Lady Marianna Guillonk había nacido bajo el hermoso cielo de Italia, en las orillas del espléndido golfo de Nápoles, de madre italiana y de padre inglés.
Quedó huérfana a los once años y, heredera de una considerable fortuna, fue recogida por su tío James, el único pariente que se encontraba entonces en Europa.
En aquellos tiempos, James Guillonk era uno de los más intrépidos lobos de mar del mundo, propietario de una nave armada y equipada para la guerra, que le ser vía para cooperar con James Brooke, el cual se convirtió más tarde en rajá de Sarawak y se dedicó al exterminio de los piratas malayos, terribles enemigos del comercio inglés en aquellos lejanos mares.
A pesar de que lord James, hosco como todos los marinos, incapaz de alimentar un afecto cualquiera, no sintiera excesiva ternura por su joven sobrina, antes que confiarla a manos extrañas, la embarcó en su propio barco, conduciéndola a Borneo y exponiéndola a los graves peligros de aquellas duras travesías.
Durante tres años la niña fue testigo de aquellas sangrientas batallas, en las que morían miles de piratas, y que dieron al futuro rajá Brooke aquella triste celebridad que conmovió profundamente e indignó a sus propios compatriotas.
Pero un día lord James, cansado de carnicerías y peligros, y tal vez pensando en su sobrina, abandonó el mar y se estableció en Labuán, ocultándose entre aquellos grandes bosques del centro.
Lady Marianna, que tenía entonces catorce años y que durante aquella vida peligrosa había adquirido una energía y fiereza extraordinarias, a pesar de parecer una frágil niña, había intentado rebelarse contra los deseos de su tío, creyendo que no podría acostumbrarse a aquel aislamiento y aquella vida casi salvaje; pero el lobo de mar que no parecía alimentar mucho afecto por ella, permanecía inflexible.
Obligada a soportar aquel extraño cautiverio, la joven se había dedicado enteramente a completar su propia educación, que hasta entonces no había tenido tiempo de cuidar.
Dotada de una tenaz voluntad, poco a poco había ido dominando los instintos feroces que había contraído en aquellas duras y sangrientas batallas y la rudeza adquirida en el continuo contacto con la gente de mar. Y así, se había convertido en una apasionada cultivadora de la música, de las flores, de las bellas artes, gracias a las instrucciones de una antigua amiga de su madre, muerta más tarde a consecuencia del ardiente clima tropical. Con el progreso de la educación, aun conservando en el fondo de su alma algo de aquella antigua fiereza, se había vuelto bondadosa, gentil y caritativa.
No había abandonado la pasión por las armas y los ejercicios violentos, y a menudo, como una indómita amazona, recorría los grandes bosques, persiguiendo incluso a los tigres, o, semejante a una náyade, se lanzaba intrépidamente a las azules olas del mar malayo; pero con más frecuencia se encontraba allí donde había miseria y desventura, llevando socorro a todos los indígenas de los contornos, aquellos mismos indígenas que lord James odiaba a muerte, como descendientes de antiguos piratas.
Y así, aquella joven, por su intrepidez, bondad y belleza, se había merecido el sobrenombre de Perla de Labuán, sobrenombre que había volado tan lejos y que había hecho latir el corazón del formidable Tigre de Malasia. Bajo aquellos bosques, casi alejada de toda criatura civilizada, la niña había crecido casi sin darse cuenta de que se había hecho mujer; pero, cuando vio a aquel fiero pirata, había experimentado sin saber por qué una extraña turbación.
¿Qué era? Lo ignoraba. Pero siempre tenía ante sus ojos, y de noche volvía a verlo en sueños, a aquel hombre de figura casi fiera, que tenía la nobleza de un sultán y que poseía la galantería de un caballero europeo; aquel hombre de ojos centelleantes, de largos cabellos negros, con aquel rostro en el que podía leerse claramente un coraje indomable y una energía, más que excepcional, única.
Después de haberlo fascinado con sus ojos, su voz y su belleza, había quedado a su vez fascinada y vencida. Al principio intentó reaccionar contra aquel latido de su corazón que para ella era nuevo, como lo era para Sandokán; pero en vano. Sentía siempre que una fuerza irresistible la empujaba a volver a ver a aquel hombre, y que no encontraba la calma más que a su lado; solo se sentía feliz cuando se encontraba junto a su lecho, y cuando le aliviaba los agudos dolores de la herida con su charla, sus sonrisas, su voz incomparable y su laúd.
