Stride y Serena encabezaban la procesión de vehículos que abandonaba el cementerio. Se dirigieron al norte por la avenida Tower y se desviaron hacia el aparcamiento de una librería cafetería donde se detenían a menudo para tomar una sopa y un café cuando estaban al este de los puertos gemelos. Maggie los siguió hasta el aparcamiento, y también Tish. Los cuatro entraron en el local, que olía a nuez moscada y arándanos. Amanda, la encargada de la tienda, los saludó con la mano y se apartó de las pilas de libros lo suficiente para que Stride le diera un abrazo.
Tomaron asiento en la cafetería, en una mesa cerca de la ventana. Stride apoyó la cabeza en la pared. Al otro lado del cristal, el cielo era una mezcla de gris y burdeos, mientras el atardecer se transformaba rápidamente en noche.
—¿Qué os traigo? —preguntó Maggie.
Stride se encogió de hombros.
—Café.
—¿Tú, jefe? ¿Un simple y vulgar café? Pensaba que ibas a pedir un moca loco con leche y buñuelos de manzana.
Stride le dedicó una mirada asesina.
—¿Y tú, Serena? —preguntó Maggie—. ¿Te pides un té chai como yo?
—Me encantaría tomarme uno, pero también podrías coger una aguja hipodérmica y clavármela en las medias. Tráeme una botella de agua.
Maggie puso los ojos en blanco.
—¿Tish?
—Nada, gracias. Tengo que marcharme enseguida al aeropuerto.
Maggie suspiró y se acercó a la caja registradora de la cafetería. Hizo su pedido y fue hacia el mostrador de la librería para charlar con Amanda.
—¿Cómo va el libro? —preguntó Serena a Tish.
—Ya está casi acabado.
Tish se tironeaba nerviosa de las mangas de su blusa borgoña. Llevaba el cabello rubio peinado hacia atrás y recogido en una cola.
—¿Te marchas esta noche?
Tish asintió.
—Tengo la maleta en el coche —contestó, y añadió—: Supongo que los dos os alegráis de mi marcha.
Stride y Serena guardaron silencio.
—Cuando llegué, no pensé en ningún momento en lo que sucedería —dijo, y prosiguió—: Fui una ilusa. Debería haberos hecho caso.
Esperó, pero el silencio se prolongó.
—Sé que lamentas lo que le ha sucedido a Clark Biggs —le dijo Tish a Stride—. Y a Finn.
—Dudo mucho que sepas lo que siento —replicó Stride.
Vio al camarero dejar sus bebidas en el mostrador; fue a buscar su taza de café y la botella de agua de Serena y volvió a sentarse. Dio un sorbo a su bebida; el café estaba caliente y humeante. Por encima del hombro de Tish, atisbo movimiento en la entrada y le sorprendió ver a Rikke Mathisen entrar en el local desde el aparcamiento. Se mordía el labio superior con los dientes. Los vio sentados en la esquina, y su mirada envenenada se clavó en ellos antes de desaparecer tras una estantería de biografías de la librería.
Permanecieron en silencio.
—Creo que debería marcharme —dijo finalmente Tish.
Stride se encogió de hombros.
—Pues márchate.
—Sé que me echas la culpa —repuso Tish—. Lo entiendo.
—No, no lo entiendes.
—Pues explícamelo.
Stride dejó su taza y se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en la mesa.
—¿Creo que las cosas podrían haber sido diferentes si hubieras sido honesta conmigo? Sí. ¿Creo que las cosas podrían haber sido diferentes si hubieras hablado cuando asesinaron a Laura? Sí. Pero no estoy seguro de nada de eso. La verdad es que no tenía ni idea de que Finn estaba involucrado hasta que tú llegaste a la ciudad. No sabía nada del asesinato de su madre. Finn estaba enfermo. Desesperado. Una combinación semejante puede matar a cualquiera. Así que no, no te culpo por lo que le sucedió a Finn. ¿Y a Clark Biggs? Es una tragedia, pero fue a esa playa por voluntad propia. No lo obligué yo. Ni tú.
Tish se cruzó de brazos.
—Pues entonces, ¿qué?
—Oh, vamos, Tish —murmuró Serena.
Tish la miró y lo entendió.
—Cindy.
—Me gustaría saber por qué nunca me habló de ti —dijo Stride.
—Lo siento. No sé qué más decir.
Stride frunció el ceño y observó el cielo nocturno a través de la ventana.
—Me merezco algo más que eso.
