La sala del hospital era como una iglesia, donde cualquier voz perturbaba el silencio. Hasta el sonido de las suelas de los zapatos de Stride al resonar contra las paredes resultaba tan estridente como los fuegos artificiales. El pasillo estaba oscuro. Muchos pacientes llevaban durmiendo desde última hora de la tarde. Se detuvo en el mostrador de enfermería y lo remitieron hasta una habitación cerca del final del corredor.
Vio a Finn Mathisen desde el umbral de la puerta pero no entró en el cuarto. El rostro del hombre, siempre pálido y cetrino, ahora mostraba un aspecto ceniciento. Tenía los ojos cerrados. Llevaba los antebrazos vendados hasta los codos. Por una vía intravenosa clavada en el hombro derecho fluía el líquido del gota a gota. Finn se encontraba estable y a punto de recibir el alta pero, a ojos de Stride, tenía un aspecto cadavérico. Les ocurría lo mismo a todos los pacientes ingresados en un hospital.
Si Stride no hubiera entrado en el servicio de caballeros, o incluso si lo hubiera hecho cinco minutos más tarde, Finn estaría muerto. A pesar de ello, aún se sentía culpable por haberlo acorralado, tanto Maggie como él, con sus preguntas hasta que decidió escapar por la vía del suicidio.
La cuestión era: ¿escapar de qué? ¿De la culpa que sentía por haber acosado a Mary Biggs hasta su muerte? ¿O de la culpa que sintió por golpear a Laura hasta la muerte?
¿O de ambas?
Si Finn lo hubiera logrado, se habría llevado consigo la respuesta. El fallecimiento de Finn hubiera significado exactamente lo mismo que la huida de Dada en ese tren. La investigación se habría suspendido una vez más, y la sospecha se habría arrojado como un ave rapaz sobre el cadáver de Finn. Acertada o equivocadamente.
—¿Qué demonios hace aquí?
Stride se dio la vuelta y se topó con Rikke Mathisen. Agarraba con fuerza en una mano una taza de café del hospital; el humo subía en espirales del líquido marrón. Era alta; casi tenían los ojos a la misma altura. Sus facciones se endurecieron por la rabia que sentía. Apartó a Stride de un empujón al entrar en la habitación y corrió la endeble cortina para ocultar a Finn de la vista de Stride.
—Le he preguntado qué hace aquí —siseó una vez más.
—Quería saber cómo estaba Finn.
Rikke señaló el exterior de la habitación con un dedo que parecía una flecha. Al final del pasillo había una pequeña sala de espera, con sofás de un espantoso color naranja, revistas familiares antiguas y una tele de catorce pulgadas colgada del techo. No había nadie. El televisor estaba apagado. Stride se acercó a la alta ventana y vio la calle principal de Superior debajo de él. Rikke lo siguió. Vestía una sudadera que le iba grande y vaqueros.
—No quiero que se le acerque —insistió—. Ni que hable con él. ¿Está claro? He contratado a un abogado. Hemos terminado con usted, desde ahora mismo.
—¿Cómo está Finn?
—Vivo —le espetó ella.
—He oído que mañana se va a casa. Me alegro de que se encuentre bien.
—No se encuentra bien.
—Lamento lo que ha sucedido.
Los ojos de Rikke eran dos piedras azules.
—Ahórrese las disculpas. Usted sabía a la perfección qué clase de hombre es Finn. Es un adicto, por el amor de Dios. Un alcohólico. Lo ha arrojado deliberadamente por el precipicio. Espero que se sienta orgulloso de sí mismo.
—No fue así —dijo Stride.
—Ya ha puesto a salvo su conciencia al venir hasta aquí, teniente. Ahora váyase a casa. Aléjese de mi hermano y de mí.
Rikke se sentó, cogió un ejemplar viejo de People y lo hojeó furiosa.
—Usted sabía que Finn espiaba a esas adolescentes —afirmó Stride.
—No tengo nada que decir.
—Una chica ha muerto.
—No por culpa de Finn.
—Creo que sabe que no es así. Usted eliminó las pruebas, ¿verdad? Nuestro equipo de investigación afirma que alguien quemó papeles en la habitación de Finn. El disco duro de su ordenador ha desaparecido. Si él es un enfermo mental, usted no le ayuda en nada al encubrir lo que hizo.
Rikke cerró la revista de un manotazo.
—No es en la cárcel donde Finn tiene que estar, sino conmigo. Yo puedo cuidar de él.
—Usted no puede controlarlo —dijo Stride—. ¿No le parece evidente? Volverá a empezar de nuevo en cuanto llegue a casa. Los dos lo sabemos. ¿Y si muere otra chica? ¿Cómo se sentirá usted entonces?
