La cena ofrecida por lord James a sus invitados fue una de las más espléndidas y alegres que se habían dado hasta entonces en la quinta.
La cocina inglesa, representada por enormes beefsteaks[28] y colosales puddings, y la cocina malaya, representada por asados de tucanes, ostras gigantescas llamadas de Singapur, tiernos bambúes cuyo sabor recuerda los espárragos de Europa, y una montaña de fruta exquisita, fueron saboreados y alabados por todos.
Ni que decir tiene que todo fue rociado con gran número de botellas de vino, gin, brandy y whisky, que servían para brindar repetidamente en honor de Sandokán y de la tan gentil como intrépida Perla de Labuán.
A la hora del té, la conversación se puso animadísima, y se habló de tigres, cacerías, piratas, navíos de Inglaterra y de Malasia. Sólo el oficial de marina se mantenía silencioso y parecía ocupado únicamente en estudiar a Sandokán; en efecto, no lo perdía de vista un solo instante, y no se dejaba escapar una sola de sus palabras, ni uno solo de sus gestos.
De pronto, dirigiéndose a Sandokán, que estaba hablando de la piratería, le preguntó bruscamente:
—Perdonadme, príncipe, ¿hace mucho tiempo que habéis llegado a Labuán?
—Llevo aquí veinte días, señor —respondió el Tigre.
—¿Por qué razón no se ha visto vuestra nave en Victoria?
—Porque los piratas me arrebataron los dos praos en que venía.
—¡Los piratas!… ¿Vos habéis sido asaltado por los piratas? ¿Y dónde?
—En las cercanías de las Romades.
—¿Cuándo?
—Pocas horas antes de mi llegada a estas costas.
—Sin duda os equivocáis, príncipe, porque justamente entonces nuestro crucero navegaba por esos parajes y no oímos ningún cañonazo.
—Quizá el viento soplaba de levante —respondió Sandokán, que comenzaba a ponerse en guardia, no sabiendo adónde quería ir a parar el oficial.
—¿Y cómo llegasteis hasta aquí?
—A nado.
—¿Y no habéis asistido a un combate entre dos barcos corsarios, que se dice iban mandados por el Tigre de Malasia, y un crucero?
—No.
—¡Qué extraño!
—Señor, ¿ponéis en duda mis palabras? —preguntó Sandokán, poniéndose en pie.
—¡Dios me libre, príncipe! —respondió el oficial, con ligera ironía.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el lord, interviniendo—. Baronet William, os ruego que no arméis disputas en mi casa.
—Perdonadme, milord, no era mi intención —respondió el oficial.
—No se hable más, pues. Probemos ahora otro vaso de este delicioso whisky y luego levantaremos la mesa, porque la noche ha caído ya, y las selvas de la isla no son seguras cuando hay mucha oscuridad.
Los convidados hicieron honor por última vez a las botellas del generoso lord; luego se levantaron todos y salieron al jardín, acompañados de Sandokán y de la lady.
—Señores —dijo lord James—. Espero que volvamos a encontrarnos pronto.
—Podéis estar seguro de que no faltaremos —dijeron a coro los cazadores.
—Y esperamos que no os falte la ocasión de ser más afortunado, baronet William —añadió, volviéndose hacia el oficial.
—Tiraré mejor —respondió este, dejando caer sobre Sandokán una mirada iracunda—. Permitidme ahora una palabra, milord.
—Y dos también, amigo mío.
El oficial le murmuró al oído algo que nadie más pudo oír.
—Está bien —respondió el lord—. Y ahora, buenas noches, amigos, y que Dios os guarde de malos encuentros.
Los cazadores montaron a caballo y salieron del jardín a galope.
Sandokán, después de haber saludado al lord, que parecía haberse puesto de pronto de bastante mal humor, y tras haber estrechado apasionadamente la mano a la joven lady, se retiró a su propia habitación.
En vez de acostarse, se puso a pasear, presa de una viva agitación. Una vaga inquietud se reflejaba en su rostro y sus manos apretaban la empuñadura del kriss.
