17

Tish aparcó en un callejón detrás del Kitch, que estaba a oscuras excepto por el resplandor amarillento que se colaba por las ventanas del club. Una lluvia sesgada azotaba la calle mientras ella salía del Civic. Abrió un paraguas, lo sostuvo en ángulo como si se tratara de una bandera y sus tacones chapotearon en los charcos al girar en la esquina del edificio, de camino a la puerta principal. El club de cuatro plantas se cernía sobre ella, una construcción majestuosa e imponente de ladrillo rojo, como la mansión de un hombre adinerado. Gárgolas indias de ojos hundidos custodiaban la entrada y la observaban con gesto desaprobador. Cuando se coló dentro, su vestido blanco estaba cubierto de gotas de lluvia. Se sacudió el pelo y el agua roció la moqueta color vino tinto.

El amplio pasillo principal estaba revestido de madera oscura y apliques, y en el suelo se reflejaba el logotipo de letras doradas del club. Tish dio unos cuantos pasos indecisos, a la espera de que alguien la interceptara. Sin embargo, el pasillo estaba vacío. Nunca había estado allí antes, pero recordaba que la gente hablaba del Kitch de la misma forma que los de la costa Este lo hacían de la sociedad secreta Skull and Bones. Los rostros de sus miembros habían cambiado a lo largo de ciento veinticinco años, pero la única manera de entrar seguía siendo por invitación. Para Tish, era como una sociedad secreta para privilegiados. Un lugar construido piedra a piedra en honor al dinero y la tradición.

A su izquierda había una sala con robustas vigas alineadas en el techo y una gruesa alfombra con estampado de cachemira en el suelo. Un fuego de leña ardía en una chimenea de ladrillo, y dos sillones reclinables de cuero estaban colocados con esmero a ambos lados del hogar. Estaba aterida de frío por la lluvia, así que se acercó a la chimenea y extendió las manos para calentárselas, sintiendo también cómo se calentaba su vestido. Mientras goteaba sobre la alfombra, reparó en una pintura al óleo de un rostro familiar que colgaba de la pared del lado oeste. Era el retrato de un anciano ataviado con un traje de tres piezas. Apenas tenía pelo. Aspecto severo y próspero. Al acercarse al cuadro, vio su nombre inscrito en una placa de latón en el marco.

Randall Stanhope. Antiguo presidente del club.

—¿Puedo ayudarla?

La voz surgió detrás de ella. Tish se dio la vuelta y vio a un sirviente ataviado con esmoquin que rondaba la cincuentena y lucía un bigote recortado.

—Lo siento —se disculpó Tish. Se irguió de hombros y obsequió al hombre con una agradable sonrisa—. Se suponía que tenía que reunirme aquí con Peter Stanhope. ¿Podría decirme dónde puedo encontrarlo?

No tenía ninguna cita concertada. Hacía treinta años que no veía a Peter. Pero todo el mundo le había dicho que él pasaba la mayoría de sus noches en el Kitch. Como su padre.

—El señor Stanhope está en la sala de billar de la planta baja —le comunicó el sirviente—. ¿Desea que le diga que está usted aquí?

—No, me reuniré con él allí.

—¿Conoce el camino? —le preguntó el hombre.

—Me temo que no.

—Permítame mostrárselo.

La acompañó a la planta baja, donde los techos eran más bajos y los muros parecían cerrarse. Tish oyó unas estentóreas risas masculinas. La sala de billar era más pequeña de lo que ella imaginaba; sus paredes eran de color lapislázuli, al igual que la moqueta con estampado de tablero de ajedrez. Media docena de hombres con camisa blanca y la corbata desanudada se hallaban reunidos alrededor de una mesa de billar recubierta con fieltro color borgoña. Bebían whisky escocés en vasos bajos de cristal.

La conversación se interrumpió al verla. Tish reconoció a Peter Stanhope de inmediato. Tenía en la mano un taco de billar hecho a medida y estaba inclinado encima de la mesa, apuntando para tirar. Era el único hombre que llevaba puesta la chaqueta del traje. Ella estaba lo bastante cerca de él como para oler su aliento a alcohol y ver las luces del techo reflejadas en su cabello plateado. Mientras ella observaba, él golpeó la bola con un chasquido seco del taco y metió la maciza bola cuatro púrpura en la tronera que quedaba más lejos.

—¿Señor Stanhope?