Y había que ver en aquellos momentos a Sandokán, cuando la joven le cantaba las dulces canciones de su lejano país natal, acompañándolas con los delicados sones de su melodioso instrumento.
Entonces dejaba de ser el Tigre de Malasia, dejaba de ser el sanguinario pirata. Mudo, anhelante, empapado de sudor, reteniendo la respiración para no turbar con su aliento aquella voz argentina y melodiosa, escuchaba como un hombre que sueña, como si hubiera querido grabar en su mente aquella lengua desconocida que lo embriagaba y que le mitigaba las torturas de la herida; y cuando la voz, después de haber vibrado por última vez, moría con la última nota del laúd, se le veía permanecer largo tiempo en aquella postura, con los brazos tensos, como si quisiera atraer hacia sí a la joven, con su mirada llameante fija en la mirada húmeda de ella, con el corazón en vilo y los oídos atentos, como si escuchase todavía.
En aquellos momentos ya no se acordaba de que era el Tigre, olvidaba su Mompracem, sus praos, sus tigres, y al portugués, que quizá en aquella hora, creyéndolo perdido para siempre, estaba vengando su muerte acaso con alguna sangrienta represalia.
Los días pasaban de esta forma volando, y su curación, poderosamente ayudada por la pasión que le devoraba la sangre, proseguía rápidamente.
En la tarde del decimoquinto día, entró el lord de improviso y encontró al pirata de pie, listo para salir.
—¡Oh, mi buen amigo! —exclamó alegremente—. ¡Me alegro mucho de veros de pie!
—No me era posible quedarme más tiempo en el lecho, milord —respondió Sandokán—. Por lo demás, me siento tan fuerte como para poder luchar contra un tigre.
—¡Magnífico! Entonces os pondré pronto a prueba.
—¿De qué forma?
—He invitado a algunos buenos amigos a la cacería de un tigre que viene por aquí a menudo y anda rondando junto a los muros de mi jardín. Y, puesto que os veo curado, esta noche iré a advertirles que mañana por la mañana iremos a cazar la fiera.
—¡Participaré en la batida, milord!
—Lo creo; pero decidme ahora: espero que os que daréis algún tiempo más, como huésped mío.
—Milord, graves asuntos me reclaman, y tengo que apresurarme a dejaros.
—¿Dejarme? ¡Ni pensarlo! Para los negocios hay siempre tiempo, y os advierto que no os dejaré partir antes de algunos meses; vamos, prometedme que os quedaréis.
Sandokán le miró con ojos que despedían relámpagos. Para él quedarse en aquella quinta, al lado de aquella jovencita que lo había fascinado, era la vida, lo era todo. No pedía más por el momento.
¿Qué le importaba a él que los piratas de Mompracem le lloraran dándole por muerto, cuando podía volver a ver durante muchos días más a aquella divina joven? ¿Qué le importaba su fiel Yáñez, que quizá lo estaba buscando ansiosamente en las orillas de la isla, jugándose su propia existencia, cuando Marianna empezaba a amarlo? ¿Qué le importaba a él dejar de oír el tronar de la humeante artillería, cuando podía seguir oyendo la deliciosa voz de la mujer amada; o experimentar las terribles emociones de la batalla, cuando ella le hacía experimentar emociones más sublimes? ¿Y qué le importaba, en fin, correr el peligro de ser descubierto, quizá apresado, incluso muerto, cuando podía seguir respirando el mismo aire que alimentaba a su Marianna y vivir en medio de los grandes bosques donde ella vivía?
Lo habría olvidado todo por seguir así durante cien años: Mompracem, sus tigres, sus barcos y hasta sus sangrientas venganzas.
—Sí, milord, me quedaré hasta que queráis —dijo con ímpetu—. Acepto la hospitalidad que tan cordialmente me ofrecéis, y si un día (no olvidéis estas palabras, milord) tuviéramos que volver a encontrarnos no ya como amigos, sino como fieros enemigos, con las armas en la mano, sabré recordar entonces el agradecimiento que os debo.
El inglés lo miro estupefacto.
—¿Por qué me habláis así? —preguntó.
—Quizá un día lo sepáis —respondió Sandokán con voz grave.
