IV. Tigres y leopardos

En menos de diez minutos, los dos piratas alcanzaron la orilla del río. Todos los hombres habían subido a bordo de los praos y estaban desplegando todas las velas aunque hacía muy poco viento.

—¿Qué sucede? —preguntó Sandokán, saltando al puente.

—Capitán, nos están atacando —dijo Giro-Batol—. Un crucero nos cierra la salida en la desembocadura del río.

—¡Ah! —Dijo el Tigre—. ¿Vienen a atacarme hasta aquí esos ingleses? ¡Pues bien, mis tigres, empuñad las armas, y nos haremos a la mar! ¡Vamos a demostrar a esos hombres cómo luchan los tigres de Mompracem!

—¡Viva el Tigre! —Gritaron las dos tripulaciones con terrible entusiasmo—. ¡Al abordaje! ¡Al abordaje!

Un instante después, los dos barcos bajaban por el río y tres minutos más tarde se encontraban en pleno mar.

A seiscientos metros de la orilla, un gran buque, que rebasaba las mil quinientas toneladas, poderosamente armado, navegaba a poco vapor, cerrándoles la salida del oeste.

Sobre su puente se oían redoblar los tambores que llamaban a los hombres a sus puestos de combate y se oían las órdenes de los oficiales.

Sandokán miró fríamente a aquel formidable adversario, y en lugar de asustarse de sus dimensiones, de su numerosa artillería y de su tripulación, tres o cuatro veces más numerosa que la suya, ordenó:

—¡A los remos, mis tigres!

Los piratas se precipitaron bajo el puente, poniéndose a los remos, mientras los artilleros apuntaban los cañones y espingardas.

—Ahora nos toca a nosotros, barco maldito —dijo Sandokán, cuando vio los praos dispararse como flechas bajo el empuje de los remos.

Súbitamente un chorro de fuego brilló sobre el puente del crucero, y una bala de grueso calibre pasó silbando entre la arboladura del prao.

—¡Patán! —Gritó Sandokán—. ¡A tu cañón!

El malayo, que era uno de los mejores artilleros de que pudiera jactarse la piratería, encendió la mecha a su pieza. El proyectil se alejó silbando y fue a estrellarse en el puente del comandante, destruyendo al mismo tiempo el asta de la bandera.

El barco de guerra, en lugar de contestar, dio una bordada, ofreciendo el costado de babor, del cual salían las extremidades de una media docena de cañones.

—¡Patán! No desperdicies ni un solo tiro —dijo Sandokán, mientras un cañonazo retumbaba sobre el prao de Giro-Batol—. Destroza la arboladura de ese maldito, rómpele las ruedas[22], desmonta sus piezas y, cuando ya no tengas puntería, déjate matar.

En aquel instante, el crucero pareció incendiarse. Un huracán de hierro atravesó los aires y alcanzó de lleno a los praos, arrasándolos como si fueran barcazas.

Espantosos alaridos de rabia y de dolor se alzaron entré los piratas, sofocados por una segunda ráfaga que lanzó por los aires remeros, artillería y artilleros.

Hecho esto, el barco de guerra, envuelto en remolinos de humo negro y blanco, dio una bordada a menos de cuatrocientos metros de los praos y se alejó un kilómetro, dispuesto a reemprender el fuego.

Sandokán, que había quedado ileso, aunque derribado por una verga, se levantó enseguida.

—¡Miserable! —Tronó, mostrando los puños al enemigo—. ¡Huyes, cobarde, pero te alcanzaré!

Con un silbido, llamó a sus hombres a cubierta.

—¡Rápido, instalad una barricada delante de los cañones! ¡Y después, adelante!

En un momento, a proa de los dos barcos fueron apilados palos de repuesto, barriles llenos de balas, viejos cañones desmontados y escombros de todo género formando una sólida barricada.

Los veinte hombres más fuertes volvieron a bajar para maniobrar los remos, mientras los demás se colocaban detrás de las barricadas empuñando las carabinas y llevando entre los dientes sus puñales, que centelleaban entre los labios temblorosos.

—¡Adelante! —ordenó el Tigre.

