V. Fuga y delirio

Un hombre como aquel, dotado de una fuerza tan prodigiosa, de una energía tan extraordinaria y de un valor tan grande, no podía morir.

En efecto, mientras el piróscafo proseguía su curso, transportado por los últimos impulsos de las ruedas, el pirata, de un vigoroso impulso, volvía a subir a la superficie y se retiraba hacia alta mar, para no ser cortado en dos por el espolón del enemigo o alcanzado por algún tiro de fusil.

Conteniendo los gemidos que le arrancaba la herida y reprimiendo la rabia que lo devoraba, se encogió, manteniéndose casi completamente sumergido, en espera del momento oportuno para ganar las costas de la isla.

El barco de guerra daba entonces una bordada a menos de trescientos metros. Avanzó hacia el lugar donde se había hundido el pirata, con la esperanza de despedazarlo bajo las ruedas, y luego volvió a virar.

Se detuvo un momento, como si quisiera escudriñar aquel espacio de mar agitado por él; luego reemprendió la marcha, cortando en todas las direcciones aquella porción de agua, mientras los marinos, descolgándose en la red para delfines o colocándose en las bancadas, proyectaban por doquier la luz de algunos faroles.

Cuando se convencieron de la inutilidad de búsqueda, por fin se alejaron en dirección a Labuán.

El Tigre emitió entonces un grito de furor.

—¡Vete, buque maldito! —exclamó—. ¡Vete, pero llegará el día en que te demostraré cuán terrible es mi venganza!

Se puso la faja sobre la sangrante herida, para detener la hemorragia, que podía matarlo, y luego, haciendo acopio de fuerzas, se puso a nadar, buscando las playas de la isla.

Veinte veces todavía se detuvo aquel hombre formidable para mirar el barco de guerra que apenas si podía distinguir, y para lanzarle una terrible amenaza. A veces el pirata, quizá mortalmente herido, quizá demasiado lejos aún de las costas de la isla, incluso se ponía a perseguir al barco que le había hecho morder el polvo, y lo desafiaba con alaridos que ya ni humanos parecían.

Finalmente venció la razón, y Sandokán reemprendió el fatigoso ejercicio, escudriñando las tinieblas que le ocultaban la costa de Labuán.

Nadó así durante mucho tiempo, parándose de cuando en cuando para recuperar fuerzas y desembarazarse de los vestidos que le impedían los movimientos; luego empezó a notar que sus fuerzas disminuían rápidamente.

Se le entumecían los miembros, la respiración se le iba haciendo cada vez más difícil y, para colmo de desgracias, la herida seguía sangrando, produciéndole dolores agudos al contacto con el agua salada.

Se encogió sobre sí mismo y se dejó transportar por la marea, agitando débilmente los brazos. De esta forma intentaba descansar para recobrar el aliento.

Al poco rato emitió un golpe. Algo le había tocado. ¿Había sido quizá un tiburón? Ante tal idea, a pesar de tener el coraje de un león, sintió que se le ponía la carne de gallina.

Alargó instintivamente la mano y agarró un objeto escabroso que parecía flotar en la superficie del agua. Tiró de él hacia sí y vio que se trataba de un pecio[25]. Era un trozo de la cubierta del prao, al cual estaban aún enganchados unos cabos y una verga.

—¡Qué oportuno! —Murmuró Sandokán—. Mis fuerzas se acababan.

Subió fatigosamente sobre aquel pecio, poniendo al descubierto la herida, de cuyos bordes, hinchados y rojos por la acción del agua marina, aún manaba un hilo de sangre.

Durante otra hora, aquel hombre que no quería morir, que no quería darse por vencido, luchó con las olas, que poco a poco sumergían el pecio; pero seguía perdiendo fuerzas, y se quedó postrado sobre sí mismo, aunque seguía con las manos cerradas alrededor de la verga.

Empezaba a clarear cuando un choque violentísimo lo arrancó de aquella postración, que casi podía llamarse desvanecimiento.

Se incorporó fatigosamente apoyándose en los brazos y miró delante de él. Las olas se rompían con estruendo alrededor del pecio, enroscándose y espumando. Parecía que estaban dando vueltas sobre bajíos.

Como a través de una niebla ensangrentada, el herido divisó a corta distancia una costa.

—Labuán —murmuró—. ¿Arribaré aquí, en la tierra de mis enemigos?

Experimentó un momento de duda, pero luego, reuniendo fuerzas, abandonó aquellas tablas que lo habían salvado de una muerte casi segura, y sintiendo bajo sus pies un banco de arena, avanzó hacia la costa.

Las olas lo golpeaban por todas partes, bramando a su alrededor como perros dogos furiosos, intentando abatirlo y empujándolo o rechazándolo. Parecía que querían impedirle alcanzar aquella tierra maldita.

Avanzó tambaleándose a través de los bancos de arena y, después de haber luchado contra las últimas olas de la resaca, alcanzó la orilla, coronada por grandes árboles, dejándose caer pesadamente en el suelo.

