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Stride se compró un perrito caliente estilo Chicago y se dedicó a vigilar un asiento cercano a la puerta de embarque de British Airways en la Terminal 5. Apoyó las piernas en la hilera de asientos que tenía enfrente. Al otro lado de la ventana, las puertas de embarque de los vuelos internacionales del aeropuerto O’Hare parecían un parking para los jets 747, que lucían logotipos multicolores de compañías aéreas de todo el mundo. Dentro, en el vestíbulo de salidas, miles de pasajeros se arracimaban bajo las claraboyas del techo y kilómetros de tubería blanca. Stride contempló el ajetreo de gente y aviones mientras se acababa su perrito caliente.

Se encontraba más allá del puesto de control de seguridad internacional, gracias a una llamada de urgencia a un amigo de la policía de Chicago. Dada, si es que se trataba de él, llegaría allí en el plazo de una hora desde una de las tres terminales nacionales del aeropuerto. Stride suponía que Dada llegaba de Missouri en su camino a Johannesburgo. El hombre que había encontrado en internet, Hubert Jones, era un profesor de estudios africanos de la Universidad de Washington en St. Louis.

La página web de la facultad incluía una foto del profesorado. Stride había observado detenidamente la fotografía para establecer una conexión con el joven vagabundo de las vías del tren de treinta años atrás. De lo único que estaba seguro era de que Hubert Jones podía ser Dada. Las rastas habían desaparecido, sustituidas por un pelo gris acero cortado a cepillo. Las cejas de demonio eran ahora densas y pobladas. El rostro amplio y mofletudo mostraba a un hombre mucho más grueso que el esbelto gigante que sobrepasaba a Stride. Los ojos podían ser los de Dada —negros e intensos— pero, al fin y al cabo, había transcurrido demasiado tiempo y ese hombre llevaba grabado en la piel el rastro de demasiados años.

Stride se bebió una botella grande de Coca-Cola para bajar el perrito caliente. Releyó el manoseado fajo de documentos sobre Hubert Jones que había impreso en su oficina antes de que saliera el sol. Jones tenía cincuenta y dos años, y era diplomado y licenciado en Berkeley. Había viajado y dado conferencias por toda Europa, y el puesto de profesor interino que había aceptado en Sudáfrica sería su tercera estancia en el continente africano. Como erudito, Hubert Jones era todo un número uno.

También había escrito un libro.

Más que cualquier otra cosa, ese libro era lo que había convencido a Stride de que Hubert Jones era Dada. Se titulaba Los hombres dientes de león y contaba la historia de los tres años que Jones pasó viviendo con jornaleros itinerantes por el Sur y el Medio Oeste después de abandonar la facultad cuando tenía veintipocos años. Con el paso del tiempo, también él se convirtió en uno de esos trotamundos, en parte de una comunidad de individuos que iban y venían con tanta facilidad como semillas en el viento. Viajaban a pie. Hacían dedo. Se colaban en los trenes. Trabajaban, robaban, se drogaban, iban a la cárcel y nunca se quedaban lo bastante en ningún lugar para poder llamarlo hogar.

Stride halló un fragmento del libro en la página web:

No eran éstos los hombres a los que uno llamaría sin techo, ni los enfermos mentales depositados en las calles de nuestra ciudad en los últimos años, cuando el dinero de nuestros impuestos descubrió los límites de nuestra compasión. Éste fue un tiempo y una era en que los hombres escogían su propio estilo de vida porque eso los hacía libres. Se trataba de un fenómeno predominantemente rural, no urbano. Esos hombres eran hijos de nuestras raíces, hijos de nuestra tierra, que vivían a merced del tiempo, los alimentos y el agua. Casi todos los días se enfrentaban a la violencia. En ocasiones entre ellos mismos, pero las más de las veces ésta procedía del exterior, de los hombres que vestían de uniforme. Se puede maltratar a los hombres dientes de león, incluso matarlos, pero jamás se les puede despojar de su dignidad ni de su humanismo primigenio. En ocasiones pienso que quienes se mostraron más violentos con ellos, quienes más les temieron, fueron aquéllos que envidiaron su libertad.

