III. El crucero

Después de haber abandonado el desarbolado y hendido junco, que sin embargo no corría peligro de irse a pique, al menos por el momento, los dos barcos de presa reemprendieron el curso hacia Labuán, la isla habitada por aquella joven de los cabellos de oro, a la que Sandokán quería ver a toda costa.

El viento se mantenía al noroeste y era bastante fresco; el mar seguía tranquilo, favoreciendo el curso de los dos praos, que corrían a diez u once nudos por hora.

Sandokán, después de haber mandado limpiar el puente, arreglar las jarcias cortadas por las balas enemigas, arrojar al mar el cadáver de Araña y de otro pirata muerto de un balazo, y cargar los fusiles y las espingardas, encendió un espléndido narguile[17], procedente sin duda de algún bazar indio o persa, y llamó a Patán.

El malayo se apresuró a obedecer.

—Dime, malayo —dijo el Tigre, clavándole en el rostro dos ojos que infundían pavor—. ¿Sabes cómo ha muerto Araña de Mar?

—Sí —respondió Patán, estremeciéndose al ver al pirata tan ceñudo.

—Cuando yo voy al abordaje, ¿sabes cuál es tu sitio?

—Detrás de vos.

—Y tú no estabas allí, y Araña ha muerto en tu lugar.

—Es verdad, capitán.

—Debería fusilarte por esta falta, pero tú eres un valiente y no me gusta sacrificar inútilmente a los valientes. Pero, en el primer abordaje, te dejarás matar a la cabeza de mis hombres.

—Gracias, Tigre.

—Sabau —exclamó después Sandokán.

Otro malayo, cuyo rostro estaba cruzado por una profunda herida, se acercó.

—¿Has sido tú el primero en saltar al junco detrás de mí? —le preguntó Sandokán.

—Sí, Tigre.

—Está bien. Cuando muera Patán, tú le sucederás en el mando.

Dicho esto, atravesó a pasos lentos el puente y bajó a su camarote, situado a popa. Durante el día, los dos praos continuaron navegando por aquel trecho de mar comprendido entre Mompracem y las Romades al oeste, la costa de Borneo al este y al noroeste, y Labuán y las Tres Islas al norte, sin encontrar ningún barco mercante.

La siniestra fama de que gozaba el Tigre se había esparcido por aquellos mares, y muy pocos barcos se atrevían a aventurarse por aquellos lugares. La mayor parte huían de aquellos parajes, continuamente transitados por los barcos corsarios, y se mantenían al socaire de la costa, dispuestos, al primer peligro, a lanzarse a tierra, al menos para poder salvar la vida.

Apenas cayó la noche, los dos barcos amainaron las grandes velas para protegerse contra inesperadas ráfagas de viento, y se acercaron el uno al otro para no perderse de vista y estar preparados para ayudarse mutuamente.

Hacia la medianoche, en el momento mismo en que pasaban por delante de las Tres Islas, que son los centinelas avanzados de Labuán, Sandokán se presentó en el puente.

Seguía presa de una gran agitación. Se puso a pasear de proa a popa, con los brazos cruzados, encerrado en un feroz silencio. Pero, de cuando en cuando, se paraba para escudriñar la negra superficie del mar, subía a las amuradas para abarcar mejor el horizonte y después se agazapaba y se ponía a la escucha. ¿Qué esperaba oír? ¿Quizá el gruñido de alguna máquina que le indicase la presencia de un crucero, o acaso el ruido de las olas que se iban rompiendo sobre las costas de Labuán?

A las tres de la mañana, cuando las estrellas empezaban a palidecer, Sandokán gritó:

—¡Labuán!

En efecto, hacia el este, allí donde el mar se confundía con el horizonte, se podía divisar confusamente una estrecha línea oscura.

—¡Labuán! —repitió el pirata, respirando como si se hubiera quitado de encima un gran peso que le oprimía el corazón.

—¿Tenemos que seguir adelante? —le preguntó Patán.

—Sí —respondió el Tigre—. Entraremos en el río que ya conoces.

La orden fue transmitida a Giro-Batol, y los dos barcos se dirigieron en silencio hacia la suspirada isla.