El crucero había detenido su marcha hacia atrás y ahora avanzaba a poco vapor, vomitando torrentes de humo negro.

—¡Fuego a discreción! —aulló el Tigre.

Desde ambos lados se reemprendió la música infernal, respondiendo disparo por disparo, proyectil por proyectil, metralla contra metralla.

Los tres barcos, decididos a sucumbir antes que retroceder, casi no podían verse, envueltos como estaban en inmensas nubes de humo, que una calma obstinada mantenía sobre los puentes, aunque rugían con el mismo furor y los relámpagos sucedían a los relámpagos y las detonaciones a las detonaciones.

El buque tenía la ventaja de su volumen y de su artillería, aunque los dos praos, que el valeroso Tigre conducía al abordaje, no cedían. Rasos como barcazas, horadados en cien lugares, hendidos, irreconocibles, con el agua ya en la bodega, llenos ya de muertos y heridos, continuaban avanzando a pesar de la continua tempestad de balas.

El delirio se había apoderado de aquellos hombres que no deseaban más que poder subir al puente de aquel formidable buque, si no para vencer, por lo menos para morir en campo enemigo.

Patán, fiel a su palabra, se había dejado matar detrás de su cañón, pero enseguida otro hábil artillero había ocupado su lugar. Varios hombres habían caído, y otros, horriblemente heridos, con las piernas o los brazos cortados, se debatían aun desesperadamente entre torrentes de sangre.

Un cañón había sido desmontado en el prao de Giro-Batol, y una espingarda ya casi no funcionaba, pero eso ¿qué más daba?

Sobre el puente de, los dos barcos quedaban otros tigres sedientos de sangre, que cumplían valerosamente con su deber.

El hierro silbaba por encima de aquellos valientes, desprendía brazos y destrozaba pechos, regaba los puentes, quebraba las amuradas, rompía cuanto pillaba, pero nadie hablaba de retroceder, antes bien insultaban al enemigo y hasta lo desafiaban, y, cuando una ráfaga de viento desembarazaba a aquellos pobres barcos de los nubarrones que los cubrían, se veían, tras las semiderruidas barricadas, rostros hoscos y desencajados de furor, ojos inyectados en sangre, que despedían fuego a cada relampagueo de la artillería, y dientes que crujían sobre las hojas de los puñales; y, en medio de aquella horda de auténticos tigres, su capitán, el invencible Sandokán, que, con la cimitarra en la mano, la mirada ardiente, los largos cabellos desparramados por los hombros, animaba a los combatientes con una voz que resonaba como una trompeta entre el retumbar de los cañones.

La terrible batalla duró veinte minutos; después, el crucero se desplazó unos seiscientos metros, para no ser abordado.

Un alarido de furor resonó a bordo de los dos praos, ante aquella nueva retirada. Ya no había posibilidad de luchar contra aquel enemigo, que, aprovechándose de sus máquinas, evitaba todo abordaje.

Pero Sandokán no quería retroceder.

Derribando de un irresistible empujón a los hombres que le rodeaban, se agachó sobre el cañón que aún estaba cargado, corrigió la puntería y encendió la mecha.

Pocos segundos después, el palo mayor del crucero, alcanzado en su base, se precipitaba al mar, llevándose consigo a todos los tiradores que se encontraban en las cofas y crucetas.

Mientras el buque se detenía para salvar a los hombres que iban a ahogarse y suspendía el fuego, Sandokán aprovechó para embarcar en su propio barco a la tripulación del prao de Giro-Batol.

—¡Y ahora a la costa volando! —tronó.

El prao de Giro-Batol, que aún se mantenía a flote por un verdadero milagro, fue desalojado enseguida y abandonado a las olas con su cargamento de cadáveres y con sus piezas de artillería ya inservibles.

Velozmente los piratas se pusieron a los remos y, aprovechándose de la inactividad del buque de guerra, se alejaron con rapidez, refugiándose en el río.

¡No pudo ser más a tiempo! El pobre barco, que hacía agua por todas partes, a pesar de los tapones puestos apresuradamente en los agujeros abiertos por las balas del crucero, se hundía lentamente.

