La medianoche en los barrios rurales de Superior era tranquila. Las furgonetas de los medios de comunicación que habían rodeado la casa de Finn para las noticias de las diez se habían marchado. La vivienda estaba a oscuras y en silencio. Aun así, Clark sabía que Finn estaba escondido allí dentro, sentado en alguna habitación con las luces apagadas. El Rav plateado descansaba en el camino de entrada como un coche fantasma. Clark tenía la esperanza de que el hombre que había matado a su hija no pudiera dormir.
Había pensado en forzar la entrada. Echar la puerta abajo o romper una ventana. Se dijo a sí mismo que lo único que quería era enfrentarse a Finn, mirarlo a la cara para ver su culpabilidad y decirle que había robado dos vidas cuando puso los ojos en Mary. Pero eso no era cierto. Clark tenía cosas más siniestras en el corazón.
Se retorcía en el asiento del vehículo porque tenía ganas de orinar. Abrió la portezuela de la furgoneta y bajó al camino. En el cielo no había estrellas, sólo nubes furiosas que se volvían más oscuras y amenazantes mientras él las observaba. El viento le azotaba en la espalda. Se detuvo en los raíles de acero de las vías, se bajó la cremallera y vertió un chorro claro de orina sobre las piedras machacadas. Cuando acabó, volvió a la furgoneta y se inclinó en el asiento para coger el bate de béisbol que había robado. Lo sintió pesado y gratificante en la mano, como si se tratara de un instrumento de justicia.
Antes de que pudiera cerrar la portezuela de la camioneta, escuchó una voz por encima del ulular del viento, susurrándole en el oído.
—No, papá.
Clark se giró.
—¿Mary?
Buscó su fantasma en la oscuridad, pero estaba solo. Su mente jugaba con él. Aun así, el recuerdo de la voz de su hija, tan clara y familiar como si hubiera estado junto a él, apaciguó la ira de su corazón. Clark se quedó inmóvil durante un largo instante, dudando. La tormenta se acercaba con violencia. El aire quebradizo parecía a punto de partirse.
Se preguntaba si Mary había regresado para detenerlo. Para decirle que lo que estaba haciendo era una equivocación.
Arrojó el bate a la parte trasera de la furgoneta, donde chocó con la puerta de atrás. Se sentó en el asiento del conductor y se agarró con fuerza al volante. El vendaval repiqueteaba en la camioneta. Sacó la cartera y extrajo la fotografía que conservaba de Mary y él en la playa. La foto era de hacía dos veranos. Después de contemplarla en silencio y recordar la perfecta tarde de verano que habían pasado juntos, inclinó el cuello hacia atrás hasta que su cráneo tocó el reposacabezas. Se le abrió la boca y tragó aire. Las lágrimas que había estado esperando al fin aparecieron. Un ejército silencioso que desfilaba por sus ojos y le surcaba la barbilla sin afeitar. No se movió ni reaccionó, ni siquiera sintió que sus hombros se contraían al sollozar. Era sólo su dolor dejándose llevar en una lluvia en calma.
Cuando ésta cesó, Clark se enderezó y se limpió la cara. No podía hacer lo que había planeado. No podía matar a sangre fría. Buscó la llave; quería alejarse de ese horrible lugar. Ojalá Donna le estuviera esperando en casa. Quizás ella tuviera razón. Quizás algo de lo que había entre ellos pudiera salvarse. En el bar había visto un antiguo anhelo en sus ojos, como una brasa en un fuego que podía revivir con un cálido aliento.
No obstante, antes de poder poner en marcha el motor de la furgoneta, vio un atisbo de movimiento en el porche delantero de la casa del otro lado de las vías.
La puerta se abrió como los labios de un monstruo negro, y alguien alto y flaco salió a hurtadillas a la noche. Se trataba de Finn, casi invisible vestido con ropa oscura. Caminaba torpemente, como un hombre enfermo. Se detuvo en el último escalón y movió la cabeza a un lado y otro, observando el vecindario. Clark contuvo el aliento cuando los ojos de Finn se fijaron en su furgoneta, pero la oscuridad lo protegía. Cuando Finn creyó estar solo, avanzó lentamente hasta las altas lilas del patio delantero y prosiguió a hurtadillas hasta llegar al Rav.
Clark sabía con exactitud lo que Finn estaba haciendo. Era la hora del fisgoneo. No importaba que una dulce criatura hubiera muerto. No importaba que su rostro hubiera sido expuesto ante la ciudad en calidad de sospechoso. Él iba a salir en busca de otra ventana, de otra muchacha.
Y eso era algo que Clark no iba a consentir.