—No quiero averiguar por ahora secretos —dijo el lord, sonriendo—. Esperaré ese día. Sacó el reloj y lo miró.
—Tengo que marcharme enseguida, si quiero avisar a mis amigos de la cacería que emprenderemos. Adiós, mi querido príncipe —dijo.
Iba ya a salir, cuando se detuvo y añadió:
—Si queréis bajar al jardín, encontraréis allí a mi sobrina, que espero sabrá haceros buena compañía.
—Gracias, milord.
Era aquello lo que Sandokán deseaba: poder encontrarse, aunque fuera por unos minutos, a solas con la jovencita, quizá para descubrirle la pasión gigantesca que le devoraba el corazón.
Apenas se vio solo, se acercó rápidamente a una ventana que daba a un inmenso jardín.
Allí, a la sombra de una magnolia de China cuajada de flores de penetrante perfume, sentada sobre el tronco caído de una areca, estaba la joven lady. Se hallaba sola, en actitud pensativa, con el laúd sobre las rodillas.
A Sandokán le pareció una visión celestial. Toda la sangre se le subió a la cabeza, y el corazón comenzó a latirle con una vehemencia indescriptible.
Permaneció allí, con los ojos ardientemente fijos en la jovencita, reteniendo incluso la respiración, como si tuviera miedo de turbarla.
Pero de pronto retrocedió, sofocando un grito, que parecía un lejano rugido. Su rostro se alteró espantosamente, adquiriendo una expresión feroz.
El Tigre de Malasia, fascinado hasta ese momento, embrujado, se despertaba de improviso, ahora que se sentía curado. Volvía a ser el pirata despiadado, sanguinario, de corazón inaccesible a cualquier pasión.
—¿Qué iba a hacer? —Exclamó con voz ronca, pasándose las manos por la ardorosa frente—. ¿Será realmente verdad que amo a esa joven? ¿Ha sido un sueño o una inexplicable locura? ¿Es posible que ya no sea yo el pirata de Mompracem, pues me siento atraído por una fuerza irresistible hacia esa hija de una raza a la que juré odio eterno? ¡Amar yo!… ¡Yo, que no he experimentado más que impulsos de odio y que llevo el nombre de una bestia sanguinaria!… ¿Acaso puedo olvidar mi salvaje Mompracem, a mis tigres, a mi Yáñez, que quizá me están esperando ansiosamente? ¿Acaso he olvidado que los compatriotas de esa joven solo están esperando el momento propicio para destruir mi poder? ¡Fuera esta visión que me ha perseguido durante tantas noches, fuera estos temblores indignos del Tigre de Malasia! ¡Apaguemos este volcán que arde en mi corazón y hagamos surgir en su lugar mil abismos entre mí y esa sirena hechicera!… ¡Vamos, Tigre, deja oír tu rugido, sepulta el agradecimiento que debes a estas personas que te han curado; vete, huye lejos de estos lugares, regresa a ese mar que sin quererlo te empujó a estas playas, vuelve a ser el temido pirata de la formidable Mompracem!
Hablando así, Sandokán se había puesto de pie ante la ventana con los puños cerrados y los dientes apretados, todo él temblando de cólera.
Le parecía que se había convertido en un gigante y que oía en la lejanía los aullidos de sus tigres, que lo llamaban a la batalla, y el retumbar de la artillería.
No obstante, permaneció allí, como clavado, delante de la ventana, sujeto por una fuerza superior a su furor, con los ojos siempre ardientemente fijos en la joven lady.
—¡Marianna! —exclamó de pronto—. ¡Marianna!
Ante aquel nombre adorado, aquel impulso de ira y odio se esfumó como la niebla ante el sol. ¡El Tigre volvía a ser hombre y cada vez más enamorado!…
Sus manos se dirigieron involuntariamente hacia el pestillo, y con un rápido gesto abrió la ventana. Un soplo de aire templado, cargado del perfume de mil flores, entró en la habitación.
Al respirar aquellas fragancias balsámicas, el pirata se sintió embriagado y notó cómo volvía a despertar en su corazón, más fuerte que nunca, aquella pasión que había intentado sofocar momentos antes.
