento? —preguntaron los dos soldados, poniéndose en pie.
—Que Willis y yo…
—¡Willis!… ¿Lo habéis encontrado?
—Sí, hace dos horas que lo he dejado.
—Continuad, mi sargento.
—Quería deciros que Willis y yo habíamos vuelto a encontrar su rastro en las proximidades de la colina roja. El pirata intenta alcanzar, la costa septentrional de la isla, ya no es posible equivocarse.
—¡Entonces hemos seguido un falso rastro!…
—No, amigos —dijo Sandokán—. Lo que pasa es que el pirata ha jugado hábilmente con nosotros.
—¿De qué modo? —preguntó el más entrado en años de los dos soldados.
—Remontando hacia el norte siguiendo el lecho de un torrente. El muy ladino ha dejado sus huellas en el bosque, fingiendo huir hacia el oeste; pero luego ha vuelto hacia atrás.
—¿Qué debemos hacer ahora?
—¿Dónde están vuestros compañeros?
—Están batiendo la selva a dos millas de aquí, avanzando hacia el oeste.
—Entonces volved inmediatamente atrás y dad la orden de dirigirse, sin pérdida de tiempo, hacia las playas septentrionales de la isla. Y espabilaos, que el lord ha prometido cien libras esterlinas y un grado al que descubra al pirata.
No se necesitaba más para animar a los dos soldados. Recogieron precipitadamente sus fusiles, se metieron en el bolsillo las pipas que estaban fumando y, saludando a Sandokán, se alejaron rápidamente, desapareciendo detrás de los árboles.
El Tigre de Malasia los siguió con la vista mientras pudo; luego volvió a introducirse entre las matas, murmurando:
—Mientras me despejan el camino, yo puedo dormir algunas horas. Más tarde veré lo que conviene hacer.
Bebió algunos sorbos de whisky de la botella de Willis, que estaba llena, comió algunos plátanos que había recogido en la selva, después apoyó la cabeza sobre una brazada de hierba y se durmió profundamente, sin preocuparse más de sus enemigos.
¿Cuánto durmió? Ciertamente no más de tres o cuatro horas, porque cuando abrió los ojos el sol se hallaba todavía alto. Estaba a punto de levantarse para reemprender la marcha, cuando oyó un disparo de fusil a poca distancia, seguido súbitamente del galope precipitado de un caballo.
—¿Me habrán descubierto? —murmuró Sandokán, volviendo a dejarse caer en medio de los matorrales.
Montó rápidamente la carabina, apartó con precaución las hojas y miró. Al principio no vio a nadie; oía sin embargo el galope que se aproximaba rápidamente. Creía que se trataba de un cazador lanzado tras las huellas de alguna babirusa, pero bien pronto se percató de que se había equivocado. Era una caza de hombre.
En efecto, un instante después un indígena o un malayo, a juzgar por el color negro rojizo de su piel, atravesó a carrera tendida la pradera, intentando alcanzar un espeso boscaje de plátanos.
Era un hombre bajo, membrudo, casi desnudo: no llevaba más que un faldellín desgarrado y un gorro de fibra de rotang, pero con la mano derecha empuñaba un nudoso bastón y con la izquierda un kriss de hoja serpenteante.
Fue su carrera tan rápida que a Sandokán le faltó tiempo para observarlo mejor. Sin embargo lo vio esconderse, de un último salto, en medio de los plátanos y desaparecer bajo las gigantescas hojas.
—¿Quién será? —se preguntó Sandokán estupefacto—. Ciertamente es un malayo. De pronto una sospecha le atravesó el cerebro.
—¿Y si fuese uno de mis hombres? —se preguntó—. ¿Habrá desembarcado Yáñez a alguno para venir a buscarme? Él no ignoraba que me dirigía a Labuán.
Estaba a punto de salir de las matas para intentar descubrir al fugitivo, cuando en el borde del bosque apareció un jinete.
Era un soldado de caballería del Regimiento de Bengala.
Parecía furibundo, porque blasfemaba y maltrataba a su caballo espoleándolo y atormentándolo con violentas desgarraduras.
