34

Tish estaba sentada con el manuscrito de su libro abierto en la pantalla del portátil. Sus dedos se mantenían sobre el teclado, pero las palabras no le salían. Se hallaba en un punto donde tenía que tomar una decisión. Mentir o decir la verdad. Lo había pospuesto creyendo que cuando llegara a esa encrucijada sería muy fácil decidirse. Sin embargo, no lo era. Casi había acabado, pero no estaba segura de querer hacerlo. Cogió un cigarrillo, pero esa noche ni siquiera el consuelo del tabaco le resultaba atractivo. Furiosa, cerró la tapa del portátil de un manotazo.

La primera vez que abrió la puerta al pasado se sintió bien, como si por fin el tiempo hubiera acudido a su vida para hacer salir a los murciélagos de sus escondrijos. Para cumplir la promesa que le había hecho a Cindy. Para regresar a su hogar. Y ahora se preguntaba si no habría sido mejor para todos que ella se hubiera quedado donde estaba.

Avanzó hasta la puerta de vidrio que conducía al porche, construido sobre las cortantes aguas del lago. Abrió la puerta y dio un paso vacilante por la terraza sin mirar abajo. El miedo a las alturas era muy curioso. Quien no lo sufría no lo entendía. Había quien podía colgarse en las paredes de los acantilados, permanecer en lo alto de los tejados, balancear los pies en los telesillas y no sentir nada en absoluto. Sin embargo, el mero hecho de pensar en todo eso hacía que Tish se estremeciera y sudara. No eran las alturas lo que la atemorizaba. Era la ausencia de autocontrol lo que le causaba terror. Lo que la asustaba era la idea de que algo extraño, una parte desesperada de su alma, la obligara a arrojarse desde el borde en el momento en que se enfrentara a un desnivel abrupto. No importaba dónde estuviera. Una escalera mecánica. Una montaña. Un puente. Tenía que agarrarse fuerte y apretar los puños para asegurarse de no dejarse llevar por el pánico. Morir ya era bastante malo, así que además no deseaba morir de una caída.

Su respiración era agitada.

Regresó a la casa y cerró la puerta. En el dormitorio, vio su maleta que permanecía abierta en el suelo, casi sin deshacer. No había razón alguna para seguir en la ciudad. Tenía las respuestas que necesitaba, y sería feliz al hacer lo que había hecho años atrás. Escapar. Marcharse. Poner tantos kilómetros entre Duluth y ella como le fuera posible.

Tish entró en el dormitorio y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, frente a la maleta. La ropa estaba cuidadosamente doblada. Metió la mano en un compartimiento de la maleta hasta alcanzar el bolsillo con cremallera de la parte posterior y tiró de ella hasta abrirla. La carta se hallaba dentro, descolorida y arrugada por el paso del tiempo. La sacó y la sostuvo entre las manos. La había acariciado tantas veces que el papel estaba brillante. La tinta del sobre estaba diluida y ennegrecida.

La letra era de Cindy.

Tish leyó las palabras una vez más: «Para Jonny».

Se había mantenido aferrada a esa carta desde la muerte de Cindy. No era correcto dejar la ciudad sin entregársela a él. Por otro lado, se preguntaba si era justo remover su vida aún más de lo que ya lo había hecho, revivir el pasado cuando él había logrado dejarlo atrás. Tal vez debía dejarlo seguir adelante con Serena y no volver a pensar en Cindy…

Mentir o decir la verdad.

No tenía por qué proteger a William Starr. Él no se había ganado ni un gramo de su compasión. Y tampoco necesitaba protegerse a sí misma. Ya no. Había llegado el momento de abandonar el sentimiento de culpa que había sentido cuando Cindy le contó la verdad.

Tish deslizó una mano por el interior del bolsillo de la maleta y sacó la bolsa de plástico con cierre en la que conservaba el recorte de prensa. Lo extrajo con delicadeza, con cuidado, para no romper el trozo de periódico amarillento. Se trataba de un fragmento de otra época. De una vida pasada. Lo desdobló y lo sujetó por el borde con la punta de los dedos.

El titular era como un grito en su cara. Le desgarró el corazón.

«REHÉN ASESINADA EN EL ATRACO A UN BANCO».