—Sé que es así. —Él percibió la lucha interna que reflejaba su rostro—. No le eches la culpa a Cindy. Échamela a mí. Cuando recuperamos el contacto, le pedí que no le hablara a nadie de mí. Yo sabía que tú averiguarías que yo estaba en Duluth esa noche. Cindy no deseaba dejarte fuera, pero en esos momentos tú no sólo eras su marido. También eras un policía. No podía pedirte que hicieras caso omiso si lo descubrías. Te habrías presentado en mi casa al día siguiente, y yo no estaba preparada para eso. Era algo que debía asimilar a su debido tiempo.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo. —Tish agarró su bolso con fuerza y se puso en pie—. Tengo que irme al aeropuerto. Te estoy muy agradecida, Jon. Podrías haberme dejado al margen. Y te hubiera entendido de haber sido así.
Se giró para encaminarse hacia la puerta y Stride se levantó y se puso a andar a su lado. Llevaba las manos en los bolsillos. La escoltó hasta la puerta exterior que conducía al aparcamiento y se la abrió para que pasara primero. El aire cálido se mezcló con la brisa de fuera.
—Estamos solos —dijo Stride—. ¿Hay algo más que quieras decirme?
—Nada —respondió ella.
—¿Estás segura?
—Lo estoy.
Stride frunció el ceño.
—Adiós, Tish.
Ella dio un paso hacia él. A Stride sus ojos le recordaron de nuevo los ojos de Cindy. Tish colocó suavemente una mano sobre su rostro.
—Sabes que Cindy te quería, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Entonces no importa nada más, ¿no es así?
Tish retrocedió con torpeza, con la cabeza hundida en el cuello, y se encaminó hacia su coche. Stride dejó que la puerta se cerrara y volvió al interior del local. Serena lo observaba, pero él no regresó a la mesa. Se dedicó a deambular por los pasillos de la librería, alargando la mano de vez en cuando para tocar los lomos de los libros sin prestarles atención. Intentaba entender cuáles eran sus sentimientos y llegó a la conclusión de que era inútil. Recordó que le había dicho a Tish que lo único que temía en la vida eran los finales, y ésta era una puerta que se cerraba en su alma.
Quizás, hasta cierto punto, había deseado que el asesinato de Laura no se resolviera. Si el caso continuara abierto, Cindy seguiría rondando por su memoria. Aún sería joven. Ellos aún serían unos amantes inexpertos. Ray aún sería incorruptible. La vida aún sería un misterio. Ahora que disponía de respuestas, éstas no le habían proporcionado ninguna tranquilidad. Le habían dejado lamentando otro final.
¿O se trataba de algo más?
Observó a Rikke en el vestíbulo de la librería. Ella lo miró desafiante antes de abandonar la tienda. Stride giró en una esquina y se topó con Maggie y Amanda, que examinaban atentamente un libro sobre educación infantil. Maggie levantó la vista y le leyó el rostro.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Stride se encogió de hombros y negó con la cabeza. Maggie le apretó el hombro.
Él señaló el libro que ella tenía en las manos.
—¿De qué va esto?
Maggie compartió una mirada cómplice con Amanda.
—¿Crees que debería decírselo?
Amanda se echó a reír.
—¡Oh, por qué no!
—Voy a ir a por todas —le dijo Maggie a Stride—. He decidido continuar con la adopción hasta el final. No me importa lo que tarde. Quiero tener un hijo.
Stride sonrió.
—Bien por ti, Mags. Me alegro por ti. De verdad.
—Sólo espero que sea un chico.
—¿Y eso por qué? —le preguntó.
—¿Bromeas? ¿Me imaginas con una niña? La pobre viviría traumatizada por tener una madre como yo. No puedo hacerle eso a una criatura.
Amanda puso los ojos en blanco.
—Es un hombre, querida —dijo, con un acento británico cargado de exasperación—. No comprende la maldición a la que tenemos que enfrentarnos las mujeres ni el terrible legado que transmitimos a nuestras hijas.
—¿Maldición? —preguntó Stride.
Maggie extendió las manos, como si fuera algo obvio.
—Tarde o temprano, todas estamos destinadas a convertirnos en nuestras madres —susurró Amanda al oído de Stride.
Stride gruñó y decidió que en esa conversación no había cabida para un hombre. Así que dio media vuelta y dejó que Maggie y Amanda siguieran hablando de madres e hijas, y entonces se quedó clavado en el sitio. Se giró con tanta rapidez que las dos mujeres se sobresaltaron.
—¿Qué acabas de decir?
