Maggie hizo un alto en el pueblo de Gary el sábado por la tarde para visitar a Clark Biggs, pero su casa estaba vacía. Tampoco se veía la furgoneta. Dejó una nota metida en el marco de la puerta mosquitera y usó el móvil para dejarle un mensaje en el contestador automático. Estaba preocupada por él. Eran los momentos más duros: los días siguientes a la muerte de un hijo. En más de una ocasión había sido testigo de una doble tragedia: un niño había sido asesinado y un padre se había suicidado poco después.
En la carretera, giró hacia el sur camino de Fond du Lac, en lugar de dirigirse hacia el norte, hacia la ciudad. Era su día libre, pero quería volver al parque donde había muerto Mary Biggs. No había nada más que averiguar de la escena del crimen, pero ella solía volver a los lugares donde se habían producido los asesinatos, como si el eco de lo sucedido, o de lo que la víctima había visto, pudiera abrirse camino hasta su mente. Se trataba de una superstición, pero creía en ella. Además, era un día perfecto para vagar por los senderos del río St. Louis.
El calor no había remitido. El sol vespertino abrasaba el pavimento. Mantenía el Avalanche helado mientras conducía, tiritando bajo su top de tirantes finos y sus pantalones cortos blancos. Sus pequeños pies apenas llegaban a los pedales. Al acercarse a los reflejos dorados del río en el parque del lago Perch, vio una flotilla de coloridos veleros apretujados en las estrechas ensenadas. Las lanchas a motor arrastraban a los adolescentes sobre las olas en viejos neumáticos. En la orilla de la isla más próxima, divisó hileras de cuerpos semidesnudos, con la piel tostándose sobre toallas de playa.
Maggie salió del Avalanche y se puso sus gafas de sol color burdeos. Tomó asiento en el banco más cercano, se sentó con las piernas cruzadas, alzó la cabeza hacia el sol y se deleitó con los rayos solares. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que, al igual que Mary, también estaba allí sola. Todos los demás tenían a alguien con quien compartir el día. Los maridos tenían a sus esposas. Las madres tenían a sus hijos. Los chicos tenían hermanos. Incluso los ancianos que paseaban tenían a sus perros, a los que llevaban atados con correa.
Maggie volvió a pensar en ello. Quería un hijo. Alguien a quien criar, a quien cuidar, con quien estar. Qué fácil desear algo que no se puede tener.
Se levantó del banco y se encaminó por el sendero de tierra que conducía a la orilla, pasados los abedules y la maleza de las tierras bajas. Ése era el camino que había seguido Mary Biggs, inocente e ignorante, de la seguridad del banquito gris a un lugar donde los desconocidos y el agua profunda se la llevaron. Desde donde se encontraba, Maggie echó un vistazo a la carretera. Mientras corría para rescatar a su hija, Donna Biggs podría haber visto entre los árboles a un hombre de elevada estatura que se montaba en un SUV plateado pero, a esa distancia, era imposible que lo identificara. Maggie sabía que Donna tenía razón, porque creía que Finn Mathisen había estado allí. Acechando a Mary. Conduciendo un Rav plateado. No obstante, lo que sabía y lo que podía probar eran dos cosas diferentes.
Al llegar al punto donde Mary había echado a correr para llegar al río, Maggie se apartó del sendero y se internó en el bosque. Sabía que los técnicos de pruebas habían analizado el terreno exhaustivamente y no esperaba encontrar nada que a ellos se les hubiera pasado por alto. Aun así, quería meterse en la piel de Finn. Mary está gritando, corre para alejarse. El grito hace que él se asuste. Vuelve a agazaparse entre los árboles, camino de su coche, se abre paso entre las ramas alargadas que le laceran la piel mientras oye su propia respiración y el chapoteo de las hojas mojadas bajo sus pies. El automóvil no está lejos, pero debe de habérselo parecido mientras corría preguntándose si lo cogerían. Maggie vio el camino que tenía delante. Salió de entre los árboles, como hubiera hecho él, y se encontró de pronto en el arcén de grava de la carretera. El Rav4 plateado debía de estar aparcado allí mismo.
Él entró en el coche; los neumáticos derraparon sobre la grava suelta y se marchó a toda prisa.
Maggie miró hacia abajo y observó el tramo curvo de carretera. Vio el área llana cerca del aparcamiento donde aquel muchacho había salido disparado de su bicicleta. Desde allí, Donna podía ver con claridad la ladera. Habría descubierto el Rav aparcado ahí cuando llamó pidiendo ayuda. Todo debió de suceder muy deprisa. Mary deambula sendero arriba. Donna se da cuenta de que ha desaparecido. El hombre espía a Mary, ve que ésta se acerca, le sale al encuentro para enfrentarse a ella. Mary llora, Donna corre para encontrarla, Finn (si se trataba de Finn) se abre paso entre los árboles.