Se apoyó sobre el alféizar y se quedó mirando en silencio, temblando, delirante, a la vaporosa lady. Una fiebre intensa lo devoraba, el fuego se le deslizaba por las venas hasta ir a parar al corazón, nubes rojas le corrían delante de los ojos, pero incluso en medio de ellas veía siempre a la que lo había embrujado. ¿Cuánto tiempo permaneció allí? Mucho sin duda, pues, cuando volvió de su ensimismamiento, la joven lady ya no estaba en el jardín, el sol se había puesto, las tinieblas habían descendido y en el cielo titilaban miríadas de estrellas.
Se puso a pasear por la habitación, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza inclinada, absorto en profundos pensamientos.
—¡Mira! —Exclamó, volviendo hacia la ventana y ofreciendo la frente ardorosa al fresco aire de la noche—. ¡Aquí la felicidad, aquí una nueva vida, aquí una embriaguez, dulce, tranquila; allí Mompracem, una vida tempestuosa, huracanes de hierro, tronar de artillerías, carnicerías sangrientas, mis rápidos praos, mis tigres, mi buen Yáñez!…
—¿Cuál de estas dos vidas elegir? ¡Y sin embargo, toda mi sangre arde cuando pienso en esta joven que ha hecho latir mi corazón antes de verla, y siento en mis venas correr bronce fundido cuando pienso en ella! ¡Diríase que estoy anteponiéndola a mis tigres y a mi venganza! ¡Y pese a ello, me avergüenzo de mí mismo, pensando que es hija de esa raza que odio tan profundamente! ¿Y si la olvidase? ¡Ah! ¿Sangras, pobre corazón mío, no quieres entonces? ¡Antes era el terror de estos mares, antes nunca había sabido qué era el afecto, antes solo me gustaba la embriaguez de las batallas y de la sangre… y ahora siento que ya nada podrá gustarme lejos de ella!…
Calló y se puso a escuchar el susurro de las frondas y el silbido de su sangre.
—¿Y si interpusiera entre mí y esa divina mujer la selva, luego el mar y al fin el odio? —prosiguió—. ¡El odio! Pero ¿podré odiarla? ¡Sin embargo tengo que huir, volver a mi Mompracem, entre mis tigres!… Si continuase aquí, la fiebre acabaría por devorar toda mi energía, siento que se apagaría para siempre mi poder, que no volvería a ser el Tigre de Malasia… ¡Vamos, andando!
Miró abajo: solo tres metros lo separaban del suelo. Aguzó los oídos y no oyó rumor alguno.
Brincó por encima del alféizar, saltó ligeramente entre las plantas y se dirigió hacia el árbol bajo el que pocas horas antes Marianna estaba sentada.
—Aquí reposaba ella —murmuró con voz triste—. ¡Oh, qué hermosa estabas, Marianna!… ¡Ya no volveré a verte! ¡No volveré a oír tu voz, nunca… nunca!…
Se agachó bajo el árbol y recogió una flor, una rosa de los bosques, que la joven lady había dejado caer. La admiró detenidamente, la olió muchas veces y la escondió apasionadamente en su pecho; después se dirigió a buen paso hacia la cerca del jardín, murmurando:
—Vamos, Sandokán. ¡Todo ha terminado!…
Se hallaba junto a la empalizada y estaba a punto de saltar, cuando retrocedió vivamente, con las manos en los cabellos, la mirada torva, emitiendo una especie de sollozo.
—¡No!… ¡No!… —exclamó con acento desesperado—. ¡No puedo, no puedo!… ¡Que se hunda Mompracem, que maten a todos mis tigres, que desaparezca mi poder, yo me quedo!…
Se puso a correr por el jardín como si tuviera miedo de volver a encontrarse bajo la empalizada de la cerca, y no se detuvo hasta que llegó bajo la ventana de su habitación.
Vaciló otra vez, y luego, de un salto, se agarró a la rama de un árbol y alcanzó el alféizar de la ventana.
Cuando volvió a encontrarse en aquella casa que había dejado con la firme determinación de no volver más, un segundo sollozo vibró en el fondo de su garganta.
—¡Ah! —exclamó—. ¡El Tigre de Malasia está a punto de desaparecer! A la caza del tigre.
Cuando al alba el lord vino a llamar a su puerta, Sandokán aún no había conseguido pegar ojo.
Al acordarse de la cacería, en un abrir y cerrar de ojos saltó del lecho, escondió entre los pliegues de la faja su fiel kriss y abrió la puerta, diciendo:
—Aquí estoy, milord.