Llegó a unos cincuenta pasos de las matas de plátanos, saltó ágilmente al suelo, ató el caballo a la raíz de una planta, montó el mosquete y se puso a escuchar, escudriñando atentamente los árboles cercanos.
—¡Por todos los truenos del universo! —exclamó—. ¡No puede haber desaparecido bajo tierra!… En algún lugar debe de estar escondido y, vive Dios, que no escapará por segunda vez de mi mosquete. Bien sé que tengo que vérmelas con el Tigre de Malasia, pero John Gibbs no tiene miedo. Y si este condenado caballo no se hubiera encabritado, a estas horas no estaría ya vivo el piratejo.
Hablando así consigo mismo, el soldado desenvainó el sable y se dirigió hacia una espesura de arecas y matorrales, apartando con prudencia las ramas.
Aquellos árboles estaban al lado del boscaje de plátanos, pero era dudoso que lograra descubrir al fugitivo. Este se había ido alejando, arrastrándose a través de las lianas y raíces, y había encontrado un escondrijo que lo ponía al abrigo de cualquier búsqueda. Sandokán, que no había abandonado su matorral, intentó en vano descubrir dónde podía haberse ocultado el malayo. Por más que se estiraba y escudriñaba por debajo y por encima de las grandes hojas no conseguía verlo en ningún sitio. Sin embargo, se guardaba bien de poner al caballero sobre la buena pista, temiendo traicionar a aquel pobre indígena que había sido perseguido por su culpa.
—Vamos a ver si podemos salvarlo —murmuró—. Puede ser uno de mis hombres o algún explorador mandado por Yáñez. Tengo que dirigir hacia otra parte a ese soldado o acabará por encontrarlo.
Estaba a punto de salir de su matorral, cuando a pocos pasos vio agitarse un festón de lianas.
Volvió rápidamente la cabeza hacia aquella parte y vio aparecer al malayo. El pobre hombre, temiendo ser sorprendido, trepaba por aquellas cuerdas vegetales para alcanzar la cima de un mango[29], entre cuyas hojas espesísimas podría encontrar un magnífico escondrijo.
—¡Muy astuto! —murmuró Sandokán.
Esperó a que alcanzara las ramas y se volviera. En cuanto pudo descubrir su cara, a duras penas pudo contener un grito de alegría y estupor.
—¡Giro-Batol! —exclamó—. ¡Ah, mi bravo malayo!… ¿Cómo es que todavía se encuentra vivo?… Sin embargo, me acuerdo de haberlo abandonado en el prao a punto de irse a pique, muerto o moribundo. ¡Qué suerte!… Este debe de tener el alma bien clavada en su cuerpo. ¡Vamos, hay que salvarlo!…
Montó la carabina, dio la vuelta a la espesura y apareció bruscamente al margen del bosque, gritando:
—¡Eh, amigo!… ¿Qué andáis buscando con tanto encarnizamiento? ¿Habéis herido a alguna babirusa?
El soldado, al oír aquella voz, saltó ágilmente fuera de los matorrales con el mosquete apuntando delante de sí, y emitió un grito de estupor.
—¡Toma! ¡Un sargento! —exclamó.
—¿Os sorprende, amigo?
—¿De qué agujero habéis salido?
—De la selva. He oído un tiro y me he apresurado a venir para ver qué había sucedido. ¿Habéis disparado contra alguna babirusa?
—Pues sí, contra una babirusa más peligrosa que un tigre —dijo el soldado con mal disimulada cólera.
—¿Entonces qué clase de fiera era?
—¿No buscáis vos también a alguien? —preguntó el soldado.
—Sí.
—Al Tigre de Malasia, ¿verdad, mi sargento?
—Exactamente.
—¿Habéis visto al terrible pirata?
—No, pero he descubierto su rastro.
—En cambio, yo, mi sargento, he encontrado al pirata en persona.
—¡Imposible!
—He disparado contra él.
—Y… ¿no habéis acertado?
—Como un cazador novato.
—¿Y dónde se ha escondido?
—Me temo que ya estará lejos. Lo he visto atravesar la pradera y esconderse por estos matorrales.
—Entonces ya no lo encontraréis.
—Eso temo yo también. Ese hombre es más ágil que un mono y más terrible que un tigre.
