La sala de interrogatorios era pequeña. Desde la puerta a la pared apenas había dos metros. Cuando la puerta estaba cerrada, daba la sensación de que el techo descendía y las paredes se estrechaban contra los hombros. La luz fluorescente era fría y estéril. Hacía parpadear al levantar la vista. Allí lo olías todo del otro: el sudor, los pedos y los eructos. Había una mesa de metal en la que apenas se cabía y una silla tambaleante donde se sentaba el sospechoso, cerca del suelo. Stride estaba sentado junto a Maggie encima de la mesa; sus caderas se tocaban. Finn se retorcía en la silla, con sus largas piernas dobladas en una posición incómoda, como las de una araña.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Finn—. He venido hasta aquí como me habían pedido. Dios, ¿es que no tienen nada mejor que investigar, amigos? ¿Se han marchado todos los criminales de vacaciones? Mierda, eso pasó hace treinta años.
Stride asintió en dirección a Maggie, que le leyó sus derechos a Finn.
—¡Vale, vale, vale! —exclamó Finn—. ¿Qué demonios es esto? ¿Me están arrestando por algo?
—Aún no —contestó Stride.
—¿Necesito un abogado?
—No lo sé. ¿Lo necesitas?
—Mire, sólo intentaba ayudar a Tish. No tenía que haber abierto la boca. Maldita sea, Rikke tenía razón. Nunca debería haberme metido en esto.
—No estás arrestado —le explicó Stride—. Sólo queremos asegurarnos de que comprendes tus derechos. Puedes llamar a un abogado si quieres. Puedes salir por esa puerta. ¿Lo pillas? Queremos aclarar un par de cosas, pero eso depende de ti. Por supuesto, va a resultarnos difícil aclarar nada si te niegas a hablar con nosotros.
Stride vio en el cráneo de Finn unas venillas azules que serpenteaban por su cabeza como riachuelos.
—Sí, claro, hablar —repuso Finn—. No me importa. ¿Podemos abrir la puerta?
—Quizá dentro de unos minutos. Ésta es la única sala disponible.
—¿Y qué hay de un poco de agua? —preguntó Finn.
—Esto no nos llevará mucho; después saldremos y beberemos agua y tomaremos un poco el aire. ¿De acuerdo?
—Lo único que quiero es acabar con esto.
Maggie cogió un sobre de manila de la mesa. Lo abrió y sacó una fotografía que entregó a Finn.
—¿Te resulta familiar? —le preguntó.
La foto era un primer plano del tatuaje de una mariposa monarca en la espalda de una joven, a tamaño natural y muy detallado, con alas naranjas y negras que parecía que fueran a echarse a volar en cualquier momento. La instantánea se había tomado en el depósito de cadáveres. La chica era Mary Biggs.
—Es un tatuaje —contestó Finn.
—No te he preguntado qué es —espetó Maggie—. Te he preguntado si te resulta familiar. ¿Habías visto antes un tatuaje como éste?
Finn le dio la vuelta a la foto y se negó a seguir mirándola.
—No, no lo creo.
—¿No? El sábado veinticuatro de mayo entregaste un paquete a un hombre llamado Clark Biggs, en Gary. Su hija Mary estaba en el patio trasero. Ella te enseñó este tatuaje. —Maggie palmeó la fotografía—. Este tatuaje.
—No me acuerdo, la verdad. Entrego cientos de paquetes todos los meses.
—Esta chica se exhibió delante de ti. Te enseñó los pechos. ¿También eso te pasa todos los meses?
Finn sonrió.
—Le sorprendería. Las mujeres me abren la puerta y, muchas veces, no llevan mucha ropa encima.
—¿Lo encuentras divertido? —preguntó Maggie—. La noche que hiciste la entrega había alguien tras la ventana del dormitorio de Mary, alguien que la observaba mientras ella se desnudaba. Y también estuvo allí la semana siguiente. Y la noche del viernes también estuvo en un sendero con ella en Fond du Lac. Asustándola. Aterrorizándola. Mary tenía la mentalidad de una niña. No tenía entendimiento. Corrió, cayó al río y se ahogó. Una muchacha dulce e inocente. Muerta.
La piel de Finn era del color del agua sucia después de fregar. Tenía la vista clavada en sus pies.
—Qué mala suerte.
—¿Es eso todo lo que tienes que decir? Vamos al grano, Finn. La madre de Mary te vio. Y también vio el Rav plateado que conduces.
—No era yo.
—Entregaste un paquete a las otras tres chicas que han sido espiadas en sus dormitorios en el último mes.
—Ya se lo he dicho, entrego muchos paquetes.