—Estupendo —dijo el inglés—. No creía hallaros ya preparado, querido príncipe.
¿Cómo os encontráis?
—Me siento con fuerzas para derribar un árbol.
—Entonces, démonos prisa. En el parque nos están esperando seis bravos cazadores, que ya están impacientes por descubrir al tigre que mis hombres persiguieron en su batida por el bosque.
—Estoy listo para seguiros. ¿Vendrá con nosotros lady Marianna?
—Por supuesto. Creo que ya está esperándonos. Sandokán sofocó a duras penas un grito de alegría.
—Vamos, milord —dijo—. Ardo en deseos de encontrar al tigre.
Salieron y pasaron a un saloncito, cuyas paredes estaban tapizadas con toda clase de armas. Allí Sandokán encontró a la joven lady, más hermosa que nunca, fresca como una rosa, espléndida en su traje azul, que resaltaba vivamente bajo sus rubios cabellos.
Al verla, Sandokán se detuvo deslumbrado, y dirigiéndose rápidamente a su encuentro, le dijo, apretándole la mano:
—¿También vos participáis en la batida?
—Sí, príncipe; me han dicho que vuestros compatriotas son muy valientes en este tipo de cacerías, y quiero veros.
—Yo mataré al tigre con mi kriss y os regalaré su piel.
—¡No!… ¡No!… —exclamó ella espantada—. Podría sucederos una nueva desgracia.
—Por vos, milady, me dejaría despedazar; pero no temáis, el tigre de Labuán no llegará a arrojarme al suelo.
En ese momento se aproximó el lord, ofreciendo a Sandokán una rica carabina.
—Tomad, príncipe —dijo—. Una bala en ocasiones vale más que un kriss bien afilado. Y ahora vámonos, que los amigos nos esperan.
Bajaron al parque, donde estaban esperándolos cinco cazadores; cuatro eran colonos de los contornos, y el quinto, un elegante oficial de marina.
Sandokán, al verlo, sin saber con exactitud por qué, experimentó enseguida una profunda antipatía hacia aquel joven, pero reprimió aquel sentimiento y estrechó la mano a todos.
El oficial, por el contrario, lo miró detenidamente y de una manera extraña; luego, aprovechando un momento en que nadie se fijaba en él, se aproximó al lord, que estaba examinando la montura de un caballo, y le soltó a quemarropa:
—Capitán, tengo la impresión de haber visto antes a ese príncipe malayo.
—¿Dónde? —preguntó el lord.
—No me acuerdo bien, pero estoy seguro de ello.
—¡Bah! Os equivocáis, amigo mío.
—Ya lo veremos, milord.
—Está bien. ¡A caballo, amigos; todo está preparado!… Tened cuidado, porque el tigre es muy grande y tiene poderosas garras.
—Lo mataré de un solo balazo y ofreceré su piel a lady Marianna —dijo el oficial.
—Espero matarlo antes que vos, señor —replicó Sandokán.
—Lo veremos, amigos —dijo el lord—. ¡Vamos, a caballo!
Los cazadores montaron los caballos que habían sido conducidos por algunos criados, mientras lady Marianna saltaba sobre un bellísimo poni con el pelo blanco como la nieve.
A una señal del lord todos salieron del jardín, precedidos por algunos batidores y dos docenas de grandes perros.
Apenas estuvieron fuera, el pequeño grupo se dividió, para rastrear un gran bosque que se extendía hasta el mar. Sandokán, que montaba un fogoso animal, se lanzó por un estrecho sendero, adelantándose audazmente para ser el primero en descubrir la fiera; los demás tomaron diferentes direcciones y senderos.
—¡Vuela, vuela! —exclamó el pirata, espoleando furiosamente al noble animal, que iba en pos de algunos perros que ladraban—. Tengo que demostrar a ese impertinente oficial de lo que soy capaz. No, no será él quien ofrezca la piel del tigre a la lady, aunque tenga que perder los brazos o dejarme despedazar.
En ese momento resonó la trompa en medio del bosque.
—¡Han descubierto al tigre! —Murmuró Sandokán—. ¡Vuela, corcel, vuela!
Atravesó como un relámpago un trecho de selva erizado de durion, palmitos[27], arecas y colosales alcanforeros, y alcanzó a ver a seis o siete batidores que huían.
