25

Stride estaba tumbado en el sofá de cuero del salón del chalé cuando Serena llegó a casa casi a medianoche. Se había quedado dormido, con una novela en rústica aún en la mano. Una pierna le colgaba por fuera del sofá y el pie descalzo descansaba en la moqueta. Sara Evans cantaba en el estéreo. Serena le dejó dormir mientras se desvestía y se preparaba para irse a la cama. Las ventanas estaban abiertas, con las cortinas ondeando como velas, y el aire nocturno era húmedo y caliente. Con ese tiempo, ella solía dormir con una camiseta de tirantes holgada. De vuelta al salón, apagó las luces, silenció a Sara y se preparó una taza de té, que se tomó sentada en el sofá de dos plazas frente a Stride. Una fragancia a rosas se coló de repente en la casa desde los arbustos cercanos al porche. Sus ojos se perdieron en las sombras y empezaron a pesarle. Tras dejar la taza de té en el suelo, se tumbó entre los pliegues del sofá y, enseguida, también ella se quedó dormida. En las nebulosas de su mente, se hallaba en una playa con Tish. Una fresca brisa besaba sus cuerpos. Ella estaba detrás de Tish y le acariciaba la nuca. Los huesos de la columna de Tish se dibujaban en su espalda como el grácil arco de un arpa. Su carne era joven y suave, y Serena no sentía culpa alguna, sólo liberación, cuando empezaron a hacer el amor. Más tarde, al terminar de amarse, se encontró a sí misma en el agua, flotando, sola. Era el paraíso, excepto por un ruido sordo, extraño y rítmico que se colaba en la quietud de su mundo y la turbaba. Como el tañido de un tambor o el latido de un corazón. Se vio a sí misma saliendo desnuda del agua, y lo que encontró fue a Jonny, cubierto de sangre, blandiendo un bate de béisbol que emitía un sonido de succión cada vez que golpeaba con fuerza una y otra vez un cuerpo en la playa. Estaba matando a Tish.

Serena se despertó sobresaltada; le faltaba el aliento.

También Jonny se despertó y se la quedó mirando.

—¿Estás bien?

Ella se desperezó y parpadeó.

—Sí. ¿Qué hora es?

—Casi las tres.

—Estoy hambrienta —dijo Serena.

—¿Qué te apetece?

Serena pensó en su dieta.

—Cuarenta y seis huevos.

—¿Los quieres fritos o revueltos?

—No te burles de mí. ¿Crees que bromeo?

Stride le hizo un gesto hacia la caja alargada y pesada que ella había dejado en la mesa de comedor.

—¿Qué es eso?

—He recogido algo tuyo en objetos perdidos.

Él entornó los ojos con preocupación y curiosidad.

—El bate —explicó ella simplemente.

—¿Stanhope? —preguntó Stride sin dejar de mirarla.

Serena asintió.

—Hijo de puta —dijo él.

Ella sabía que Stride no se refería a Peter Stanhope. Se refería a Ray Wallace. Ray, que había saboteado la investigación de un asesinato a cambio de dinero y poder. Ray, que había entregado el arma del crimen a un hombre sospechoso de cometer dicho asesinato.

Stride se aproximó a la mesa. No se lanzó de inmediato sobre la caja. En lugar de eso, la estudió de cerca, como si el cartón, la tinta y la cinta adhesiva hablaran con él. Se inclinó hacia delante, muy cerca de ella, como si el olor a sangre aún impregnara el aire. Luego, usando dos dedos en cada esquina, la levantó para comprobar su peso.

—Peter lo llamó un gesto de buena voluntad —explicó Serena—. No tenía por qué dármelo. Podría haberlo destruido. —Y añadió—: Ha admitido ser la persona que enviaba esas cartas amenazadoras a Laura.

—Lo ha admitido porque de todas formas lo averiguaremos cuando analicemos el ADN, ¿no es así?

—Así es.

—En cuanto me convenzo de que Finn es culpable, Peter se abre paso a codazos en el campo de juego —dijo Stride.

—Él sostiene que es inocente.

—¿Y tú le crees?

—No lo sé, pero considero que me resulta útil estar cerca de él. Peter habla conmigo.

—¿Te dijo algo más?

—Nada que pueda compartir ahora mismo, y nada que de todas formas no imagines ya.

—Él asaltó a Laura en el campo de béisbol —aventuró Stride—. No tenían ninguna cita, ninguna relación.

—Sin comentarios.

Stride sacó el bate.

—Lógicamente, todo apunta a Peter. Ella fue asesinada con su bate y él ha conservado el arma del crimen durante todos estos años. De no haber sido por Finn, no dudaría ni un instante que Peter la mató. Pero no estamos ni remotamente cerca de tener un caso.

—Peter quiere que reúna pruebas contra Finn —explicó Serena.

—¿Vas a hacerlo?

—Creo que sí.

—Puede que estés ayudando a un hombre culpable.

—Lo sé.

—¿Y no puedes resistirte a ello?