Labuán, cuya superficie no rebasa los 116 kilómetros cuadrados, no era en aquellos tiempos el importante puerto que es hoy.

Ocupada en 1847 por sir Rodney Mandy, comandante del Iris, por orden del gobierno inglés, que intentaba aniquilar la piratería, solo contaba entonces con un millar de habitantes, casi todos de raza malaya, y unos doscientos blancos.

Por entonces habían fundado apenas una ciudadela, a la que habían dado el nombre de Victoria, fortificándola con algunos baluartes, para impedir que fuera destruida por los piratas de Mompracem, que ya varias veces habían saqueado sus costas. El resto de la isla estaba cubierto por espesos bosques, todavía poblados de tigres, y solo algunas factorías se habían construido en sus alturas o en sus praderas.

Los dos praos, después de haber costeado durante algunas millas la isla, entraron silenciosamente en un pequeño río, cuyas orillas estaban cubiertas de una riquísima vegetación, y lo remontaron unos seiscientos o setecientos metros, anclando bajo la oscura sombra de grandes árboles.

Un crucero que hubiera batido las costas no habría logrado descubrirlos, ni habría podido sospechar la presencia de aquellos tigres, emboscados como los tigres de las sunderbunds[18] indias.

A mediodía Sandokán, después de haber enviado dos hombres a la desembocadura del río y otros dos a la selva para no ser sorprendido, se armó de su carabina y desembarcó seguido de Patán.

Había recorrido alrededor de un kilómetro, adentrándose en la espesura de la selva, cuando se detuvo bruscamente al pie de un colosal durion[19], cuyo delicioso fruto, erizado de durísimas espinas, se agitaba bajo los picotazos de una bandada de tucanes.

—¿Habéis visto algún hombre? —preguntó Patán.

—No, escucha —contestó Sandokán.

El malayo aguzó el oído y escuchó unos lejanos ladridos.

—Hay alguien de cacería —dijo, levantándose.

—Vamos a ver.

Reemprendió el camino, pasando bajo los pimenteros, cuyas ramas estaban cargadas de racimos rojos, bajo los artocarpus[20] o árboles del pan y bajo las arecas[21], entre cuyas hojas volaban batallones de lagartos voladores.

Los ladridos del perro se acercaban cada vez más, y en pocos momentos los dos piratas se encontraron en presencia de un feo negro, vestido con unos pantalones rojos y que llevaba atraillado un mastín.

—¿Adónde vas? —le preguntó Sandokán, cortándole el paso.

—Busco la pista de un tigre —contestó el negro.

—¿Y quién te ha dado permiso para cazar en mis bosques?

—Estoy al servicio de lord Guldek.

—¡Está bien! Ahora dime, esclavo maldito, ¿has oído hablar de una joven que se llama la Perla de Labuán?

—¿Quién no conoce en esta isla a esa bella criatura? Es el buen genio de Labuán, a quien todos quieren y adoran.

—¿Es hermosa? —preguntó Sandokán emocionado.

—Creo que ninguna mujer se le puede comparar.

Un fuerte sobresalto se apoderó del Tigre de Malasia.

—Dime —volvió a preguntar después de un instante de silencio—, ¿dónde vive?

—A dos kilómetros de aquí, en medio de una pradera.

—Me basta con eso; vete y, si estimas en algo tu vida, no mires para atrás.

Le dio un puñado de monedas de oro y, cuando el negro desapareció, se sentó a los pies de un gran artocarpus, murmurando:

—Esperamos la noche, y después iremos a echar un vistazo por los alrededores.

Patán lo imitó, tumbándose a la sombra de una areca, pero con la carabina a mano. Serían las tres de la tarde, cuando un acontecimiento imprevisto vino a interrumpir su espera.

Del lado de la costa se oyó un cañonazo, que hizo callar bruscamente a todos los pájaros que poblaban los bosques.

Sandokán se puso en pie de un salto, con la carabina entre las manos, completamente transfigurado.

—¡Un cañonazo! —exclamó—. ¡Vámonos, Patán! ¡Veo sangre!

Y se lanzó a saltos de tigre a través de la selva, seguido por el malayo, que, a pesar de ser ágil como un ciervo, a duras penas podía mantenerse detrás.