Maggie se dio cuenta de que Finn no podía adivinar que Mary subiría sola por el sendero. Aquello fue un golpe de suerte. Él sabía que Donna y Mary bajaban al parque casi todos los viernes y que pasaban un rato sentadas en el banco cerca del río. Así que a lo máximo que él aspiraba era a espiarla. Observarla. ¿Y cuál era el mejor lugar para hacerlo? Maggie no creía que se hubiera arriesgado a quedarse sentado en su coche, con el tráfico pasando a su lado. Habría usado unos prismáticos y vigilado desde un punto cercano al sendero, muy próximo a donde ellas solían sentarse.
Bajó por la pendiente, en busca de un emplazamiento donde poder agazaparse entre los árboles. Echó un vistazo al aparcamiento, tal y como hubiera hecho Finn, intentando encontrar un lugar privilegiado para ocultarse. A unos veinte metros, halló una senda angosta donde el follaje estaba aplastado, un atajo que utilizaban los niños para llegar a pie o en bici hasta el río desde la carretera. Lo tomó con la certeza de que Finn también había seguido esa ruta. Maggie llegó hasta el sendero más ancho, el que había utilizado Mary, y descubrió que si seguía bajando hasta el agua, tendría una amplia panorámica de la curva del río y el claro donde Donna y Mary se sentaban para contemplar el vuelo de los pájaros.
Maggie bajó corriendo la suave pendiente que llevaba hasta el agua. Allí pudo imaginar a Finn escondido tras la maleza, acuclillado, con los prismáticos en las manos, aumentando la imagen de un precioso y joven rostro a cien metros de distancia. Sin embargo, después de estudiar el terreno, no vio ningún indicio de que alguien hubiera merodeado por ahí. Haría que los técnicos de pruebas regresaran a la zona y la examinaran exhaustivamente, aunque no tenía muchas esperanzas.
Frustrada, Maggie volvió sobre sus pasos y subió la pendiente. Al retomar el sendero principal, le sorprendió encontrar a un hombre observándola, apenas a tres metros de donde estaba ella.
Clark Biggs.
—¡Oh! —exclamó Maggie—. Señor Biggs. Le he estado buscando.
Clark asintió en silencio. Llevaba las manos metidas en los bolsillos. No se había afeitado y parecía que no hubiera dormido. Maggie pensó que los hombres grandullones siempre se llevaban la peor parte. Los tipos duros estaban acostumbrados a considerarse fuertes, pero cuando sucedía una cosa así, un hombre fuerte no era nadie frente a la tragedia. De nada servían sus músculos. De nada servía su valor.
—¿Qué hace aquí? —preguntó ella.
—Hablar con Mary —respondió él:
—Entiendo.
—Ella adoraba el agua —continuó—. Qué irónico, pues el agua es lo que la mató. Solía llevarla hasta Wisconsin Point; nos pasábamos horas en la playa. Odiaba el momento de marcharse. Era su lugar favorito. —Maggie guardó silencio—. Dígame que ha encontrado a ese bastardo.
—Estamos siguiendo algunas pistas prometedoras, pero no quiero crearle falsas esperanzas, porque todo esto podría quedar en agua de borrajas. No obstante, necesito su colaboración.
—En todo lo que necesite.
Maggie contuvo el aliento.
—Si no le importa, quisiera saber cómo se encuentra. Yo sólo puedo imaginarme por lo que está pasando. Usted y su ex esposa. Sé que a menudo las familias son reacias a pedir ayuda, pero hay gente con la que podría hablar.
—No quiero esa clase de ayuda —dijo Clark.
—Llámeme si cambia de opinión. Puedo proporcionarle algunos nombres.
—Sé algunas cosas sobre usted, señora Bei. Sé que también perdió a alguien muy próximo a principios de año.
—Perder a un marido no es lo mismo que perder a una hija —respondió Maggie.
No añadió que el asesinato de Eric tuvo lugar cuando hacía tiempo que su matrimonio se había acabado, cuando su amor se había consumido hasta llegar al desprecio.
Clark se encogió de hombros.
—Una pérdida es una pérdida. Y dígame, ¿en qué puedo ayudar? Quiero ver a ese hombre pudrirse en la cárcel, que es donde tiene que estar.
Maggie se metió una mano en el bolsillo de los pantalones cortos y sacó una tarjeta de veinte por veinte con seis fotos pegadas en dos hileras. Todas las fotografías eran de expedientes de permisos de conducir. Todos los hombres eran calvos, de unos cincuenta años.
—Me gustaría que mirara atentamente estas fotos y me dijera si reconoce a alguno de estos hombres.
Clark cogió la tarjeta arrugada que ella le entregó y la sostuvo en alto a un brazo de distancia de su rostro. Maggie observó sus ojos mientras él estudiaba cada fotografía. Él titubeó al llegar al individuo de la esquina superior derecha, y luego prosiguió.
Cuando acabó de estudiarlas, volvió a mirar aquella foto y le echó un vistazo durante un minuto. Finalmente, señaló la imagen con el dedo.
