26

—No me gustan los aviones pequeños —anunció Maggie mientras se abrochaba el cinturón de seguridad del asiento de cuero blanco en el Learjet 25 de Peter Stanhope. Se lo apretó tanto que parecía estar a punto de cortar la circulación de su minúscula cintura—. ¿Esta cosa tiene mascarillas de oxígeno? Apuesto a que tendremos que echar mano de tapones nasales.

—Relájate —recomendó Serena—. Imagínate que eres rica.

—Soy rica —le recordó Maggie.

—Entonces ¿por qué no tienes un chisme como éste?

—¡Porque no me gustan los aviones pequeños!

Serena se echó a reír.

—No seas cría. Esto es mejor que ir en coche.

—La única razón por la que no vamos en coche es porque no quieres discutir conmigo sobre qué emisoras poner.

—De todos modos tendremos que alquilar uno en Fargo —contestó Serena—. Me pido el country.

—He traído mi iPod. Puedes escuchar mi recopilación de lo mejor de Bon Jovi.

—También yo he traído el mío. Martina.

—Red Hot Chili Peppers.

—Alan Jackson.

—White Zombie.

—Shania.

—¡Oh, por favor! —se burló Maggie—. No escucho a ninguna cantante que tenga las tetas más grandes que las mías.

—¿No excluye esa regla a demasiadas cantantes? —preguntó Serena.

Maggie le sacó la lengua.

Serena apoyó un brazo en el estante de madera brillante que había junto a su asiento y miró por la ventana mientras el jet tomaba posición en la pista de despegue de Duluth. A su lado, Maggie apretó los ojos con fuerza y clavó las uñas en el reposa-brazos. El avión aceleró con un rugido y se elevó en un ángulo agudo en el aire ventoso. El despegue fue accidentado, con las alas del avión meneándose como si estuviera afectado por el baile de San Vito. Serena había llegado y abandonado Las Vegas en avión tantas veces, sorteando las inseguras corrientes térmicas de las montañas del desierto, que las turbulencias habían dejado de preocuparla.

El avión se dirigió directamente hacia el oeste. Debajo de ellas, Serena vio kilómetros de bosque salpicados de lagos irregulares, como las pisadas negras de los glaciares en retirada. Las ciudades eran escasas en la mitad norte de Minnesota. Y lo mismo sucedía con las carreteras y autopistas. El tiempo avanzaba rápidamente a medida que el jet sobrevolaba el terreno como un rayo, justo al sur de los dedos gigantescos del lago Leech. Sin nubes, Serena podía ver cuanto había debajo. Mientras se acercaban a la zona occidental del estado, el parque natural forestal dio paso a exuberantes cuadrados de tierras de labranza, que abarcaban una gama de colores desde el marrón lodo hasta el verde oscuro, destacando el uno junto al otro como las franjas de una bandera.

No acababan de ascender lo bastante como para escapar de las inestables bolsas de aire.

—Menuda mierda —comentó Maggie.

—Pronto llegaremos. —Serena cambió de tema—. Por cierto, ¿alguna novedad con lo de la adopción?

Maggie espiró aire ruidosamente por la nariz.

—Nadie me da demasiadas esperanzas. No hay muchas peticiones de polis chinas solteras.

—Eso no lo sabrás hasta que lo intentes.

Maggie despegó los dedos del reposabrazos lo suficiente para apartarse el flequillo de los ojos.

—No se trata sólo de eso. No estoy segura de poder enfrentarme al reto de criar a un niño yo sola. Ni de si sería justo para él. Además, el asunto de Mary Biggs me ha dejado conmocionada. Sus padres estaban completamente volcados en ella. No sé si estoy dispuesta a querer tanto a alguien. No estoy preparada para afrontar lo que sentiría si algo malo sucediera.

—No puedes mantenerte al margen de todo con tus «y si» —contestó Serena.

—Sí, lo sé. ¿Y Stride y tú, os lo habéis planteado?

—No puedo tener hijos.

—Me refiero a la adopción.