Gemía como un moribundo bajo el peso del agua que lo invadía, y escoraba, tendiendo a inclinarse a babor.

Sandokán, que se había puesto al timón, lo dirigió hacia la orilla próxima y lo embarrancó en un banco de arena.

Apenas se dieron cuenta los piratas de que ya no corría peligro de hundirse, irrumpieron sobre cubierta como una manada de tigres hambrientos, con las armas en la mano, los rasgos contraídos por el furor, dispuestos a recomenzar la lucha con igual ferocidad y resolución.

Sandokán los detuvo con un gesto, y luego, mirando el reloj que llevaba en la cintura, dijo:

—Son las seis: dentro de dos horas el sol habrá desaparecido y las tinieblas se apoderarán del mar. Que todos se pongan a trabajar con rapidez, de manera que a medianoche el prao esté listo para volver al mar.

—¿Atacaremos al crucero? —preguntaron los piratas, agitando frenéticamente las armas.

—No os lo prometo, pero os juro que muy pronto llegará el día en que vengaremos esta derrota. Y junto al relampagueo de los cañones, se verá ondear nuestra bandera en los baluartes de Victoria.

—¡Viva el Tigre! —gritaron los piratas.

—Silencio —tronó Sandokán—. Que vayan dos hombres a la desembocadura del río a espiar el crucero y otros dos a los bosques para evitar toda posible sorpresa; curad a los heridos, y después, todos a trabajar.

Mientras los piratas se apresuraban a vendar las heridas que habían sufrido sus compañeros, Sandokán se acercó a popa y se quedó algunos minutos en observación, dirigiendo su mirada hacia la bahía, cuyo espejo de agua podía verse a través de un desgarrón, de la selva.

Intentaba sin duda descubrir el crucero, que al parecer no se atrevía a aproximarse demasiado a la costa, quizá por miedo a encallar en los numerosos bancos de arena que se extendían por aquel lugar.

—Sabe con quién se enfrenta —murmuró el formidable pirata—. Espera que nos hagamos nuevamente a la mar para exterminarnos; pero se engaña si cree que voy a mandar a mis hombres al abordaje. El Tigre también sabe ser prudente.

Se sentó sobre el cañón y luego llamó a Sabau.

El pirata, uno de los más valientes, que se había ganado ya el grado de lugarteniente después de haberse jugado veinte veces la piel, acudió.

—Patán y Giro-Batol han muerto —le dijo Sandokán con un suspiro—. Se han dejado matar sobre su prao, a la cabeza de los valientes que intentaban arrojarse contra ese maldito navío. El mando te corresponde ahora a ti, y yo te lo confiero.

—Gracias, Tigre de Malasia.

—Tú serás tan valiente como ellos.

—Cuando mi capitán me mande dejarme matar, estaré dispuesto a obedecerle.

—Ahora, ayúdame.

Uniendo sus fuerzas, empujaron a popa el cañón y las espingardas, y las apuntaron hacia la pequeña bahía para poder barrerla a golpes de metralla, en caso de que los botes del crucero intentaran forzar la desembocadura del río.

—Ahora podemos estar seguros —dijo Sandokán—. ¿Has enviado dos hombres a la desembocadura?

—Sí, Tigre de Malasia. Deben de estar emboscados entre los bambúes.

—Muy bien.

—¿Esperaremos a la noche para salir al mar?

—Sí, Sabau.

¿Lograremos engañar al crucero?

—La luna aparecerá bastante tarde y quizá ni se divise. Veo acercarse algunas nubes desde el sur.

—¿Tomaremos la ruta de Mompracem, capitán?

—Directamente.

—¿Sin vengarnos?

—Somos muy pocos, Sabau, para enfrentarnos con la tripulación del crucero; y además, ¿cómo responder a su artillería? Nuestro barco ya no está en condiciones de sostener un segundo combate.

—Es verdad, capitán.

—Paciencia por ahora; el día de la revancha llegará muy pronto.

Mientras los dos jefes charlaban, sus hombres trabajaban con febril encarnizamiento. Eran todos valientes marinos, y entre ellos no faltaban carpinteros ni maestros del hacha.