Maggie cogió el sobre y sacó un fajo de papeles grapados. Pasó la primera página y la dobló hacia atrás.
—No es la primera vez, ¿verdad, Finn? Has estado fisgoneando a chicas desde hace mucho tiempo. Según los informes del departamento de tráfico, viviste en la zona residencial de Minneapolis durante tres años a finales de los noventa. Durante ese período, se denunciaron once incidentes protagonizados por un voyeur cuyas víctimas eran adolescentes rubias. Los acosos comenzaron un mes después de que te trasladaras a la ciudad. Y cesaron en cuanto te marchaste.
—Minneapolis es una ciudad grande. Eso no significa nada.
—Hace quince años, te echaron del puesto de vigilante en una escuela de Superior —prosiguió Maggie—. Hablé con la mujer que dirigía el centro por aquel entonces. Me contó que te acusaron de entrar en el vestuario de las chicas a deshoras para espiarlas.
—Oh, vamos, como si fuera el primer bedel al que le gusta echar una mirada de vez en cuando —replicó Finn—. No digo que lo hiciera, pero ¿dónde está el problema? También lo hacen los profesores. Eso no significa nada.
—En estos momentos estamos registrando tu vivienda —le informó Maggie—. Hay unos cuantos oficiales poniendo tu casa patas arriba. ¿Qué van a encontrar, Finn? ¿Fotos? ¿Mapas? También vamos a mirar tu coche con lupa. Encontraremos algo que te relacione con esas chicas a las que has estado acosando.
La calva de Finn brillaba de sudor bajo la luz caliente.
—Creo que debería irme. Pensaba que querían hablar de Laura. No voy a decir nada más sobre acosar ni espiar ni lo que demonios sea que creen que hice.
—Vete si quieres —dijo Stride—. Pero ya que has sacado el tema, hablemos de Laura. Tenía un tatuaje casi idéntico al de Mary Biggs. ¿Te recordó el tatuaje de Mary al de Laura? ¿Por eso te fijaste en ella?
—Yo no he dicho nada.
—Me dijiste que esa noche viste a Laura y a Cindy en los bosques por casualidad. Después nos enteramos de lo de Mary Biggs y todas esas chicas rubias con alguien babeando al otro lado de la ventana de su cuarto. ¿Sabes lo que creo, Finn? Creo que estabas espiando a Laura. Creo que eras tú quien la acosaba. Le enviabas notas amenazadoras. Y creo que esa noche la seguiste hasta el parque.
—Yo no la acosaba —replicó Finn—. Yo jamás le envié ninguna carta.
—Hay algo más —continuó Stride—. Algo que jamás pusimos en conocimiento de los medios de comunicación. Alguien se masturbó en la escena del crimen, allí donde Laura fue golpeada hasta morir. Supongo que el tipo estaba tan excitado por lo que había hecho que tuvo que meneársela. Aún tenemos el semen, Finn. Y el siguiente paso que vamos a dar es obtener un mandato judicial para conseguir una muestra de tu ADN y compararlo con el semen que hallamos en la escena del crimen. Y creo que vamos a descubrir que coinciden, Finn. Porque creo que tú estabas en la escena del crimen esa noche.
—Ya se lo dije, no lo recuerdo —contestó Finn.
—Pues déjanos refrescarte la memoria. Danos ahora mismo una muestra de ADN. Déjanos analizarla. ¿No quieres saber la verdad?
Finn lo miró horrorizado.
—No.
—Me contaste lo duro que es vivir sin saber si has matado a alguien o no. Quizá recuperes la memoria si descubres que estabas realmente allí. —Stride guardó silencio y luego prosiguió—. O puede que ya lo recuerdes, Finn. Quizá ya sabes qué sucedió esa noche.
—No puedo contarle nada. Se me ha borrado todo.
Stride negó con la cabeza.
—No se ha borrado nada. Todo está en tu cabeza. Dices que viste a alguien atacar a Laura. Que intentaba violarla. ¿Estás seguro de que ese alguien no eras tú?
—¡No! No fui yo. Era otra persona.
—¿Quién?
—No sé quién era. No pude verle.
—Luego apareció Dada. Laura echó a correr hacia los bosques. ¿Estás seguro de que no la seguiste?
—No —les dijo Finn mientras cruzaba y descruzaba las piernas.
—Has dicho que no te acuerdas. ¿No es posible que sí siguieras a Laura por los bosques? ¿Hacia la playa?
—Yo no haría eso.
Sus ojos se movían con rapidez a su alrededor, buscando una salida.