—Finn nunca haría daño a nadie.
—¿No? ¿Y qué hay de Laura?
—Ya se lo dije, él no estaba allí esa noche. No tuvo nada que ver con eso. Estaba conmigo. En casa.
Stride negó con la cabeza.
—Alguien se masturbó cerca del cadáver de Laura. Aún conservamos la muestra de semen que se recogió. Si Finn estuvo allí, podremos probarlo.
—No voy a permitir que consiga una muestra de su ADN.
—No la necesitamos. Finn nos dejó una amplia muestra sanguínea en el suelo del cuarto de baño del departamento de detectives.
—¿Cogieron su sangre del suelo? —preguntó Rikke—. ¿Qué clase de bárbaro es usted? ¿Un hombre agoniza y en lo único que piensa usted es en su investigación?
—A mí lo que me preocupan son las víctimas —respondió Stride—. Voy a mandar analizar su ADN. Vamos a demostrar que Finn estaba esa noche en la escena del crimen.
—Hablaré con mi abogado. Él detendrá esa violación al cuerpo de Finn. Es usted repugnante, ¿lo sabía? Un animal. No entiende por todo lo que ha pasado Finn en la vida.
Stride se acuclilló delante de ella.
—Finn cogió el auto esa noche, ¿verdad? Cuando llegó a casa, estaba cubierto de sangre. Creo que usted hizo exactamente lo mismo que hace tan sólo unos días. Lo encubrió. Lo protegió.
—Creo que debería marcharse —anunció Rikke—. No tengo nada más que decir.
—Finn estaba enamorado de Laura. Estaba obsesionado con ella. Así es como empezó todo.
—Usted no sabe nada —le dijo Rikke—. Debería dejar este asunto en paz. Créame, los problemas de Finn empezaron mucho antes de que Laura apareciera en su vida.
Serena hizo sonar el timbre y esperó. El Honda Civic que Tish conducía estaba aparcado en el camino de entrada de la casa frente al lago. El borde del parabrisas, donde el vidrio había sido reemplazado, estaba cubierto de cinta adhesiva. Al otro lado de la calle, Serena vio a un oficial de Duluth observándola desde un coche policía de incógnito. Ella lo saludó con la mano. Él la reconoció.
Eran más de las diez, pero aún había algunas luces encendidas en el interior de la vivienda. Como nadie contestaba, volvió a llamar al timbre. Esta vez, vio a Tish a través de la ventana mientras ésta se acercaba a la puerta. Vestía una camisa blanca de hombre que le llegaba hasta medio muslo. Llevaba las piernas al descubierto. Abrió la puerta y Serena notó cómo una bocanada a tabaco procedente de su aliento y su ropa se infiltraba en el cálido aire nocturno. El olor a humo se mezclaba con el ácido aroma de la ginebra. Tish se apoyó en el marco de la puerta y empezó a juguetear con sus mechones de pelo rubio.
—Serena Dial —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Esperaba que pudiéramos hablar.
Tish se encogió de hombros con despreocupación.
—Muy bien.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la parte trasera de la casa. Serena entró también y cerró la puerta tras de sí. La vivienda estaba escasamente decorada, no había obras de arte en las paredes blancas ni cortinas en las ventanas. La moqueta color crema era mullida y suntuosa, pero el mobiliario de alquiler era funcional. Serena vio una mesa de comedor de vidrio que hacía las veces de escritorio, donde Tish tenía su ordenador portátil y su material de investigación. El mármol de la cocina estaba limpio excepto por una caja de comida precocinada y dos botellas de tónica Schweppes, todo vacío.
Siguió a Tish hasta el porche. Ésta se sentó en una silla plegable, con las piernas apoyadas en los listones de la verja de madera. Sostenía la bebida en una mano mientras un cigarrillo se consumía en un cenicero sobre el suelo. La camisa se le abrió y dejó a la vista un triángulo de braga blanca de biquini. Serena se apoyó en el porche, que daba a la negra extensión del lago. Casi no había acantilado debajo de ellas, apenas un par de metros de vacío y luego el agua oscura. Todo estaba en calma, sin un solo soplo de aire que mitigara el calor.
Tish apartó un mosquito de su antebrazo de un manotazo.
—He leído algo sobre usted —dijo.
—¿Ah, sí?
—Acerca de ese tipo que la perseguía el pasado invierno. Estuvo a punto de morir.
—Así es. ¿Y?
—Que tuvo que ser terrorífico.
—Lo fue.
—No creo que yo hubiera sobrevivido a una experiencia semejante.