En solo cuatro horas construyeron dos nuevos palos, arreglaron las amuradas, taparon todos los agujeros y repusieron las jarcias, ya que tenían a bordo abundancia de cables, fibras, cadenas y gúmenas[23].

A las diez, el barco podía no solo hacerse de nuevo a la mar, sino incluso emprender otro combate, pues habían levantado también barricadas formadas con troncos de árbol para proteger el cañón y las espingardas.

Durante aquellas cuatro horas, ningún bote del crucero se había atrevido a mostrarse en las aguas de la bahía.

El comandante inglés, sabiendo con quién tenía que luchar, no había considerado oportuno comprometer a sus hombres en una batalla terrestre. Por otra parte, estaba absolutamente seguro de obligar a los piratas a rendirse o de rechazarlos nuevamente hacia la costa, si hubieran intentado atacarlo o lanzarse a mar abierto.

Alrededor de las once, Sandokán, que había tomado la resolución de intentar la salida al mar, llamó a los hombres que había mandado a vigilar la desembocadura del río.

—¿Está libre la bahía? —les preguntó.

—Sí —contestó uno de los dos.

—¿Y el crucero?

—Se encuentra delante de la bahía.

—¿Muy lejos?

—A media milla.

—Tendremos espacio suficiente para pasar —murmuró muró Sandokán—. Las tinieblas protegerán nuestra retirada.

Después, mirando a Sabau, dijo:

—En marcha.

Enseguida, quince hombres se pusieron al banco de los remos y con un poderoso impulso empujaron el prao hasta el río.

—Que nadie grite, bajo ningún pretexto —dijo Sandokán con voz imperiosa—. Tened bien abiertos los ojos y las armas preparadas. Nos estamos jugando una partida tremenda.

Se sentó junto al timón, con Sabau a su lado, y guio resueltamente el barco hacia la desembocadura del río.

La oscuridad favorecía la huida. No había luna en el cielo y no se veía una estrella, ni siquiera esa vaga claridad que proyectan las nubes cuando el astro de la noche las ilumina desde arriba.

Gruesos nubarrones habían invadido la bóveda celeste, interceptando completamente cualquier luz. Y la sombra proyectada por los gigantescos durion, las palmeras y las desmesuradas hojas de los plátanos era tan densa que Sandokán apenas si podía distinguir las dos orillas del río.

Un silencio profundo, apenas roto por el leve rumor de las aguas, reinaba sobre aquella pequeña corriente de agua. No se oía ni el susurro de las hojas, dado que no se movía un soplo de viento bajo las tupidas bóvedas de aquellos grandes vegetales, y tampoco sobre el puente del barco se percibía el menor ruido. Parecía que todos aquellos hombres, agazapados entre la proa y la popa, habían dejado de respirar, por temor a perturbar la calma.

El prao estaba ya muy cerca de la desembocadura del río, cuando tras un leve choque se detuvo.

—¿Encallados? —preguntó Sandokán.

Sabau se inclinó sobre las amuradas y escudriñó atentamente las aguas.

—Sí —dijo luego—. Hay un banco debajo de nosotros.

—¿Podremos pasar?

—La marea sube rápidamente y creo que dentro de unos minutos podremos continuar el descenso del río. —Esperemos, pues.

La tripulación, aunque ignoraba por qué se había detenido el prao, no se movió. Pero Sandokán había oído el crujido característico de las carabinas al ser montadas, y había visto a los artilleros curvarse en silencio sobre el cañón y las dos espingardas.

Pasaron algunos minutos de angustiosa espera para todos; luego se oyeron hacia proa y bajo la quilla algunos crujidos. El prao, levantado por la marea, que subía rápida, se deslizaba sobre el banco de arena.

Al poco rato, se había librado de aquel fondo firme, balanceándose levemente.

—Desplegad una vela —ordenó Sandokán a los hombres de maniobra.

—¿Será suficiente, capitán? —preguntó Sabau.

—Por ahora sí.

Un momento después, una vela latina se desplegó sobre el trinquete. La habían pintado de negro, para que pudiera confundirse completamente con las tinieblas de la noche.

