Clark arrastraba a Finn por la arena húmeda, tirando con una sola mano del cinturón que le había atado alrededor de los tobillos. Con la otra mano sujetaba el bate de béisbol, que llevaba apoyado en el hombro. A medida que el terreno irregular hacía dar tumbos al cuerpo de Finn, el hombre maniatado empezó a recobrar la conciencia y a forcejear, clavando los dedos en la tierra para encontrar un punto de apoyo. Escupió hierba y tierra y comenzó a chillar. Clark ignoró sus gritos, ahogados por el furioso aullido del viento y el batir de las olas del lago en la orilla.
La playa era una larga y solitaria franja de arena y árboles. El cielo no paraba de descargar lluvia y lo cegaba con los destellos encadenados de los relámpagos. Desde algún lugar le llegó el olor a madera quemada; la electricidad había arremetido contra la corteza y las raíces de los árboles. El trueno sonó tan cerca y tan fuerte que sintió la tierra temblar bajo sus pies. Si hubiera creído en Dios habría pensado que estaba furioso, pero hacía mucho que había perdido la fe. Dejó de creer el día que Mary se hundió en el agua por vez primera y emergió convertida en el espectro de lo que alguna vez había sido.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Dios no existía. Ni tampoco la misericordia.
Esa noche Clark no estaba dispuesto a mostrarse misericordioso.
Dejó caer a Finn en el centro de la playa vacía, donde la corriente había arrastrado un tronco grueso y descolorido después de meses de rodar y flotar por la superficie del lago. Estaba pelado y blanco, picado de agujeros que los insectos habían hecho en la madera. Agarró a Finn de la camisa y le apoyó la espalda contra el tronco. La sangre le resbalaba por la cara, allí donde las zarzas y las piedras le habían rascado la piel, pero la lluvia se la limpió enseguida. Forcejeó con los tobillos para desasirse del cinturón que los mantenía atados, y sus músculos se convulsionaron por el miedo.
—¿Quién eres? —preguntó Finn en un susurro a pesar de que prácticamente estaba gritando.
—Tú mataste a mi hija —contestó Clark.
Finn miró horrorizado a Clark, grande y corpulento como un oso. Vio la dureza que se reflejaba en su rostro y al instante supo quién era y qué planeaba hacer. El torso de Finn se deslizó del tronco y trató de alejarse reptando y arrastrando los pies; su cuerpo se retorcía como un pez en la cubierta de un bote. Clark dio dos pasos y tiró de él agarrándolo por el cuello de la camisa. Incorporó de nuevo a Finn y, como si manejara un arpón, le clavó la punta del bate en el estómago con tanta fuerza que la sangre y los jugos gástricos salieron a borbotones por su boca. Finn intentó respirar, pero el oxígeno no llegó a sus pulmones y se aferró con los dedos a la arena, aterrorizado, mientras jadeaba en busca de aire. Las lágrimas de su rostro se mezclaban con la lluvia.
Clark había creído que obtendría más satisfacción ante el dolor de Finn, pero no fue así. Se sentía tan inánime como el enorme trozo de madera donde Finn estaba apoyado.
A unos nueve metros, las olas rompían en un espejo negro de espuma y se deslizaban hasta casi alcanzar las botas de Clark. La espuma del agua se alzaba en una cortina blanca tan alta como él. Cuando el agua retrocedió por la arena resbaladiza, advirtió destellos de cuarzo. Si se esforzaba lo suficiente, podía ver allí mismo a Mary cuando era más pequeña, saltando en los charcos y los riachuelos que se formaban. Podía contemplar el sol de verano que besaba su cabello. Escuchar sus gritos de placer. Sentir la fuerza de sus brazos húmedos al abrazarlo.
—No, papá —le susurró ella una vez más. Con premura.
Clark obligó al espectro de su hija a alejarse. Había cosas que una niña no comprendía. Había cosas que un padre tenía que hacer. «Lo siento, cariño».
