En otros tiempos Sandokán, aunque casi desarmado y frente a un enemigo cincuenta veces más numeroso, no hubiera dudado un solo instante en lanzarse sobre las puntas de las bayonetas, para abrirse paso a toda costa; pero ahora que amaba, ahora que sabía que era correspondido, ahora que aquella divina criatura quizá lo seguía ansiosamente con la mirada, no quería cometer semejante locura, que podía costarle a él la vida y a ella quién sabe cuántas lágrimas.
No obstante, tenía que abrirse paso para alcanzar la selva y desde allí el mar, su única salvación.
—Volvamos —dijo—. Después veremos.
Volvió a subir la escalera, sin ser descubierto por los soldados, y volvió a entrar en el salón, con el kriss en la mano. El lord estaba aún allí, ceñudo, con los brazos cruzados; la joven lady, en cambio, había desaparecido.
—Señor —dijo Sandokán, acercándose a él—. Si yo os hubiese hospedado, si yo os hubiese llamado amigo y después hubiera descubierto en vos un mortal enemigo, os hubiera echado a la calle, pero no os hubiera tendido una vil emboscada. Ahí fuera, en el mismo camino que tendré que seguir, hay cincuenta, quizá cien hombres, dispuestos a fusilarme; hacedlos retirar y que me dejen libre el paso.
—¿Entonces el invencible Tigre tiene miedo? —preguntó el lord con fría ironía.
—¿Miedo yo? No es eso, milord: aquí no se trata de combatir, sino de asesinar a un hombre desarmado.
—A mí eso no me importa. Salid, no deshonréis más mi casa, o por Dios…
—No me amenacéis, milord, porque el Tigre sería capaz de morder la mano que lo ha curado.
—Salid, os digo.
—Haced primero retirar a esos hombres.
—¡Pues vamos a verlo, Tigre de Malasia! —gritó el lord, desenvainando el sable y cerrando la puerta.
—¡Ah! Ya sabía yo que habíais intentado asesinarme a traición —dijo Sandokán—. Vamos, milord, abridme paso o me lanzaré contra vos.
El lord, en vez de obedecer, descolgó de un clavo un cuerno y lanzó una nota aguda.
—¡Ah, traidor! —gritó Sandokán, que sintió hervirle la sangre en las venas.
—Ya es hora, maldito, de que caigas en nuestras manos —dijo el lord—. Dentro de unos minutos los soldados estarán aquí y dentro de veinticuatro horas serás ahorcado.
Sandokán emitió un sordo rugido. Con un salto de felino se apoderó de una pesada silla y se lanzó sobre la mesa que estaba en el centro de la sala. Daba miedo; sus facciones estaban ferozmente contraídas por el furor, sus ojos parecían despedir llamas y una sonrisa de fiera le recorría los labios.
En aquel instante se oyó fuera un sonido de trompeta y en el corredor una voz, la de Marianna, que gritaba desesperadamente:
—¡Huye, Sandokán!
—¡Sangre!… ¡Veo sangre!… —aulló el pirata.
Levantó la silla y la arrojó con fuerza irresistible contra el lord, el cual, golpeado en pleno rostro, cayó pesadamente al suelo. Rápido como el relámpago, Sandokán se lanzó sobre él con el kriss en alto.
—Mátame, asesino —agonizó el lord.
—Acordaos de lo que os dije hace unos días —respondió el pirata—. Os perdono, pero tengo que reduciros a la impotencia.
Dicho esto, con una extraordinaria destreza lo volvió y le ató sólidamente los brazos y las piernas con la propia faja. Le quitó el sable y se lanzó al corredor, gritando:
—¡Marianna, estoy aquí!
La joven lady se precipitó entre sus brazos, y luego, llevándolo a su propia habitación, le dijo llorando:
—Sandokán, he visto soldados. ¡Ay, Dios mío, estás perdido!
—Todavía no —respondió él—. Burlaré a los soldados, ya lo verás.
La tomó por un brazo y, habiéndola conducido delante de la ventana, la contempló unos instantes a la luz de la luna, fuera de sí.
—Marianna —dijo—. Júrame que serás mi esposa.
—Te lo juro por la memoria de mi madre —respondió la jovencita.
—¿Me esperarás?
—Te lo prometo.
—Está bien; huyo, pero dentro de una semana o dos volveré a llevarte, a la cabeza de mis valerosos tigres. ¡Ahora a vosotros, perros ingleses! —Exclamó, irguiendo fieramente su elevada estatura—. Yo lucho por la Perla de Labuán.