El prao descendió con rapidez, siguiendo las tinieblas del río. Superó felizmente el bajío, pasando entre los bancos de arena y los arrecifes, atravesó la pequeña bahía y salió silenciosamente al mar.

—¿Y el buque? —preguntó Sandokán, poniéndose de pie.

—Allí está, a media milla de nosotros —contestó Sabau.

En la dirección indicada se divisaba confusamente una masa oscura, sobre la cual se levantaban de cuando en cuando pequeños puntos luminosos, indudablemente chispas que salían de la chimenea. Escuchando con atención, se podían oír también las sordas vibraciones de las calderas.

—Aún tiene las calderas encendidas —murmuró Sandokán—. Así pues, están esperándonos.

—¿Pasaremos inadvertidos, capitán? —preguntó Sabau.

—Eso espero. ¿Ves alguna chalupa?

—Ninguna, capitán.

—Pasaremos rozando la playa, para confundirnos mejor con la masa de los árboles, y después enfilaremos el mar abierto.

El viento era débil y el mar estaba tranquilo como si fuera de aceite.

Sandokán mandó que se desplegara una vela más, en el palo mayor; después puso rumbo al sur, siguiendo las sinuosidades de la costa.

Como la playa estaba cubierta de grandes árboles, los cuales proyectaban sobre las aguas su tupida sombra, había pocas probabilidades de que el pequeño barco corsario pudiera ser descubierto.

Sandokán, siempre al timón, no perdía de vista al formidable adversario, que de un momento a otro podía despertarse repentinamente y cubrir el mar y la costa de huracanes de hierro y plomo.

Se disponía a engañarlo; pero en el fondo de su alma, aquel hombre soberbio se lamentaba de tener que dejar aquellos parajes sin tomarse la revancha. Habría deseado encontrarse ya en Mompracem, pero también habría deseado otra tremenda batalla. Él, el formidable Tigre de Malasia, el invencible jefe de los piratas de Mompracem, casi se avergonzaba de andar así, a escondidas, como un ladrón nocturno.

Esta sola idea le hacía hervir la sangre y hacía que sus ojos llamearan con una cólera tremenda. ¡Oh! ¡Cómo habría saludado un cañonazo, aunque fuera la señal de una nueva y más desastrosa derrota!

El prao se había alejado ya unos quinientos o seiscientos pasos de la bahía y se preparaba para salir a mar abierto, cuando a popa, sobre la estela, apareció un extraño resplandor. Parecía como si miríadas de pequeñas llamas salieran de las profundidades tenebrosas del mar.

—Nos estamos traicionando —dijo Sabau.

—Mucho mejor —contestó Sandokán con una sonrisa feroz—. No, esta retirada no era digna de mí.

—Es verdad, capitán —contestó el malayo—. Mejor, morir con las armas en la mano que huir como cobardes.

El mar continuaba volviéndose fosforescente. Delante de la proa y detrás de la popa del velero, los puntos luminosos se multiplicaban y la estela se hacía cada vez más luminosa. Parecía que el prao dejaba atrás un surco de alquitrán ardiendo, o de azufre líquido.

Aquel rastro que brillaba vivamente en la oscuridad que los rodeaba no podía pasar inadvertido a los hombres que estaban de guardia en el crucero. De un momento a otro, el cañón podía tronar de improviso.

También los piratas, tendidos sobre cubierta, se habían percatado de aquella fosforescencia, pero ninguno había hecho ningún gesto, ni había pronunciado una sola palabra que pudiera traicionar cualquier aprensión. Tampoco ellos podían resignarse a huir sin haber disparado un solo tiro de fusil. Una granizada de metralla habría sido saludada con un alarido de alegría.

Habían transcurrido apenas dos o tres minutos, cuando Sandokán, que tenía siempre los ojos fijos en el crucero, vio encenderse las luces de posición.

—¿Se han dado cuenta de nuestra presencia? —se preguntó.

—Eso creo, capitán —contestó Sabau.

—¡Mira!

—Sí, veo que salen más chispas de la chimenea. Están alimentando las calderas. En un instante Sandokán se puso de pie empuñando la cimitarra.

