20

Cuando Serena llegó a casa después de medianoche, encontró abierta la puerta del desván. El interminable espacio recordaba a Alicia en el país de las maravillas: era como entrar en otra dimensión. La escalera se había construido en el salón del chalé; cinco peldaños de nogal oscuro conducían a dos estrechas puertas cerradas con llave. Tras esas puertas, una bombilla solitaria alumbraba unas viejas vigas de madera que trepaban por la techumbre inclinada. Unos cuantos escalones más acababan en otra serie de puertas, cuya pintura centenaria se había descascarillado. Esa noche las puertas de arriba también estaban abiertas. Serena subió hasta el desván.

Allí arriba el calor se concentraba como una nube durante los meses más cálidos; en invierno hacía un frío glacial, y la escarcha se acumulaba en las viejas ventanas apandadas. Era un espacio abierto. Los picos agudos del tejado se levantaban por encima de su cabeza. El suelo inacabado era un campo de minas de astillas y agujeros. Las telarañas colgaban de las vigas como cortinas. Lo único que había eran cajas de mudanza sin abrir esparcidas por el suelo. Habían planeado convertir algún día esa planta superior en una gran suite para aprovechar sus estrafalarios ángulos y las vistas al lago, pero de momento era el vertedero de los restos del pasado de ambos.

—Hola —saludó ella.

Jonny estaba sentado en el suelo en medio del desván. Sólo llevaba puestos unos calzoncillos negros. Iba descalzo y tenía el pelo húmedo y despeinado después de haberse duchado. El contenido de dos cajas abiertas estaba diseminado a su alrededor. Serena vio cajas de zapatos llenas de fotos, fajos de cartas y postales atados con gomas, y el resto de parafernalia del primer matrimonio de Stride que éste había guardado hacía mucho tiempo.

Él no le contestó.

—Dios, qué calor —dijo Serena.

Se sentó junto a él y cogió una pila de fotografías en las que aparecían Jonny y Cindy en el Point, en la franja de playa a orillas del lago. Los dos eran jóvenes. Jonny tenía el pelo oscuro. La instantánea, algo descentrada, sin duda se había tomado con un disparador automático, con la cámara apoyada en el tocón de un árbol. Los mostraba a los dos besándose. La clase de beso que hace que un escalofrío te recorra el cuerpo. Serena no pudo controlarse; sintió una punzada de celos. Dejó las fotos en su sitio sin querer mirar ni una más. Se sentía como si se hubiera entrometido en algo sagrado.

—¿Estás bien? —preguntó.

Jonny parecía desorientado. No compartía sus recuerdos con facilidad. Serena había tomado buena nota de no presionarle jamás; ella misma se había pasado años luchando contra sus propios fantasmas y sabía que no era posible sincerarse cuando los demás te fuerzan. De vez en cuando, él le abría una ventana. Sólo una rendija. Y sólo cuando él estaba preparado.

Jonny se tendió apoyándose en las palmas. Cuando alzó la vista hacia las sombras del techo elevado ella vio que hacía días que no se afeitaba. Para ser un hombre de casi cincuenta años, estaba fuerte y en forma. Tenía el estómago duro. Hacía ejercicio incansablemente, igual que ella. No era más que una treta contra el tiempo, por supuesto. La edad empezaba a hacer mella en ambos, en su piel, en sus ojos, sus músculos, su pelo y sus cuerpos.

—¿Te he hablado alguna vez del día en que me enteré que Cindy tenía cáncer? —murmuró él.

—No, no lo has hecho.

Casi era capaz de ver la mente de él viajando al pasado, quitándole las telarañas a la memoria. Ella intuyó que estaba a punto de enterarse de algo importante.

—Yo estaba investigando la desaparición de una chica —le contó a Serena—. ¿Te acuerdas del caso de Kerry McGrath? Trabajaba en él dieciséis horas diarias. Cindy tenía un dolor raro y hemorragias vaginales, y le mandaron hacerse una resonancia magnética. Se suponía que yo tenía que acompañarla, pero me olvidé completamente. Así que fue sola. No volví a casa hasta cerca de medianoche, y ni siquiera me acordaba de la cita. Ella estaba sentada en la cama, sonriéndome. Esa sonrisa frágil, como de cristal. No me di cuenta. Le hablé sobre la investigación, hable y hablé, y Cindy se limitaba a sonreírme.

—Oh, Jonny —exclamó Serena en voz baja.

