Cuando volvió en sí ya no se encontraba, para su gran sorpresa, en la pequeña pradera que había atravesado durante la noche, sino en una espaciosa habitación tapizada con papel floreado de Fung, y estaba acostado en un cómodo y suave lecho.
Al principio creyó que estaba soñando y se restregó los ojos varias veces como para despertarse, pero bien pronto se convenció de que todo aquello era realidad.
Se incorporó para sentarse, preguntándose repetidas veces:
—Pero ¿dónde estoy? ¿Estoy aún vivo o estoy muerto?
Miró a su alrededor, pero no vio ninguna persona a quien dirigirse.
Entonces se puso a observar minuciosamente la habitación: era amplia, elegante, iluminada por dos grandes ventanas, a través de cuyos cristales se veían árboles altísimos.
En un ángulo vio un piano, sobre el cual había esparcidas unas partituras de música; en otro, un caballete con un cuadro que representaba una marina; en el centro, una mesa de caoba recubierta con un tapete bordado, sin duda por las manos de una mujer, y al lado de la cama un rico escabel incrustado de ébano y marfil, sobre el cual Sandokán vio, con verdadera complacencia, su fiel kriss, y al lado un libro entreabierto con una flor marchita entre sus páginas.
Aguzó los oídos, pero no oyó ninguna voz; sin embargo, de lejos le llegaban unas notas delicadas que parecían los acordes de un laúd o de una guitarra.
—¿Dónde estoy? —Se preguntó por segunda vez—. ¿En casa de amigos o de enemigos? ¿Y quién ha vendado y curado mis heridas?
Poco después, sus ojos se detuvieron de nuevo sobre el libro que se encontraba sobre el escabel y, empujado por una irresistible curiosidad, alargó una mano y lo tomó. En la cubierta vio un nombre estampado en letras de oro.
—¡«Marianna»! —leyó—. ¿Qué quiere decir? ¿Es un nombre o una palabra que no entiendo?
Volvió a leer y, cosa extraña, se sintió agitado por una sensación desconocida. Algo dulce golpeó el corazón de aquel hombre, aquel corazón de acero, que permanecía cerrado ante las más tremendas emociones.
Abrió el libro: las páginas estaban impresas con un tipo de letra ligero, elegante y claro, pero no consiguió entender aquellas palabras aunque algunas se parecían a la lengua del portugués Yáñez. Sin querer, empujado por una fuerza misteriosa, tomó delicadamente aquella flor que poco antes había visto y la miró largamente. La olió varias veces, procurando no romperla con aquellos dedos que solo habían estrechado la empuñadura de la cimitarra, sintiendo por segunda vez una extraña sensación, un misterioso temblor, un no sé qué en el corazón; después, ¡aquel hombre sanguinario, aquel hombre de guerra se sintió tentado por un vivo deseo de llevársela a los labios!…
La volvió a poner casi con disgusto entre las páginas, cerró el libro y volvió a colocarlo en el escabel. En aquel mismo instante, se movió el picaporte de la puerta, y entró un hombre caminando lentamente y con la rigidez típica de los hombres de raza anglosajona.
Era un europeo, a juzgar por el color de la piel, un hombre robusto y más bien alto. Aparentaba unos cincuenta años; tenía la cara enmarcada por una barba rojiza que empezaba a blanquear, y dos ojos azules, profundos; en su porte se adivinaba que era un hombre acostumbrado a mandar.
—Me alegro de veros tranquilo: desde hace tres días el delirio no os ha dejado un solo momento de descanso.
—¡Tres días! —Exclamó Sandokán con estupor—. ¿Llevo ya tres días aquí?… ¿Entonces no estoy soñando?
—No, no soñáis. Estáis entre buenas personas, que os curarán con afecto y harán lo posible para que os restablezcáis.
—Pero ¿quién sois vos?
—Lord James Guillonk, capitán de navío de Su Majestad, la reina Victoria.
Sandokán se sobresaltó y su frente se ensombreció; sin embargo se repuso enseguida y, haciendo un supremo esfuerzo para no traicionar el odio que sentía contra todo lo inglés, dijo:
—Os doy las gracias, milord, por todo lo que habéis hecho por mí, por un desconocido, que podría ser vuestro mortal enemigo.
—Era mi deber acoger en mi casa a un pobre hombre, herido quizá de muerte —contestó el lord—. ¿Cómo estáis ahora?
—Me encuentro bastante fuerte y no siento dolores.
—Me alegro mucho. Ahora decidme, si no os importa, ¿quién os ha dejado de esta forma? Además de la bala que os extraje del pecho, vuestro cuerpo estaba lleno de heridas producidas por arma blanca.