—¿Sí, George? —preguntó Peter.

Miró por encima del sirviente y evaluó a Tish.

—Creo que tiene una cita con esta señora.

Peter se enderezó y apoyó su taco contra la mesa. Se cruzó de brazos y se frotó el mentón moreno con la mano izquierda. Sus ojos azules centellearon curiosos tras sus gafas cobrizas.

—¿Ah, sí?

La sonrisa de George se evaporó.

—¿Algún problema, señor? —preguntó.

—No lo sé —replicó Peter amablemente, y miró a Tish—. ¿Lo hay?

—Me llamo Tish Verdure —dijo ésta rápidamente.

Tish escuchó un ruido sordo de desagrado entre los hombres de la sala. Sabían quién era ella. Peter no reaccionó, excepto por un chasquido de la lengua contra los dientes superiores.

—Ah.

—Esperaba que pudiéramos hablar.

—Lo lamento muchísimo, señor Stanhope —dijo George mientras se colocaba frente a Tish—. Esta señora me ha dicho que tenía una cita con usted. La acompañaré hasta la puerta ahora mismo.

Peter hizo un ademán con la mano.

—No, no, no pasa nada, George. Da la casualidad de que también yo estaba impaciente por hablar con la señora Verdure. Chicos, seguid sin mí, ¿de acuerdo?

Se acercó hasta Tish y le tendió la mano. Su apretón era fuerte y sus dedos, suaves, excepto por el polvillo de la tiza de billar.

—¿Le apetece tomar algo? —le preguntó.

—Una copa de vino tinto, si no es molestia.

—George, una botella de Pinot Alphonse Mellot del que me tomé anoche. ¿Hay alguien en la 306?

—No, señor.

—Llévela allí, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

Peter llenó su vaso de una botella medio vacía de Lagavulin y luego cogió a Tish por el codo.

—¿Vamos?

La guió hasta un ascensor del siglo pasado incómodamente pequeño. Estaban hombro con hombro. Peter no dijo ni una palabra mientras subían. Se limitó a sonreír, a exhibir su blanca dentadura y a alisarse el pelo. Ella se dio cuenta de que sus ojos deambulaban por su cuerpo. Cuando las puertas se abrieron, la acompañó hasta una habitación pintada de color crema, con un sofá blanco hueso, un sillón y una mesa baja y cuadrada de cristal. Al otro lado de una puerta, Tish vio una cama de matrimonio con un edredón de intrincados detalles florales. Retrocedió.

—Esto es un dormitorio —dijo ella.

—Un cuarto de invitados —replicó Peter—. A veces duermen aquí los socios que vienen de fuera de la ciudad. O los hombres cuyas esposas los obligan a pasar la noche fuera. Por ese motivo prefiero la vida de soltero —dijo, y añadió—: No se preocupe, no pienso abalanzarme sobre usted, si es eso lo que le preocupa. Simplemente creí que a ambos nos gustaría disfrutar de cierta intimidad.

—Deje la puerta abierta. —Como guste.

Peter tomó asiento en el sillón y se concentró en su bebida. Tish se sentó con desasosiego en el sofá con las rodillas apretadas. Un par de minutos después, George el sirviente entró en la estancia con una copa y una botella abierta. Las depositó encima de la mesa enfrente de ella y le sirvió; después le dedicó una mirada imperiosa y se retiró cerrando la puerta tras él.

—¿Quiere que vuelva a abrirla? —preguntó Peter mientras señalaba la puerta con la cabeza. Tish se encogió de hombros—. Bueno, pues aquí estamos —prosiguió—. Ha pasado mucho tiempo. Tienes buen aspecto, Tish. ¿Te importa que te tutee?

Tish volvió a encogerse de hombros.

—Por aquel entonces eras una mujer muy sexy, y no has perdido atractivo —le dijo con mirada errabunda—. La auténtica belleza madura con la edad, ¿no crees?

—Si tú lo dices.

—No te pasaría nada por devolverme el cumplido —dijo él.

—Ya sabes que tienes buen aspecto, así que ¿por qué necesitas oírmelo decir?

Peter se echó a reír.

—Prueba el vino, Tish. Es excelente.

Tish le obedeció; lo era.

—¿Intentas decirme que has cambiado? —preguntó ella.

—Todos cambiamos. Tú eres diferente, yo soy diferente.