A pesar de sentirse agotado por la larga lucha sostenida y por la gran pérdida de sangre, destapó la herida y la observó detenidamente.

Había recibido un balazo, quizá de pistola, bajo la quinta costilla del lado derecho, y aquel pedazo de plomo, después de habérsele deslizado entre los huesos, se había perdido en el interior, pero, al parecer, sin tocar ningún órgano vital. Quizá aquella herida no era grave, pero podía serlo si no se curaba pronto, y Sandokán, que entendía un poco de eso, lo sabía.

Oyendo a breve distancia el murmullo de un arroyo, se arrastró hacia allí, abrió los labios de la herida, que se había inflamado por el prolongado contacto con el agua marina, y los lavó cuidadosamente, comprimiéndolos después hasta hacer salir aún algunas gotas de sangre.

Volvió a juntarlos bien, los vendó con un trozo de su camisa, única indumentaria que aún llevaba puesta, además de la faja que sostenía el kriss.

—Me curaré —murmuró cuando terminó la operación, y pronunció aquellas palabras con determinación, como si él fuera árbitro absoluto de su propia existencia.

Aquel hombre de hierro, a pesar de verse abandonado en aquella isla, donde no podía encontrar más que enemigos, sin refugio, sin recursos, sangrando, sin una mano amiga que lo socorriese, todavía estaba seguro de salir victorioso de tan desesperada situación.

Bebió algunos sorbos de agua para calmar la fiebre que comenzaba a apoderarse de él, y luego se arrastró bajo una areca, cuyas hojas gigantescas, de quince pies de largo por cinco o seis de ancho como mínimo, proyectaban a su alrededor una fresca sombra.

Apenas acababa de llegar, cuando de nuevo sintió que le faltaban las fuerzas. Cerró los ojos, rodeados de un cerco sanguinolento, y, después de haber procurado en vano mantenerse erguido, cayó entre las hierbas, quedando inmóvil. No volvió en sí hasta pasadas muchas horas, cuando ya el sol, después de haber tocado su cenit, bajaba por occidente.

Una ardiente sed lo devoraba, y la herida, otra vez calenturienta, le producía agudos dolores insoportables.

Intentó incorporarse para arrastrarse hasta el riachuelo, pero enseguida volvió a caer. Entonces aquel hombre, que quería ser tan fuerte como la fiera cuyo nombre llevaba, con un esfuerzo sobrehumano se puso de rodillas, gritando casi en tono de desafío:

—¡Yo soy el Tigre!… ¡A mí, mis fuerzas!…

Agarrándose al tronco del árbol, se puso de pie y, manteniéndose erguido por un prodigio de equilibrio y energía, se encaminó hasta la pequeña corriente de agua, en cuya orilla volvió a caer.

Apagó la sed, bañó nuevamente la herida, luego tomó su cabeza entre las manos y miró fijamente el mar, que venía a romperse a pocos pasos, borbollando sordamente.

—¡Ah! —Exclamó, rechinando los dientes—. ¿Quién hubiera dicho que un día los leopardos de Labuán vencerían a los tigres de Mompracem? ¿Quién hubiera dicho que yo, el invencible Tigre de Malasia, acabaría aquí, derrotado y herido? ¿Y cuándo llegará la venganza…? ¡La venganza…! ¡Todos mis praos, mis islas, mis hombres y mis tesoros, con tal de destruir a los odiados hombres blancos que me disputan este mar! ¿Qué importa que hoy me hayan hecho morder el polvo, cuando dentro de un mes o dos volveré aquí con mis barcos y lanzaré sobre estas playas mis formidables bandas sedientas de sangre? ¿Qué importa que hoy el leopardo inglés esté orgulloso de su victoria? ¡Será él entonces el que caerá moribundo bajo mis pies! ¡También entonces todos los ingleses de Labuán, porque mostraré a la luz de los incendios mi sangrienta bandera!

Hablando de este modo, el pirata se había levantado de nuevo con los ojos llameantes, agitando amenazadoramente la mano derecha, como si blandiera todavía la terrible cimitarra, bramando tremebundo de cólera.

Aún herido, seguía siendo el indomable Tigre de Malasia.

—Paciencia, por ahora, Sandokán —prosiguió, volviendo a caer entre las hierbas y los retoños—. Me curaré, tendré que vivir un mes, dos, tres en esta selva, y alimentarme de ostras y frutas; pero, cuando haya recuperado las fuerzas, volveré a Mompracem, aunque tenga que construirme una barca o asaltar una canoa y conquistarla a golpes de kriss.

Se quedó varias horas tendido bajo las largas hojas de la areca, mirando sobriamente las olas que venían a morir casi a sus pies entre miles de murmullos. Parecía estar buscando bajo aquellas aguas los cascos destrozados de sus dos barcos hundidos en aquellos parajes, o los cadáveres de sus desgraciados compañeros.