—Esa noche no acabó en el terreno de juego. Alguien perseguía a Laura. Alguien cogió el bate de béisbol y fue tras ella hasta la playa norte. Alguien la mató. La golpeó hasta la muerte. La apaleó hasta dejarla apenas reconocible. Si yo hubiera hecho eso, probablemente también lo habría borrado de mi memoria.
—Oh, Dios mío —murmuró Finn.
—¿O acaso sólo lo viste? Eres un mirón, ¿no? ¿Viste quién mató a Laura? Porque eso es lo que necesitamos saber. Necesitamos saber qué ocurrió.
—No me acuerdo.
Maggie se inclinó hacia delante.
—Sin embargo, te acuerdas de Mary Biggs, ¿no es así? Te acuerdas de cómo era, ¿verdad? Pues bien, éste es el aspecto que tiene ahora.
Extendió un montón de fotografías sobre la mesa. Fotos de la autopsia. Las levantó una a una y se las fue metiendo a Finn entre las manos; lo vio ponerse azul, tragar saliva, inclinar la cabeza hacia delante y atrás como el tictac de un reloj mientras las observaba, incapaz de apartar la mirada de los restos sin vida y abotargados de Mary Biggs, sacada del agua después de ahogarse.
—Tú la mataste, Finn. Tú mataste a esta muchacha maravillosa.
Finn cerró los ojos con fuerza.
—¡ABRE LOS OJOS! —le gritó Maggie.
Sus párpados se abrieron de repente en estado de shock. Maggie agarró una foto de un primer plano del rostro de Mary, su piel pálida e hinchada. Le acercó tanto la foto a Finn que la cara de Mary lo abarcó todo, sin dejarle ver nada más.
—Dime por qué —insistió Maggie—. Dime por qué le hiciste esto. —Suavizó el tono de voz—. Mira, sé que no querías hacerlo. ¿La querías? ¿Deseabas tener la oportunidad de explicarle lo que sentías? Pero ella no lo entendió. Se asustó de ti.
Finn tragó aire como un pez. Tragó con fuerza, como si tuviera algo en la boca que no quisiera bajarle por la garganta.
—Mary y Laura se merecían algo mejor —dijo Stride en voz baja.
Finn era una goma elástica que se había estado tensando hasta empezar a deshilacharse, a punto de romperse. Cuando enterró la cabeza entre las manos, Stride le hizo un gesto a Maggie. Ambos pensaban en las palabras que se derramarían en ese momento, como la contención de un río que filtra sus aguas a través de sacos terreros hasta lograr desbordarse. Hablaría. Confesaría. Se quitaría de encima el peso que había llevado sobre su conciencia. Pediría la absolución por los secretos que habían hecho que su vida fuera tan desgraciada como para que la única forma de escapar de ella fuera a través del paralizante universo de la marihuana, la cocaína y el alcohol.
—Suéltalo —murmuró Maggie.
—Está bien —dijo Stride.
Finn los miró con ojos de loco. Las lágrimas le anegaban la vista, los mocos le colgaban de la nariz. Se palmeó la boca con la mano, los apartó a los dos de un empujón con un movimiento brusco del brazo y salió disparado hacia la puerta, cerrándola de un portazo al salir. Oyeron las arcadas y el jadeante borboteo de su estómago al vomitar sobre el suelo de mármol del ayuntamiento. Cuando Stride volvió a abrir la puerta, el dulzón hedor a vómito le hizo taparse la nariz y apartar la vista.
Finn se había ido.
Diez minutos después, en la sala de interrogatorios aún se percibía el olor corporal de Finn. Stride se retrepó en la mesa hasta golpearse la cabeza contra la pared. Maggie se bajó de un salto de la mesa, cogió la silla en la que Finn había estado sentado y apoyó los pies en ella.
Sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo y respondió. Stride reconoció la voz de Max Guppo, el obeso detective a cargo del grupo que llevaba a cabo el registro de la casa de Finn Mathisen, junto con la policía de Superior. Maggie le hizo unas cuantas preguntas y luego colgó. No parecía muy satisfecha.
—Nada —dijo ella.
—Venga ya.
Ella negó con la cabeza.
—No han encontrado ni una maldita prueba que lo relacione con los casos de voyeurismo. Parecía como si hubiesen eliminado a conciencia de su habitación cualquier cosa que pudiera resultar potencialmente incriminatoria. Por el amor de Dios, si hasta ha desaparecido el disco duro de su ordenador. Sólo hay un enorme agujero en la torre. Todos sus zapatos son nuevos. Y le han lavado la ropa.
—Rikke —dijo Stride.
Maggie asintió.
