El asfalto del aparcamiento de la empresa de reparto donde trabajaba Finn Mathisen estaba mojado y el vapor ascendía de los charcos. Una cortina de agua se había paseado intermitentemente por la ciudad durante todo el día, dejando tras de sí un olor mohoso a gusanos. La humedad hacía que la camiseta negra de Stride se le adhiriera a la piel y la chaqueta deportiva gris marengo que llevaba encima estaba húmeda. Una capa de sudor le cubría la frente. Era viernes por la noche. Quería irse a casa y meterse en la ducha, pero Finn llegaba una hora tarde de su itinerario de entrega.
El aparcamiento estaba repleto de los vehículos de los conductores de reparto que habían finalizado su jornada laboral. Furgonetas y camiones retrocedían marcha atrás hacia los muelles que había a su alrededor, donde cargaban y descargaban. La subestación de la compañía se encontraba a menos de un kilómetro y medio del aeropuerto de Duluth, lo que facilitaba el suministro de paquetes a los vuelos que despegaban. Oyó el estruendo de un jet por encima de su cabeza y supo que se trataba del vuelo nocturno del noroeste procedente de las Twin Cities. Absorbería a pasajeros y cargamento y luego volvería a atronar en dirección sur.
Una sucia furgoneta amarilla se acercó con estruendo por la carretera. Stride logró divisar al conductor y reconoció el rostro alargado y la cabeza afeitada de Finn Mathisen. Finn no lo vio. Stride esperó a que diera marcha atrás a su camioneta hasta un muelle de carga abierto y lo observó saltar del vehículo, subir los escalones de la plataforma y desaparecer en el interior del edificio. Incluso a unos veinte metros de distancia, Stride percibió que el uniforme de Finn estaba sucio después de todo un día de calor. En Duluth, días como ése eran los que consumían la energía a cualquiera.
Stride aguardó media hora hasta que Finn salió pavoneándose por la puerta principal del edificio. Se había duchado y cambiado de ropa y ahora llevaba unos pantalones cortos, que hacían que sus piernas parecieran palillos, y una camiseta gris sin mangas con unas sisas enormes. Calzaba unas viejas zapatillas de deporte sin calcetines.
—Finn —le llamó Stride.
Salió del Expedition y se encontró con Finn donde acababa la acera y empezaba el aparcamiento. Finn era ocho centímetros más alto que Stride, aunque daba la impresión de ir a salir volando cuando el viento arreciara desde el lago.
—¿Quién es usted? —preguntó Finn.
Sus ojos bailoteaban nerviosos.
Stride se presentó. Cuando Finn escuchó la palabra «policía», cambió su peso de un pie al otro y miró por encima del hombro de Stride hacia la hilera de vehículos aparcados, como si quisiera salir pitando. Un hálito a menta salió de la boca de Finn como el fuego de un dragón.
—¿Tienes una cita esta noche, Finn? —preguntó Stride.
—¿Eh? No. ¿Qué quiere decir?
—Te huele bien el aliento. Como si te hubieras cepillado los dientes unas cincuenta o sesenta veces.
—Tengo halitosis, y necesito usar esas tiras para el aliento —respondió Finn.
Stride asintió.
—Es curioso, pero cuando los agentes de tráfico huelen a menta, de inmediato les viene a la cabeza la palabra DUI[5]. No habrás llegado tarde por haberte tomado un par de copas en algún bar, ¿no?
Finn volvió a echar un vistazo por encima de su hombro hacia la puerta de la empresa.
—Que no, joder.
—Tengo un alcoholímetro en el coche —le dijo Stride—. ¿Quieres soplar?
—¡No he estado bebiendo!
—De acuerdo, Finn. Lo que tú digas. Tengo algunas preguntas que hacerte.
—Sí, mi hermana ya me ha contado que se pasó por casa. Me ha dicho que estuvo haciendo preguntas sobre el asesinato de Laura.
—Cierto.
—No quiero hablar de eso. Han pasado treinta años. Fue una época de mierda.
—¿Y ahora es mejor? —preguntó Stride mirando al hombre de arriba abajo.
Tish tenía razón. Parecía como si estuviera en las últimas.
Finn se acobardó.
—Sí, de acuerdo, me he pasado la vida sentado en un parque con Dios revoloteando sobre mi cabeza y cagándoseme encima. ¿Es eso lo que quería escuchar? Soy un perdedor.
—Lo que quiero escuchar es si le dijiste a Tish la verdad.
—¿Y a usted qué le importa, amigo? Quiero decir, ¿qué anda buscando? Todos los de aquella época o han muerto o son unos carcamales.
Era verdad. En realidad, Stride no tenía una respuesta a esa cuestión. Tampoco se había preguntado a sí mismo por qué se implicaba en ese caso de forma tan apasionada, treinta años después de que Ray Wallace lo diera por resuelto. No se trataba de Tish. Tampoco de que Pat Burns le hubiera pedido que no levantara la liebre si la prensa nacional empezaba a hacer preguntas. Había empezado a darse cuenta de que el asesinato de Laura cambió el curso de su vida, y era inquietante descubrir que sabía menos del caso y de Laura de lo que creía.
—Si el tipo que mató a Laura está vivo, aún tiene una deuda pendiente —replicó Stride.