Tish se llevó una mano a la nuca y se deshizo la cola de caballo, dejando que su cabello rubio se agitara libre en el aire cálido. El bolso de piel le colgaba del hombro. Estaba enojada consigo misma y se sentía culpable por marcharse. Al observar el desfile de tráfico que avanzaba en ambas direcciones por la calle, estuvo a punto de darse la vuelta y volver a la librería cafetería. La carta de Cindy descansaba dentro de su bolso, y sabía que debería habérsela entregado a Stride. Se lo debía a los dos, pero se sentía como si estuviera en un puente elevado, paralizada, mirando hacia abajo. No podía enfrentarse a la verdad.
Abrió la portezuela del coche y entró. Arrojó el bolso en el asiento de al lado y puso la llave en el contacto; sin embargo, se quedó sentada sin moverse ni poner en marcha el auto, debatiéndose entre quedarse o no. Si iba al aeropuerto y tomaba el vuelo a Minneapolis, sabía que nunca regresaría a Duluth. Jamás.
Puede que volver hubiera sido su primer y mayor error.
Tish hizo girar la llave y el motor se puso en marcha. Accionó la marcha atrás del Civic, pero al retroceder escuchó un chirrido metálico en el asfalto y notó que el vehículo se tambaleaba como si rebotara contra algo pesado. Se detuvo, apagó el motor y salió del auto dejando la puerta del conductor abierta. Tras rodear el coche para llegar a la parte de delante, lanzó una maldición al darse cuenta de que el capó estaba más bajo por un lado. A través del resplandor de los faros vio que la rueda delantera derecha se había pinchado.
—Oh, demonios —murmuró.
Se agachó frente a la rueda y consultó la hora en su reloj de pulsera. No sabía cambiar un neumático, y tampoco tenía ni idea de si había una estación de servicio cerca. La respuesta era evidente. Acudir a Stride. Sin embargo, dudaba en pedirle ayuda justo después de cerrarle la puerta en las narices.
Tish se puso en pie, dio media vuelta y soltó un grito.
Rikke Mathisen estaba justo detrás de ella, tan cerca que sus cuerpos estuvieron a punto de tocarse.
—¿Tienes problemas? —preguntó Rikke.
Tish se echó hacia atrás para ganar espacio.
—Un neumático reventado —contestó.
Rikke era casi treinta centímetros más alta que ella. Sus ojos echaron un vistazo rápido a la rueda desinflada y su rostro permaneció impasible.
—¿Vas a alguna parte?
—Me dirijo al aeropuerto.
—¿Te marchas de la ciudad?
Tish asintió.
—Yo puedo llevarte —se ofreció Rikke—. Mete tus cosas en mi coche.
Tish intentó esbozar una sonrisa.
—No tiene por qué. Puedo conseguir que me cambien el neumático.
—Así tendremos oportunidad de charlar —contestó Rikke—. ¿No crees que deberíamos hablar, Tish?
Tish se frotó la piel de los antebrazos. Estaba helada.
—Por supuesto, pero es que es un coche de alquiler. No puedo dejarlo aquí sin más.
—Esto no es la gran ciudad. Puedes telefonearles. Enviarán a alguien por el coche.
—Mis amigos están ahí dentro —repuso Tish mientras observaba la entrada de la librería cafetería deseando ver de repente el rostro de Stride—. Estoy segura que cualquiera de ellos puede llevarme. Probablemente usted querrá estar sola.
—He dicho que te llevaré, así que vamos.
Tish vaciló otro segundo. Rikke estaba furiosa por la muerte de su hermano, pero si quería una oportunidad para descargar su veneno contra Tish, que así fuera. A Tish le traía sin cuidado. Hasta cierto punto, se lo merecía.
—Está bien, de acuerdo —asintió Tish—. ¿Por qué no?
Cogió su bolso, apagó las luces del Civic y abrió el maletero. Sacó la maleta y la metió en el guarda equipajes del Impala canela de Rikke, que estaba aparcado junto a su coche. Rikke no hizo ademán de ayudarla. Esperó a que Tish cerrara el maletero para subir al asiento del conductor y poner el motor en marcha.
Tish se sentó en el interior del Impala e hizo el gesto de abrocharse el cinturón de seguridad. La cinta estaba rota.
—Lo siento, aún no lo he arreglado —dijo Rikke.
Después salió del aparcamiento dejando atrás el Civic varado de Tish.
—¿Por qué puente quieres que vayamos? —preguntó Rikke.
—El que sea más bajo —contestó Tish—. Odio las alturas.