—¡A las armas! —gritaron a bordo del barco de guerra.

Los piratas se habían levantado apresuradamente, mientras los artilleros se precipitaban al cañón y a las dos espingardas. Todos estaban dispuestos a emprender la lucha definitiva.

Tras aquel primer grito, sucedió un breve silencio a bordo del crucero; pero luego la misma voz, que el viento llevaba con claridad hasta el prao, repitió:

—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Los piratas huyen!

Poco después, se oyó el redoblar de un tambor sobre el puente de la nave inglesa. Estaban llamando a los hombres a sus puestos de combate.

Los piratas, apoyados en las amuradas o amontonados detrás de las barricadas formadas con troncos de árbol, no respiraban, pero sus facciones, volviéndose feroces, traicionaban su estado de ánimo. Sus dedos oprimían las armas, impacientes por apretar los gatillos de sus formidables carabinas.

El tambor seguía redoblando sobre el puente del barco enemigo. Se oía rechinar las cadenas de las anclas al pasar por sus guías, y los golpes secos del cabrestante[24].

El buque se preparaba para desatracar y poder atacar al pequeño navío corsario.

—¡A tu cañón, Sabau! —Ordenó el Tigre de Malasia—. ¡Ocho hombres a las espingardas!

Apenas había dado aquella orden, cuando una llama brilló en la popa del crucero, sobre el castillo, iluminando bruscamente el trinquete y el bauprés. Retumbó una aguda detonación, acompañada seguidamente del ruido metálico del proyectil silbando a través de los estratos del aire.

El proyectil cortó la extremidad del palo mayor y se perdió en el mar, levantando una gran masa de espuma.

Un alarido de furor se oyó a bordo del barco corsario. Ahora había que aceptar la batalla, y era eso lo que deseaban aquellos valientes marinos del mar malayo.

Un humo rojizo salía de la chimenea del buque de guerra. Se oía las ruedas morder velozmente las aguas, el ronco borbotear de las calderas, las órdenes de los oficiales y los pasos precipitados de los hombres.

Todos se apresuraban a situarse en sus puestos de combate.

Las dos luces de posición se movieron. Ahora el buque corría al encuentro del pequeño barco corsario, para cortarle la retirada.

—¡Preparémonos a morir como valientes! —gritó Sandokán, que ya no se hacía ilusiones sobre el resultado de aquella tremenda batalla.

Un solo alarido le contestó:

—¡Viva el Tigre de Malasia!

Sandokán, con un vigoroso movimiento de timón, dio una bordada y, mientras sus hombres orientaban rápidamente las velas, lanzó el velero contra el buque, para intentar abordarlo y arrojar a sus hombres sobre el puente enemigo.

Bien pronto comenzó el cañoneo por una y otra parte. Se disparaban balas y metralla.

—¡Ánimo, mis tigres, al abordaje! —Tronó Sandokán—. ¡La partida no está igualada, pero nosotros somos los tigres de Mompracem!

El crucero avanzaba rápidamente, mostrando su agudo espolón y rompiendo las tinieblas y el silencio con un furioso cañoneo.

El prao, verdadero juguete frente a aquel gigante, al cual le bastaba un solo choque para cortarlo en dos y echarlo a pique, avanzaba también con una audacia increíble, cañoneando lo mejor que podía.

Sin embargo, la partida, como había dicho Sandokán, no estaba igualada, o mejor aún, era muy desigual. Nada podía intentar aquel pequeño barco contra una poderosa nave hecha de hierro y fuertemente armada. El resultado final, a pesar del valor desesperado de los tigres de Mompracem, no podía ser difícil de adivinar.

No obstante, los piratas no se desanimaban y quemaban las cargas con admirable rapidez, intentando exterminar a los artilleros de cubierta y derribar a los marinos de las jarcias, disparando furiosamente sobre el casco, sobre el castillo de proa y sobre las cofas.

Sin embargo, dos minutos más tarde, su barco, aplastado por los disparos de la artillería enemiga, no era más que un montón de escombros.

