El hormigueo que sentía en la piel desapareció tan rápido como había llegado.
Yacía tumbado de espaldas, con los ojos abiertos, saboreando la lluvia que caía del cielo a su boca. El mundo estaba extrañamente silencioso. Sin viento. Sin truenos. Sin olas ni oleaje. Se escuchó a sí mismo llamar a Maggie, pero el sonido de su voz era apagado, como si procediera de otra persona situada al final de un largo túnel. Oyó el rumor que escuchan los niños en las caracolas.
La cabeza le latía. Sus extremidades parecían de gelatina. Se palpó la cara, el pecho y las piernas, y no detectó dolor ni abrasaduras. Las suelas de sus botas se hallaban intactas, sin indicios de derretimiento u orificios chamuscados de entrada y salida causados por la electricidad. La ropa estaba mojada pero sin desgarrones. Al buscarse el pulso del cuello, descubrió que el ritmo cardíaco estaba acelerado aunque era regular. A pesar de lo cerca que pudiera haber caído el rayo, y de la trayectoria que hubiera seguido para volver a la nube, estaba claro que no lo había hecho a través de su cuerpo.
Se irguió con ayuda de los codos y la playa empezó a dar vueltas como un tiovivo. La onda sonora había alterado su sentido del equilibrio. Cerró los ojos para permitir que el cerebro se estabilizase por sí solo. Cuando intentó ponerse en pie, las piernas se le doblaron como si fueran de goma, y cayó a gatas en el barro arenoso. La desorientación le causó náuseas y se tragó la bilis que le había subido hasta la boca.
De nuevo trató de levantarse y el mareo le hizo tambalearse, aunque fue capaz de mantenerse en pie. El aire olía a quemado.
Los relámpagos seguían parpadeando como una bombilla floja por encima del lago. Cerraba los ojos ante cada destello. En algún lugar de su cabeza percibía que la lluvia que había martilleado su cuerpo ahora era más moderada. El viento empezaba a amainar.
Al dar un paso, se le dobló una rodilla. Sintió una mano en el brazo que le sirvió de punto de apoyo.
—Mierda, eso ha dolido —dijo Maggie, cuya voz sonaba como si estuviera debajo del agua.
—Sí.
—¿Estás bien?
—Eso creo —respondió Stride—. ¿Y tú?
—Tengo el peor dolor de cabeza de todos los tiempos, pero no estoy herida.
A unos cinco metros, Finn gimió. Stride y Maggie se apoyaron el uno en el otro mientras se le acercaban cojeando y caían de rodillas a ambos lados de él. Estaba sentado en un charco junto al tronco. Cerraba y abría los puños de forma compulsiva, y balanceaba rítmicamente la cabeza adelante y atrás. Tenía los ojos cerrados. Un reguero de sangre le salía de los oídos y resbalaba por su mandíbula.
—¡Finn! —gritó Stride.
Cogió con las dos manos el rostro del hombre, cuyos ojos se abrieron de repente. Tenía las escleróticas surcadas de puntos rojos y las pupilas negras y dilatadas por el pánico.
—¿Puedes oírme? —vociferó Stride, pero su propia voz sonaba distante.
Finn golpeó con las manos a Stride. Éste forcejeó para sujetar las muñecas del hombre y contenerlo mientras se retorcía confuso por el miedo. Finn respiraba agitada y frenéticamente con la boca abierta. Stride le localizó el pulso y comprobó que era regular. Sus ojos recorrieron su cuerpo y no vio ninguna quemadura, pero era evidente que se le habían reventado los tímpanos cuando el trueno explotó por encima de ellos, y Stride sabía que el dolor tenía que ser atroz.
Maggie se arrodilló junto a él.
—¿Dónde está Clark?
Stride observó la playa donde había visto a Clark por última vez dentro del agua. Había desaparecido. Escudriñó las sombras de la maleza y la franja de arena, y no lo vio por ningún sitio.
Maggie se puso en pie, tambaleante.
—¡Clark!
Stride soltó a Finn, quien se retorció inquieto y empezó a reptar a gatas, arrastrándose con un brazo. El esfuerzo le dejó exhausto y se detuvo jadeando y tragando lluvia. Stride se puso en pie y dio una vuelta lenta sobre sí mismo. No creía que Clark pudiera haber ido muy lejos, aunque era como si una nube lo hubiera succionado. La playa estaba vacía.
—¿Dónde diablos está?
Maggie señaló con el dedo. Una violenta ola retrocedía hacia el lago, y cuando la sábana de agua resbaló por la arena, Stride vio un cuerpo tendido en la espuma, a apenas nueve metros de donde había estado antes Clark. Casi era imperceptible, sólo una sombra oscura sobre la negra costa. El cuerpo no se movió cuando se formó otra ola y lo sumergió por completo.