Lo leyó por enésima vez y después lo dobló con cuidado y volvió a introducirlo en la bolsa de plástico. Como si, al guardarlo, dejara de existir. Se enfureció una vez más al pensar en William Starr ocultando ese recorte de prensa entre las páginas de su Biblia. Hasta que Cindy lo encontró.

El teléfono sonó en la otra habitación. Tish puso a buen recaudo el sobre en el interior de la maleta y fue a responder la llamada.

—Hola, soy Tish —saludó.

—Hola; Peter Stanhope.

Se le pasó por la mente colgar, pero no lo hizo.

—¿Qué quieres?

—Antes que nada, pedirte disculpas.

—¿Ah, sí?

—Conozco los motivos ocultos de nuestro encuentro de la otra noche, pero aun así no debería haber hecho lo que hice. Cometí un error. Lo lamento.

—Si esperas que yo también me disculpe, olvídalo.

—Lo entiendo. No te pido nada a cambio —dijo él, y añadió—: He visto la rueda de prensa de esta noche. Las autoridades se están desentendiendo del caso. Y me preguntaba qué repercusiones tendrá eso en tu libro.

—Lo que escribo en mi libro y lo que la policía y la acusación hacen son dos cosas diferentes —le dijo Tish.

—¿Y qué vas a escribir? —preguntó Peter.

—Tendrás que leerlo para averiguarlo.

—No seguirás creyendo que soy culpable, ¿no? He oído que Finn te dijo que fue él quien mató a Laura. Y también lo de su madre y su asesinato. Una historia trágica.

—Sí, lo es.

—Te sientes decepcionada; nadie va a pagar por la muerte de Laura —dijo él—. Lo único que puedo decirte, como abogado, es que llegar a los tribunales no implica obtener justicia. No consideres un fracaso no haber convencido a la acusación de presentar cargos por un asesinato que se cometió hace treinta años.

—Eso ya lo sé. Lo lamento por Finn, pero no por ti, Peter. Al menos, Finn tenía una excusa. Se crió en una familia de maltratadores. Tú fuiste un acosador y un violador en potencia, y tus únicas excusas fueron la arrogancia y el dinero.

—Me declaro culpable de ser rico y arrogante —replicó él, y se echó a reír.

Tish odiaba que se mostrara tan amable. Tan imperturbable. Incluso ahora, con la verdad recién salida de la boca de Finn, era reticente a desestimar la idea de que Peter había sido quien blandió el bate.

—Dime una cosa, ¿sabías que Finn estaba en los bosques aquella noche? —preguntó Tish—. ¿Lo viste allí?

—No.

—¿Y qué hay del pasado de su familia?

Peter respondió con un exagerado suspiro.

—¿Qué pasa con eso?

—Es que se me ha ocurrido que Finn cumple a la perfección con el papel de chivo expiatorio —sugirió Tish—. Sobre todo si sabías lo del asesinato de su madre.

—No lo sabía.

—Entonces ¿por qué te diste tanta prisa en contratar a un detective para que hurgara en su pasado?

—Así es como los abogados ganan los casos —respondió Peter—. Desenterrando secretos.

—Me pregunto si ya sabías lo que encontraría Serena.

—No lo sabía. No busques teorías conspiratorias, Tish. No tenía ni idea de que Finn estaba en el parque, y tampoco sabía nada de su pasado. —Tish guardó silencio—. Puede ser que me odies, pero desear que sea culpable no lo convierte en una realidad —añadió Peter.

—Ray Wallace creía que eras culpable. Y tu padre también.

—Ellos no sabían lo de Finn.

—Si eras inocente, ¿por qué permitiste que la policía ocultara y destruyera las pruebas por ti?

—Porque hay demasiados hombres inocentes que han acabado entre rejas —espetó Peter—. Me estoy cansando de todo esto, Tish. La gente como tú presupone que ser rico te convierte en culpable.

Sonaba como si estuviera a la defensiva. Nervioso. Como si ella le hubiera tocado la fibra sensible.

—Puede que Pat Burns haya acabado contigo, pero yo no —sentenció Tish—. Estaba pensando en dejar la ciudad, Peter, pero ahora ya no estoy tan segura. Quizá Finn sólo crea que mató a Laura porque vio quién lo hizo. Quizá te vio a ti.