—No me gusta hablar de eso —la cortó Serena.
—Por supuesto, lo entiendo. —Tish añadió—: ¿Sabe? La primera vez que la vi me cayó mal. No estoy segura de que me hubiera gustado nadie con quien saliera Stride.
—¿Y eso por qué?
—Supongo que por lealtad a Cindy.
—¿Y ahora? —preguntó Serena.
—Ahora veo que hay mucho más en usted de lo que creía.
—¿Cuántas veces recibe una mujer semejante cumplido? —dijo Serena sarcásticamente.
—Quiero decir que cuando la gente la conoce, supongo que no siempre ve más allá de una cara y un cuerpo que quitan el hipo.
—Este cuerpo tiene un par de kilos de más.
—No tiene por qué ser tan modesta. En fin, no debería haberla prejuzgado. Lo siento.
—Disculpa aceptada —respondió Serena—. No obstante, hay algo que quiero decirle.
—¿Qué?
—Stride y yo tenemos mucho en común. Puede que él no lo demuestre como yo, pero ambos hemos sufrido. La pérdida de Cindy le hizo sufrir mucho.
—No me cabe duda.
—No me gusta ver cómo ese dolor vuelve a salir a flote —dijo Serena.
—¿Lo dice por mí?
—Sí.
—Veo que es sincera.
—¿Y qué hay de usted, Tish? ¿Es sincera?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir: ¿de verdad conocía a Cindy? —preguntó Serena—. ¿O se lo ha inventado todo? Porque por lo que sé, no hay ninguna prueba de que conociera a Cindy. Si está jugando con nosotros, tengo que decirle que haré que lo lamente.
—La conocía.
—Entonces, ¿por qué ella nunca le habló a Jonny de usted?
—Hasta la esposa más fiel tiene secretos. —Tish cogió el cigarrillo con dos dedos—. ¿Acaso usted no guarda secretos?
—Algunos —admitió Serena.
—Pues ahí lo tiene.
—Si tengo un secreto, hay una razón para ello. ¿Tenía Cindy algún motivo para ocultar su relación con usted?
—Puede que yo se lo pidiera.
—¿Y por qué haría eso?
Tish agitó el hielo de su bebida y luego apuró el resto.
—Me acaba de decir que hay lugares de su pasado que no le gusta visitar. ¿Tan difícil es aceptar que yo pueda sentirme igual? No estaba preparada para volver aquí y enfrentarme a mi pasado. Cindy lo comprendía.
—Y ahora ¿está preparada para enfrentarse a su pasado?
—Estoy aquí. He tardado treinta años, pero estoy aquí.
—¿Ocurrió algo por aquel entonces entre usted y Peter Stanhope? —preguntó Serena—. ¿Por eso ha permanecido oculta hasta ahora?
—No.
—Entonces ¿por qué está tan segura de que es culpable?
—Usted no conocía a Peter por aquel entonces. Yo sí.
Serena negó con la cabeza.
—Si fuera usted policía, yo diría que se ha enamorado de un sospechoso. No hablo de amor de verdad, ni de romance. Es fácil para un policía fijarse en un sospechoso y acabar llevando anteojeras.
—Quizá sea usted la que lleva anteojeras —dijo Tish.
—Peter no intentó suicidarse después de ser interrogado por el asesinato de Laura —le recordó Serena—. Finn sí.
—Finn no era más que un niñato patético y confuso.
—La gente así se cree capaz de todo —dijo Serena—. Incluso de matar.
—Si Laura hubiera creído que Finn era violento, no habría pasado tanto tiempo con él.
—Puede que no lo supiera. ¿Le contó Laura alguna cosa del pasado de Finn?
—Me dijo que algo horrible le había pasado en Fargo, pero no sé el qué. Fue entonces cuando Rikke se abalanzó sobre él como un ave de presa y lo rescató.
—Finn estaba enamorado de Laura —explicó Serena—. El amor puede ser bastante tortuoso para alguien como él. Sabemos que espiaba a Laura. De hecho, lleva toda la vida espiando a joven-citas.
—¿Se refiere a los incidentes de voyeurismo?
Serena asintió.
—Stride y Maggie están seguros de que se trata de Finn. Acosó a una chica hasta llevarla a la muerte.
—Eso no significa que matara a Laura —señaló Tish.
—¿Sabe por qué era tan especial esa chica? Tenía una mariposa tatuada en la espalda. Igual que Laura. Aún está obsesionado con ella.
Tish abrió los ojos como platos.
—¿Eso es verdad?
—Es verdad.
Tish bajó los pies descalzos de la barandilla del porche y se llevó las manos a la cara como si estuviera rezando. Después negó con la cabeza.