—No importa —dijo ella—. No me preocupa quién eres ahora ni cuánto dinero tienes. Lo único que me interesa es lo que hiciste hace treinta años.

Peter asintió.

—Crees que maté a Laura. Crees que cogí un bate de béisbol y la golpeé en la cabeza.

—Sí, así es.

—Bien, pues yo no lo hice. ¿Cómo puedo convencerte de que digo la verdad?

Tish volvió a beber un sorbo de vino. Era afrutado y ligero como el helio.

—No puedes. Sé que mentiste.

—¿Ah, sí?

—Finn Mathisen te vio —espetó Tish—. Te vio atacar a Laura en el campo. El hombre negro, Dada, la salvó. Cuando Laura salió corriendo, el bate aún estaba en el terreno de juego. Aún lo tenías tú.

—Finn Mathisen —murmuró Peter, sacudiendo la cabeza—. Hace años que no pensaba en él. Él y su hermana Rikke. Ella era una de esas atractivas profesoras que todos deseábamos. Por favor, Tish. Los dos sabemos qué clase de testigo es Finn. Pat Burns jamás llevará al estrado a alguien que probablemente no pueda recordar casi nada de los ochenta.

—No me importa qué clase de testigo sea —respondió Tish—. Estoy escribiendo un libro, no bailando ante un jurado. Lo que importa es que él dice la verdad.

—Eso es lo que afirma él. Lo cual no significa que yo matara a Laura.

—¿Estás admitiendo que la agrediste?

—Yo no estoy admitiendo nada. Sin embargo, aunque fuera tan estúpido como para creer que porque me llamo Peter Stanhope cuando una chica dice «no» en realidad está diciendo «sí», ¿crees que la mataría por algo así?

—¿Por no haber obtenido lo que querías? Sí, lo creo.

—Bueno, tienes razón, no me tomo muy bien las negativas —admitió Peter—. Tú me rechazaste y yo te llamé bollera. Y, por lo que recuerdo, te besé y te sobé las tetas. Era un cerdo.

—Sí, lo eras.

—Pero no te maté, ¿no es cierto? —Aquí estás.

—Puede que Laura te gustara más que yo.

La sonrisa de Peter flaqueó. Sus labios carnosos se contrajeron en un tic nervioso.

—Puede que estuvieras obsesionado con ella —continuó Tish—. Puede que te enfureciera saber que ella no te quería. —Buscó sus ojos y susurró—: «¿Vas a estar sola esta noche, puta?».

Los dedos de Peter se aferraron al vaso con tanta fuerza que ella pensó que el cristal se haría añicos.

—No sé de qué me hablas.

Pero sí que lo sabía.

Tish supo que había acertado. Se tragó su odio y bebió más vino.

Peter se puso en pie y estiró las piernas. Echó un vistazo a su reflejo en un espejo de latón y se cepilló las solapas de la americana. Volvió a sonreír, una sonrisa más radiante que la anterior.

—Siempre me he preguntado si te molestaba que Laura me encontrara atractivo.

—Ella no te encontraba atractivo.

—Te equivocas. Por aquel entonces todas las chicas estaban interesadas en mí. Tú eras la excepción. ¿O es que acaso te gustaba hacerte la estrecha conmigo?

—Oh, por favor.

—¿Por eso no te gustaba que me viera con tu mejor amiga?

—Laura rompió contigo. Ella me lo contó.

—Ah, ¿y cómo sabes que no te mintió? Quizá Laura no quería que supieras lo que en realidad pasaba entre nosotros dos.

—Eso es ridículo —replicó Tish.

—Me pregunto qué habrías hecho si hubieras descubierto la verdad —dijo él—. Supongo que te habrías sentido muy ofendida.

—¿Has acabado?

—Ni siquiera he empezado. No se te ocurra meterte con un abogado, Tish.

—Te cogeré —insistió ella.

Él se rió.

—Ya sabes que eso no va a suceder.

Ella se encogió, sintiéndose expuesta mientras él la observaba. Ni siquiera se molestaba en ocultar el brillo lujurioso de su mirada.

—Lo triste es que te estoy diciendo que creo que eres un asesino y aun así quieres acostarte conmigo.

Peter se sentó junto a ella en el sofá y dio un largo sorbo a su whisky escocés. Sus piernas se rozaron.

—Es verdad.

—¿Tan desesperado estás? —Yo no estoy desesperado en absoluto.

