16

Stride giró a la izquierda para abandonar la interestatal y se dirigió hacia el empinado arco del puente Blatnik. El estrecho cruce por encima de Superior Bay también se conocía con el nombre de High Bridge, puente alto, un apodo que se mantenía desde los días en que el segundo puente entre las ciudades de Duluth y Superior era el humilde Arrowhead. Desde que en 1985 se inauguró el puente Bong y demolieron el Arrowhead, ambos puentes habían servido en la misma medida para el paso de embarcaciones, con una caída de treinta metros desde la pasarela hasta las frías aguas del puerto. Pero para los lugareños, el puente Blatnik siempre sería el High Bridge.

La policía de ambos lados de la bahía odiaba ese puente. La niebla, el hielo y la nieve ocasionaban muchos accidentes. El viento zarandeaba los vehículos y los camiones de lado a lado de los carriles. La jurisdicción constituía un quebradero de cabeza, porque la frontera estatal se situaba en medio del puente. Y luego estaban también los ciudadanos que daban al High Bridge el mismo uso que el Golden Gate, el lugar preferido de los suicidas. El Blatnik carecía de pasaje peatonal para transeúntes, sólo había un arcén de grava y una valla de hormigón de noventa centímetros de alto. Así. que sólo era necesario detener el coche en lo alto del arco del puente y apearse para emprender un recorrido de tres segundos hasta el país de nunca jamás.

Stride había visto el puente desde ambos lados y ayudado a desenredar amasijos de vehículos en la carretera bajo la niebla, y también había navegado bajo el puente en los barcos de los guardacostas al rescate de cadáveres. Para él, el puente era sinónimo de muerte.

Aceleró en el carril de la izquierda, cruzó bajo el arco de acero azul del puente y descendió por la pendiente hasta el norte de Superior. Abandonó la carretera al llegar a la avenida Tower y pasó delante de escaparates de tiendas cerradas; la calle principal parecía un pueblo fantasma. Las dos ciudades también eran conocidas por el nombre de Twin Ports; sin embargo, Superior era la hermana pobre: su población estaba menguando y la economía se tambaleaba ante el declive industrial. Allí nadie hacía dinero. Nadie construía viviendas. Se limitaban a buscar trabajo y a evitar al lobo que se ocultaba tras sus puertas.

Stride condujo en dirección sur y dejó atrás la pequeña franja de pequeños comercios para adentrarse en un terreno llano y vacío. Giró hacia un camino de tierra que llevaba al otro lado de una sucesión de vías férreas. La casa que Rikke y Finn Mathisen compartían se hallaba en una parcela de casi una hectárea al final de un terreno urbanizado, donde el camino moría en un área baldía y de campos. La hierba de la parcela cuadrada estaba alta. Los robles bostezaban por encima de la vivienda victoriana de tres plantas. El revestimiento de pintura azul estaba descascarillado.

Aparcó el Expedition al otro lado de la calle y se apeó del auto. Se hallaba junto a un paso a nivel sin vigilancia, donde una simple X blanca marcaba las vías. Unos postes de telefonía inclinados se extendían en paralelo a la vía. Stride vio un tren rugir entre las casas a medio kilómetro de distancia. Su silbido arremetía contra el silencio en numerosos staccatos violentos. Cuando el tren se detuvo, reparó en el sonido más tranquilo de las campanitas que colgaban del porche de los Mathisen.

Eran cerca de las ocho de la tarde del jueves. De tratarse de una tarde de verano soleada aún quedaría una hora de luz, pero las nubes del cielo eran densas y grises y hacían que el atardecer pareciera noche cerrada. Una brisa constante levantaba el polvo de los caminos de tierra. El aire era húmedo y caliente. Stride subió por la acera, donde la hierba verde crecía entre las baldosas del pavimento. Descubrió un camino de entrada que llevaba hasta un garaje no adosado situado en la parte trasera de la vivienda y vio un Impala color canela de la década de los ochenta aparcado en la maleza.

