—A este paso no podremos volver a Minnesota esta noche —dijo Maggie.
Estaban una hora al este de Fargo, sentadas encima de un banco del parque, y observaban una lancha a motor que surcaba las aguas del lago Ashtabula. A su izquierda se hallaba el muro de hormigón de la presa Baldhill, que contenía las aguas del río Sheyenne y creaba un estrecho tramo de lago artificial. Atardecía. El aire olía a carburante de barco y a hamburguesas. Las motos acuáticas dejaban estelas en el agua. En las cercanías, en la zona de acampada, los niños chapoteaban y chillaban a lo largo de la franja de arena de la playa.
—Peter necesita el avión —replicó Serena.
—Ya, pero ese tío puede quedarse pescando ahí fuera hasta que se ponga el sol.
Después de abandonar la granja de los Mathisen, habían hecho un alto en la jefatura de policía de Fargo, donde sus colegas de Dakota del Norte las ayudaron a localizar al hombre que se había encargado de la investigación del asesinato de la madre de Finn, Inger Mathisen. El detective, Oscar Schmidt, se había jubilado hacía más de una década y trasladado con su mujer a una localidad llamada Valley City. Serena y Maggie localizaron la casa de los Schmidt, donde su esposa les indicó que fueran al norte hasta el lago Ashtabula, el lugar preferido de Oscar para pescar.
—¿Quieres que nos metamos en el agua? —preguntó Serena.
Maggie se bajó las gafas de sol y entornó los ojos para echar un vistazo al parque.
—¿En pelota picada?
—Lo que quiero decir es que hace calor. Arremanguémonos los pantalones y metamos los pies.
—Tú primera.
Dejaron el calzado encima del banco y se subieron las perneras de los vaqueros por encima de las pantorrillas. La arena de la playa abrasaba pero el agua del lago les pareció helada cuando metieron los dedos de los pies. Avanzaron unos cuantos pasos hasta que el agua les cubrió unos veinte centímetros.
—¿Crees que es una coincidencia? —preguntó Serena—. ¿Que la madre de Finn muriera apaleada? ¿Como Laura?
—No.
—¿Te crees la historia del intruso?
—No.
—Yo tampoco. Me pregunto por qué Oscar sí lo hizo.
—Eso es lo que le vamos a preguntar. Suponiendo que en algún momento salga del lago.
Serena levantó la barbilla hacia el cálido sol. Maggie se acabó una lata de Coca-Cola Light mientras esperaban, sin dejar de mirar con impaciencia el reloj. Pasó media hora. Por fin, un bote de aluminio de cuatro metros de eslora que había visto mejores tiempos se acercó al atracadero resollando. En la popa, un anciano con el pelo gris enmarañado y un bigote que se rizaba por encima de su labio superior apagó el motor del Evinrude y dejó el bote a la deriva en el agua poco profunda. Llevaba puesto un bañador azul marino con rayas verticales blancas e iba sin camisa. La barriga le sobresalía como una pelota de baloncesto, pero el resto de su cuerpo tenía la piel fofa y acartonada. Era de baja estatura, no medía más de metro sesenta y cinco, y usaba gafas de sol. Mientras Serena y Maggie lo observaban, Oscar Schmidt saltó al agua, arrastró la proa hasta que ésta estuvo casi varada en la rampa de hormigón y luego se dirigió caminando con sus chancletas hacia una furgoneta Chevy de color rojo.
—¿Señor Schmidt? —gritó Maggie.
Ambas salieron del agua chapoteando y se dirigieron hacia el atracadero.
El hombre se detuvo con las manos en jarras.
—Soy yo —contestó con brusquedad—. ¿Quiénes son ustedes?
Maggie se presentó y luego presentó a Serena.
—Nos gustaría que nos concediera cinco minutos para hablar con usted de uno de sus antiguos casos —le explicó.
—¿Qué caso?
—Inger Mathisen.
Schmidt dobló las patillas de las gafas de sol y se las metió en el bolsillo del traje de baño.
—Siempre me he preguntado si este caso se reabriría algún día y acabaría perjudicándome. —Suspiró y añadió—: Denme un momento para sacar el bote y luego hablamos.
Diez minutos después, el bote goteaba en el aparcamiento y Schmidt se hallaba sentado frente a Maggie y Serena en el banco del parque. Su espesa mata de pelo estaba mojada y el aliento le olía a cerveza.
Serena desvió la cabeza hacia el agua.
—¿Y qué tal está?
—Pues me he bebido un pack de seis latas, me he dado un baño y no he pescado una puta mierda. Un día normal y corriente. Si le soy sincero, no es que me guste mucho el pescado. Nunca me lo quedo. Casi siempre lo vuelvo a arrojar al agua porque si no mi mujer se emperra en cocinarlo.
—Bonito lugar para retirarse —comentó Maggie.
—Sí, no está mal, ¿eh? Tenemos una caravana en Texas y en invierno vamos allí. Si por mí fuera no me movería de aquí, pero mi mujer no soporta la nieve.
—Háblenos del caso Mathisen —dijo Serena.
—No hay mucho que decir. Una granja aislada. Sábado por la noche. La mujer dormía en su cama. Alguien la apaleó hasta matarla.
—¿Nunca cogieron a quien lo hizo?
Schmidt negó con la cabeza.