—Te imaginaba con un harén de modelos veinteañeras —dijo Tish.

—A veces.

—¿Y por qué intentarlo con una casi cincuentona que piensa que eres el demonio?

—Yo no soy el demonio. Creía que por fin habías empezado a encontrarme encantador. —A duras penas.

—Lo creas o no, me gustan las señoras maduras. Fuertes. Independientes. No encuentro muchas mujeres que estén a mi altura.

—Así que me estás diciendo que te pone que una mujer te acuse de asesinato.

—He oído acusaciones peores. —Sonrió de oreja a oreja—. Creo que estás mintiendo, Tish. Me encuentras atractivo. Siempre lo has hecho.

—Tú te encuentras lo bastante atractivo por los dos.

—No hay muchas mujeres que me hayan rechazado dos veces.

Tish sintió un escalofrío de miedo.

—¿Qué significa eso?

—No lo que crees. Solamente que te las has arreglado para desinflar mi ego, por no mencionar mi virilidad, en dos décadas distintas.

—Sobrevivirás.

—Ya te he dicho que no me tomo a bien las negativas. Me hacen ser más perseverante.

—¿Voy a tener que ponerme a gritar?

—No hace falta. Ni se me ocurriría forzar a una mujer que no quiere que la fuerce.

—Bien.

—Sin embargo, voy a besarte —dijo Peter—. Creo que me lo debes.

—Yo no te debo nada.

—Puedes abofetearme si quieres.

Se inclinó en el sofá. Tish lo miró a los ojos y no se apartó. Notó sus ásperos labios al pegarse a los suyos. Ella no sintió nada pero respondió como si lo sintiera. Le puso las manos alrededor del cuello y lo acercó a ella. Olía como un hombre. Sentía sus dedos acariciarle el pecho de forma liviana, tanteando el terreno. Era ahora o nunca.

Tish le dio un mordisco a Peter en el carnoso labio inferior. Con fuerza. La sangre caliente les salpicó en la cara y ella aplastó su mejilla contra él y lo agarró con fuerza. Peter gritó de dolor y pugnó por zafarse de ella. La apartó de un empujón y se puso en pie de un brinco. Su barbilla era un río turbio de color cereza que empapaba la camisa.

—¡Eres una puta loca! —gritó.

—Apártate ahora mismo de mí —le dijo Tish tranquilamente.

Peter abrió la puerta de la habitación de invitados.

—Estás como una puta cabra.

Tish lo vio marcharse mientras se limpiaba suavemente las manchas de sangre de la manga de su vestido blanco.

«Te pillé», pensó.

Dos horas después, un ruido despertó a Tish de un sueño profundo mientras dormía en su casa. Se sentó de golpe en la cama, la manta hecha un ovillo en la cintura. Escuchó los sonidos procedentes de la ventana abierta, donde el oleaje golpeaba en la base del acantilado. La bocina de un camión atronó en la autopista. Eso fue todo.

Salió de la cama y cogió una bata del armario. El vestido blanco descansaba en una balda envuelto en plástico.

Se detuvo. Esperó.

Unos segundos después, volvió a escucharlo. Agudo y musical. De algún lugar del exterior llegaba el sonido de un vidrio al romperse.

Tish corrió hacia la habitación principal de la casa en busca de su teléfono. La estancia estaba en sombras. Se hallaba sola, nadie la acechaba, no había nadie dispuesto a asaltarla desde una esquina. No volvió a oír ningún ruido.

En la calle, un vehículo se alejó; el sonido del motor se debilitaba a medida que rugía hacia la curva que llevaba a la ciudad. Tish se acercó sigilosamente hasta la puerta de entrada y echó un vistazo a través de la mirilla. Amera, la acera y la calle estaban tranquilas. Abrió la puerta con cuidado y vio estelas de niebla vagar bajo el resplandor de una farola. Al salir, el sudor empezó a cubrirle la piel como un hongo.

Nada se movió.

El pavimento le arañó los pies desnudos. Avanzó con paso vacilante hacia el bordillo. Al ver su coche de alquiler aparcado junto a los árboles, echó a correr.

La mitad del parabrisas estaba medio caído, y la otra mitad era una escarcha de vidrio blanco reventado. Rosetas afiladas como tijeras cubrían los asientos. Metido entre los radios del volante había un bate de béisbol de madera.