—Éste —dijo—. Le he visto antes. No sé dónde, pero sé que le he visto.
—Es un conductor de reparto. El sábado que Mary vio por primera vez al acosador a través de la ventana de su dormitorio, este individuo entregó un paquete en su casa. Un columpio.
Los dedos de Clark estrujaron la tarjeta. A Maggie no le gustó lo que vio en sus ojos. Le arrancó la tarjeta de las manos y se la guardó en el bolsillo.
—Así que es él —dijo Clark.
—Aún nos queda un largo camino para demostrarlo, pero eso es lo que creemos.
—¿Conduce un Rav4 plateado?
—Sí, en efecto.
—Debería bastar con eso, ¿no? Quiero decir, ¿qué más necesitan? Tienen el coche, y ha estado en mi casa. ¿No pueden arrestarlo?
—Nada me haría más feliz, pero aún no tenemos pruebas suficientes —le explicó Maggie—. Vamos a pedir una orden de registro y vamos a interrogarle a fondo. Dependiendo de lo que averigüemos, podremos acusarlo de intromisión en la vida privada. De hecho, ésa es la acusación que puede establecerse contra un voyeur. Sin embargo, nos queda un largo camino para acusarle de homicidio y, para ser honesta con usted, puede que nunca lo consigamos.
—Así que ese tipo acosa a mi hija hasta la muerte y ustedes le dan un tirón de orejas.
—Por favor, señor Biggs. La investigación aún está en la primera fase. Si ese hombre es el que hizo daño a Mary, haré cuanto esté en mis manos para que cumpla condena por ello.
—¿Tiene algo que ver con las otras chicas que fueron acosadas?
Maggie asintió.
—Hizo una entrega en tres de las casas. Eso es significativo, pero no necesariamente convincente para un jurado. Estamos investigando de qué forma puede estar relacionado con el resto de chicas, pero todavía no hemos hallado nada.
El rostro de Clark se contrajo en un tic. Rompió la rama de un árbol que sobresalía del sendero y la partió por la mitad una y otra vez mientras arrojaba los trozos al suelo. Bajó la vista hacia el río, donde el reflejo del sol era cegador.
—Esperaba que pudiera usted recordar qué pasó cuando le entregaron el columpio —continuó Maggie—. ¿El mensajero tuvo algún tipo de interacción con Mary? ¿La vio?
Clark cerró los ojos y no respondió. Maggie esperó sin interrumpirle, y cuando Clark abrió los ojos, asintió lentamente.
—Mary y yo estábamos afuera —dijo él.
—¿Pasó algo?
Clark suspiró.
—Sí. Mary se exhibió. Se levantó la camiseta y le enseñó los pechos. Acostumbraba a hacer eso constantemente. Sólo era una niña, para ella no significaba nada.
—¿Cómo reaccionó él?
—Yo me disculpé y él dijo que no tenía la menor importancia.
—¿Dijo algo más?
—Creo que no.
—¿Recuerda haber visto antes a ese hombre cerca de Mary?
Clark negó con la cabeza.
—No. No recibo muchos envíos. No actuó como si supiera quién era ella. —Maldijo y añadió—: ¿De verdad que eso es suficiente para provocar a esos tipos? Quiero decir, ¿se convirtió en un monstruo sólo por verle los pechos a Mary?
—Acostumbra a pasar —explicó Maggie—. Para los hombres como él, la inocente exposición de un cuerpo desnudo femenino, aunque sea de forma accidental, puede detonar una explosiva mecha de fantasías eróticas. En sentido literal, las construyen mentalmente hasta llegar a creer que tienen una auténtica relación sentimental con las chicas. Puede convertirse en una obsesión.
—Hijo de puta —maldijo Clark—. Siempre le decía a Mary que no hiciera eso, pero ella no lo entendía. Creía que era divertido.
—No es culpa suya. Ni de Mary.
—¿No se dio cuenta el tipo ese de que era retrasada? Quiero decir, ¿cómo puede alguien pensar así en una niña pequeña? —Maggie no respondió—. No deje que se les escape —le pidió Clark.
—Haremos cuanto podamos.
Maggie se dirigió hacia el aparcamiento, pero Clark la detuvo con una mano en el hombro. Su gesto fue sorprendentemente tierno.
—Hay algo más —dijo él.
Ella se dio la vuelta.
—¿De qué se trata?
—Le vio el tatuaje.
—¿Disculpe?
—El mensajero vio el tatuaje de Mary. Ella se inclinó y se le subió la camiseta, y él vio el tatuaje que llevaba en la base de la espalda. ¿Recuerda? Usted también lo vio. Una mariposa. Él se lo quedó mirando y, cuando yo me di cuenta, apartó la vista. Le dijo algo al respecto. Algo así como que era un tatuaje muy bonito. A Mary le encantó. Por eso se levantó la camiseta.
—Una mariposa tatuada —dijo Maggie; lo recordaba.
—Exactamente. No sé si eso significa algo.
—Pudiera ser.