—Creo que el grifo se ha cerrado —dijo Serena—. Crecí sabiendo que mis órganos no eran funcionales, así que nunca desarrollé un gran instinto maternal. Y Jonny dice que es demasiado mayor. Así que dudo mucho que ocurra.

—¿Sientes que te estás perdiendo algo?

—A veces.

—Yo siento que me estoy perdiendo algo —apuntó Maggie.

—Entonces deberías hacerlo.

El avión empezó a dar sacudidas mientras descendían sobre Fargo. Al llegar a tierra, alquilaron un coche y se dirigieron hacia el sur; dejaron atrás el aeropuerto y la universidad, y condujeron por la cuadrícula de calles rodeadas de arboledas de los suburbios en dirección al centro. Aparcaron cerca de la biblioteca principal, emplazada en un edificio de la franja curva del río Rojo, que hacía las veces de frontera entre Dakota del Norte y Minnesota y que separaba Fargo de su gemela en Minnesota: la ciudad de Moorhead.

Una vez en el interior de la biblioteca, Serena pidió en el mostrador de información los listines telefónicos de Fargo de principios de la década de 1970. Poco después, la bibliotecaria depositó un montón de listines AT&T encima de la mesa donde esperaban las dos mujeres. Los listines olían levemente a moho. Maggie cogió el volumen de 1972 y gruñó al llegar a las páginas de la letra M.

—Aquí hay docenas de Mathisen —comentó—. Este sitio es como la Pequeña Noruega.

—¿Sabemos los nombres de pila de los padres de Finn? —preguntó Serena.

—¿Ole y Lena?

—Sí, seguro. Muy divertido. Cielo santo, me estoy convirtiendo en toda una chica de Minnesota. —Serena echó un vistazo a la lista por encima del hombro de Maggie—. La mayoría de esas personas probablemente estén muertas o se hayan mudado.

—Puedo telefonear al departamento de tráfico —dijo Maggie—. Si logramos obtener la fecha de nacimiento de Finn de su permiso de conducir, podremos buscar el anuncio de su nacimiento en la prensa local. Así podremos averiguar el nombre de sus padres.

—Muy inteligente.

Maggie sacó el móvil y marcó el número del departamento de tráfico desde su agenda.

—Me han puesto en espera —informó. Canturreó unos segundos y luego añadió—: Así que Ole le lleva un vibrador a Lena el día de su cumpleaños. Y Lena va y dice: ¿para ke esto? Y Ole le contesta: ben, metes esto en piernas y usas para hacerte cosquillas en el pudín. Y Lena: oh, ke ben, pero ya tengo uno. ¿Cosa ésta también llamarse Sven?

—Estás enferma —dijo Serena.

—Bien dices. Eh, hola, necesito que me busque una fecha de nacimiento. —Recitó su número de placa de Minnesota y el nombre y dirección de Finn. Unos segundos después, anotó una fecha en un trozo de papel—. Lo tengo, gracias.

Serena leyó lo que Maggie había escrito.

—Veintidós de abril de 1959. Buscaré la microficha en la prensa de Fargo.

Diez minutos después, encontraron el anuncio del nacimiento de Finn, hermano de Rikke Mathisen, hijo de Nils e Inger. Nils era un granjero propietario de una gran extensión de terreno situada al oeste de la ciudad, donde cultivaba maíz. Maggie se sirvió del dedo índice para recorrer la lista de Mathisen en el listín de 1972.

—No aparecer ningún Nils, pero aquí hay una Inger —dijo—. La misma dirección.

—Creo que el padre murió en un accidente de coche cuando Finn era pequeño.

—¿A qué esperas? ¿Nos vamos de aquí?

Serena asintió.

—De acuerdo.

—¿Quién diantre se va a acordar de ellos después de treinta y cinco años?

—Los granjeros no abandonan sus hogares si no es con los pies por delante o después de entregar las llaves al banco —dijo Serena—. Afortunadamente, un par de vecinos de Finn aún viven por aquí.

—¿Tienes alguna idea de lo que andamos buscando? —preguntó Maggie.

—Pues no, pero lo sabremos en cuanto lo encontremos. A Finn no se le cayeron los tornillos en Duluth. Sea lo que sea lo que le pasó, ocurrió justo aquí.