—¿Adónde vais? —preguntó.
—¡El tigre! —exclamaron los fugitivos.
—¿Dónde está?
—¡Cerca del estanque!
El pirata descabalgó, ató el caballo al tronco de un árbol, se colocó el kriss entre los dientes y, empuñando la carabina, se lanzó hacia el estanque indicado.
Se percibía en el aire un fuerte olor salvaje, el olor peculiar a felino, que perdura algún tiempo después de que han pasado.
Miró sobre las ramas de los árboles, desde las que el tigre podía saltarle encima y siguió con precaución por la orilla del estanque, cuya superficie había sido ligeramente removida.
—La fiera ha pasado por aquí —dijo—. El ladino ha atravesado el estanque para hacer perder el rastro a los perros, pero Sandokán es un tigre más astuto.
Volvió al caballo y montó de nuevo. Estaba a punto de volver a marcharse, cuando oyó cerca un disparo, seguido de una exclamación, cuyo acento lo hizo sobresaltarse.
Se dirigió rápidamente hacia el lugar donde se había escuchado la detonación, y en medio de una pequeña explanada vio a la joven lady, sobre su pony blanco, con la carabina aún humeante entre las manos.
En un instante se le acercó, dando un grito de alegría.
—¡Vos… aquí… sola! —exclamó.
—Y vos, príncipe, ¿cómo os encontráis aquí? —preguntó la joven ruborizándose.
—Seguía el rastro del tigre.
—Yo también.
—¿Contra quién habéis disparado?
—Contra la fiera, pero ha huido sin haber sido alcanzada.
—¡Gran Dios!… ¿Por qué exponéis así vuestra vida?
—Para impediros cometer la imprudencia de apuñalar a la fiera con el kriss.
—Os habéis equivocado, milady. Pero la fiera está viva todavía y mi kriss está pronto para abrirle el corazón.
—¡No lo hagáis! Sois valiente, lo sé, lo leo en vuestros ojos, sois fuerte, sois ágil como un tigre, pero una lucha cuerpo a cuerpo con la fiera podría seros fatal.
—¡Qué importa! Quisiera que me causara tan crueles heridas, que me duraran un año entero.
—¿Y por qué? —preguntó la jovencita, sorprendida.
—Milady —dijo el pirata aproximándose aún más—, ¿no sabéis que mi corazón estalla cuando pienso que llegará un día en que tendré que dejaros para siempre y no volver a veros jamás? Si el tigre me destrozara, al menos podría permanecer aún bajo vuestro techo, gozaría otra vez de esas dulces emociones experimentadas, cuando vencido y herido yacía sobre el lecho del dolor. ¡Sería feliz, muy feliz, si otras crueles heridas me obligaran a permanecer todavía junto a vos, respirar vuestro mismo aire, oír vuestra deliciosa voz, embriagarme con vuestra mirada y vuestras sonrisas!, milady, vos me habéis embrujado, siento que lejos de vos no podría vivir, no volvería a tener paz, sería un desgraciado. ¿Qué habéis hecho de mí? ¿Qué habéis hecho de mi corazón, en otro tiempo inaccesible a cualquier pasión? Mirad: solo de veros estoy temblando y siento que la sangre me quema en las venas.
Ante aquella apasionada e inesperada confesión, Marianna se quedó muda, estupefacta, pero no retiró las manos que el pirata le había cogido y que apretaba con frenesí.
—No os enfadéis, milady —prosiguió el Tigre, con voz que descendía como una música deliciosa hasta el corazón de la huérfana—. No os enfadéis si os he confesado mi amor, si os digo que yo, a pesar de ser hijo de una raza de color, os adoro como a un dios, y que un día vos me amaréis. No sé, pero desde el primer momento en que aparecisteis ante mí, no me he sentido bien sobre la tierra; mi cabeza se ha extraviado, os tengo siempre aquí, fija en mi pensamiento, día y noche. Escuchadme, milady, ¡es tan fuerte el amor que arde en mi pecho, que por vos lucharé contra todos, contra el destino, contra Dios! ¿Queréis ser mía? ¡Yo os haré la reina de estos mares, la reina de Malasia! A una sola palabra vuestra, trescientos hombres más feroces que los tigres, que no temen el plomo ni el acero, surgirán e invadirán los estados de Borneo para daros un trono. Decidme todo lo que la ambición os haya podido sugerir y lo tendréis. Tengo oro suficiente para comprar diez ciudades, tengo navíos, tengo soldados, tengo cañones, y soy poderoso, más poderoso de lo que os podéis imaginar.