Pensaba sin duda en aquella especie de interrogatorio a que lo había sometido el oficial de marina y que podía esconder una trampa hábilmente urdida. ¿Quién era aquel oficial? ¿Qué motivos lo habían empujado a interrogarlo de aquel modo? ¿Acaso lo había encontrado sobre el puente del piróscafo en aquella noche sangrienta? ¿Había sido reconocido o el oficial solo tenía una simple sospecha? ¿Acaso se estaba tramando en aquel momento algo contra el pirata?
—¡Bah! —Dijo finalmente Sandokán, encogiéndose de hombros—. Si se preparase alguna traición, yo sabría ahuyentarla, porque siento que sigo siendo todavía el hombre que nunca ha temido a estos ingleses. Vamos a descansar, y mañana veremos lo que se debe hacer.
Se echó sobre el lecho sin desnudarse, colocó a su lado el kriss y se durmió tranquilamente con el dulce nombre de Marianna entre los labios.
Se despertó a eso del mediodía, cuando el sol entraba ya por la ventana, que se había quedado abierta. Llamó a un criado y le preguntó dónde estaba el lord; este le respondió que había salido a caballo antes del alba, en dirección a Victoria.
Aquella noticia, que ciertamente no esperaba, lo llenó de estupor.
—¡Se ha marchado! —murmuró—. ¿Se ha marchado sin haberme dicho nada anoche? ¿Por qué razón? ¿No se estará tramando alguna traición contra mí? ¿Y si esta noche volviera no como amigo, sino como fiero enemigo? ¿Qué haré con este hombre que me ha curado como un padre y que es tío de la mujer que adoro? Tengo que ver a Marianna antes de que sepa nada. Bajó al jardín con la esperanza de encontrarla, pero no vio a nadie. Sin querer, se dirigió al árbol caído, donde ella solía sentarse, y se detuvo, dando un profundo suspiro.
—¡Ah, qué hermosa estabas, Marianna, aquella tarde en que yo pensaba huir! —Murmuró pasándose una mano por la ardorosa frente—. ¡Tonto de mí, yo intentaba alejarme para siempre de ti, adorable criatura, cuando tú también me amabas! ¡Extraño destino! ¿Quién habría dicho que un día llegaría a amar a una mujer? ¡Y cómo la amo! Tengo fuego en las venas, fuego en mi corazón, fuego en mi cerebro e incluso en mis huesos, y va creciendo a medida que la pasión se agiganta. Siento que por esa mujer sería capaz de hacerme inglés, por ella me vendería como esclavo, abandonaría para siempre la borrascosa vida de aventurero, maldeciría a mis tigres y este mar que domino y que considero como sangre de mis venas.
Inclinó la cabeza sobre el pecho, sumiéndose en profundos pensamientos, pero poco después volvió a levantarla, con los dientes convulsamente apretados y los ojos llameantes.
—¿Y si ella rechazase al pirata? —exclamó con voz silbante—. ¡Oh, no es posible, no es posible! ¡Aunque tenga que vencer al sultán de Borneo para darle un trono o prender fuego a toda Labuán, ella será mía, mía!…
El pirata se puso a pasear por el jardín, con el rostro descompuesto, presa de una violentísima agitación que lo hacía temblar de pies a cabeza. Una voz bien conocida, que sabía encontrarle el camino del corazón incluso a través de la tempestad, lo hizo volver en sí.
Lady Marianna había aparecido a la vuelta de un sendero, acompañada de dos indígenas armados hasta los dientes, y lo llamó.
—¡Milady! —exclamó Sandokán, corriendo a su encuentro.
—Os buscaba, mi valeroso amigo —dijo ella enrojeciendo.
Luego se llevó un dedo a los labios, como para recomendar silencio, y, tomándolo de la mano, lo condujo a un pequeño quiosco chino, semisepultado en un bosquecillo de naranjos.
Los dos indígenas se detuvieron a una prudente distancia, con las carabinas montadas.
—Escuchad —dijo la jovencita, que parecía aterrada—. Anoche os oí…, dejasteis escapar de vuestros labios algunas palabras que han alarmado a mi tío… Amigo mío, me ha asaltado una sospecha que debéis arrancarme del corazón. Decidme, mi valeroso amigo; si la mujer a la que habéis jurado amor os pidiese una confesión, ¿la haríais?