—Peter fue quien atacó a Laura —insistió—. No Finn. No sabe lo vengativo que podía llegar a ser cuando se le rechazaba.
—¿Está hablando de Laura o de usted? —preguntó Serena.
—De las dos.
—Vamos, Tish. ¿Qué es lo que me oculta? ¿Qué le hizo a usted?
Tish frunció los labios en un gesto desafiante.
—¿Además de meterme en un armario del instituto y magrearme las tetas y restregarme la entrepierna? Peter era la clase de chico que cogía lo que quería aunque le dijeras que no. Creía que tenía derecho a hacerlo. Y no ha cambiado ni un ápice.
—No trato de justificar su conducta —dijo Serena.
—Me parece muy bien, porque era un asqueroso. Y cruel.
—¿En qué sentido?
—Después de que le dijera que no quería salir con él, se dedicó a propagar rumores sobre mí por todo el instituto.
—¿Qué clase de rumores?
—Le contó a la gente que yo era lesbiana. Eso me hizo sentir muy incómoda.
—Me lo imagino —respondió Serena—. Los adolescentes siempre están dispuestos a creer esa clase de mentiras.
Tish se dedicó a contemplar las polillas que zumbaban alrededor de la luz del porche y guardó silencio. Dio una calada a su cigarrillo.
De repente, Serena lo comprendió todo.
—Un momento, no se trataba de una mentira, ¿verdad? Él estaba en lo cierto. Usted es lesbiana.
Tish asintió lentamente.
—¿Se lo contó a Peter? —le preguntó Serena.
—No, él no tenía ni idea de que era verdad, pero a mí me daba miedo de que el rumor se extendiera fuera del instituto.
—¿Y por aquel entonces usted ya sabía que lo era?
—Lo sabía.
—¿Y todavía no ha salido del armario?
—No lo oculto, pero tampoco llevo una camiseta con el lema «orgullo rosa» —dijo Tish mientras expelía el humo por la boca.
—Lo siento si hablar de ello le incomoda —apuntó Serena.
—No, pero no tiene ni idea de lo desagradable y odiosa que puede llegar a ser la gente respecto a la homosexualidad. Los mismos que me dicen que Jesús me ama me lapidarían hasta acabar conmigo si pudieran.
—No todo el mundo piensa así.
—Los suficientes para que siga vigilando a quién se lo digo.
—¿Hay alguien en su vida?
Tish apagó el cigarrillo en el cenicero.
—Ya no. Estuve viviendo con Katja, una fotógrafa que conocí en Tallín, durante cinco años. Ella quería ir más allá conmigo, así que salí por patas. No fue mi primera vez. Las relaciones de pareja entre lesbianas se estrellan y se queman enseguida. Nos sentimos emocionalmente cercanas; entonces pones por medio la atracción física y, la mayoría de veces, estalla en llamas.
—¿Sabía Laura que usted era homosexual? —preguntó Serena.
El rostro de Tish brillaba de sudor debido al aire húmedo.
—No hablamos de ello.
—¿Ni siquiera se lo contó a su mejor amiga?
—Trate de recordar cómo era en aquella época, Serena. Hoy día es bastante malo, pero por aquel entonces ser gay era peligroso. Fue cuando Anita Bryant empezó a armar jaleo sobre los homosexuales. Una no anunciaba que era diferente. Se limitaba a encerrarse en el armario a cal y canto.
—¿Y qué me dice de Laura? ¿Era lesbiana?
—Ya le he dicho que no hablamos de ello. —Tish se levantó, dando por finalizada la conversación—. Creo que debería marcharse ya.
—Si es lo que desea… —dijo Serena.
—Sí.
Serena también se incorporó.
—¿Puedo preguntarle algo más?
—¿Qué?
—¿Qué le sucedió a su madre?
Tish cruzó los brazos por encima del pecho. Su mirada reflejaba su furia.
—Si me pregunta sobre ese tema es que ya conoce la respuesta.
—He oído que le dispararon. Era una rehén en el atraco a un banco.
—Así es. ¿Por qué le interesa?
Serena no estaba segura de por qué le interesaba saberlo, puede que por curiosidad de detective.
—Cuando la violencia golpea la vida de alguien en más de una ocasión, mi instinto me lleva a buscar una conexión.
—No hay ninguna conexión —recalcó Tish—. El robo no tiene nada que ver con esto. Ocurrió años antes de que conociera a Laura. Mi madre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
—Debió de ser duro quedarse sola a esa edad —dijo Serena.
Tish se encogió de hombros.
—Es duro quedarse solo a cualquier edad.