—¡Dios mío! ¿Quién sois vos? —preguntó la jovencita, aturdida por aquel torbellino de promesas y fascinada por aquellos ojos que parecían despedir llamas.
—¡Quién soy yo! —exclamó el pirata, mientras su frente se ensombrecía—. ¡Quién soy yo!…
Se acercó más a la joven lady y, mirándola fijamente, le dijo con voz profunda:
—Hay unas tinieblas a mi alrededor, que es mejor no desgarrar por ahora. Sabed que detrás de esas tinieblas hay algo terrible, tremendo, y sabed también que llevo un nombre que aterroriza no solo a todas las poblaciones de estos mares, sino que hace temblar al sultán de Borneo e incluso a los mismos ingleses de esta isla.
—Y vos, tan poderoso, decís que me amáis —murmuró la jovencita con voz sofocada.
—Tanto que por vos sería capaz de hacer cualquier cosa; os amo con ese tipo de amor que hace milagros y comete delitos a un tiempo. Ponedme a prueba: hablad y os obedeceré como un esclavo, sin una queja, sin un suspiro. ¿Queréis que sea rey para daros un trono? Lo seré. ¿Queréis que yo, que os amo con locura, vuelva a la tierra de dónde salí? Volveré, aunque martirice mi corazón para siempre. ¿Queréis que me mate delante de vos? Me mataré. ¡Hablad, que mi cabeza se extravía, que la sangre me abrasa, hablad, milady, hablad!…
—Entonces… amadme —murmuró la jovencita, sintiéndose vencida por tanto amor.
El pirata lanzó un grito, uno de esos gritos que raramente salen de una garganta humana. Casi al mismo tiempo oyeron dos o tres disparos de fusil.
—¡El tigre! —exclamó Marianna.
—¡Es mío! —exclamó Sandokán.
Clavó las espuelas en el vientre del caballo y partió como un rayo con los ojos chispeantes de ardor y el kriss en la mano, seguido de la jovencita, que se sentía atraída hacia aquel hombre, dispuesto a jugarse tan audazmente la existencia por mantener una promesa.
Trescientos pasos más allá estaban los cazadores. Delante de ellos, a pie, avanzaba el oficial de marina, con el fusil apuntando hacia un grupo de árboles.
Sandokán se arrojó del caballo, gritando:
—¡El tigre es mío!
Parecía un segundo tigre; daba saltos de dieciséis pies y rugía como una fiera.
—¡Príncipe! —gritó Marianna, que se había bajado del caballo.
Sandokán no oía a nadie en aquel momento y seguía avanzando a toda carrera.
El oficial de marina, que lo precedía a diez pasos, oyéndolo acercarse, apuntó rápidamente el fusil e hizo fuego sobre el tigre, que se hallaba a los pies de un grueso árbol, con las pupilas contraídas, abiertas sus poderosas garras y dispuesto a saltar.
Todavía no se había disipado el humo, cuando se vio al tigre atravesar el espacio con un ímpetu irresistible y derribar por tierra al imprudente y desmañado oficial.
Estaba a punto de saltar nuevamente y lanzarse sobre los cazadores, pero Sandokán no le dio tiempo.
Empuñando fuertemente el kriss, se precipitó contra la fiera, y antes de que esta, sorprendida de tanta audacia, pensara en defenderse, la derribó al suelo, apretándole con tal fuerza la garganta que sofocaba sus rugidos.
—¡Mírame! —dijo—. Yo también soy un tigre.
Luego, rápido como el pensamiento, hundió la hoja serpenteante de su kriss en el corazón de la fiera, que cayó como fulminada cuan larga era.
Un ¡Hurra!, fragoroso acogió aquella proeza. El pirata, que había salido ileso de la lucha, lanzó una mirada de desprecio al oficial, que estaba levantándose del suelo, y luego, volviéndose hacia la joven lady, que se había quedado muda de terror y angustia, con un gesto del que se hubiera sentido orgulloso un rey, dijo:
—Milady, la piel del tigre es vuestra.