Los escalones de madera que conducían hasta el porche se combaron bajo sus pies. Se acercó a la puerta principal y echó un vistazo al interior; las luces de la planta baja estaban encendidas. Al llamar a la puerta con los nudillos, vio a una mujer alta y fornida salir de la cocina con un delantal atado a la cintura. Le abrió la puerta y Stride se encontró frente a una versión avejentada de la mujer que le había dado clases de matemáticas durante su primer año de instituto.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó ella mientras se secaba las manos en el delantal floreado.

Debajo llevaba una camiseta de cuello redondo y unos pantalones cortos. Las ventanas estaban cerradas y la atmósfera del interior de la vivienda era viciada y calurosa.

—¿Señora Mathisen?

—Sí.

—Soy el teniente Jonathan Stride. De la policía de Duluth. No me recuerda, pero usted fue mi profesora de matemáticas durante un curso en el instituto. Creo que de eso hace más tiempo de lo que ninguno de los dos quisiéramos admitir.

Rikke no sonrió.

—¿De la policía?

—Sí, esperaba poder hablar con Finn.

—No está aquí.

—¿Sabe cuándo volverá?

—No.

—¿Le importa que entre? También quisiera hacerle unas cuantas preguntas a usted.

Rikke no se dio prisa en invitarlo a pasar.

—¿Dice que es de la policía de Duluth? ¿No debería haber alguien de Superior con usted? Esto no es Minnesota, ya lo sabe.

—Lo sé, pero en realidad no es necesario —le explicó Stride—. No le robaré mucho tiempo.

Rikke se encogió de hombros y abrió la puerta. El interior de la antigua casona estaba decorado con viejos cubrecamas con retazos de rombos cosidos encima y media docena de macetas de barro de filodendros mustios. Stride reparó en dos mininos flacuchos que deambulaban por los suelos de madera. Una fina capa de pelo de gato se había aposentado sobre el mobiliario del salón, y le llegó a la nariz un tufillo a amoníaco. Tomó asiento en una incómoda silla Shaker. Rikke se desató el delantal y se sentó en el sofá situado enfrente de él. Rascó la tela deshilachada y sacó gomaespuma blanca del brazo del sofá. Un gato atigrado se paseó por su regazo.

—¿Qué quiere? —preguntó ella.

Stride intentó imaginar a la profesora de veintitantos que llevaba dentro. Por aquel entonces, ella era una mujer alta y atlética, con una rizada mata de pelo rubio largo y suelto, y un porte nórdico atractivo. Sus ojos eran de un azul intenso y usaba unas enormes gafas redondas que se apoyaban en sus protuberantes pómulos. Unos pechos maduros y abundantes se hinchaban bajo sus jerséis blancos, desafiando la ley de la gravedad. Sus muslos, carnosos y prietos, resaltaban con los vaqueros que solía llevar. En clase se mostraba severa, como una dominatriz. En los vestuarios se hacían bromas al respecto. «Profe, he sido un chico malo».

Los treinta años transcurridos le habían pasado factura a Rikke. Había ganado peso y tenía celulitis en las piernas. Llevaba el pelo corto y ahora era rubia de bote. Tenía el rostro redondo y flácido. Ya no usaba gafas, aunque su mirada era tan intensa como recordaba, como dos globos de hielo azur. Se dio cuenta de que uno de sus pechos le caía como un muñeco de nieve derretido, y en el lugar en que debería haber estado el otro, la tela de su camiseta se arrugaba por encima de un espacio vacío. En el bolsillo llevaba prendida una cinta rosa con un alfiler.

—Usted daba clases de álgebra, ¿verdad? ¿O era geometría?

—Geometría.

—¿Ya no es profesora?

—Hace mucho tiempo.

—¿Entonces, estoy en lo cierto? ¿Finn vive aquí con usted?

—Sí, así es.

—¿Es su hermano?

—Sí.

—No es muy habitual que un hermano y una hermana vivan juntos durante tanto tiempo —señaló Stride.

—Finn ha tenido una vida dura —replicó Rikke—. Tiene siete años menos que yo y siempre ha necesitado que alguien cuide de él.

—¿Por qué?

—¿Y a usted qué le importa? ¿Acaso sospecha que Finn ha hecho algo malo?

—En absoluto.

—Pues entonces ¿por qué está aquí?