—Ni siquiera me paraba a tomar aire, ¿sabes? Estaba tan absorto… Y entonces por fin la miré y aun así no lo entendí. No tenía ni la más remota idea de qué era lo que iba mal. Y ella me dijo, aún sonriendo: «No tengo buenas noticias, cariño». Sólo eso. Su sonrisa se resquebrajó, y lo supe. Supe lo que se nos venía encima. Supe que todos nuestros planes de futuro se habían evaporado. Miré a mi pequeña joya en la cama, la vi sollozar, y supe que iba a perderla.

Se le quebró la voz. Cerró los ojos.

Serena notó que se le humedecían las mejillas.

—Lo siento tanto —dijo ella.

Él exhaló un largo y lento suspiro.

—No, soy yo el que lo siente. No es justo para ti.

—No tienes que ocultarme nada —le dijo Serena—. Me llevó mucho tiempo mostrarte mi vulnerabilidad. Estaba tan ocupada protegiéndome que olvidé que también tú tenías tus propios demonios.

—La culpa la tiene este caso. Me lo está recordando todo de nuevo.

—¿Y eso es bueno?

—No lo sé. Me ha llevado años superar lo de Cindy. Y ahora me siento como si se me hubieran abierto los puntos de sutura.

Serena se preguntaba si debía añadir algo más.

—¿Y eso hace que te cuestiones algunas cosas? —preguntó.

—¿Como qué?

—Yo.

Serena vio su rostro ensombrecerse.

—No pienses esas cosas —dijo él—. No tiene nada que ver con eso.

Ella pensó que él intentaba convencerse a sí mismo.

—Hay días en que me siento como si compitiera con un fantasma —admitió ella—. Alguien siempre perfecto, siempre joven.

—No hay ninguna competición. Te pido perdón si alguna vez te he hecho sentir así.

—No, es un problema mío, no tuyo.

—No se trata de que este caso haga que añore a Cindy más de lo habitual —le explicó Stride—. Siempre la echaré de menos, ya lo sabes. Lo más duro de esta situación es que estoy descubriendo cosas que me obligan a poner en tela de juicio toda mi vida. Cindy tenía secretos que yo desconocía. Jamás hubiera pensado que eso fuera posible.

Él le habló del encuentro con Tish en la playa y de todo lo que ella le había contado. Señaló hacia las cajas y añadió:

—He estado revisando todos los viejos papeles de Cindy. No he encontrado ni una sola palabra sobre Tish. Ella ocultaba algo, y por alguna razón decidió no compartirlo conmigo. No lo entiendo.

—No te precipites en creer todo lo que te diga Tish —le advirtió Serena—. Esa mujer tiene su propia cruzada. Me preocupa que esté jugando contigo, Jonny. No sé cuál es su juego, pero no me gusta.

—Si lo que pretendía era que mordiera el anzuelo, lo ha conseguido —admitió Stride—. Lo único que puedo hacer es seguir el rastro.

—Al menos no empieces a dudar de tu pasado. Quizás exista una razón para que Cindy jamás te hablara de Tish. Quizá Tish esté mintiendo.

Stride asintió.

—Lo sé. También yo he pensado en ello, pero Tish habla de Cindy con mucha naturalidad. Creo que es cierto que se conocían. Puede que mienta en otras cosas, pero no en eso.

Serena no parecía convencida.

—Creo que deberías abandonar este caso.

—Tal vez tengas razón, pero no puedo.

—No vas a obtener la satisfacción que buscas. Pat Burns está en lo cierto y tú lo sabes. Este caso no llegará a juicio a menos que alguien decida confesar, lo que no va a suceder. Así que, ¿qué es exactamente lo que esperas lograr?

Stride empezó a recoger del suelo los restos de la vida de Cindy y a guardarlos en las cajas. Manipulaba cada objeto con suma delicadeza, como si fueran antigüedades que pudieran desintegrarse en sus manos si las trataba con brusquedad.

—No estoy seguro.

Echó un vistazo al interior de una de las cajas y sacó una Biblia encuadernada en piel, con las tapas gastadas y tersas. Sopló para limpiar el polvo de la cubierta. Luego le dio la vuelta y hojeó las páginas de fino papel. Las esquinas estaban desgastadas y manoseadas.

—¿Perteneció a Cindy? —preguntó Serena.

—A su padre.

Stride intentó recordar alguna vez en que viera a William Starr sin su Biblia en la mano. Siempre la llevaba consigo, se apoyaba en ella como si fuera una muleta.

—Cindy parecía distinta después de que él muriera —dijo Stride.

—Nos pasa a todos.

Stride asintió sin soltar la Biblia.

—Había algo más. Vi cómo cambiaba. Por aquel entonces, pensé que era por la pena que sentía, pero ahora me doy cuenta de que se trataba de algo más. Se trataba de Tish.