Sandokán, a pesar de esperar aquella pregunta, no pudo evitar sobresaltarse fuertemente. No obstante, no se traicionó ni perdió la calma.
—No sé qué deciros, porque yo mismo lo ignoro —respondió—. He visto cómo algunos hombres asaltaban de noche mis barcos, subían al abordaje y mataban a mis marinos. ¿Quiénes eran? No lo sé, puesto que al primer choque caí al mar cubierto de heridas.
—Sin duda habéis sufrido el asalto de los piratas del Tigre de Malasia —dijo lord James.
—¡De los piratas!… —exclamó Sandokán.
—Sí, de los de Mompracem, que hace tres días se encontraban en los alrededores de la isla, pero que fueron después destruidos por uno de nuestros cruceros. Decidme, ¿dónde os asaltaron?
—Cerca de las Romades.
—¿Y habéis llegado a nuestras costas a nado?
—Sí, agarrado a unas tablas. Pero ¿dónde me habéis encontrado?
—Tumbado entre las hierbas y presa de un tremendo delirio. ¿Adónde os dirigíais cuando fuisteis atacados?
—Llevaba unos regalos al sultán de Varauni, de parte de mi hermano.
—¿Quién es vuestro hermano?
—El sultán de Shaja.
—¡Entonces vos sois un príncipe malayo! —exclamó el lord tendiéndole la mano, que Sandokán, tras una breve duda, apretó casi con asco.
—Sí, milord.
—Me siento honrado de haberos ofrecido mi hospitalidad, y haré todo lo posible para que no os aburráis cuando os hayáis restablecido. Y, si no os molesta, iremos juntos a visitar al sultán de Varauni.
—Sí, y…
Se interrumpió, adelantando la cabeza como si intentara escuchar algún rumor lejano.
Desde fuera llegaban los acordes de un laúd, quizá los mismos sonidos que había oído poco antes.
—¡Milord! —exclamó, presa de una gran agitación, cuya causa en vano intentaba explicar—. ¿Quién toca?
—¿Por qué, mi querido príncipe? —preguntó el inglés, sonriendo.
—No lo sé, pero tengo un verdadero deseo de ver a la persona que toca así… Se diría que esa música me llega al corazón… y me hace experimentar una sensación nueva e inexplicable.
—Esperad un instante.
Le hizo una seña para que se acostara y salió. Sandokán permaneció unos instantes tendido, aunque enseguida volvió a levantarse como impulsado por un muelle.
La inexplicable emoción que había experimentado poco antes volvía a prenderlo con mayor violencia. El corazón le latía de tal forma que parecía querer salírsele del pecho; la sangre le corría furiosamente por las venas y extraños temblores recorrían sus miembros.
—¿Qué me pasa? —se preguntó—. ¿Es que vuelve a asaltarme el delirio?
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando regresó el lord, pero no solo. Detrás de él avanzaba una espléndida criatura, a cuya vista Sandokán no pudo reprimir una exclamación de sorpresa y de admiración.
Era una joven de dieciséis o diecisiete años, pequeña, pero esbelta y elegante, de formas soberbiamente modeladas, con la cintura tan estrecha que una sola mano hubiera bastado para rodearla, y la piel sonrosada y fresca como una flor recién abierta.
Tenía una cabecita admirable, con ojos azules como el agua del mar, y una frente de incomparable precisión, bajo la que resaltaban dos cejas encantadoramente arqueadas y que casi se tocaban.
Una cabellera rubia le caía en pintoresco desorden, como una lluvia de oro, sobre el blanco corpiño que le cubría el seno[26].
El pirata, al ver a aquella mujer que parecía una verdadera niña a pesar de su edad, se sintió estremecer hasta el fondo de su alma. Aquel hombre tan fiero, tan sanguinario, que llevaba el terrible nombre de Tigre de Malasia, se sentía por primera vez en su vida fascinado por aquella gentil criatura, por aquella encantadora flor nacida en los bosques de Labuán.
Su corazón, que poco antes latía precipitadamente, ahora ardía, y le parecía que por sus venas corrían lenguas de fuego.
—Bueno, mi querido príncipe, ¿qué os parece esta graciosa jovencita? —le preguntó el lord.
Sandokán no respondió. Inmóvil como una estatua de bronce, miraba fijamente a la jovencita con ojos que despedían relámpagos de ardiente ansiedad y parecía que ya no respiraba.
—¿Os sentís mal? —preguntó el lord, que lo observaba.
—¡No!… ¡No! —exclamó vivamente el pirata, agitándose.
—Entonces, permitidme que os presente a mi sobrina lady Marianna Guillonk.
—¡Marianna Guillonk!… ¡Marianna Guillonk!… —repitió Sandokán con sordo acento.