—Ella sabe a lo que se dedica su hermano. Quizá podamos presionarla.
—Lleva treinta años encubriendo a Finn. Y no va a dejar de hacerlo ahora. ¿Qué hay del coche? ¿Del Rav plateado?
—Lo mismo. Limpio como una patena. Hasta han lavado los neumáticos con una manguera.
Stride suspiró.
—Así que ¿dónde estamos ahora?
—Creo que podremos endosarle el cargo de intromisión en la vida privada. Si podemos relacionarlo con las otras víctimas, un jurado podría lanzarse a la piscina.
—Si podemos.
—Tuvo que conocerlas de alguna manera. La encontraremos. Maldita sea, hizo entregas en cuatro de los nueve hogares donde una chica fue acosada. Eso es más que una coincidencia.
—Aunque grande, sigue siendo una coincidencia —dijo Stride—. Si pudiéramos relacionarlo con seis o siete habría suficiente. Pero con cuatro no basta. Ni siquiera con el Rav plateado. No tiene antecedentes. Un tribunal jamás admitiría el asunto de Minneapolis ni lo de su antiguo empleo en la conserjería. Un abogado defensor arrojaría una cortina de humo y haría creer al jurado que Finn es una simple víctima de las circunstancias.
—¿Y el asesinato de Mary?
Stride negó con la cabeza.
—Sabes perfectamente que eso no va a prosperar. Podremos considerarnos afortunados si logramos acusarlo de voyeur. No podemos situarlo en la escena del crimen junto a Mary y, aunque pudiéramos, no podríamos establecer lo que sucedió en realidad.
—Al menos podremos acusarlo de cargos múltiples. Que sepamos, lo ha hecho en diez ocasiones. Si conseguimos el jurado apropiado, podremos pedir dos años por cargo.
Stride apoyó con suavidad una mano en la pierna de Maggie.
—Sé cuánto significa este caso para ti, Mags, pero estás soñando. ¿Sin antecedentes? Le caerá un año por todo y estará en la calle dentro de tres meses. Eso si llega a ver cómo es una celda por dentro. La vida es así.
—Qué asco.
—Lo sé.
—¿Y qué demonios le digo a Clark Biggs?
—Que todavía estamos trabajando en el caso. Que aún no hemos acabado. Si podemos conseguir una muestra de su ADN y probamos que Finn estaba en la escena del crimen donde Laura fue asesinada, volveremos a intentarlo con él. Quizá confiese. Puede que no lo condenen por la muerte de Mary, pero si lo metemos entre rejas por el asesinato de Laura, en parte se habrá hecho justicia.
—Si podemos —dijo Maggie, mofándose de él.
—Ya sé, ya sé. —Stride se restregó las manos por la cara y sintió el cansancio incrustado en todos los huesos de su cuerpo—. ¿Crees que ya habrán limpiado el pasillo?
Maggie alargó la mano y abrió la puerta de un empujón.
—No.
—Mierda —dijo Stride—. Tengo que lavarme la cara.
—¿Eso es lo que dicen los tíos cuando quieren mear?
—No, decimos que tenemos que ir a mear.
—¿Y todos los tíos se lavan las manos después? —preguntó Maggie.
—Mejor no preguntes.
—Puaj.
Stride se echó a reír. Abandonó la sala de interrogatorios y se tapó la nariz para evitar el acre hedor a vómito. Los pasillos estaban vacíos. Era de noche y el ayuntamiento estaba prácticamente desierto. Encontró la puerta de cristal esmerilado del servicio de caballeros, la empujó con el hombro y abrió el grifo de agua fría de la pica más cercana de la larga encimera. Se inclinó hacia delante, se mojó la cara y se restregó con fuerza. Se pasó los dedos por el pelo, ahora húmedo y despeinado.
La olió antes de verla.
Sangre.
Tenía los ojos cerrados y al abrirlos, parpadeando, vio el primer compartimiento reflejado en el espejo, con la puerta entreabierta. Dos regueros gemelos de sangre fresca perfilaban la lechada de las baldosas blancas del suelo en cuadrados de rojo rubí. Stride echó a correr hacia el compartimiento y de un empujón acabó de abrir la puerta, que rebotó contra la pared del váter. Finn Mathisen estaba repantigado en el asiento, con la cabeza colgando hacia atrás, la boca abierta y flácida. Los brazos le colgaban inútilmente a los lados, y un cuchillo del ejército suizo yacía en el suelo, donde había caído al resbalarle de la mano.
La sangre de las baldosas goteaba de dos tajos irregulares y verticales que Finn se había hecho en las venas de ambas muñecas.