Fargo era un llano. La clase de llano donde las carreteras desaparecían en el brumoso horizonte sin mucho más que una curva o un paso elevado y donde sólo la combadura de la tierra bloqueaba la panorámica hasta Montana. La clase de llano donde Canadá tomaría aliento y expulsaría aire hacia el otro lado de las llanuras sin hallar nada que disminuyera su velocidad, arrojando ráfagas de polvo negro, lluvia y nieve a la ciudad a través de nubes furibundas. La clase de llano donde un torrente fluido y turbio como el río Rojo podía desbordar perezosamente sus orillas e inundar todo cuanto hallase a su paso, como una jarra de agua derramándose en una mesa.

Serena y Maggie condujeron en dirección oeste hacia las afueras de Fargo, pasando junto a campos de trigo alto y extensas parcelas donde se cultivaba soja, cebada y colza. El viento caliente y el sol golpeaban el parabrisas del coche de alquiler. Dejaron las ventanillas bajadas y, de mutuo acuerdo, mantuvieron la radio apagada. Cada pocos kilómetros, adelantaban a algún vehículo mientras circulaban por la autovía de dos carriles, pero por lo demás el terreno era un campo abierto y solitario. Serena conducía. Maggie tenía un mapa en el regazo.

A cuarenta y ocho kilómetros de la ciudad giraron hacia el sur y dejaron atrás la carretera estatal, y cuatro kilómetros después volvieron a girar hacia una carretera sin pavimentar levantando una gran polvareda tras ellas. Un kilómetro más allá, aparcaron frente a una granja blanca en buen estado emplazada en una enorme extensión de campos frondosos, como una fotografía veraniega de un calendario de casas rurales. Una niña de unos diez años ataviada con un vestido de girasoles corría tras un labrador retriever que ladraba descontroladamente mientras se acercaba hacia ellas a galope tendido. La pequeña retuvo al perro por el collar y observó con evidente curiosidad el coche y a las dos mujeres al tiempo que lo arrastraba hacia la casa.

—Aquí es donde se crió Finn —dijo Serena.

Supuso que la casa y los aledaños no debían de tener un aspecto muy distinto al de algunas décadas atrás. Entonces también habría una sucia furgoneta aparcada en el césped. Y también habría surcos abiertos en el barro por un tractor, que se adentraban en las hileras de cultivos. Se apearon del coche y empezaron a sudar bajo el sol. Serena vestía unos vaqueros azules, una camiseta blanca y zapatillas de deporte. Su pelo estaba recogido en una cola de caballo. Maggie llevaba unos vaqueros negros, una blusa negra por fuera con botones en el cuello y botas negras de tacón alto.

—¿Quién lleva tacones en una granja en pleno campo? —preguntó Serena.

Maggie se bajó las gafas de sol hasta la punta de la nariz.

—Hola —dijo con voz atronadora—. Soy Johnny Cash.

Cruzaron el sendero de tierra y avanzaron con dificultad por el camino de entrada. La grava crujía bajo sus suelas. La niña que habían visto antes se daba impulso en un columpio que había en medio del prado. La saludaron con la mano y ella les devolvió el saludo sin sonreírles. Oyeron al perro ladrar en el interior de la vivienda. Cuando estuvieron más cerca, Serena olió las flores y el dulce aroma de una tarta de manzanas que se horneaba.

Una mujer delgada ataviada con un vestido veraniego, el cabello rizado y oscuro, abrió la puerta mosquitera y dejó que ésta se cerrara de un portazo. Se paseó hasta llegar al borde del porche delantero sin dejar de observarlas. Arrancó unas cuantas hojas marrones de un tiesto colgante de fucsias.

—Buenas tardes —saludó con un leve deje de desconfianza en la voz—. ¿En qué puedo ayudarlas?

Ellas se presentaron y Maggie le mostró su placa. La mujer se relajó, pero sus cejas se arquearon con interés.

—¿Minnesota? —preguntó—. ¿Qué hacen ustedes por aquí?

—Cazamos ocas salvajes —contestó Maggie.