Agarró el bate con ambas manos y lo sostuvo como un jugador de béisbol, con los dedos apretados y tensos alrededor de la madera veteada. Los labios de Finn formaron la palabra «No», pero de su pecho no salió sonido alguno. Clark alzó el bate formando un virulento arco en el aire y lo dejó caer sobre la parte superior del brazo de Finn. Un crujido de huesos. Músculos desgarrados. El cuerpo de Finn se alzó de la arena y aterrizó deslavazado metro y medio más allá. Se ovilló como un bebé. Tenía los ojos cerrados. Lloriqueaba.
Clark seguía sin sentir nada. Impávido. Muerto.
Agarró a Finn y volvió a incorporarlo. La clavícula le sobresalía del cuello como un hueso de pollo partido en dos. Tenía la piel blanca.
—Basta —le suplicó a Clark—. Por favor, basta. Lo siento mucho.
—No te mereces vivir.
—Lo sé.
Clark se agachó a escasos centímetros de la cara de Finn.
—Te has llevado mi vida entera. Todo lo que soy, todo lo que he hecho, era por esa niña. Cuando la mataste, también yo morí. ¿Lo entiendes? En estos momentos estoy muerto debido a lo que hiciste. Y ¿qué era ella para ti? Dime, ¿qué derecho tenías a formar parte de su vida?
A Finn le colgaban los mocos de la nariz. Sus labios temblaban.
—Nunca quise que sucediera algo así. Lamento mucho su muerte. Sólo quería hablar con ella. Jamás la toqué.
—Espiaste a mi pequeña por la ventana —dijo Clark—. ¿La viste desnuda?
Finn permaneció en silencio.
—Respóndeme.
—Sí.
—¿Le hiciste fotos?
—Sí.
—Qué más.
Finn volvió a quedarse con la boca cerrada.
—Maldita sea, qué más. ¿Te la meneaste? ¿Es eso lo que hacías mientras contemplabas a mi pequeña?
—Sí. Oh, Jesús, lo siento, sí.
Clark se incorporó de nuevo con atroces intenciones.
—No, no, no —gritó Finn, pero ya era demasiado tarde.
Clark volvió a blandir el bate. Esta vez alcanzó la parte blanda de la rodilla de Finn y se escuchó un estallido cuando el fémur y la tibia se partieron. Finn se agarró la pierna como si pudiera detener el dolor cubriéndosela. Los sonidos de su garganta eran guturales, como los de un animal. Se retorció de dolor en el suelo. Clark inspiró hondo y se alejó, dejando que la lluvia y el viento cayeran sobre él. Vagó entre la espuma y las olas azotaron sus piernas con tanta fuerza que a punto estuvieron de hacerle caer. Definitivamente, Dios estaba furioso. Los relámpagos eran luces estroboscópicas blancas que destellaban en su cara y acuchillaban el cielo.
—¡Mátame! —gritaba Finn—. Por el amor de Dios, mátame.
Clark volvió a escuchar a Mary como si estuviera allí mismo, tironeándole del brazo, reclamando su atención.
—No, papá, no.
«Lo siento, cariño». Sin piedad.
Excepto que, en ese momento, el acto de misericordia consistiría en acabar con aquello. En una ocasión su furgoneta había golpeado de refilón un ciervo enorme que fue a parar a las densas matas del arcén de la carretera, donde se agitó compulsivamente, agonizante y moribundo. No podía marcharse y dejarlo allí. Donna estaba en el vehículo y él la obligó a quedarse dentro y no mirar. Entonces sacó un rifle del maletero y le disparó al ciervo en la cabeza.
Un acto de misericordia.
Clark se alejó de la espuma del agua. Se acercó a Finn por detrás, no de frente. Finn sintió su presencia, pero no intentó girarse. Clark podía ver el pecho del hombre subir y bajar. La cabeza calva de Finn era como un melón balanceándose en el tronco del árbol. Clark sabía que sólo necesitaba un golpe de bate para acabar de una vez. Para acabar con sus vidas. Un milisegundo de dolor y luz para que Finn, Mary y él se zafaran de su agonía compartida.
—Hazlo —gritó Finn.
Clark rodeó con los dedos el asidero mojado del bate. Sus ojos hallaron un lunar deforme en la parte de atrás de la cabeza de Finn y se centró en él. Su objetivo. El punto exacto. Se colocó y se preparó para lanzar.