—Finn nos ha proporcionado información relevante para una de nuestras investigaciones —le explicó Stride—. Francamente, trato de evaluar su credibilidad como testigo.

—¿Qué investigación?

Stride no contestó.

Irritada, Rikke apartó al gato de su regazo y se tironeó de la camiseta.

—¿Qué quiere saber?

—Hábleme de su pasado. Ha dicho que tuvo una vida dura.

—Finn y yo nos criamos en Dakota del Norte —replicó Rikke—. Nuestro padre murió en un accidente de coche cuando Finn tenía diez años. Nuestra madre falleció cinco años después. Yo acababa de obtener mi certificado de aptitud pedagógica. Cogí a Finn y nos trasladamos aquí. Conseguí un empleo. Compré esta casa con el dinero que nos dieron tras vender la granja. Esperaba que eso nos permitiera empezar de nuevo, pero las heridas de Finn eran demasiado profundas. Estuvo metido en drogas durante años. Y aún bebe como un cosaco. A veces pienso que debería haberlo echado de casa y dejado que se las apañara solo, pero soy la única familia que tiene. No podía darle la espalda.

—No debe de haber sido fácil.

—No he dicho que lo fuera.

—¿Recuerda a una chica llamada Laura Starr? —preguntó Stride.

Los músculos del rostro de Rikke se tensaron. Sus mejillas se enrojecieron.

—Sí, por supuesto.

—Una periodista llamada Tish Verdure está escribiendo un libro sobre su asesinato —la informó Stride.

—Eso he oído. Lo leí en la prensa.

—Finn le dijo a Tish que él estaba en el parque la noche en que mataron a Laura.

Rikke negó con la cabeza.

—¿Finn dijo eso? No, no es verdad.

—¿Cree que Finn miente?

—Quizás haya inventado una historia para impresionar a esa mujer, pero lo más probable es que su mente haya unido trozos y fragmentos de lo que ha leído sobre el asesinato a lo largo de todos estos años. La salud mental de Finn está muy deteriorada, teniente. Las drogas y el alcohol le han freído el cerebro desde que era un adolescente. No sabe discernir lo que es real de lo que no lo es, sobre todo después de tanto tiempo. Se lo vuelvo a repetir: él no estaba allí.

—Ha transcurrido mucho tiempo —dijo Stride—. ¿Cómo puede estar tan segura?

—¿Usted cree que en aquel entonces hubiera permitido que Finn condujera? —preguntó Rikke—. Nunca tuvo coche. La única forma que tenía de desplazarse era que yo le llevara. Esa noche, los dos estábamos en casa viendo los fuegos artificiales.

Stride se inclinó hacia delante con las manos en las rodillas.

—¿Finn conocía a Laura?

—Sí, los dos la conocíamos.

—Tengo entendido que Finn estaba enamorado de ella.

—¿Finn? Puede que fuera un amor adolescente. Nada más. Laura era una de mis estudiantes preferidas: una chica dulce, muy guapa y muy tranquila. Quería ser orientadora social para chicos con familias desestructuradas. Estaba muy interesada en el tema. La animé a que pasara más tiempo con Finn, porque pensaba que les podría ayudar a ambos. A su favor tengo que decir que se dedicó a Finn en cuerpo y alma. Creo que ella hizo una excepción con él y estoy segura de que mi hermano le estaba agradecido. Puede que para él eso fuera amor.

—¿Qué más puede contarme de Laura?

—Debería preguntarle a Tish —respondió Rikke—. Durante un tiempo fueron amigas íntimas.

—¿Durante un tiempo?

Rikke ladeó la cabeza.

—Sí, luego dejaron de serlo.

—Ah.

—Pues sí. Rompieron de mala manera. Laura vino aquí llorando.

—¿Le contó lo que había pasado?

—Me dijo que se habían peleado.

—¿Cuál fue el motivo de la pelea?

Rikke juntó los dedos.

—Un chico —empezó a explicar lentamente—. Tish tenía unos celos enfermizos. Le ordenó a Laura que dejara de verlo.

—¿Y quién era él?

—Laura no me lo dijo, pero yo supuse que se trataba del chico de esa familia rica de Duluth. Los Stanhope. Cuando ella murió, leí en la prensa que Laura y Peter salían juntos.