—No —admitió Serena.

—Rikke le ha cerrado la boca a Finn —dijo Stride—. Ha contratado a un abogado. No puedes hablar con ella.

—Tengo otro objetivo en mente —respondió Serena.

—¿Ah, sí?

—Mañana voy a ir a Dakota del Norte para investigar el pasado de Finn. Tish me ha dicho que algo horrible le ocurrió allí. Quiero averiguar de qué se trata. Quizá descubra un eslabón perdido.

—Llévate a Maggie contigo —sugirió Stride—. Me gustaría tener a algún oficial presente.

—¿Te refieres a pasarme cinco horas de ida y cinco de vuelta discutiendo con Maggie por la emisora de radio? Nos mataremos la una a la otra.

Stride se echó a reír.

—Pues ve en un avión privado. Stanhope puede permitírselo.

—Cierto.

—Será mejor que vayamos a dormir —dijo él.

—¿Dormir? Y una mierda.

Serena se levantó perezosamente del sofá de dos plazas. Se apartó la mata de pelo negro de la cara. Agarró a Stride por los hombros y se sentó a horcajadas encima de él en el sofá, con las rodillas a cada lado de sus piernas y sus pechos cerca de los labios de él. Las manos de Stride se deslizaron por la espalda de ella, y las ahuecó en sus nalgas, por encima de sus bragas. Ella puso las suyas en su rostro, inclinó la cabeza hacia delante y lo besó.

—He soñado que me pillabas acostándome con Tish y que la golpeabas hasta matarla. Bastardo asesino.

—Cuéntame más —le pidió él.

—No puedo besar y hablar a la vez.

—Eres una provocadora.

—¿Te parece que Tish es atractiva? —le preguntó ella.

—Bastante, pero no es mi tipo —dijo él.

—En estos momentos, ¿estás pensando en ella o en mí? —preguntó Serena mientras hacía presión con las caderas.

—En ti.

—Buena respuesta.

El teléfono sonó.

—Dios me odia —sentenció Serena rodando hacia la izquierda y comprobando la pantalla del identificador de llamadas—. Número privado.

—Se han equivocado.

—¿Paso?

—No, es mejor que contestes.

Ella refunfuñó y contestó la llamada.

—¿Diga?

La voz masculina al otro lado de la línea era almibarada y profunda como una sirena. El interlocutor preguntó por Stride. Serena apretó la tecla de manos libres y acercó el teléfono a la boca de Jonny mientras ella volvía a montarse encima de él y le quitaba la ropa como podía.

—Stride —dijo él impaciente—. ¿Con quién hablo?

—Con el amigo de un amigo.

—Mis amigos no me llaman a las tres de la madrugada —señaló Stride.

—Siento lo de la hora.

—¿Qué quiere?

—¿Conoce a un hombre llamado Hubert Jones?

Stride miró a Serena, quien interrumpió lo que estaba haciendo el tiempo suficiente para negar con la cabeza.

—No —respondió él.

—Él le conoce a usted.

—¿Ah, sí?

—Quiere hablar con usted.

—Que me llame mañana a la oficina. Mi secretaria concertará una cita.

—A esa hora usted estará en la carretera.

—¿Perdone?

—Hubert Jones llegará a mediodía al aeropuerto O’Hare de Chicago. Desde allí, tomará un avión por la tarde con destino a Sudáfrica vía Londres, y permanecerá nueve meses en Johannesburgo con una beca. Si quiere hablar con él, tiene que ser mañana. En Chicago.

—¿Por qué tendría que dejarlo todo para encontrarme con un hombre a quien no conozco? —preguntó Stride.

—Como ya he dicho, él le conoce a usted. Vaya a verlo, señor Stride, vea qué clase de hombre es. Venga a Chicago. Y hágalo solo, sin la policía, ¿de acuerdo?

—Voy a colgar —informó Stride—. Si el señor Jones quiere hablar conmigo, puede telefonearme a la oficina.

—Me pidió que le transmitiera un mensaje —le interrumpió el hombre rápidamente.

—¿Cuál?

—Me dijo que le recordara que la chica tenía secretos.

Stride no contestó. Serena notó cómo se le tensaban los músculos y desaparecía su excitación. El silencio se alargó.

—¿Aún está ahí, señor Stride?

—Sí.

—¿Significa ese mensaje algo para usted?

—Ya sabe que sí.

—¿Vendrá a Chicago?

Serena observó a Jonny con preocupación.

—Allí estaré —contestó Stride—. Dígame cuándo y dónde.

El interlocutor le indicó el lugar de encuentro en O’Hare y luego colgó. Serena dejó caer el teléfono sobre el sofá y cruzó los brazos por encima del pecho.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Quién demonios es Hubert Jones?

—No lo sé, pero tengo que ir temprano a la oficina para averiguarlo —contestó Stride—. Luego saldré hacia Minneapolis para tomar un vuelo hasta Chicago.

—¿Para perseguir a un desconocido?

—Para perseguir a Dada.