Se metió la foto de Mary en el bolsillo delantero. Pidió disculpas a Donna mentalmente. Aguardó a que el Rav de Finn abandonara el camino de entrada de gravilla y después puso en marcha su furgoneta y dejó las luces apagadas. Guardó una distancia de varias manzanas, pero las luces traseras del vehículo de Finn eran fáciles de seguir. Finn lo guió por una trayectoria zigzagueante a través del vecindario, pasó por delante de casas a oscuras y robles desplomados como gigantes sobre la carretera. En la avenida Stinson, Finn giró en diagonal hacia el noreste, dirigiéndose hacia la tierra yerma que quedaba más allá del aeropuerto municipal. La carretera atravesaba campos de maíz y pasaba por delante de las apestosas chimeneas de la refinería de petróleo. Clark sintió la sacudida de las vías del tren bajo las ruedas.
Después de algunos kilómetros, la carretera llegaba al barrio de East End, no muy lejos de la carretera principal y de la cuenca del puerto. Grupos de casas construidas en parcelas abiertas salpicaban ambos lados de la carretera. Las manzanas estaban dispuestas en pulcros cuadrados. Clark se dio cuenta de que las luces rojas del Rav se intensificaban a medida que Finn reducía la velocidad, y frenó; no quería acercarse demasiado. Finn giró y las luces desaparecieron. Clark mantuvo la velocidad al pasar por el cruce y observó la calle que quedaba a su derecha. Hizo un giro en U y se metió por ella, conduciendo lentamente y con la vista clavada en la carretera. En esa zona había más árboles, como si fuera un parque. Vio un área recreativa y una vieja verja que rodeaba dos pistas de tenis gemelas.
Dos manzanas más allá, atisbo unas luces de freno. Clark avanzó poco a poco. Al llegar a la intersección, se dio cuenta de que el Rav se había esfumado. Condujo unas manzanas más y luego puso marcha atrás y giró por la calle lateral donde había visto por última vez las luces de freno. Había unos cuantos coches aparcados en la calle y en los caminos de entrada, pero el Rav no estaba allí. Ni Finn. La noche lo había engullido.
—¿Dónde estás? —murmuró Clark.
Siguió el tablero de ajedrez de calles como una rata en un laberinto. En un momento dado, vio un Rav aparcado junto a un garaje no adosado, pero al acercarse se dio cuenta de que era de otro color. Arena, no plateado. Siguió conduciendo mientras se preguntaba cómo se las había arreglado Finn para dejarlo atrás y si el rodeo por el East End había sido una estratagema para despistar a quienquiera que pudiera seguirle. A Clark le preocupaba que Finn hubiera huido hacia la autopista y girado hacia el norte o el sur, para dirigirse a un destino completamente diferente.
Pero no.
Ahí estaba.
Clark giró con cautela en la siguiente esquina y vio el Rav plateado de Finn maniobrar fuera del arcén de la carretera, bajo la sombra aparaguada de un olmo. El lugar estaba vacío y lleno de maleza. Clark detuvo el vehículo, dio marcha atrás y giró de nuevo en la esquina. Apagó el motor y salió de la furgoneta, dejando el bate de béisbol dentro. Por el noroeste, el cielo se iluminó durante un instante y luego se oscureció. Un relámpago. Clark contó hasta que el estruendo del trueno llegó a sus oídos, aunque no tuvo que esperar mucho. La tormenta se acercaba.
Usó la casa más cercana como parapeto y se escondió entre los árboles para avanzar. Al llegar frente al Rav, cruzó el terreno abierto y se dirigió al lado del pasajero. El automóvil estaba vacío. Finn se había ido. Clark inspeccionó los alrededores en todas direcciones. No vio a Finn ni tampoco escuchó nada más que el susurro de las hojas de los olmos y otro trueno, esta vez más estrepitoso.
Clark tiró de la portezuela del pasajero del Rav. Estaba abierta. La luz del techo del vehículo permaneció apagada. Sintió el olor a hombre en el interior del vehículo, a sudor y a fritura rancia. Buscó mapas de calles, fotos o notas, pero los desperdicios que había en las alfombrillas del suelo del auto no le fueron de ayuda. La guantera estaba cerrada con llave, así que Clark hurgó en sus pantalones, sacó una navaja pequeña y forzó la cerradura. Encontró la sección de deportes del periódico local, doblado por la fotografía de tres chicas del equipo de natación del instituto de Superior. El rostro de una de ellas estaba señalado con un círculo de rotulador azul. Una rubia muy guapa. Recordó lo que Maggie le había dicho, que ese hombre no tropezaba con sus víctimas por casualidad. Las identificaba. Las estudiaba. Las acechaba. Tenía un destino en mente, una vivienda en particular, una chica concreta.