—Es capaz de mandarnos a los dos al otro mundo.
—Ya lo sé, mi sargento. Si no fuera por las cien libras esterlinas prometidas por lord Guillonk, con las que cuento para fundar una factoría el día que arroje el sable, no me hubiera atrevido a seguirlo.
—¿Y ahora qué pensáis hacer?
—No lo sé. Creo que rebuscando por estos matorrales perderé inútilmente el tiempo.
—¿Queréis un consejo?
—Decid, mi sargento.
—Volved a montar a caballo y dad la vuelta al bosque.
—¿Queréis venir conmigo? Los dos juntos nos daremos valor.
—No, camarada.
—¿Por qué, mi sargento?
—¿Queréis dejar escapar al pirata?
—Explicaos.
—Si lo perseguimos los dos por una parte, el Tigre huirá por la otra. Dad vos la vuelta al bosque y dejadme a mí el cuidado de revisar esta espesura.
—De acuerdo, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que partamos el premio si tuvierais la suerte de abatir al Tigre. No quiero perder las cien libras del todo.
—Accedo —respondió Sandokán, sonriendo. El soldado envainó el sable, volvió a subir en la silla, colocándose antes el mosquete montado, y saludó al sargento, diciéndole:
—Nos encontraremos en el margen opuesto de la floresta.
—«Espérame sentado» —murmuró Sandokán.
Aguardó a que el jinete hubiera desaparecido y luego se aproximó al árbol sobre el que seguía escondido su malayo, diciendo:
—Baja, Giro-Batol.
Aún no había terminado la frase, cuando ya el malayo había caído a sus pies, gritando con quebrantada voz:
—¡Ah…, Capitán!…
—¿Te sorprende volver a verme vivo todavía, mi valiente?
—Podéis creerlo, Tigre de Malasia —dijo el pirata con lágrimas en los ojos—. Creí que no volvería a veros jamás, pues estaba seguro de que los ingleses os habían matado.
—¡Matado! Los ingleses no tienen hierro suficiente para llegar al corazón del Tigre de Malasia —respondió Sandokán—. Me habían herido gravemente, es cierto, pero como ves estoy sano y salvo y dispuesto a recomenzar la lucha.
—¿Y todos los otros?
—Duermen en los abismos del mar —respondió Sandokán, con un suspiro—. Todos los valientes que arrastré al abordaje del maldito buque cayeron bajo los golpes de los leopardos.
—Pero los vengaremos, ¿no es así capitán?
—Sí, y muy pronto. Pero ¿a qué afortunada circunstancia debo el volver a encontrarte vivo todavía? Recuerdo haberte visto caer moribundo a bordo de tu prao, durante el primer combate.
—Es cierto, capitán. Una descarga de metralla me alcanzó en la cabeza, pero no me mató. Cuando volví en mí, el pobre prao, que habíais abandonado a las olas, acribillado por las balas del crucero, estaba a punto de hundirse en los abismos. Me agarré a un pecio y avancé hacia la costa. Anduve errante varias horas por el mar, y luego me desmayé. Me desperté en la cabaña de un indígena. Aquel buen hombre me había recogido a quince millas de la playa, me había embarcado en su canoa y transportado a tierra. Me curó con afecto, hasta que estuve completamente sano.
—Y ahora ¿adónde huías?
—Iba a trasladarme a la costa, para lanzar al agua una canoa que había construido yo mismo, cuando me vi atacado por aquel soldado.
—¡Oh! ¿Tienes una canoa?
—Sí, mi capitán.
—¿Quieres volver a Mompracem?
—Esta noche.
—Entonces iremos juntos, Giro-Batol.
—¿Cuándo?
—Nos embarcaremos esta tarde.
—¿Queréis venir a mi cabaña a descansar un poco?
—¡Oh!… ¿También tienes una cabaña?
—Un tugurio que me regalaron los indígenas.
—Vámonos enseguida. No puedes quedarte aquí sin correr el peligro de ser sorprendido por el soldado.
—¿Volverá? —preguntó Giro-Batol con aprensión.
—Seguramente.
—Huyamos, capitán.