A Stride no le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación. Le hacía preguntarse una vez más por los motivos que tenía Tish para ir tras Peter Stanhope.

—¿Habló Finn con usted sobre el asesinato de Laura después de que éste se produjera? ¿Le dijo alguna vez que sabía algo al respecto?

—Por supuesto que no. Como ya le he dicho, él no estaba allí.

—Voy a tener que hablar con Finn —la informó Stride poniéndose en pie—. ¿Cuándo puedo encontrarlo en casa?

Rikke agitó una mano con desdén.

—Entra y sale cuando le da la gana. No soy la guardiana de mi hermano. Telefonee a la compañía de reparto, puede que ellos le ayuden a encontrarlo en algún punto de su ruta.

Stride asintió con la cabeza.

—Le agradezco que me haya concedido unos minutos. —Rikke no contestó—. ¿Sabe? Aún recuerdo alguna cosa de sus clases de geometría —añadió Stride.

—Ah.

—Creo que era algo llamado «postulado paralelo».

Rikke se encogió de hombros.

—«Si dos rectas, al cortar a una tercera, forman ángulos internos menores que dos rectos, esas dos rectas prolongadas indefinidamente se cortarán en algún momento». ¿Por qué demonios le parece tan interesante?

—Es algo que me encuentro en la mayor parte de mis investigaciones —le explicó Stride—. Tarde o temprano las dos rectas acaban siempre por encontrarse.

Después de que Stride se marchara, Rikke Mathisen se quedó ante la ventana del salón que daba a la calle. Sostenía la cortina de encaje con la mano y observó a Stride mientras éste se internaba en la oscura penumbra y se montaba en su vehículo. Los faros del auto se iluminaron de golpe como dos ojos abiertos, y la gravilla chirrió mientras él aceleraba al descender por el camino de tierra que llevaba a la carretera, traqueteando por los raíles. Lo observó hasta que las luces rojas traseras desaparecieron y siguió vigilando mientras la noche caía como una nube negra que envolviera la casa. El gato naranja atigrado se restregó contra sus piernas y maulló, pero Rikke no se movió. A lo lejos, procedente del noreste, un tren silbó. Incluso a esa distancia, sintió su vibración bajo los pies. No importaba cuánto tiempo llevara viviendo allí. Oía todos los trenes.

Rikke se apartó. En el recibidor había un espejo colgado de un alambre de acero, con un marco de grueso latón polvoriento. Echó un vistazo a su reflejo oscuro y contuvo el aliento, porque quien le devolvió la mirada fue el rostro de su madre, como un espectro de ojos malignos devuelto a la tierra. El destino era cruel. Habían transcurrido treinta años, y se había convertido en la persona que Finn y ella habían odiado durante tanto tiempo. Uno puede correr y correr, y cuando cree haber escapado, se da cuenta de que ha estado corriendo en círculos.

Apagó las luces de la planta baja y caminó a tientas, como una invidente, hasta los escalones de madera de caoba que llevaban a la planta superior. Al llegar arriba, contempló la puerta cerrada que tenía delante. El dormitorio de Finn. Movió la manija de metal; estaba cerrada con llave. Siempre la cerraba con llave. Aún no se había dado cuenta de que ella tenía una copia. Entró en el cuarto y le dio al interruptor, sin importarle que Finn viera la luz encendida de su dormitorio cuando volviera a casa. La habitación estaba hecha un revoltijo. Ropa sucia tirada por la cama y encima de la puerta del armario. Latas aplastadas de Budweiser por todo el suelo del cuarto, como discos de hockey plateados. Las sábanas olían a orina. Aún mojaba la cama.

El cajón superior de su mesilla de noche negra laqueada estaba abierto. Lo sacó y lo vació en el suelo, donde su contenido rodó con gran estrépito. Repitió la operación con el cajón inferior. Se puso a gatas y se abrió paso con las manos entre el montón de baratijas. Finn lo guardaba todo. Teléfonos móviles viejos y cables de ordenador. Formularios de impuestos a medio rellenar. Bolígrafos con la tinta seca y lápices partidos por la mitad. Revistas pomo antiguas, botes de lubricante, cigüeñales de goma cubiertos por una costra de secreciones.