Pasó rápidamente por encima del alféizar de la ventana y saltó en medio de un frondoso parterre, que lo ocultaba del todo.
Los soldados, que eran sesenta o setenta, ya habían rodeado por completo el jardín y avanzaban lentamente hacia el edificio, con los fusiles en la mano, dispuestos a disparar.
Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, con el sable en la derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía, sino que se había encogido sobre sí mismo, dispuesto a precipitarse sobre el cerco y a romperlo con ímpetu irresistible.
El único movimiento que hacía era para levantar la cabeza hacia la ventana, donde sabía que se encontraba su amada Marianna, que sin duda esperaba con angustia el resultado de la suprema lucha.
Pronto los soldados se encontraron solo a unos pasos del parterre donde él seguía oculto. Al llegar a aquel punto se detuvieron, como si estuvieran indecisos sobre lo que había que hacer e inquietos por lo que podía suceder.
—Despacio, jovencitos —dijo un cabo—. Esperemos la señal, antes de seguir adelante.
—¿Teméis que el pirata se haya emboscado? —preguntó un soldado.
—Más bien temo que haya asesinado a todos los habitantes de la casa, porque no se oye ningún ruido.
—¿Pero habrá sido capaz de hacer todo eso?
—Es un bandolero capaz de todo —respondió el cabo—. ¡Ah, cómo me alegraría verlo danzar en el extremo de una verga, con un metro de cuerda al cuello!
Sandokán, que no perdía una sola palabra, dejó oír un sordo gruñido y fijó en el cabo unos ojos inyectados en sangre.
—Espera un momento —murmuró, rechinando los dientes—. El primero en caer vas a ser tú. En aquel momento se oyó el cuerno del lord dentro de la quinta.
—¿Otra señal? —murmuró Sandokán.
—Adelante —ordenó el cabo—. El pirata está alrededor de la casa.
Los soldados se acercaron lentamente, lanzando miradas de inquietud a todas partes. Sandokán midió de un vistazo la distancia, se irguió sobre las rodillas, y luego de un salto se lanzó contra los enemigos.
Abrir el cráneo al cabo y desaparecer en medio de la cercana fronda fue cuestión de un solo momento.
Los soldados, sorprendidos por tanta audacia, aterrados por la muerte de su compañero, no pensaron en hacer fuego instantáneamente. Aquella breve vacilación le bastó a Sandokán para alcanzar a escondidas la cerca, atravesarla de un salto y desaparecer del otro lado. Pronto estallaron gritos de furor, acompañados de varias descargas de fusil. Todos, oficiales y soldados, se lanzaron como un solo hombre fuera del jardín, desperdigándose en todas las direcciones y disparando algún tiro, con la esperanza de alcanzar al fugitivo, pero ya era demasiado tarde. Sandokán, que había escapado milagrosamente de aquel cerco de armas, galopaba como un caballo, adentrándose en las selvas que rodeaban la finca de lord James. Libre en el espeso boscaje, donde tenía ocasión de desplegar mil artimañas y de esconderse en cualquier sitio, ya no temía a los ingleses. ¿Qué le importaba que lo siguieran, que lo cercaran por todas partes, ahora que tenía el espacio por delante y ahora que una voz le susurraba al oído sin parar «huye porque te amo?».
—Que vengan a buscarme aquí, en medio de la naturaleza salvaje —decía sin dejar de correr—. Encontrarán al tigre libre, dispuesto a todo, resuelto a todo. Ya pueden surcar con sus humeantes cruceros las aguas de la isla; pueden lanzar a sus soldados a través de los boscajes, llamar en su ayuda a todos los habitantes de Victoria: yo pasaré igualmente entre sus bayonetas y sus cañones. ¡Pero volveré pronto, oh joven celestial, te lo juro; volveré aquí, a la cabeza de mis valientes, no como vencido, sino como vencedor, y te arrancaré para siempre de estos lugares execrables!
A medida que se alejaba, los gritos de sus perseguidores y los disparos de fusil fueron haciéndose cada vez más débiles, hasta que desaparecieron por completo.
Se detuvo un momento al pie de un gigantesco árbol, para recobrar el aliento y para elegir el camino que recorrer a través de aquellos millares de plantas, a cuál más grande e intrincada.
La noche era clara, gracias a la luna que brillaba en un cielo sin nubes, derramando bajo las frondas de la selva sus azulados rayos, de una infinita dulzura y de una transparencia vaporosa.