—No tengas prisa. Como ves, me he convertido en todo un sargento del Regimiento de Infantería de Bengala, así que puedo protegerte.
—¿Habéis despojado a algún soldado?
—Sí, Giro-Batol.
—¡Un golpe maestro!
—Silencio. En marcha, o tendremos aquí al soldado. ¿Está lejos tu cabaña?
—Dentro de un cuarto de hora estaremos en ella.
—Vamos a descansar un poco y más tarde pensaremos en escapar.
Los dos piratas salieron de la espesura y, después de haberse asegurado de que no había nadie por los alrededores, atravesaron con celeridad la pradera, alcanzando la linde de la segunda floresta.
Estaban a punto de adentrarse entre los altos vegetales, cuando Sandokán oyó un galope furioso.
—¡Otra vez ese inoportuno! —exclamó—. ¡Pronto, Giro-Batol, escóndete en esos matorrales!
—¡Eh, mi sargento!… —gritó el soldado, que parecía furibundo—. ¿Es así como me ayudáis a prender a ese bribón de pirata?… Mientras yo hacía casi reventar a mi caballo, vos no os habéis movido.
Y mientras así hablaba, espoleaba a su corcel, haciéndolo encabritarse y relinchar de dolor. Después de haber atravesado la pradera, se detuvo junto a un grupo de árboles que quedaba aislado. Sandokán, sin inmutarse, se volvió hacia él y le respondió tranquilamente:
—He vuelto a encontrar el rastro del pirata y he creído inútil seguirlo a través de la selva. Así pues, estaba esperándoos.
—¿Habéis descubierto su rastro?… ¡Por mil demonios!… ¿Pues cuántas huellas ha dejado ese bribón? Yo creo que se ha divertido jugando con nosotros.
—Eso supongo yo también.
—¿Quién os lo ha mostrado?
—Lo he encontrado yo.
—¡Ya, ya, mi sargento! —exclamó el soldado con tono irónico.
—¿Qué queréis decir?… —preguntó Sandokán arrugando la frente.
—Que alguno os lo ha indicado.
—¿Y quién?
—He visto un negro junto a vos.
—Lo he encontrado por casualidad y me ha hecho compañía.
—¿Estabais bien seguro de que era un isleño?
—No estoy ciego.
—¿Y adónde se ha ido ese negro?
—Se ha dirigido hacia el bosque. Seguía la pista de una babirusa.
—Habéis hecho mal en dejarlo marchar. Podía habernos suministrado preciosas indicaciones y hacernos ganar aún las cien libras.
—¡Humm!… Empiezo a temer que ya se nos ha esfumado, camarada. Por mi parte, renuncio y me vuelvo a la quinta de lord Guillonk.
—Yo no tengo miedo, mi sargento, y seguiré persiguiendo al pirata.
—Como gustéis.
—Feliz regreso —gritó el soldado con ironía.
—Que el diablo te lleve —respondió Sandokán.
El soldado se alejó, por fin, espoleando furiosamente a su caballo, y se dirigió de nuevo hacia los boscajes que había atravesado poco antes.
—Vámonos —dijo Sandokán cuando dejó de verlo—. Si vuelve otra vez, lo saludo con un buen tiro de carabina.
Se acercó al escondrijo de Giro-Batol y los dos juntos reemprendieron la marcha, adentrándose en la selva.
Después de haber atravesado otro claro, se metieron en medio de espesas plantas, abriéndose paso fatigosamente entre un caos de calamus[30] y de rotangs que se entretejían de mil formas, y en medio de una verdadera red de raíces, que serpenteaban por el suelo en mil direcciones.
Caminaron durante un buen cuarto de hora, vadeando numerosos torrentes, sobre cuyas riberas se veían huellas recientes del paso de los hombres, y luego se metieron en un boscaje tan frondoso y cubierto que la luz no podía casi atravesarlo.
Giro-Batol se detuvo un momento a escuchar, y luego dijo, volviéndose hacia Sandokán:
—En medio de esas plantas está mi cabaña.
—Un refugio seguro —respondió el Tigre de Malasia con una leve sonrisa—. Admiro tu prudencia.
—Seguidme, capitán. Nadie vendrá a molestarnos.