El pirata, que mientras hablaba la lady se le había ido aproximando, al oír aquellas palabras se echó bruscamente hacia atrás. Sus facciones se descompusieron y pareció que vacilaba bajo un fiero golpe.
—Milady —dijo después de algunos instantes de silencio y tomando las manos de la jovencita—. Milady, por vos sería capaz de todo, haría cualquier cosa: ¡hablad! Si debo haceros una revelación, por más dolorosa que pueda ser para entrambos, os juro que la haré.
Marianna alzó los ojos hasta los de él. Sus miradas, la de ella suplicante y llorosa, la del pirata centelleante, se encontraron clavándose una en otra largo rato.
Aquellos dos seres estaban poseídos de una inquietud que les dolía a ambos.
—No me engañéis, príncipe —dijo Marianna, con voz ahogada—. Quienquiera que seáis, el amor que habéis suscitado en mi corazón no se apagará jamás. Rey o bandido, os amaré igualmente.
Un profundo suspiro salió de los labios del pirata.
—¿Entonces es mi nombre, mi verdadero nombre, lo que quieres saber, criatura celeste? —exclamó.
—¡Sí, tu nombre, tu nombre!
Sandokán se pasó varias veces la mano por la frente, inundada de sudor, mientras las venas del cuello se le inflamaban prodigiosamente, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano.
—Escúchame, Marianna —dijo con acento salvaje—. Aquí tienes un hombre que impera sobre este mar que baña las costas de las islas malayas, un hombre que es el azote de los navegantes, que hace temblar a las poblaciones, y cuyo nombre suena como una campana fúnebre.
—¿Has oído hablar de Sandokán, por sobrenombre el Tigre de Malasia? Mírame a la cara. ¡Yo soy el Tigre!…
La jovencita dio involuntariamente un grito de horror y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Marianna! —exclamó el pirata, cayendo a sus pies, con los brazos tendidos hacia ella—. ¡No me rechaces, no te espantes así! La fatalidad me hizo convertirme en pirata, como fue la fatalidad la que me impuso este sanguinario sobrenombre. Los hombres de tu raza fueron implacables conmigo, que sin embargo no había hecho a nadie ningún mal; fueron ellos los que, desde las gradas de un trono, me precipitaron en el fango, me quitaron mi reino, asesinaron a mi madre y a mis hermanos y me empujaron a estos mares. No soy pirata por codicia; soy un justiciero, el vengador de mi familia y de mi pueblo, nada más, y ahora, si no lo crees, recházame y me alejaré para siempre de estos lugares, para no volver a darte miedo.
—No, Sandokán, no te rechazo, porque te amo demasiado, porque eres valiente, poderoso, terrible, como los huracanes que agitan los océanos.
—¡Ah! ¿Entonces me amas todavía? ¡Dímelo con tus labios, dímelo otra vez!
—Sí, te amo, Sandokán, y ahora más que ayer.
El pirata la atrajo hacia sí y la apretó contra su pecho. Una alegría sin límites iluminaba su rostro varonil, y sobre sus labios vagaba una sonrisa de felicidad sin límites.
—¡Mía! ¡Eres mía! —Exclamó delirante, fuera de sí—. Habla ahora, adorada mía, dime qué puedo hacer por ti. Soy capaz de cualquier cosa. Si quieres, iré a derribar a un sultán para darte un reino; si quieres ser inmensamente rica, iré a saquear los templos de la India y de Birmania, para cubrirte de diamantes y de oro; si quieres, me haré inglés; si quieres que renuncie para siempre a mis venganzas y que el pirata desaparezca, iré a incendiar mis praos, para que no puedan volver a piratear, iré a dispersar a mis tigres, iré a hundir mis cañones para que no puedan volver a rugir, y destruiré mi refugio. Habla, dime lo que quieres; pídeme lo imposible y lo haré. Por ti me sentiría capaz de levantar el mundo y de precipitarlo a través de los espacios del cielo.
La jovencita se alzó sonriendo hacia él, ciñéndole el robusto cuello con sus delicadas manos.
—No, mi valiente —dijo—, no pido más que la felicidad a tu lado. Llévame lejos, a cualquier isla, pero donde podamos casarnos sin peligro, sin ansiedad.