Maggie estaba medio dormida cuando oyó lo que parecía la cháchara airada de un insecto en algún lugar de su dormitorio. Abrió los ojos de golpe. Desorientada, buscó a tientas la lámpara de la mesilla de noche y parpadeó ante la luz brillante. El zumbido sonaba como un escarabajo de junio, uno de esos bichos marrones de verano que se estrellan contra las puertas mosquiteras, caen como una piedra y sacuden inquietos las alas. Sin embargo, se dio cuenta de que el sonido sordo era demasiado melódico. Cuando éste prosiguió con un tercer acorde, recordó que había puesto el móvil en vibración durante la rueda de prensa y que lo había dejado olvidado en el bolsillo de sus pantalones negros, que descansaban sobre una silla.

El teléfono estaba sonando. Echó un vistazo al reloj y vio que era medianoche. Saltó de la cama y cogió el móvil. Las cortinas del dormitorio se agitaban como velas con la brisa del lago.

—Maggie Bei.

—Señora Bei, lamento llamarla tan tarde. Soy Donna Biggs.

Maggie se dirigió a la ventana con el móvil en la mano. Afuera, las nubes nocturnas eran negras. Olía a tormenta.

—¿Qué puedo hacer por usted, Donna? ¿Algo va mal?

La voz de la mujer sonaba indecisa.

—No lo sé. Eso creo.

—¿Qué sucede?

—Clark y yo hemos estado esta tarde en un bar de Gary. Vimos la rueda de prensa ofrecida por la señora Burns.

—Lo lamento —dijo Maggie—. Intenté ponerme en contacto con ustedes para advertirles de lo que iban a escuchar, pero no logré hacerlo a tiempo.

—Entiendo.

—Quiero que sepan que sigo investigando con ahínco los casos de voyeurismo. No he abandonado el caso. Lo único que desearía es poder ser más alentadora en cuanto a los cargos relacionados con la muerte de Mary.

—No es culpa suya —la tranquilizó Donna—. Es sólo que estoy preocupada: Clark parece muy trastornado. Lo he visto en sus ojos esta noche. Está desolado.

—Sé que esto ha sido horrible para los dos —dijo Maggie.

—Clark desapareció del bar, señora Bei. Se marchó sin decirme adonde iba. Había bebido bastante. Fui a su casa para ver si lo encontraba, y ya llevo aquí bastantes horas. Tenía la esperanza de que volviera a casa, pero no lo ha hecho. He intentado llamarlo a su móvil pero debe de haberlo desconectado.

—¿Le dijo algo? —preguntó Maggie.

—Nada. Fui al servicio, y cuando volví ya se había ido.

—¿Ha telefoneado a emergencias?

—No, primero quería hablar con usted. No estoy segura de lo que tengo que hacer.

—Daré un aviso sobre Clark y su furgoneta —dijo Maggie—. No se preocupe, le encontraremos.

—Me preocupa lo que pueda hacer —añadió Donna.

Maggie recordó el rostro de Clark cuando lo había encontrado en los bosques donde Mary murió.

—¿Clark tiene armas? —preguntó en voz baja.

—Tiene rifles de caza, pero están todos aquí, en la casa. Lo he comprobado. Y no tiene pistola.

—Buenas noticias —suspiró Maggie. Aguardó un instante y luego añadió—: Sé que Clark está deprimido, pero ¿ha hablado en algún momento de hacerse daño a sí mismo? ¿Teme que pueda suicidarse?

—No, no es eso —respondió Donna—. No me preocupa que Clark pueda quitarse la vida. Me preocupa que pueda quitársela a otro.

—¿A otro? ¿Como quién?

—Esta noche, en las noticias, han hablado de ese hombre. El que han estado investigando. Ahora Clark sabe su nombre. Y también dónde vive.

—¿Se refiere a Finn Mathisen?

—Sí. Creo que Clark quiere hacer lo que usted no puede. Hacerle justicia a Mary.

Maggie maldijo entre dientes.

—Estaré ahí dentro de media hora.

—Señora Bei, tiene que encontrarlo. No puede permitir que Clark lo haga.

—Entiendo.

—No, no lo entiende. No me importa el otro hombre. Se merece cualquier cosa que le ocurra. Pero no quiero que Clark arroje su vida por la borda. No puede. Ahora no.

Maggie captó el tono suplicante en la voz de Donna.

—¿Qué quiere decir?

—Clark no lo sabe —le explicó Donna—. No sabe que estoy embarazada.