Entretanto, una fiebre fortísima lo atacaba, mientras sentía oleadas de sangre que se le agolpaban en el cerebro. La herida le producía espasmos continuos; pero ningún lamento salía de los labios de aquel hombre formidable.

A las ocho, el sol se precipitó en el horizonte, y después de un brevísimo crepúsculo las tinieblas se cernieron sobre el mar e invadieron la selva.

Aquella oscuridad produjo una inexplicable impresión en el alma de Sandokán. ¡Tuvo miedo de la noche, él, el fiero pirata que nunca había tenido miedo a la muerte y que había afrontado con valor desesperado los peligros de la guerra y los furores de las olas!

—¡Las tinieblas! —exclamó, arañando la tierra con las uñas—. ¡No quiero que caiga la noche!… ¡No quiero morir!…

Se comprimió con ambas manos la herida y luego se levantó de un salto. Miró al mar, que ya se había vuelto negro como si fuera de tinta; miró bajo los árboles, examinando sus tupidas sombras; luego, quizá asaltado de improviso por el delirio, se puso a correr como un loco, adentrándose en la selva.

¿Adónde iba? ¿Por qué huía? Ciertamente un miedo extraño se había apoderado de él. En su delirio, le parecía oír en la lejanía ladridos de perros, gritos de hombres, rugidos de fieras. Quizá creía que ya lo habían descubierto y que venían persiguiéndolo.

Pronto aquella carrera se hizo vertiginosa. Completamente fuera de sí, se precipitaba hacia adelante enloquecido, arrojándose en medio de la fronda, saltando sobre troncos derribados, atravesando torrentes y estanques, aullando, maldiciendo y agitando locamente el kriss, cuya empuñadura, cuajada de diamantes, despedía fugaces destellos.

Continuó así durante diez o quince minutos, adentrándose cada vez más entre los árboles, despertando con sus gritos los ecos de la selva tenebrosa, y luego se detuvo jadeante y fatigado.

Tenía los labios cubiertos de una espuma sanguinolenta y los ojos extraviados. Agitó los brazos y después cayó al suelo como un árbol cortado por el rayo.

Deliraba; le parecía que la cabeza estaba a punto de estallarle y que diez martillos le golpeaban las sienes. El corazón le saltaba en el pecho como si quisiera salírsele, y de la herida le parecía que brotaban torrentes de fuego.

Creía ver enemigos por todas partes. Bajo los árboles, bajo las matas, en medio de las piedras y raíces que serpenteaban por el suelo, sus ojos divisaban hombres escondidos, mientras le parecía ver volar por el aire legiones de fantasmas y esqueletos, danzando en torno a las grandes hojas de los árboles.

Seres humanos surgían del suelo, gimiendo, aullando, unos con la cabeza sangrando, otros con los miembros tronchados o los costados descuartizados. Todos reían a carcajadas, como si se burlaran de la impotencia del terrible Tigre de Malasia.

Sandokán, presa de un espantoso acceso de delirio, se revolcaba por el suelo, se levantaba, caía, tendía los puños y amenazaba a todos.

—¡Fuera de aquí, perros! —gritaba—. ¿Qué queréis de mí?… ¡Yo soy el Tigre de Malasia y no os temo!… ¡Venid a atacarme si os atrevéis!… ¡Ah! ¿Os reís?… ¿Me creéis impotente porque los leopardos han herido y vencido al Tigre?… ¡No, no tengo miedo!… ¿Por qué me miráis con esos ojos de fuego?… ¿Por qué venís a bailar a mi alrededor?… ¿Tú también, Patán, vienes a burlarte de mí?… ¿También tú, Araña de Mar?… ¡Malditos, os haré volver al infierno de donde habéis salido!… ¿Y tú, Kimperlain, qué quieres?… Así que no ha bastado mi cimitarra para matarte… ¡Fuera todos, volved al fondo del mar…, al reino de las tinieblas…, a los abismos de la tierra, u os mataré otra vez a todos! ¿Y tú, Giro-Batol, qué quieres? ¿La venganza? Sí, tú serás vengado, porque el Tigre se curará… ¡Volverá a Mompracem…, armará sus praos… y volverá aquí para exterminar a los leopardos ingleses, a todos… todos hasta el último!…

El pirata se detuvo, agarrándose los cabellos con las manos, los ojos en blanco, las facciones espantosamente te alteradas, y entonces, levantándose con ímpetu, reemprendió su loca carrera gritando:

—¡Sangre!… ¡Dadme sangre que apague mi sed!… Yo soy el Tigre de Malasia… Corrió durante mucho tiempo, siempre gritando y amenazando. Salió de la selva y se precipitó a través de una pradera, en cuyo extremo le pareció ver confusamente una empalizada; después volvió a pararse y cayó de rodillas. Estaba deshecho, jadeante.

Se quedó algunos minutos encogido sobre sí mismo, volvió a intentar levantarse, pero al poco rato las fuerzas le abandonaron, un velo de sangre le cubrió los ojos y cayó al suelo, exhalando un último grito que se perdió en las tinieblas.