—Sí; si tú lo quieres, te llevaré a una lejana isla, cubierta de flores y de bosques, donde no volverás a oír hablar de tu Labuán, ni yo de mi Mompracem, una isla encantada del Gran Océano, donde podremos vivir felices como dos palomas enamoradas: el terrible pirata, que dejó detrás de sí torrentes de sangre, y la gentil Perla de Labuán. ¿Querrás, Marianna?
—Sí, Sandokán, querré. Escúchame ahora: un peligro te acecha, quizá en estos momentos una traición se está tramando contra ti. Tienes que obedecerme, Sandokán.
—¿Qué debo hacer?
—Tienes que irte al instante.
—¡Irme!… ¡Irme!… ¡Pero si yo no tengo miedo!
—Sandokán, huye mientras tengas tiempo. Tengo un funesto presentimiento; temo que te encuentres con alguna terrible desgracia. Mi tío no se ha marchado por capricho; debe de haberlo llamado el baronet William Rosenthal, que quizá te ha reconocido. ¡Ah, Sandokán! Vete, vuelve ahora mismo a tu isla y ponte a salvo, antes que la tempestad se desencadene sobre tu cabeza.
En vez de obedecer, Sandokán atrajo hacia sí a la jovencita y la levantó entre sus brazos. Su cara, poco antes conmovida, había tomado otra expresión: sus ojos relampagueaban, las sienes le latían furiosamente y sus labios se entreabrían, mostrando los dientes.
Un instante después la dejó y se lanzó como una fiera a través del bosque, cruzando arroyos, zanjas y cerca, como si tuviera miedo o intentara huir de alguna cosa.
No se detuvo hasta llegar a la playa, donde vagó largo tiempo sin saber adónde dirigirse ni qué hacer. Cuando se decidió a volver, había caído ya la noche y la luna había salido.
Apenas volvió a la quinta, preguntó si había vuelto el lord, pero le respondieron que no le habían visto. Subió al saloncito y encontró a lady Marianna arrodillada ante una imagen religiosa, con el rostro inundado de lágrimas.
—¡Mi adorada Marianna! —exclamó, levantándola—. ¿Lloras por mí? ¿Quizá porque soy el Tigre de Malasia, el hombre abominado por tus compatriotas?
—No, Sandokán. Pero tengo miedo; está a punto de ocurrir una desgracia. Huye, huye de aquí.
—Yo no tengo miedo; el Tigre de Malasia no ha temblado jamás y…
Se detuvo de golpe, estremeciéndose a pesar suyo. Un caballo acababa de entrar en el jardín, deteniéndose delante de la quinta.
—¡Mi tío!… ¡Huye, Sandokán! —exclamó la jovencita.
—¡Yo!… ¡Huir yo!…
Poco después entraba lord James en el saloncito. Ya no era el hombre del día anterior; estaba serio, ceñudo, torvo, y vestía el uniforme de capitán de marina.
Con un gesto desdeñoso rechazó la mano que el pirata audazmente le ofrecía, diciendo con frío acento:
—Si yo hubiera sido un hombre de vuestra especie, antes que pedir hospitalidad a un enemigo acérrimo, me hubiera dejado matar por los tigres de la selva. ¡Retirad esa mano que pertenece a un pirata, a un asesino!
—¡Señor! —Exclamó Sandokán, que, comprendiendo enseguida que lo habían descubierto, se disponía a vender cara su vida—. ¡No soy un asesino, soy un justiciero!
—¡Ni una palabra más en mi casa: salid!
—Está bien —respondió Sandokán.
Echó una larga mirada a su prometida, que había caído sobre la alfombra semidesvanecida, e hizo el gesto de precipitarse hacia ella, pero se detuvo y, a paso lento, con la mano derecha sobre la empuñadura del kriss, la cabeza alta, la mirada fiera, salió de la sala y descendió la escalera, sofocando, con un esfuerzo prodigioso, los latidos de su corazón y la profunda emoción que lo invadía.
Sin embargo, cuando alcanzó el jardín se detuvo, sacando el kriss, cuya hoja centelleó a los rayos de la luna.
A trescientos pasos se extendía una línea de soldados, con las carabinas en la mano, dispuestos a hacer fuego sobre él.