Los palos habían caído, las amuras habían sido desfondadas, y ni siquiera las barricadas de troncos de árbol ofrecían protección alguna ante aquella tempestad de proyectiles. El agua entraba ya por los numerosos agujeros, inundando la bodega.

A pesar de ello, nadie hablaba de rendirse. Todos querían morir, pero arriba, sobre el puente enemigo.

Las descargas, entretanto, se hacían cada vez más tremendas. El cañón de Sabau estaba desmontado, y media tripulación yacía sobre cubierta, destrozada o acribillada por la metralla.

Sandokán comprendió que había sonado la última hora para los tigres de Mompracem.

La derrota era completa. No había ninguna posibilidad de hacer frente a aquel gigante, que vomitaba nubes de proyectiles sin interrupción. No quedaba más alternativa que intentar el abordaje, una locura, ya que ni sobre el puente del crucero la victoria podía ser de aquellos valientes.

No quedaban en pie más que doce hombres, pero eran doce tigres, guiados por un jefe cuyo valor era increíble.

—¡A mí, mis valientes! —les gritó.

Los doce piratas, con los ojos extraviados, espumantes de rabia, con los puños cerrados como tenazas sobre las armas, escudándose en los cadáveres de sus compañeros, se pusieron a su alrededor.

El buque navegaba a toda marcha hacia el prao, para hundirlo con el espolón; pero Sandokán, en cuanto lo vio a pocos metros, con un movimiento de timón evitó el choque, y lanzó su barco contra el costado de babor del enemigo.

El choque fue violentísimo. El barco corsario se hundió hacia estribor, embarcando agua y arrojando muertos y heridos al mar.

—¡Lanzad los garfios! —tronó Sandokán.

Dos garfios de abordaje se engancharon en los flechaste del crucero.

Entonces los trece piratas, locos de furor, sedientos de venganza, se lanzaron como un solo hombre al abordaje.

Ayudándose con manos y pies, agarrándose a las gúmenas y cuerdas que colgaban de las baterías, treparon por los tambores de las ruedas, alcanzaron las amuras y se precipitaron sobre el puente del crucero, antes de que los ingleses, asombrados de tanta audacia, hubieran pensado rechazarlos.

Con el Tigre de Malasia a la cabeza, se arrojaron contra los artilleros, matándolos al pie de sus propios cañones; destrozaron a los fusileros que habían acudido a cortarles el paso, y luego, blandiendo la cimitarra a diestra y siniestra, se dirigieron a popa.

A los gritos de los oficiales, se habían reunido allí enseguida los hombres de la batería. Eran sesenta o setenta, pero los piratas no se pararon a contarlos, y se lanzaron furiosamente sobre las puntas de las bayonetas, empeñados en una lucha titánica.

Golpeando desesperadamente, tronchando brazos y abriendo cabezas, gritando para causar mayor terror, cayendo y volviendo a levantarse, ora retrocediendo, ora avanzando, durante algunos minutos pudieron resistir a todos aquellos enemigos, pero al fin, acosados por los mosquetes de los hombres de las cofas y por los sables de los que estaban a su espalda, hostigados por las bayonetas, aquellos valientes cayeron.

Sandokán y otros cuatro, cubiertos de heridas, con las armas ensangrentadas hasta la empuñadura, en un esfuerzo prodigioso, se abrieron paso e intentaron ganar la proa para detener a cañonazos aquella avalancha de hombres.

Ya en mitad del puente, Sandokán cayó alcanzado en pleno pecho por una bala de carabina, pero enseguida se levantó gritando:

—¡Matadlos! ¡Matadlos!

Los ingleses avanzaban a paso de carga con las bayonetas caladas. El choque fue mortal.

Los cuatro piratas se habían puesto delante de su capitán para cubrirlo, y cayeron bajo una descarga de fusil, quedando clavados en el suelo. Pero no sucedió así con el Tigre de Malasia.

Aquel formidable hombre, a pesar de la herida de la que le manaban oleadas de sangre, de un salto inmenso alcanzó la amura de babor, tumbó con la cimitarra tronchada a un gaviero que trataba de detenerlo y se lanzó de cabeza al mar, desapareciendo bajo las negras olas.