—No, no teníamos nada. Imaginamos que algún malnacido se había alejado de la interestatal en busca de dinero. Es probable que le sorprendiera encontrar a alguien en la casa.
—La granja está a ocho kilómetros de la autopista —señaló Serena—. Y no es fácil de encontrar.
Schmidt se encogió de hombros y se mordisqueó una uña.
—¿Halló más denuncias de algún incidente similar a lo largo de la autopista interestatal? —preguntó Maggie—. ¿Quizá fuera de Montana o Minnesota? Normalmente se puede rastrear a esos tíos como chinchetas en un mapa.
—No hubo otros incidentes que siguieran el mismo patrón —explicó Schmidt—. Supusimos que el tipo se había asustado.
—¿Algún indicio de que forzaran la entrada? —preguntó Serena.
—¿Por aquí? Aquí nadie cierra la puerta con llave.
—¿Alguien vio u oyó algo? —inquirió Serena.
—Ya ha visto el lugar. No hay ningún vecino en kilómetros a la redonda.
—¿Y qué me dice del chico?
Schmidt se frotó el bigote.
—¿El chico?
—Finn Mathisen. El hijo de Inger.
—No estaba en casa.
Maggie se inclinó hacia el banco.
—No se lo tome a mal, señor Schmidt, pero usted no es granjero, así que, ¿por qué no hurgó en la mierda?
El bigote de Schmidt se retorció en una sonrisa.
—Me gusta. Nunca me han gustado mucho los orientales, pero usted es una mujer lista. Y también agradable a la vista. Las dos lo son.
—¿Por qué creía que este caso le acabaría perjudicando? —preguntó Maggie.
Schmidt echó una mirada a su furgoneta y Serena se imaginó que estaba deseando irse a casa a cenar.
—Miren, señoras, ¿por qué causar problemas a la buena gente después de tantos años? ¿A quién diantre le importa?
—Unos cuantos años después de que Inger fuera asesinada, mataron a una adolescente en Duluth —contestó Serena—. La golpearon con un bate de béisbol. Finn es sospechoso.
Schmidt frunció el ceño.
—Mierda.
—Así pues, ¿quiere explicarnos lo que ocurrió realmente?
—Eh, no se encontró ninguna prueba que demostrase que no la mató un intruso.
—Pero usted no se lo creía.
Schmidt las amenazó con un dedo calloso.
—A veces uno tiene que decidir si es un policía o un ser humano, ¿de acuerdo? Quizá las cosas no funcionen así en una ciudad grande, pero tan seguro como que hay infierno que en una pequeña sí. Según mi opinión, el asesinato de Inger Mathisen fue un acto de misericordia.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Maggie.
—Inger era una auténtica bruja. ¿Por qué creen que su marido se emborrachaba todas las noches y acabó en un remolque? Odiaba estar en esa casa. Era un hombre débil. No supo detenerlo.
—¿Detener el qué?
Schmidt suspiró asqueado.
—En la ciudad se decía que Inger hacía cosas a los niños —continuó Schmidt—. Cosas asquerosas. Por aquel entonces, uno sabía que ese tipo de cosas ocurría, pero nadie hablaba de ello. De esas granjas salieron un montón de niños jodidos.
—Siga.
Schmidt tosió y escupió en el suelo.
—El chico, Finn, tenía unos catorce o quince años. Y ya estaba echado a perder. Por las drogas. Tal como yo lo veo, se colocó y decidió acabar con su madre de una vez por todas. Lo hizo con su bate. Encontramos sus huellas dactilares.
—Usted dijo que no se encontraba en casa —replicó Serena.
—Eso fue lo que nos contó su hermana.
—¿Rikke?
Schmidt asintió.
—Ella escapó de ese agujero inmundo cuando se marchó a la Universidad Estatal de Dakota del Norte y obtuvo su certificado de aptitud pedagógica. Trabajaba en Fargo y vivía en un apartamento de por aquí. Juró que ese fin de semana Finn estaba con ella.
—¿Había testigos cerca del apartamento para confirmarlo?
—Un par de personas recordaron haber visto al chico —dijo—. No estaban seguras de si fue el sábado o el domingo.
—Usted cree que fue el domingo —afirmó Maggie.
—Sí, me imagino que Finn asesinó a Inger el sábado por la noche y luego telefoneó a su hermana. Ella fue a recogerlo y se lo llevó a Fargo para quitarle el colocón de encima y ponerse de acuerdo en sus coartadas. Sin embargo, como nadie vio nada, no hubo manera de demostrarlo. Rikke llevó a Finn de vuelta a casa el martes, que fue el día en que aseguraron haber encontrado el cadáver apestando toda la vivienda. Ella nos telefoneó y yo fui.
—¿Los interrogó?
—¿Interrogar a unos críos cuya madre acababa de ser asesinada? Sí, pero no a fondo.
—Sin embargo, usted no les creyó, ¿no es así?
—Digamos que tampoco les presioné demasiado. ¿De acuerdo? Nadie lo hizo. Hablamos de ello. Todos en la ciudad se iban a sentir mucho mejor sabiendo que el que la mató no era más que un extraño. Los chicos ya habían sufrido bastante, así que decidimos dejarles seguir con sus vidas.
—Un acto de misericordia —dijo Serena.
—Exactamente.