—¿Qué encontráis de extraño en mi nombre? —preguntó la jovencita, sonriendo—. Diríase que os ha producido mucha sorpresa.
Sandokán, al oír aquella voz, se sobresaltó fuertemente. Nunca un sonido tan dulce había acariciado sus oídos, acostumbrados como estaban a escuchar la infernal música del cañón y los gritos de muerte de los combatientes.
—Nada encuentro de extraño —dijo con voz alterada—. Es que vuestro nombre no me resulta desconocido.
—¡OH! —Exclamó el lord—. ¿Y de quién lo habéis oído?
—Lo había leído antes en el libro que podéis ver ahí, y me había imaginado que quien lo llevara tenía que ser una espléndida criatura.
—Estáis bromeando —dijo la joven lady, sonrojándose. Después, cambiando de tono, preguntó—: ¿Es verdad que los piratas os han herido gravemente?
—Sí, es verdad —respondió Sandokán con voz sorda—. Me han vencido y herido, pero un día me curaré, y entonces, ¡ay de los que me han hecho morder el polvo!
—¿Y os duele mucho?
—No, milady; y ahora menos que antes.
—Espero que os curéis rápidamente.
—Nuestro príncipe es fuerte —dijo el lord—, y no me asombraría verlo de pie dentro de diez días.
—Eso espero —contestó Sandokán.
De pronto, apartando los ojos de la cara de la joven, que de cuando en cuando se sonrojaba, se levantó impetuosamente, exclamando:
—¡Milady!…
—Dios mío, ¿qué tenéis? —preguntó la lady aproximándose, su cabellera parecía un río de oro. Los ojos profundamente expresivos despedían relámpagos bajo los nobilísimos arcos de las pestañas.
—Decidme, vos tenéis otro nombre infinitamente más bello que el de Marianna Guillonk, ¿verdad?
—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo el lord y la joven.
—¡Sí, sí! —Exclamó con más fuerza Sandokán—. ¡Sólo vos podéis ser la criatura que todos los indígenas llaman la Perla de Labuán!…
El lord hizo un ademán de sorpresa y una profunda arruga surcó su frente.
—Amigo mío —dijo con voz grave—. ¿Cómo puede ser que vos sepáis esto, si me habéis dicho que veníais de la lejana península malaya?
—No es posible que este sobrenombre haya llegado hasta vuestro país —añadió lady Marianna.
—No lo oí en Shaja —respondió Sandokán, que casi se había traicionado—, sino en las islas Romades, en cuyas playas desembarqué hace unos días. Allí me hablaron de una joven de incomparable belleza, de ojos azules y cabellos perfumados como los jazmines de Borneo; de una criatura que cabalgaba como una amazona y que cazaba valerosamente las fieras; de una vaporosa jovencita a la que muchas tardes, al caer el sol, se veía aparecer por las orillas de Labuán, fascinando a los pescadores de las costas. ¡Ah, milady, también yo un día quiero oír esa voz!
—¿Todas esas virtudes me atribuyen? —respondió la joven riendo.
—¡Sí, y veo que los hombres que me hablaron de vos no han exagerado! —exclamó el pirata apasionadamente.
—Adulador —dijo ella.
—Querida sobrina —dijo lord Guillonk—. Embrujarás también a nuestro príncipe.
—¡Yo estoy seguro de ello! —Exclamó Sandokán—. Y, cuando deje esta casa para volver a mi lejano país, diré a mis compatriotas que una joven blanca ha vencido el corazón de un hombre que creía tenerlo invulnerable.
La conversación duró todavía un poco, girando ya sobre la patria de Sandokán, los piratas de Mompracem o sobre Labuán; después, llegada la noche, el lord y la joven se retiraron.
Cuando el pirata se vio solo, permaneció largo tiempo inmóvil, con los ojos fijos en la puerta por donde había salido aquella jovencita. Parecía presa de profundos pensamientos y de una viva conmoción.
Quizá en aquel corazón, que nunca hasta entonces había latido por una mujer, estaba desencadenándose en aquel momento una terrible tempestad.
De pronto, Sandokán se estremeció, y algo así como un sonido ronco se agolpó en el fondo de su garganta, pronto a irrumpir, pero los labios permanecieron cerrados, y apretó los dientes con más fuerza, rechinando largamente.
Permaneció algunos minutos así, inmóvil, con los ojos ardiendo, el rostro alterado, la frente perlada de sudor, las manos escondidas entre los largos y abundantes cabellos; luego, aquellos labios que no querían abrirse, se movieron y dejaron escapar un nombre:
—¡Marianna!
Entonces el pirata ya no pudo contenerse.
—¡Ah! —exclamó, casi con rabia, y retorciéndose las manos—. ¡Siento que estoy enloqueciendo!, ¡que… la amo…!