A Stride el libro le recordaba la historia de Dada, incluso abarcaba el mismo período de tiempo, desde 1976 hasta 1978. Sin embargo, al realizar una búsqueda online en el texto, no halló referencias ni a Duluth ni a Minnesota, ni tampoco a los hechos acaecidos ese verano. Tampoco encontró mención alguna del asesinato del parque. Ni de su huida en el tren de carbón. Si Hubert Jones había vivido todos esos acontecimientos, los había omitido en su diario.

Stride echó un vistazo a las escaleras automáticas. Mentalmente, revivió los hechos acaecidos en las vías del tren y sintió a Dada apartándole de un manotazo como a una mosca. Recordó el pánico resollando en sus pulmones mientras él pugnaba por respirar y el húmedo infortunio de barro y lluvia. Oyó el chasquido de los disparos descontrolados de Ray. Vio a Dada en el tren, haciéndose pequeño a medida que se alejaba.

«La chica tiene secretos».

Veintisiete metros más allá, Stride descubrió a Hubert Jones en la escalera mecánica.

El ruido del aeropuerto se convirtió en su mente en un estruendo sordo que lo envolvía todo excepto al hombre que se deslizaba por los peldaños. Era enorme, medía más de dos metros, y su silueta recordaba el gigantesco tronco de un árbol viejo. Vestía traje oscuro, una camisa blanca almidonada y gemelos, y una colorida corbata. Stride percibió que los colores de la corbata eran los mismos colores rastas (verde, dorado y rojo) del gorro que Dada solía llevar. Stride se preguntó si eso sería una suerte de broma privada, una señal para que lo reconociera. Cuando Jones giró la cabeza, sus ojos se encontraron a través del vestíbulo, y los gruesos labios del gigantón esbozaron una amplia sonrisa.

En ese preciso momento, Stride lo supo. Lo supo con certeza.

Era Dada.

Para ser un hombre tan corpulento, se movía con gracilidad y rapidez. En el arranque de la escalera, estudió a la gente que lo empujaba, como si se preguntara si Stride había preparado una fiesta de bienvenida con la policía y el servicio de seguridad. Cuando se vio a salvo, avanzó con soltura entre la multitud, que se apartaba para dejarle el camino libre al gigante. Stride se levantó de su asiento para salirle al encuentro. No le gustaba mirar a otro hombre desde abajo, y Jones era tan intimidante como un ogro subido a un tallo de habichuelas mágicas. Jones extendió una mano y Stride se la estrechó. Sintió la inusitada fuerza del apretón de manos.

—Veo que aún tiene la cicatriz —comentó Jones al tiempo que señalaba el rostro de Stride con un dedo carnoso—. Lo siento.

—Mi mujer siempre decía que le parecía muy sexy —contestó Stride.

Jones se echó a reír. La misma risa estruendosa de tantos años atrás, como el villano de una radionovela antigua.

Stride reconoció la voz del hombre.

—Fue usted quien me llamó anoche —dijo—. Y no el amigo de un amigo.

—Sí, fui yo.

—¿A qué venía esa treta?

—No sé qué clase de hombre es usted, teniente. Lo único que sé es que si tuviera ocasión no dudaría en ponerme los grilletes. Quería escuchar su voz. Siempre he creído que puedo tomarle la medida a un hombre por cómo me habla.

—¿Y he superado la prueba? —preguntó Stride.

—Oh, no estaba completamente seguro de que no me rodeara con una partida de lo mejor de Chicago. Pero supongo que el muchacho que me hizo frente en las vías del tren consideraría una cuestión de orgullo encontrarse conmigo a solas. No ha cambiado en nada, teniente.

Stride odiaba admitirlo, pero Jones tenía razón. Habría sido más inteligente traer refuerzos, pero había acabado cometiendo el mismo error arrogante que cuando era joven: enfrentarse a ese hombre él solo.

—Si quisiera arrestarlo, podría hacerlo —aseguró.

—Podría, pero espero que haya transcurrido el tiempo suficiente para que usted crea ahora lo que ya creía cuando era muchacho. Yo no maté a nadie. La sabiduría llega con la inocencia y la experiencia, teniente, y sólo lo que hay en medio nos causa problemas.

Jones se sentó en la hilera de asientos que había enfrente y apoyó los puños en las rodillas. Stride cogió por la tapa una botella de agua mineral sin abrir del asiento de al lado. Se la entregó a Jones, quien la cogió con una manaza.