Una vieja fotografía.

Rikke la sostuvo en alto y la estudió. Se trataba de una foto de diez centímetros cuadrados, con un estrecho filete blanco, de colores desvaídos y poco naturales. Reconoció a Finn en el patio trasero de su casa, sentado junto a Laura en un banco de picnic, con un brazo por encima del hombro de ella. Dos jóvenes sonrientes. Laura vestía una camiseta sin mangas. Finn llevaba el pecho desnudo y su cabello rubio era rizado y espeso. Rikke recordaba haber tomado esa fotografía. Con manos temblorosas, la rompió por la mitad, y de nuevo por la mitad, y una vez más, hasta que los pedazos fueron demasiado pequeños para romperlos. Los esparció por el revoltijo del suelo como si fueran granos de sal gorda.

Por aquel entonces, Finn le dejaba su habitación a Laura las noches en que ella se quedaba a dormir. Ella había dormido ahí, en su cama, mientras él dormía en el sofá de la planta baja. Excepto cuando Finn subía las escaleras en silencio para mirar. Rikke tenía conocimiento de todo eso. Lo había visto en la oscuridad husmeando a través de la puerta de su dormitorio, observando la cama, donde las estrellas iluminaban pálidamente la carne desnuda. Jamás hablaron de ello. Algunas cosas simplemente se sobreentendían.

Después se acercó al escritorio, sacó todos los cajones y los vació como si fueran jarras de agua. Escudriñó los escombros sin ver lo que quería, pero sabía que finalmente encontraría lo que estaba buscando. Conocía bien a Finn. Con una expresión grave y carente de emoción, arrancó todas las prendas de ropa de las perchas del armario, arrojó los juegos de mesa de la estantería polvorienta y palpó la superficie de madera veteada con los dedos extendidos. Al no encontrar nada, arrastró el colchón de la cama de Finn y luego levantó el somier del armazón.

Nada.

Con una mano, derribó la mesilla de noche negra. La lámpara cayó con ella, estrellándose y rompiéndose contra el suelo. Se inclinó, echó un vistazo a la parte inferior de la mesilla y asintió con gesto grave.

Ahí estaba.

Un abultado sobre de manila estaba pegado a la madera sin pulir con cinta americana que había perdido su adherencia después de ser arrancada y enganchada en incontables ocasiones. Rikke cogió el sobre. Se llevó con él trozos de cinta. Rasgó la solapa y sacó el fajo de papeles sobados que éste contenía. Los revisó uno a uno cuidadosamente, estudiando cada imagen. Eran fotografías granulosas en color impresas con la impresora del escritorio de Finn. Imágenes borrosas tomadas de noche. No importaba. Veía con suficiente claridad lo que eran.

Chicas adolescentes.

Cuando las acabó de ver todas, las volvió a guardar en el sobre. En la pared de enfrente, junto al escritorio de Finn, había una papelera metálica. Vació la basura y metió el sobre dentro. Buscó una caja de cerillas entre el caos que ella misma había generado en el suelo del dormitorio, después encendió una y la arrojó a la papelera, donde un pequeño fuego prendió en el papel hasta transformarse en una gran antorcha ardiente. El recipiente arrojaba humo y relámpagos naranjas. El sobre y todas las fotografías se ovillaron en escamas de ceniza negra que flotaron por la habitación como nieve color carbón. En el recibidor, la alarma antihumos graznó a modo de protesta. Rikke la ignoró.

Cuando acabó de arder, el interior de la papelera estaba chamuscado. Cogió una regla, se puso de rodillas y empezó a golpear las cenizas aún calientes hasta convertirlas en polvo. Tenía la piel cubierta de tiznes de hollín. Se levantó y se limpió las manos en los pantalones cortos, manchándolos de huellas negras.

Lo siguiente fue el ordenador. Y la cámara. Irían a parar al río en algún momento después de medianoche. No se podían borrar cosas como ésas. Si alguien sabía lo que estaban haciendo siempre podría recuperarlas.

Rikke oyó un ruido en el pasillo y levantó la vista.

Finn estaba en la puerta.