Sortearon el tronco y echaron a correr. Maggie trastabilló y cayo de bruces, y Stride se detuvo y la ayudó a incorporarse. Maggie le hizo un ademán con la mano para que siguiese mientras ella se recobraba. Stride bajó hasta la orilla del lago salpicando agua y halló el cuerpo de Clark, blanco como la ceniza. Cada ola que se formaba enterraba al corpulento hombre bajo quince centímetros de agua y espuma. Stride pasó las manos bajo los hombros de Clark y lo arrastró hasta la playa, a salvo del embate de las olas.
Maggie llegó junto a él.
—Oh, Dios mío.
Clark tenía la ropa hecha jirones, como si hubiera estallado. El torso estaba surcado por una enorme telaraña de quemaduras. Los zapatos se le habían derretido en los pies, y cuando Stride echó un vistazo a las suelas, vio dos agujeros negros redondos. Heridas con trayectoria de entrada y salida causadas por la electricidad masiva del rayo. Aún estaban calientes al tacto. Cogió la muñeca de Clark, flácida y fría, y no le encontró el pulso. Volvió a buscarlo en la carótida y tampoco dio resultado. Al abrirle los párpados, descubrió que Clark tenía los ojos en blanco, sin vida e inmóviles.
—En la parte trasera del coche hay un desfibrilador externo —informó Stride.
Maggie salió corriendo. Stride calculó mentalmente el tiempo que había pasado y llegó a la conclusión de que Clark había permanecido tendido en la arena, en parada cardíaca, durante al menos cinco minutos. Demasiado tiempo. Echó hacia atrás la cabeza del hombre y le levantó el mentón. Le abrió la boca, le pinzó la nariz y cubrió los labios fríos de Clark con los suyos. Exhaló dos lentas bocanadas y observó cómo el tórax de Clark se elevaba y descendía mientras el aire le llenaba los pulmones.
Stride adoptó otra posición, desplazó el pulpejo de la mano derecha hacia el centro del pecho de Clark y entrelazó los dedos de ambas manos. Se incorporó para ejercer mayor fuerza y presionó hacia abajo fuerte y rápido mientras contaba mentalmente hasta treinta. Cuando acabó, volvió al punto de partida e hinchó el tórax del hombre con otras dos insuflaciones lentas de aire y, luego, bombeó frenéticamente su caja torácica treinta veces más. Repitió el proceso de nuevo, con la mente desconectada de cuanto le rodeaba, excepto del tiempo que transcurría. Y otra vez. Y otra. Cuando completó un ciclo de cinco tandas, presionó el cuello de Clark con dos dedos. Nada.
En su reloj mental habían transcurrido ocho minutos.
Prosiguió con la reanimación cardiopulmonar y apenas fue consciente de que Maggie se había colocado junto a él con la pequeña maleta que contenía el desfibrilador, que empezó a gorjear instrucciones mientras lo ponía en marcha. Stride alternaba las respiraciones con el masaje torácico mientras Maggie se afanaba a su alrededor secando la piel de Clark con una toalla que había traído del automóvil; después puso dos electrodos del desfibrilador en el pecho del hombre. Se inclinó sobre él para evitar que la lluvia los empapara.
—Está jodidamente mojado —dijo ella.
—Ya lo sé.
Maggie puso en marcha el aparato.
—Fuera —le dijo ella.
Stride se detuvo y apartó las manos del cuerpo de Clark. Maggie presionó el botón de análisis del desfibrilador que controlaba la actividad cardíaca del corazón de Clark e informó con una respuesta desalentadora.
—Nada.
No había nada que desfibrilar. No había fibrilación.
—Maldita sea —gruñó Stride.
Comprobó el pulso y siguió sin hallarlo. Volvió a inclinarse sobre él y continuó con los ciclos de reanimación cardiopulmonar para después echarse hacia atrás mientras Maggie presionaba el botón una vez más.
—Nada.
Ya habían pasado diez minutos.
Stride volvió a intentarlo. Y una vez más. Y otra. Dos minutos después, aún no había pulso. Ni actividad cardíaca. No había nada que el desfibrilador pudiese regular. Atacó el tórax de Clark con ambos puños, con más fuerza y más rápido, y luego escuchó a Maggie, quien hablaba en voz baja, como si se hallara al final de un túnel de viento.
—Jefe.
Presionaba e insuflaba, presionaba e insuflaba, presionaba e insuflaba. El pecho de Clark soportaba el castigo sin moverse. Transcurrieron otros dos minutos.
—Jefe.
Contó hasta treinta. Contó hasta dos. Contó hasta treinta. Contó hasta dos.
—Jonathan, se ha acabado.