—Veamos —dijo el pirata, orientándose por las estrellas—. A la espalda tengo a los ingleses; delante, hacia el oeste, está el mar. Si tomo enseguida esta dirección, puedo toparme con cualquier pelotón de soldados, porque ellos supondrán que intento alcanzar la costa más próxima. Será mejor desviarse de la línea recta, torcer hacia el sur y alcanzar el mar a una notable distancia de aquí. Vamos, pues, en marcha, y ojos y oídos atentos.
Reunió toda su energía, volvió la espalda a la costa, que no debía de estar muy lejana, y se internó nuevamente en la selva, abriéndose paso entre los matorrales con mil precauciones, saltando troncos de árboles caídos por su decrepitud o abatidos por el rayo, y trepando por las plantas cada vez que se encontraba ante una barrera vegetal tan espesa que hubiera impedido el paso incluso a un mono parándose así caminando durante tres horas, cuando algún pájaro espantado por su presencia se levantaba chirriando, o cuando algún animal salvaje huía aullando, y se detuvo al fin delante de un torrente de aguas negras.
Se introdujo en él, lo remontó durante unos cincuenta metros, aplastando millares de gusanos de agua, y, al llegar frente a un grueso ramo, se agarró a él y se encaramó sobre un árbol frondoso.
—Con esto bastará para hacer perder mi rastro incluso a los perros —se dijo—. Ahora puedo descansar, sin miedo de ser descubierto.
Llevaba allí una media hora, cuando un leve rumor, que se hubiera escapado a un oído menos fino que el suyo, se dejó oír a breve distancia.
Apartó lentamente el follaje, conteniendo la respiración, y lanzó a la tupida sombra del bosque una mirada investigadora.
Dos hombres, curvados hasta casi tocar tierra, avanzaban, mirando atentamente a derecha e izquierda y hacia adelante. Sandokán reconoció en ellos a dos soldados.
—¡El enemigo! —murmuró—. ¿Me he equivocado o es que me han seguido tan de cerca?
Los dos soldados, que al parecer estaban buscando las huellas del pirata, después de haber recorrido algunos metros se detuvieron casi bajo el árbol que servía de refugio a Sandokán.
—¿Sabes, John? —dijo uno de los dos, cuya voz temblaba—. Tengo miedo de encontrarme bajo estos oscurísimos boscajes.
—Y yo también, James —respondió el otro—. El hombre que buscamos es peor que un tigre, capaz de caer de improviso sobre nosotros y despacharnos a ambos. ¿Has visto cómo ha matado a nuestro compañero?
—No lo olvidaré jamás, John. No parecía un hombre, sino un gigante, dispuesto a hacernos picadillo. ¿Crees que conseguiremos prenderlo?
—Tengo mis dudas, a pesar de que el baronet William Rosenthal haya prometido cincuenta flamantes libras esterlinas por su cabeza. Mientras todos lo íbamos siguiendo hacia el oeste, para impedirle embarcarse en cualquier prao, quizá él corría hacia el norte o hacia el sur.
—Pero mañana, o pasado mañana lo más tarde, saldrá algún crucero y le impedirá huir.
—Tienes razón, amigo. Entonces ¿qué hacemos?
—Vamos hasta la costa, y después ya veremos.
—¿Esperamos antes al sargento Willis, que nos sigue?
—Lo esperaremos en la costa.
—Confiemos en que no caiga en manos del pirata. ¡Hala!, vamos a reemprender la marcha, por ahora.
Los dos soldados echaron una última mirada a su alrededor y se pusieron a caminar hacia el oeste, desapareciendo entre las sombras de la noche.
Sandokán, que no había perdido una sílaba de su charla, esperó media hora, y luego se dejó resbalar lentamente hasta el suelo.
—Está bien —dijo—. Todos me siguen hacia occidente; yo seguiré torciendo hacia el sur, donde sé que ya no encontraré enemigos. Sin embargo, estemos atentos. Tengo al sargento Willis a los talones.
Reemprendió la silenciosa marcha, dirigiéndose hacia el sur: volvió a atravesar el torrente y se abrió paso a través de una espesa cortina de plantas.
Estaba a punto de girar alrededor de un grueso alcanforero que le cerraba el paso, cuando una voz amenazante le gritó:
—¡Si dais un paso más, si hacéis el menor movimiento, os mato como a un perro!