Clark leyó el pie de foto con el nombre de la joven. Angela Tjornhom. Pero ¿dónde vivía?
Cerró la puerta y estudió las casas cercanas. Buscó algún punto de luz, pero el vecindario estaba a oscuras. Se alejó del Rav y de la calle y regresó al resguardo de las casas. Para ser un tipo grande, se movía con rapidez y en silencio por el mullido césped. En la esquina de cada vivienda, buscaba a Finn acuclillado en cualquier ventana de la primera planta. Se servía de los relámpagos para alumbrar su camino.
La lluvia comenzó a golpear frenéticamente los árboles, por encima de su cabeza. Al llegar a un espacio abierto, el agua le azotó en la piel y lo dejó empapado. Al cabo de unos segundos estaba chorreando, y tuvo que frotarse los ojos para poder ver. Al final de la calle, se quedó bajo el aguacero; no tenía claro por dónde girar. Tras cada relampagueo del cielo, intentaba traspasar las capas grises de lluvia escudándose en los patios traseros. No se veía a Finn por ninguna parte. Clark decidió seguir recto y echó a correr. Prosiguió hasta el final de la siguiente manzana sin encontrarlo.
Después, gracias al destello del rastro irregular de otro relámpago, lo vio. Finn estaba a unos cincuenta metros, de pie y a cubierto bajo la copa de un árbol de hoja perenne, a unos pasos de la ventana trasera de un modesto chalé. Clark se acercó con sigilo, manteniéndose oculto. En una ocasión, como si sintiera una mirada sobre él, Finn se giró. Si entonces hubiera caído un relámpago, Clark habría quedado expuesto; sin embargo, permaneció inmóvil, invisible en la oscuridad. Finn miró hacia él y no lo vio. Cuando se dio la vuelta de nuevo, Clark se puso a cubierto tras una hilera de pinos esmirriados e inició un recorrido serpenteante que le llevó a diez metros de la espalda de Finn.
La ventana de la parte trasera de la casa estaba a oscuras. Finn se llevó una mano a la cabeza y Clark se dio cuenta de que sostenía un teléfono móvil. Estaba llamando a alguien. Segundos después, una luz destelló en la ventana y Clark lo comprendió. Finn llamaba a la chica. Para despertarla.
Clark podía ver a través de las cortinas de tablillas verticales. La chica de la fotografía, que no tendría más de dieciséis años, se había levantado de la cama y avanzaba a trompicones, embutida en una camiseta corta gris y unos pantalones de pijama, hacia una mesa de escritorio blanca. Contestó el teléfono. Habló. Colgó. Se dirigió de nuevo a la cama, pero antes de que le diera tiempo a apagar la luz, Finn volvió a telefonear y Clark vio a la joven responder la llamada con un gesto de contrariedad.
Colgó de nuevo, pero ahora ya se había desvelado. Se acercó a la ventana para observar la tormenta y la lluvia que caía a cántaros. Finn estaba embelesado; contemplaba a la chica enmarcada en el recuadro de luz, con su camiseta transparente y su vientre plano. Tenía un aspecto hermosamente desmañado mientras se acariciaba el cabello despeinado y se mordisqueaba una uña. Inconsciente de su vulnerabilidad. Clark se aprovechó de la obcecación de Finn para acercársele por detrás. Lo único que deseaba era que la chica se apartara de la ventana.
Durante casi un minuto, los tres actores de la representación permanecieron inmóviles. La joven, en el interior, contemplando con sus grandes ojos azules la lluvia y la noche. Finn, observando junto al árbol. Clark, tan cerca que pensaba que Finn olería su aliento.
Entonces, la muchacha rubia se dio la vuelta de repente y, un instante después, la ventana volvió a quedarse a oscuras.
Antes de que Finn pudiera moverse, Clark se le echó encima. Su enorme antebrazo rodeó el cuello de Finn, igual que una serpiente ahogando a su presa, y lo levantó del suelo por la fuerza. Éste no podía respirar. Se debatía agitando las piernas espasmódicamente mientras le daba puñetazos sin fuerza. Clark pensó en estrangularlo, en sentir cómo la vida abandonaba su cuerpo, pero en vez de ello, soltó a Finn y le propinó un revés en la cabeza con un raudo puñetazo. El otro se desplomó en la tierra mojada, inconsciente.
Clark se quitó el cinturón y ató con él a Finn de los tobillos; después lo agarró y se lo subió al hombro. Apenas notaba su peso. Se abrió paso a través del remolino de la tormenta y llevó a Finn hasta su furgoneta.