—Estamos interesadas en la familia que era propietaria de esta casa hace mucho —dijo Serena—. Se llamaban Mathisen. Eso fue en la década de los sesenta o los setenta.

—¿Mathisen? Bueno, ése sí que es un bonito apellido de Dakota del Norte. Por cierto, yo soy Pamela. Pamela Anderson. Y sí, no hace falta que digan nada, ya me han hecho bastantes bromas al respecto. Imaginen mi horror hace diez años cuando me di cuenta de cuál sería mi nombre de casada. —Se echó a reír—. Le regalé a mi marido un póster enmarcado de la otra Pamela como regalo de boda.

—¿Así que hace tan sólo diez años que vive en esta propiedad? —preguntó Serena.

—¿Yo? Sí, pero mi marido ha vivido aquí desde que era pequeño. Ésta era la casa de su familia. Yo ni siquiera sabía que este lugar había pertenecido a alguien antes que a sus padres. —¿Cuántos años tiene su marido?

—No los suficientes para ayudarlas, si es en eso en lo que están pensando —replicó Pamela—. Nació en 1973. Sin embargo, mi suegra vive con nosotros. Ésta fue su casa hasta que su esposo murió, y luego ella la escrituró a nuestro nombre. Por supuesto, no tengo ni idea de si sabe algo de la gente que vivía aquí antes que ella, pero por aquí todo el mundo mete las narices en los asuntos de los demás —añadió con una sonrisa.

—¿Podemos hablar con ella? —preguntó Serena.

—Oh, por supuesto, estará encantada. Está en una silla de ruedas y casi ciega por culpa de la diabetes. Le alegrarán el día.

Pamela las condujo al interior de la vivienda. Serena escuchó a George Strait susurrando en la cadena de música y sonrió abiertamente a Maggie, quien puso los ojos en blanco. El labrador se levantó de un salto para saludarlas tras haber llegado a la conclusión de que debían de ser amigas de la familia, ya que las dejaban entrar en casa. Serena se arrodilló y le revolvió el pelaje con la mano.

—Tengo tarta recién hecha —dijo Pamela—. ¿Les apetece?

Serena vio a Maggie esbozar una sonrisa de satisfacción. Sabía que Serena estaba a dieta.

—Suena muy bien, pero será mejor que me resista a la tentación —contestó Serena.

—Pues yo me comeré un buen trozo —dijo Maggie—. Con un poco de helado, si tiene.

Pamela parecía complacida.

—Vuelvo enseguida. La habitación de Mary Ann está en la parte de atrás de la casa, la traeré aquí para que la conozcan —indicó, y las dejó solas.

—Tarta de manzana caliente —dijo Maggie—. Ñam ñam.

—Zorra —murmuró Serena.

Se sentaron en los cojines de tweed del sofá. Pamela regresó con una enorme porción de tarta adornada con dos bolas de helado de vainilla y un vaso de leche. Del plato emanaba aroma a canela. Lo depositó en una mesilla ovalada frente a Maggie, quien le dio las gracias efusivamente. Luego cogió el plato, se llevó a la boca el tenedor lleno de tarta y la masticó haciendo ruido.

—Mmm, está buenísima —dijo con la boca llena.

—Si te atragantas no pienso hacerte la maniobra de Heimlich —comentó Serena.

Pamela volvió empujando una silla de ruedas. La anciana inválida tenía el cabello blanco como la nieve, y éste enmarcaba su rostro como una aureola. Su piel bronceada por el sol estaba marchita y salpicada de manchas negras; unas gafas de sol le protegían los ojos. Tenía una manta de ganchillo extendida sobre el regazo y debajo no había nada. Le habían amputado las piernas por debajo de las rodillas.

—Mary Ann, estas señoras han venido a verte —le explicó Pamela.

—¿A verme? Oh, qué detalle. —Su voz crujía como los Krispies, pero su actitud era cariñosa y alegre. Sus labios resecos esbozaron una sonrisa—. Huelo a tarta. Pamela usa mi receta. Cuatro veces ganadora de la banda azul en la feria estatal de Dakota del Norte. Cariño, supongo que no podría probar un poquito, ¿verdad?