La mano de Maggie lo sujetó por el hombro en un gesto a la vez amable e inflexible. Antes de terminar la última tanda de compresiones torácicas, finalmente Stride se detuvo y se sentó en la arena. Los brazos le colgaban a los lados. Apenas podía levantarlos. Desde el principio había sabido que Clark estaba muerto, que el rayo le había ido directo al corazón, pero sólo cuando se dio por vencido, cuando no hubo nada más que hacer, la realidad cayó sobre él con todo su peso. Dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—¿Dónde está la maldita ambulancia?
—Tampoco serviría de nada, jefe. Has hecho cuanto has podido.
Él sabía que era verdad, pero eso no devolvería la vida a Clark. Se quedó contemplando el cadáver, se inclinó hacia delante y volvió a cerrarle los ojos. Clark parecía en paz, liberado de su desesperación.
Stride se puso en pie lentamente. Sus músculos, mojados y helados, se quejaron. Comenzaba a oír de nuevo y escuchó un lejano ulular de sirenas de policía que se aproximaba. Vio fuegos artificiales por encima del lago, allí donde la tormenta se arrastraba hacia el este. Unas cuantas gotas de lluvia que se resistían a marcharse le salpicaron la piel. El aire tras el frente era húmedo y caluroso, y la ropa se le adhería al cuerpo.
Necesitaba alejarse de allí.
—Voy a comprobar cómo está Finn.
Maggie asintió.
Stride vio a Finn abajo en la playa, pateando la arena y apartando las matas altas con el brazo bueno. Parecía un cangrejo hundido con una pinza arrancada del cuerpo. Stride ladeó la cabeza, confundido, y dio unos cuantos pasos indecisos en dirección a él.
—¿Qué está haciendo?
Maggie miró.
—No lo sé.
—¡Finn! —gritó Stride, pero el otro no podía oírle.
Stride se apresuró por la arena profunda de vuelta al tronco. Maggie se quedó junto al cuerpo de Clark. Stride notó una vaga sensación de inquietud.
—¡Finn!
Aunque no lo oyó, Finn supo que Stride se acercaba. Sus ojos se cruzaron en la playa oscura, y se transmitieron una muda hostilidad. Con creciente desesperación, Finn volvió a centrar su atención en la arena que rodeaba el gigantesco tronco. De repente Stride comprendió. Sintió su hombro muy ligero, se palpó el pecho y se dio cuenta de que la cartuchera estaba vacía. No llevaba consigo la Glock. Cuando la corriente eléctrica había pasado como una centella junto a él, tiró el arma en la arena.
En el lugar donde ahora Finn estaba buscando.
Stride intentó salvar a la carrera la distancia que había entre ambos. Antes de que pudiera sortear el tronco, el brazo izquierdo de Finn se liberó del lodo con la pistola de Stride en la palma de la mano. La agarró por la culata, metió un dedo en el gatillo y apuntó a Stride a tres metros de distancia.
Éste se detuvo. Levantó las manos. Las sirenas que había escuchado ahora se oían cerca. Los coches patrulla descendían a toda velocidad hacia el Point.
—Baja el arma, Finn.
Finn hizo caso omiso y apuntó con el cañón de la Glock al centro de su pecho.
Stride sintió que un dolor antiguo y punzante se reavivaba en su hombro. Una herida de hacía años, allí donde una bala le había lacerado la piel y el músculo y lo había dejado tendido en el suelo. Una bala del arma de Ray Wallace. Cuando Stride miró a Finn, vio el rostro de Ray Wallace, idéntica agonía, idéntica desesperación, la misma intención. Ambos sin nada que perder.
—No lo hagas, Finn.
Stride dio un paso, indeciso; Finn se movió bruscamente y agitó el arma para detenerlo. Sus músculos estaban en tensión. Stride observó el dedo índice del hombre; le preocupaba que accionara el gatillo y una bala le atravesara el corazón. Avanzó lentamente en diagonal, pero el brazo de Finn lo siguió.
—Bájala —insistió Stride mientras señalaba el suelo con la palma de la mano.
Finn le hizo un gesto con el cañón para que se alejara.
Se miraron el uno al otro de la misma forma en que lo habían hecho Ray y él. En un punto muerto, por encima del cañón de un arma. Stride recordó a Ray aceptando su propia vergüenza frente a su propio protegido. Ray, quien había sembrado en el cerebro de Stride recuerdos de huesos, pelos, sangre y sesos rezumando en regueros por una pared blanca. Ray, su mejor amigo.
Ray, que había apretado el gatillo.
Stride se recordó a sí mismo que ése era Finn, no Ray. Este punto muerto podía acabar bien, pero se estaba quedando sin tiempo. Maggie lo llamó, y sonaba cerca. Por encima del hombro de Finn, atisbo el reflejo del brillo rojo de los faros giratorios de un coche patrulla. La policía pronto cubriría la colina. Y rodearían a Finn como una jauría. Le asustarían. Le obligarían a disparar.