—Debe de estar seco después del vuelo —apuntó Stride.

—Sí, lo estoy. —Jones desprecintó la tapa y se bebió de un trago media botella. Volvió a taparla y luego dijo—: ¿Puedo quedármela hasta que me la acabe o quiere ahora mismo una muestra de mis huellas dactilares?

Stride sintió cómo se ponía colorado.

—Quédesela —espetó.

Jones sonrió y depositó la botella en el suelo.

—¿Por qué se ha puesto en contacto conmigo después de tantos años? —preguntó Stride—. ¿Sabe quién es Tish Verdure y que está escribiendo un libro sobre el asesinato?

—Aún me quedan unos cuantos amigos en la comunidad rasta —explicó Jones—. Como bien sabe, hace poco apareció un artículo en la prensa de Duluth que revisaba de nuevo el crimen y que mencionaba que el sospechoso era un trotamundos rasta. Hice una ronda de visitas por nuestras páginas web, y, al final, alguien me envió el artículo con una nota que ponía: «¿Eres tú?».

—Pero ¿por qué presentarse ahora? Yo creía que estaba muerto. Y está sano y salvo.

—Lo pensé detenidamente, créame, y decidí que había llegado el momento de dejar atrás esa etapa del pasado. Confieso que también sentía cierta curiosidad respecto a usted. En el artículo se mencionaba que era un detective de Duluth, y me sorprendió descubrir que se trataba del mismo chico a quien me enfrenté aquella noche.

—Yo he buscado Los hombres dientes de león en internet —dijo Stride—. En él no hace referencia a lo que le sucedió en Duluth.

Jones se recostó en el asiento. Su perímetro llenaba el espacio, y su cintura quedó comprimida entre los brazos de la silla.

—Oh, yo quería hablar de Duluth, pero sabía que aún me buscaban. Es algo parecido a un oso perdido en las calles de una ciudad. No se limitan a meterlo en una jaula cuando lo encuentran. Lo matan a tiros.

—El hombre que le disparó —explicó Stride— era un policía corrupto. Pensé que debería saberlo.

—Ésa fue una época corrupta.

—¿Por qué eligió esa clase de vida? —preguntó Stride—. ¿Por qué ser un trotamundos?

—Supongo que se podría decir que me horrorizaba la vida moderna —contestó Jones—. Me sentía fuera de onda. Sólo un muchacho puede ser tan iluso. Sin embargo, la comunidad que encontré en las sombras era más profunda y más compacta que ninguna de las que he encontrado hasta ahora. Fue duro dejarla atrás. Desde entonces de vez en cuando busco a los hombres dientes de león, pero son una especie en vías de extinción. Como animales salvajes cuyo hábitat ha sido destruido. Salen huyendo en cuanto me acerco a ellos. Como ve, ya no pertenezco a su mundo.

—Da la sensación de que lo echa de menos —señaló Stride.

Jones tironeó de las solapas de su traje con una sonrisa de desconcierto.

—Así es. A veces fantaseo con la idea de volver a desaparecer. Pero no es más que una fantasía.

—Hábleme de Laura.

—¿Laura?

—La chica que fue asesinada.

Jones cruzó las manos sobre el pecho.

—Sí, por supuesto. No supe nunca su nombre, hasta que leí el artículo de prensa. Sólo era una chica en el parque.

—Durante todos estos años pensé que fue usted quien la mató —dijo Stride.

Jones asintió.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no estoy tan seguro. Tenemos un nuevo testigo. Alguien que dice que usted rescató a Laura en lugar de atacarla.

—Un testigo —dijo Jones—. Sí, había alguien más en los bosques aquella noche. No llegué a verle, pero supe que estaba allí. Olí el cannabis que estaba fumando.

«Finn», pensó Stride.

—Había otro chico en el campo de béisbol —añadió Jones—. El que atacó a Laura. Yo impedí que le hiciera daño.

Stride asintió.

—Después de la pelea, Laura echó a correr hacia la playa norte.

—Sí, lo sé. La seguí.

—¿Recorrió todo el trayecto hasta la playa? ¿La vio allí?

—Sí —respondió Dada.

—¿Qué vio?

Dada sonrió.

—Ya se lo dije, teniente. Esa chica tenía secretos.