—Mary Ann —la riñó Pamela con suavidad—. Ya sabes…

La anciana suspiró. Se llevó un dedo a la aleta de la nariz.

—Aún puedo saber cuándo una tarta está bien hecha sólo por el olor —dijo.

Pamela apagó la música y se sentó en un sillón junto a su suegra, quien deslizó las manos bajo la manta para calentárselas. Serena y Maggie volvieron a presentarse.

—¿Minnesota? —preguntó Mary Ann—. El lugar de pesca preferido de mi marido y mío estaba cerca de Brainerd. Una zona preciosa. Todos esos lagos y árboles. Por aquí, lo único que hay son kilómetros y kilómetros de trigo.

—Su nuera dice que ha vivido usted en esta casa desde la década de 1970 —indicó Serena.

—Oh, sí, Henry y yo compramos una pequeña parcela de tierra cerca de Minot poco después de casarnos, con el dinero que nos dio su abuelo. Henry lo empleó muy bien. Tenía un título universitario. Era muy de ciencias.

—¿Cerca de Minot? ¿Y cómo acabaron aquí?

—Bueno, mi familia era de Minot y la familia de Henry era de Fargo, y eso nos causaba muchos problemas en vacaciones. Los parientes siempre querían que estuvieras en dos sitios a la vez. Así que cuando el padre de Henry le dijo que se iba a poner a la venta la casa de Mathisen, nos trasladamos aquí. De todas maneras, mis padres estaban a punto de jubilarse y tenían una casita en Casselton. Como ven, todo salió bien.

—¿Llegó a conocer a la familia Mathisen? —preguntó Maggie.

—¿Conocerles? Oh, no. Como ya he dicho, nosotros no éramos de por aquí. Sin embargo, los padres de Henry sí los conocían bastante bien. Ellos tenían una granja unos ocho kilómetros al este de aquí.

—Me pregunto si sus suegros le contaron alguna historia sobre los Mathisen —dijo Serena.

—¿Alguna historia?

—Estamos intentando averiguar cuanto podamos sobre la familia. En particular sobre sus hijos.

—No estoy segura de poder serles de ayuda —contestó Mary Ann. Inclinó la cabeza hacia atrás y su mano izquierda surgió de debajo de la manta para rascarse el cuello—. No recuerdo haber oído muchas cosas de esos niños. Sólo tenían uno, ¿no es así? ¿Un chico? No, es verdad, la chica era mayor. Ella no vivía aquí.

—¿Oyó algo fuera de lo común acerca del niño?

—¿Fuera de lo común? No lo creo. Es tan triste lo que pasó.

—¿Y qué pasó? —preguntó Maggie.

—Bueno, un adolescente que pierde a sus padres. Algo aborrecible a mi modo de ver.

—He oído que el padre murió en un accidente de coche —dijo Serena.

—Sí, creo que tiene razón —confirmó Mary Ann—. Por aquel entonces no era fácil sobrevivir sin un hombre en casa. Es un milagro que salieran adelante. Y luego la madre… Oh, qué horrible. Si quiere que le diga la verdad, Henry y yo no estábamos seguros de querer trasladarnos a vivir a esta casa después de lo que sucedió. No sabía ni siquiera si sería capaz de dormir aquí.

—¿Por qué? —preguntó Serena—. ¿Qué le pasó a Inger Mathisen?

—Ah, ¿no lo sabe? Como es policía, supuse que lo sabría. Un intruso la mató. La asesinó en su dormitorio. Dijeron que probablemente lo hizo un vagabundo en busca de joyas o dinero. Soy incapaz de creer que alguien pudiera hacer algo tan horrendo. Ya es lo bastante horrible que alguien acabe con la vida de otro ser humano, pero la forma en que lo hizo… Oh, querida, ni siquiera ahora soy capaz de pensar en ello.

—¿Cómo la asesinaron? —quiso saber Maggie.

—La golpearon hasta matarla. —Mary Ann suspiró y se arrebujó en su manta—. ¿Se lo imagina? La golpearon hasta matarla con un bate de béisbol.