—Maggie, quédate donde estás —gritó; esperaba que pudiera oírle.
Finn se encogió. Regueros de sudor y lluvia se deslizaban por su cráneo. Sus ojos se movían de un lado a otro. Stride observó la ansiedad del hombre, que iba en aumento como la aguja de un indicador de presión.
—Tranquilo —le calmó Stride, con voz tranquila y firme—. Estás bien.
Detrás de Finn, Stride vio a dos siluetas que cruzaban la cima de la duna y bajaban tropezando hasta el llano de arena y hierba alta. Policías. Con los dedos extendidos y los brazos en alto, Stride levantó una mano más que la otra, con la esperanza de que pudieran leer su lenguaje corporal. Alto.
Una de las siluetas interpretó su gesto y se detuvo, pero la otra siguió avanzando. La sombra que se había parado gritó una advertencia:
—¡Espere!
Stride reconoció la voz de la policía de Superior con quien se habían encontrado antes. También identificó a la otra mujer, quien ignoró la advertencia y corrió hacia Finn gritando su nombre.
Era Rikke.
—No puede oírle —le gritó Stride y añadió—: Finn tiene un arma.
Rikke se detuvo en seco. Se mantuvo detrás de Finn, a seis metros de distancia. Vestía una camisa blanca por fuera y mal abotonada y unos pantalones cortos azul marino. Sus antaño largas y lustrosas piernas estaban ahora cubiertas de bultos, como el tronco de un árbol.
—¡Finn! —gritó ella, pero su hermano no reaccionó.
Stride señaló detrás de éste, haciendo un gesto en dirección a Rikke. Como Finn no se movía, Stride dio otros dos pasos hacia atrás con cautela, para abrirse espacio. Señaló y de nuevo hizo un gesto. Finalmente, con un doloroso y rápido movimiento de cabeza, Finn se giró y vio a su hermana.
—Que todo el mundo se quede donde está —gritó Stride.
Finn señaló hacia la izquierda con el cañón del arma, y Stride entendió lo que pretendía. Los quería a Rikke y a él dentro de su ángulo de visión. Por un momento pensó en quedarse donde estaba, pero después empezó a bajar lentamente en diagonal hacia la playa para que Finn pudiera verlos a los dos sin tener que girar la cabeza.
Rikke tenía la vista clavada en su hermano. Cuando dio un paso hacia él, Finn alzó de inmediato la Glock y se apuntó con el cañón directamente a la sien. Su dedo agarraba con fuerza el gatillo.
—Tranquila —le dijo Stride a Rikke.
—Esto es entre él y yo, teniente —repuso ella.
La mujer dio otro paso hacia delante y Finn negó violentamente con la cabeza y hundió con más fuerza el cañón en su sien.
—No bromea —le advirtió Stride.
—Sé lo que necesita —contestó Rikke.
Sus dedos se juntaron en el primer botón de su blusa, que desabrochó. Los ojos de Finn la seguían, completamente abiertos y expectantes. Se desabrochó otro botón y se abrió la blusa, dejando al descubierto un escote de piel blanca. Finn inspiró audiblemente por la nariz. Su cuerpo se estremeció, como si los escalofríos lo recorrieran. Abrió la boca de par en par y retiró poco a poco el arma de su cabeza.
—Siento mucho lo que nos hizo —le dijo Rikke a Finn—. Siento mucho en lo que nos hemos convertido.
Rikke se desabrochó el resto de los botones y se quedó allí con la blusa abierta; después, se sirvió de las uñas para empujar el cuello hacia los hombros, hasta que la camisa le resbaló por los brazos y cayó al suelo. El estómago le sobresalía de la cinturilla de los pantalones. El pecho izquierdo le colgaba como una pelota de agua desinflada; el pezón plano y rosa pálido. El otro pecho era un amasijo arrugado de cicatrices.
Rikke cayó de rodillas y extendió los brazos, haciendo señas a Finn para que se acercara a su cuerpo desnudo. Ella lloraba. Él también. Finn emitió un maullido semejante al de un gatito atrapado y avanzó hacia ella.
Estaban a punto de tocarse cuando otro espasmo doloroso e involuntario hizo que su cuerpo se estremeciera. Su dedo apretó el gatillo.
El arma aún apuntaba a su cráneo.
La expresión del rostro de Finn se congeló cuando la bala le atravesó el cerebro. El disparo resonó por la playa. Rikke aulló, y Stride vio un último destello del rostro de Ray Wallace antes de volver al presente con una sacudida cuando Finn se desplomó hacia delante, sin vida y al fin libre.