—No se necesita estar entre rejas para pagar una deuda. ¿Cree que cargar con algo semejante durante treinta años no basta para acabar con alguien?
—¿Hay algo de lo que te sientas culpable? —preguntó Stride.
Finn tragó saliva.
—Sólo quiero irme a casa. No quiero tener nada que ver con esto.
—Habla conmigo, Finn.
—Ya se lo he contado todo a Tish.
—No me gustan las historias de oídas. Cuéntamelo a mí.
Finn se acarició la calva con suavidad.
—Está bien, está bien.
Repitió cuanto recordaba de la noche en que Laura fue asesinada en el parque, y coincidía con los hechos que Tish le había relatado a él. Pasó por alto los detalles, pero Stride le dejó continuar sin interrupciones. Finn terminó con la aseveración de que Dada había seguido a Laura a los bosques y que el bate se había quedado en el terreno de juego.
—¿Es posible que malinterpretaras lo que estaba pasando entre Laura y el chico en el campo de béisbol? —preguntó Stride.
—¿Qué quiere decir con malinterpretar?
—Puede que no estuvieran peleando. A lo mejor se estaban besuqueando.
Finn negó con la cabeza.
—Ni hablar.
—¿Estás seguro de que el tipo negro ese, Dada, dejó el bate en el campo? —preguntó Stride.
—Sí.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Lo vi tirarlo, ¿vale?
—¿Qué más recuerdas? —quiso saber Stride.
—Nada. No me acuerdo de nada más.
Stride lo miró a los ojos. El hombre estaba mintiendo.
—Le dijiste a Tish que tienes lagunas de memoria —dijo Stride.
—Es mi vida la que tiene lagunas —replicó Finn.
—A veces la gente no está segura de lo que es real y lo que es un sueño, ¿sabes lo que quiero decir? ¿Así son las cosas para ti?
—Ya le he dicho que no recuerdo nada más, ¿vale? Y nada quiere decir nada.
Pero no era así. Finn se guardaba algo. Stride estaba seguro.
—¿Por qué seguías a Laura? —preguntó.
—Me gustaba.
—¿La seguiste hasta el parque?
—No, ella deambulaba por ahí. Su hermana y ella.
—¿Sabías que alguien acosaba a Laura? ¿Que la amenazaba? ¿Que le enviaba notas obscenas?
—No —contestó Finn.
—¿No eras tú?
—No, yo no haría eso. Lo único que hice fue seguirla.
—Conocías a Laura muy bien, ¿no es verdad? ¿Por qué no le hiciste saber que estabas allí? ¿Por qué la espiabas?
Finn abrió la boca y luego la cerró.
—No lo sé —farfulló.
—¿Eso es todo cuanto puedes decir?
—Yo no… A mí sólo me gustaba mirarla. Me daba vergüenza.
Stride asintió.
—¿Hay algo de toda esta historia que sea verdad, Finn?
—¿Qué quiere decir?
—Tu hermana dice que esa noche no estuviste en el parque.
Finn negó con la cabeza.
—Rikke no cree que yo sea capaz de sacarme las castañas del fuego. Para ella sigo siendo un niño.
—Así que me ha mentido.
—Bueno, ella ha dicho que vimos los fuegos artificiales, ¿no?
Usted también estaba allí esa noche. Llovía. Y no hubo muchos fuegos artificiales.
Stride hizo memoria. Finn tenía razón.
—Entonces ¿por qué me contó eso? —preguntó Stride.
—Para protegerme.
—¿Necesitas que te protejan?
—Por aquel entonces, sí, probablemente.
—¿Mataste a Laura?
—No.
—¿Cómo lo sabes? Acabas de decir que no te acuerdas de nada más. Has dicho que Dada se marchó sin el bate, y que el chico que atacó a Laura estaba inconsciente en el campo de béisbol. Eso te deja a ti con el bate, Finn. A lo mejor lo cogiste tú. Puede que hicieras lo que habías estado haciendo toda la noche. Seguir a Laura hasta la playa norte.
Finn se agarró la cabeza con sus grandes manos. Tenía las uñas mordidas y en carne viva.
—No.
—¿Y cómo lo sabes? —repitió Stride.
—Déjeme en paz —dijo Finn.
Su piel amarillenta se tino de púrpura. Se tapó los ojos.
—Creo que Rikke mintió porque cree que tú mataste a Laura.
—No.
Su voz sonó apagada. Las gotas de sudor le resbalaban por el rostro como lágrimas y se escurrían por el mentón.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Finn apretó los puños y se golpeó la frente.
—¡No estoy seguro! ¿Está contento? ¡No lo sé! ¡No me acuerdo! Lo único que sé es que puede que cogiera el puto bate y la golpeara con él. ¿Vale? Y ahora intente vivir con eso. Intente no saber si mató a una chica. Y vea en lo que se convierte su vida.
Le dio un empujón a Stride al pasar junto a él y echó a correr hacia su coche.
Mientras Stride lo observaba subirse a su automóvil, recordó haber hablado con Rikke sobre geometría y se dio cuenta de que una vez más veía ante él el postulado paralelo en funcionamiento. Estaba viendo la intersección de dos líneas.
Dos líneas que habrían preferido mantenerse en paralelo, sin tocarse jamás, para que el pasado no infectara el presente.
Finn conducía un Rav plateado.